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AOMAME

La luz está ahí, sin duda

Pasada la medianoche, la fecha cambió de domingo a lunes, pero no podía dormir.

Un poco antes, al salir del baño, se había puesto el pijama, se había metido en la cama y había apagado la luz. Quedándose despierta hasta tarde no arreglaba nada. El asunto estaba en manos de Tamaru. Se había dicho que debía dormir un poco y así, a la mañana siguiente, podría volver a pensar en todo un poco más despejada. Sin embargo, su mente no se relajaba, el cuerpo le pedía acción. Después de un breve sueño, se desveló.

Resignada, salió de la cama y se puso una bata encima del pijama. Hirvió agua, se preparó una infusión y la bebió a pequeños sorbos sentada a la mesa del comedor. Un pensamiento cruzó por su mente, pero no era capaz de discernir qué pensamiento era ése. Tenía una forma gruesa y furtiva, como una lejana nube cargada de lluvia. Sabía qué forma tenía, pero no distinguía su contorno. Como si hubiera un desfase entre forma y contorno. Aomame se acercó a la ventana con la taza en la mano y contempló el parque infantil por entre las cortinas.

No había ni un alma, como cabía esperar. Pasaban unos minutos de la una de la noche y tanto el cajón de arena como el columpio y el tobogán permanecían abandonados. Era una noche sumamente silenciosa. No soplaba viento, no se veía ni una sola nube. Y las dos lunas pendían la una al lado de la otra por encima de las ramas heladas del árbol. Todavía las veía, a pesar de que habían cambiado de posición debido a la rotación de la Tierra.

Allí quieta, de pie, le vino a la mente el viejo edificio en el que había entrado el cabezón y la plaquita en la puerta del piso 303. Una tarjeta blanca con los dos ideogramas del apellido Kawana impresos. No era una tarjeta nueva. Tenía las esquinas gastadas y dobladas, y pequeñas manchas de humedad. Había pasado no poco tiempo desde que habían metido la tarjeta en la placa.

«Tamaru averiguará si el inquilino del piso es Tengo Kawana u otra persona apellidada Kawana. Muy pronto, quizá mañana mismo, me dirá quién es. Tamaru nunca pierde el tiempo. Entonces sabré la verdad. Quién sabe, quizá pueda encontrarme con él pronto». Al pensar en esa posibilidad, sintió que se ahogaba. Era como si el aire a su alrededor se hubiera enrarecido de pronto.

«Pero tal vez las cosas no salgan tan bien. Aunque el inquilino del 303 sea Tengo Kawana, es posible que ese siniestro cabezón se esconda dentro del edificio. Y puede que trame algo; no sé el qué, pero algo malo. Seguro que ha ideado algún plan ingenioso y se pega a Tengo y a mí para impedir que nos reunamos.

»No, no debes preocuparte», se dijo para tranquilizarse. «Tamaru es de fiar, además de ser más cauteloso, competente y experimentado que cualquier otra persona que conozco. Puedo dejarlo en sus manos: él se deshará rápidamente del cabezón. Se ha convertido en un elemento peligroso, un estorbo no sólo para mí, sino también para el propio Tamaru, que hay que eliminar.

»Pero si, por alguna razón, no sé bien cuál, Tamaru considerara que no es conveniente que Tengo y yo nos reencontremos, ¿qué ocurrirá entonces? Quizás intente impedir que nos veamos. Tamaru y yo sin duda sentimos un gran aprecio el uno por el otro. Sin embargo, él debe anteponer la seguridad y los intereses de la anciana a todo. Es su trabajo. No hace todo esto sólo por mí».

La idea la preocupó. No tenía forma de saber qué lugar ocupaba su reencuentro con Tengo en la lista de prioridades de Tamaru. ¿Y si revelarle la existencia de Tengo había sido un error de consecuencias fatales? Quizá debió haberse enfrentado ella sola a esa cuestión.

«Pero ahora ya no puedo volver atrás. Se lo he contado a Tamaru. En ese momento no pude evitarlo. El cabezón podría estar ahí, esperándome, y volver sola allí es casi un suicidio. Además, el tiempo corre. No puedo pararme a hacer consideraciones ni a esperar qué ocurre. Aclararle todo a Tamaru y dejar el problema en sus manos era, en ese momento, la mejor opción».

Aomame dejó de pensar en Tengo. Definitivamente, cuanto más pensaba en él, más se enredaba el hilo de sus pensamientos, hasta el punto de que la paralizaba. Ya no pensaría más. Dejaría también de mirar las lunas. La luz de los satélites perturbaba su espíritu calladamente. Alteraba la altura de las mareas en las ensenadas y agitaba la vida en los bosques. Tras beberse la infusión, se apartó de la ventana y lavó la taza en el fregadero. Le apetecía tomar un trago de brandy, pero, por el embarazo, no debía ingerir alcohol.

Aomame se sentó en el sofá, encendió la pequeña lámpara de lectura que había a un lado y cogió en sus manos La crisálida de aire. La había leído ya más de diez veces de cabo a rabo. No era excesivamente larga y se sabía hasta los menores detalles de la historia. Pero decidió leerla una vez más con suma atención. Al fin y al cabo, todavía no tenía sueño. Quizás encontrase algún detalle que se le hubiera pasado por alto.

La crisálida de aire era, por decirlo de alguna manera, un libro que ocultaba un código. Al parecer, al relatar esa historia, Eriko Fukada había pretendido difundir algún mensaje. Tengo la había reescrito con una prosa más elaborada y eficaz. Los dos habían formado un equipo para gestar una novela que atrajese a numerosos lectores. «Ambos poseen cualidades que se complementan», le había dicho el líder de Vanguardia, y había añadido: «Compenetrándose y uniendo sus fuerzas han llevado a cabo una misión». Según el líder, el hecho de que La crisálida de aire se convirtiese en un best seller y dejase constancia de cierto secreto inactivó a la Little People y provocó que la «voz» enmudeciera. A raíz de ello, el pozo se secó y la corriente dejó de fluir. Tal era el «gran impacto» que el libro había ejercido en el mundo de Vanguardia.

Aomame leyó poniendo todos sus sentidos en cada renglón de la novela.

Cuando las agujas del reloj de pared marcaron las dos y media, Aomame había leído ya dos tercios de la obra. Cerró el libro e intentó expresar con palabras la intensa sensación que sacudía su espíritu. Aunque no podía llamarlo una revelación, en ese momento en su mente se perfilaba una imagen muy clara y certera.

«No he sido arrastrada a este mundo por casualidad».

Eso era lo que le transmitía la imagen.

«Estoy aquí porque debo estar aquí.

»Hasta ahora creía que había venido a 1Q84 porque una voluntad ajena me había arrastrado. Siguiendo cierto designio, las agujas de los raíles cambiaron y el tren en el que yo viajaba se desvió de la vía principal para adentrarse en un mundo nuevo y extraño. Y de pronto, sin apenas darme cuenta, ya estaba aquí. En un mundo en cuyo cielo hay dos lunas y donde la Little People asoma la cabeza de vez en cuando. Hay una entrada, pero no una salida.

»Me lo explicó el líder antes de morir: Tengo había empezado a escribir otra historia, una historia propia, y esa historia funcionó como un “tren” que me condujo hasta este mundo nuevo. Por eso estoy aquí ahora. De una manera del todo pasiva. Por decirlo así, como una actriz de reparto que, desconcertada, erra en medio de una niebla espesa.

»Pero eso no es todo», pensó Aomame.

«Eso no es todo; en absoluto.

»No sólo me ha arrastrado hasta aquí una voluntad ajena. En parte es así. Pero, al mismo tiempo, yo he elegido estar en este lugar.

»He elegido estar aquí por mi propia voluntad».

Estaba convencida de ello.

«Y estoy aquí por un motivo muy claro: encontrarme con Tengo, reunirme con él. Esa es mi razón de ser en este mundo. Aunque, mirándolo desde el punto de vista opuesto, puedo decir que este mundo existe en mi interior porque debo encontrarme con Tengo. Quizá sea una paradoja que se repite hasta el infinito, como dos espejos confrontados. Formo parte de este mundo y este mundo forma parte de mí».

Aomame no sabía el argumento de la obra que Tengo estaba escribiendo en la actualidad. Probablemente tratara de un mundo con dos lunas. En él, la Little People aparecería de vez en cuando. Pero no se atrevía a conjeturar más. «Con todo, es la historia de Tengo y, al mismo tiempo, es mi historia». Eso pensaba Aomame.

Vio confirmado que era así cuando, abriendo el libro, releyó el pasaje que relataba que, por las noches, la niña protagonista fabricaba la crisálida de aire junto a la Little People dentro del viejo almacén. Mientras leía aquella descripción vivida y detallada, sintió en el abdomen un calor que se difundía poco a poco. Un calor de una profundidad asombrosa. Era una fuente de calor muy pequeña pero muy intensa. Sabía de sobra qué era esa fuente de calor y qué significaba: esa cosa pequeñita. Emitía calor en respuesta a la escena en la que la protagonista y la Little People creaban juntos la crisálida de aire.

Aomame dejó el libro en la mesa cercana al sofá, se desabotonó la parte superior del pijama y se llevó una mano al abdomen. Sintió el calor, e incluso le pareció que despedía una tenue luz anaranjada. Apagó la lámpara de lectura y, en la oscuridad, observó esa zona. Era un fulgor tan débil que apenas se veía.

«Sin embargo, la luz está ahí, sin duda. No estoy sola», pensó Aomame.

«Estamos unidos. Seguramente, porque ambos vivimos al mismo tiempo dentro de la misma historia.

»Y si, aparte de ser la historia de Tengo, es mi historia, yo también debería poder escribirla. Debería poder añadir nuevas cosas o incluso reescribir alguna parte. Y, sobre todo, debería poder decidir el final. ¿No es así?».

Reflexionó sobre esa posibilidad.

Pero ¿cómo podía conseguirlo?

Todavía lo ignoraba. Lo único que sabía era que esa posibilidad debería existir. De momento no era más que una teoría. En medio de aquella callada oscuridad, apretó los labios y pensó. Era crucial. Tenía que concentrarse.

«Los dos formamos un equipo. Como el brillante equipo que formaron Tengo y Eriko Fukada al crear La crisálida de aire, en esta nueva historia Tengo y yo formamos un equipo. Nuestras voluntades —o lo que late en el fondo de nuestras voluntades— se han unido para gestar esta intrincada historia y ponerla en marcha. Seguramente el proceso tiene lugar en algún sitio profundo y oculto a la vista. Por eso estamos unidos, aunque no nos veamos. Nosotros creamos la historia y, a su vez, la historia nos pone en marcha a nosotros. ¿No es así?».

Había una pregunta. Una pregunta crucial:

«¿Qué significado tiene esta cosa pequeñita en la historia que estamos escribiendo? ¿Qué función desempeña?

»Esta cosa pequeñita reacciona de manera tangible ante la escena en la que la Little People y la niña protagonista crean la crisálida de aire dentro del almacén. Dentro de mi útero hay un calor suave pero palpable que desprende una tenue luz anaranjada. Como la propia crisálida de aire. ¿Querrá decir que mi útero funciona como una crisálida de aire? ¿Seré yo la mother y esa cosa pequeñita, mi daughter? ¿Ha tenido la Little People algo que ver en el hecho de que concibiese un bebé de Tengo sin haber mantenido relaciones sexuales? ¿Se han valido arteramente de mi útero para aprovecharlo como crisálida de aire? ¿Estarán intentando utilizarme para conseguir una nueva daughter?

»No, no puede ser», se dijo Aomame con convicción. «Eso es imposible».

La Little People había perdido su vitalidad. Lo había dicho el líder. La amplia divulgación de La crisálida de aire entorpecía sus movimientos. No cabía duda de que el embarazo se desarrollaba fuera de sus miradas y de su área de influencia. Pero ¿quién —o qué clase de poder— había posibilitado el embarazo? ¿Y para qué?

Aomame no lo sabía.

Lo único que sabía era que esa cosa pequeñita era una vida valiosa que Tengo y ella habían concebido. Volvió a colocarse las manos sobre el abdomen, que desprendía la luz naranja, aureolándolo, y presionó con suavidad. Y dejó que el calor que sentía circulara y se difundiera por todo su cuerpo. «Pase lo que pase, debo proteger a esta cosa pequeñita. Nadie me la va a arrebatar. Nadie le va a hacer daño. Vamos a protegerla, los dos, y a cuidarla». En medio de la oscuridad, se armó de determinación.

Fue al dormitorio, se quitó la bata y se metió en la cama. Boca arriba, con las manos sobre el vientre, volvió a sentir en las palmas ese calor. Todas sus preocupaciones y su incertidumbre se desvanecieron. «Debo ser más fuerte. Mi cuerpo y mi espíritu deben permanecer unidos, ser uno». Al rato, vino el sueño en silencio, como una voluta de humo, y la envolvió entera. En el cielo todavía flotaban las dos lunas, una al lado de otra.