21
TENGO

En algún lugar de su mente

Sonó el teléfono. Los dígitos del despertador indicaban que eran las dos y cuatro minutos. Lunes, dos y cuatro minutos de la madrugada. A su alrededor reinaba la oscuridad y, segundos antes, él dormía profunda y apaciblemente y sin soñar con nada.

Primero pensó que podía ser Fukaeri. A esa hora tan disparatada, no le extrañaría que fuese ella. Al rato, el rostro de Komatsu se perfiló en su mente. Él tampoco era muy razonable en lo que se refería a horarios. Pero no parecía Komatsu. Sonaba de un modo insistente y pragmático. Además, apenas habían pasado unas horas desde que se habían visto y habían hablado largo y tendido.

Una de las opciones era ignorar la llamada y dormir. Eso era, sin duda, lo que deseaba hacer. Pero el teléfono no dejaba de sonar, como para no dar más opciones. Se levantó de la cama y, después de tropezar con algo, cogió el auricular.

—¿Diga? —preguntó Tengo todavía con la mente espesa. Parecía que, en vez de sesos, tuviera una lechuga congelada dentro de la cabeza. Hay quien no sabe que no se puede congelar la lechuga; una vez descongelada, deja de ser crujiente, con lo que pierde una de sus cualidades más atractivas.

Al acercar el auricular al oído, oyó como una ráfaga de viento. Una racha caprichosa que soplaba en un valle angosto, erizando ligeramente el pelaje de unos bellos ciervos que, agachados, bebían del agua cristalina de un arroyo. Pero no era viento. Era la respiración de una persona amplificada por el aparato telefónico.

—¿Diga? —repitió Tengo. Quizá fuese una broma. O quizá la línea estuviera en mal estado.

—¿Hola? —dijo alguien. Era una voz femenina desconocida. No se trataba de Fukaeri. Tampoco de aquella mujer mayor que él.

—¿Diga? —dijo Tengo—. Soy Kawana.

—Tengo —dijo ella. Parecía que por fin la conversación arrancaba. Sin embargo, todavía no sabía quién era su interlocutora.

—¿Quién es?

—Kumi Adachi —dijo la mujer.

—¡Ah, eres tú! —exclamó Tengo. Kumi Adachi, la joven enfermera que vivía en un edificio desde el que se oía ulular al búho—. ¿Qué ocurre?

—¿Estabas durmiendo?

—Sí —contestó Tengo—. ¿Y tú?

La pregunta carecía de sentido: alguien dormido no puede llamar por teléfono. ¿Cómo le preguntaba semejante estupidez? Seguro que era culpa de la lechuga congelada que llevaba en la mollera.

—Estoy de guardia —respondió ella, y carraspeó—. Escucha, el señor Kawana acaba de fallecer.

—El señor Kawana ha fallecido —dijo Tengo sin comprender bien. ¿Era posible que alguien estuviera comunicándole su propia muerte?

Kumi Adachi probó a decírselo con otras palabras:

—Tu padre ha exhalado su último aliento.

Tengo, sin saber por qué lo hacía, se pasó el auricular de la mano derecha a la mano izquierda.

—Ha exhalado su último aliento —volvió a repetir él.

—Yo estaba echada en la sala de descanso cuando, pasada la una de la madrugada, ha sonado el timbre de llamada de una de las habitaciones. Era el timbre de la habitación de tu padre. Me extrañó porque tu padre estaba inconsciente y no podía haberlo pulsado, pero de todas formas fui a mirar. Cuando llegué, ya había dejado de respirar. No tenía pulso. Desperté al médico de guardia, que trató de reanimarlo, pero no sirvió de nada.

—O sea, ¿que mi padre pulsó el timbre?

—Podría ser. Porque no había nadie más.

—¿De qué ha muerto, exactamente? —preguntó Tengo.

—Eso yo no puedo decírtelo, pero parece que no sufrió. Tenía un semblante muy sereno. No sé cómo explicarlo… Era como una hoja caída de un árbol a finales de otoño, a pesar de no hacer viento. Pero quizá no me explique muy bien…

—Te explicas perfectamente —dijo Tengo—. Y me alegro de que haya muerto así.

—¿Puedes venir hoy?

—Creo que sí. —El lunes reemprendía las clases en la academia, pero había fallecido su padre y su ausencia estaba justificada—. Cogeré el primer expreso. Creo que puedo estar ahí antes de las diez.

—Te lo agradezco, porque hay bastantes trámites que hacer.

—Trámites —dijo Tengo—. ¿Debo llevar ya algo preparado?

—¿Eres el único familiar del señor Kawana?

—Eso creo.

—Entonces, trae tu sello legal.[23] Puede que haga falta. Ah, ¿y tienes el certificado del sello?

—Creo que tenía una copia.

—Tráela también por si acaso. Creo que no necesitas nada más, porque tu padre lo dejó todo preparado.

—¿Lo dejó todo preparado?

—Sí. Al parecer, cuando todavía estaba consciente, lo dejó todo bien indicado: desde la clase de entierro que quería, hasta dónde deben depositarse las cenizas, pasando por la ropa que debían ponerle en el funeral. Era una persona muy previsora. O práctica, quizás.

—Sí, así era él —confirmó Tengo mientras se frotaba las sienes con los dedos.

—Yo termino mi turno de guardia a las siete y vuelvo a casa para acostarme. Pero Tamura y Ōmura trabajan por la mañana, así que ya te lo explicarán todo con detalle.

Tamura era la enfermera de mediana edad con gafas, y Ōmura, la que se ponía el bolígrafo en el pelo.

—Muchas gracias por todo —le dijo Tengo.

—No es nada —contestó Kumi Adachi. De pronto cambió de tono—: Te acompaño en el sentimiento.

—Gracias —dijo Tengo.

Como no lograba volver a conciliar el sueño, Tengo puso agua a hervir y se preparó café. Eso le despejó un poco. Luego le entró hambre y se preparó un sándwich con el tomate y el queso que había en la nevera. Como suele ocurrir cuando se come a oscuras, notaba la textura, pero apenas el sabor de los alimentos. Después cogió el horario de trenes y consultó las salidas del expreso a Tateyama. Pese a que había regresado del «pueblo de los gatos» el sábado al mediodía, tan sólo dos días atrás, ahora debía volver. Pero esta vez no se quedaría más de una o dos noches.

Cuando el reloj dio las cuatro, fue al lavabo para lavarse la cara y afeitarse. Con un cepillo para el pelo, intentó alisarse un mechón rebelde que se le levantaba, pero no funcionó, como de costumbre. «¡Qué se le va a hacer! Seguro que antes del mediodía ya se ha bajado».

El hecho de que su padre hubiera muerto no lo había conmovido en exceso. Sólo había pasado dos semanas junto a su padre inconsciente. Éste ya parecía haber aceptado su propia muerte, dándola por un hecho consumado. Aunque sonara extraño, daba la impresión de que había apagado por sí mismo el interruptor y había entrado en estado de coma por decisión propia. Ya entonces, los médicos no habían podido señalar la causa. Pero Tengo lo sabía: su padre había decidido morir. O había renunciado a la idea de seguir viviendo. «Como una hoja caída de un árbol», para tomar prestada la expresión de Kumi Adachi, había apagado la luz de su conciencia, había cerrado las puertas de todos sus sentidos y ya sólo esperaba la llegada de la nueva estación.

En la estación de Chikura cogió un taxi y a las diez y media estaba en la clínica de la costa. Igual que el domingo, ese lunes era un apacible día de principios de invierno. Como para compensarlo, los cálidos rayos de sol iluminaban el césped del jardín, que empezaba a marchitarse, y un gato tricolor que Tengo nunca había visto por allí se lamía la cola con esmero, tomándose su tiempo, mientras se calentaba al sol. Las enfermeras Tamura y Ōmura lo recibieron en la entrada. Las dos le dieron el pésame con voz serena. Tengo se lo agradeció.

Habían instalado los restos mortales del padre en una discreta salita en un discreto rincón de la clínica. Tamura se puso al frente y condujo a Tengo hasta allí. El padre yacía sobre una camilla, cubierto con una sábana blanca. En la habitación, cuadrada y sin ventanas, una lámpara halógena daba a las blancas paredes una luminosidad aún más blanca. Había un taquillón, que llegaba a la altura de la cintura, y, sobre él, un florero de cristal con tres crisantemos blancos.[24] Seguro que los habían colocado allí esa misma mañana. Un reloj redondo colgaba de la pared. A pesar de estar viejo y polvoriento, marcaba la hora exacta. Quizá tuviese el cometido de atestiguar algo. Por lo demás, no había más muebles ni adornos. Muchos otros muertos envejecidos debían de haber pasado por aquella modesta sala. Entraban y salían en silencio. En la sala reinaba un aire práctico y de solemnidad lleno de sobreentendidos.

El rostro del padre no había cambiado desde la última vez que lo había visto. No parecía estar muerto, ni siquiera si lo miraba de cerca. No tenía mal color de cara, y la piel en el mentón y bajo la nariz estaba extrañamente tersa, quizá porque alguien considerado había tenido el detalle de afeitarlo. Tal como estaba en ese momento, costaba ver la diferencia entre estar inconsciente y haber perdido la vida. Sencillamente, ahora ya no era necesario alimentarlo con el gotero ni recoger su orina. Si lo dejaran así, empezaría a pudrirse en pocos días. Entonces sí se advertiría una gran diferencia entre estar vivo o muerto. Pero, naturalmente, antes de que eso ocurriera, lo incinerarían.

En ésas, acudió el médico con el que Tengo había hablado en otras ocasiones y, tras expresarle sus condolencias, le explicó las circunstancias de la muerte del padre. Pese a que se tomó la molestia de explicárselo de manera pausada, al final todo se resumía en que se desconocía la causa de la muerte. Ya cuando ingresó, no habían detectado ningún síntoma ni enfermedad. El resultado de los análisis que le hicieron indicaba, al contrario, que su padre gozaba de buena salud. Simplemente padecía demencia. Sin embargo, por una u otra razón (que seguía sin esclarecerse), a partir de cierto momento su padre entró en coma y, sin recobrar la conciencia, sus funciones vitales fueron deteriorándose poco a poco pero de manera ininterrumpida. Cuando la curva del declive cruzó determinada línea, el padre se adentró irremediablemente en el territorio de la muerte. Aunque era fácil de entender, desde el punto de vista médico presentaba numerosos problemas, ya que no se podía determinar una causa concreta del fallecimiento. El concepto de muerte por decrepitud era el que más se aproximaba, pero el padre todavía rondaba los sesenta y cinco años; no cabía hablar de decrepitud.

—Como médico responsable de su padre, debo redactar el acta de defunción —le dijo el médico con cautela—. Como causa de la muerte pensaba poner «insuficiencia cardiaca causada por coma prolongado». ¿Le parece bien?

—¿Eso quiere decir que en realidad mi padre no falleció por «insuficiencia cardiaca causada por coma prolongado»? —preguntó Tengo.

El médico mostró su desconcierto.

—Sí, su corazón no sufrió ningún daño en particular.

—Y tampoco detectaron daños en ningún otro órgano, ¿no?

—Eso es —dijo el médico, titubeando.

—Pero ¿es necesario especificar la causa de la muerte?

—Sí.

—Yo no entiendo nada de su especialidad, pero, en cualquier caso, su corazón está parado, ¿no?

—Por supuesto. Está parado.

—Es decir, que se trata de un tipo de insuficiencia.

El médico lo consideró.

—Si el corazón funcionaba con normalidad, sí, sin duda hay una insuficiencia, como usted bien dice.

—Entonces, puede escribir eso… ¿Cómo era? ¿«Insuficiencia cardiaca causada por coma prolongado»? Da igual. No tengo nada que objetar.

El médico pareció aliviado. Le dijo que en treinta minutos tendría lista el acta de defunción. Tengo le dio las gracias. El médico se fue y sólo quedó Tamura, la enfermera con gafas.

—¿Quiere que lo deje a solas con su padre un rato? —se ofreció.

Tenía que preguntarlo, según decía el protocolo, por lo que la pregunta pareció una pura formalidad.

—No, no es necesario. Gracias —contestó Tengo.

Aunque lo dejara a solas con su padre, no tendrían nada en particular que contarse. Así había sido cuando él estaba vivo. Ahora que había muerto, los temas de conversación no iban a surgir de repente.

—Entonces me gustaría hablar con usted de los trámites en otra parte. ¿Le importa? —dijo Tamura.

—No —respondió Tengo.

Antes de salir, la enfermera se situó delante del cadáver y juntó las manos. Tengo hizo lo mismo. La gente muestra su respeto hacia los muertos de manera espontánea. Al fin y al cabo, el fallecido acababa de realizar esa gran proeza personal que es morir. Después salieron de aquella salita sin ventanas y fueron al comedor. Allí no había nadie. Los luminosos rayos de sol entraban por el ventanal que daba al jardín. Al adentrarse en esa luz, Tengo respiró aliviado. Allí ya no había el menor indicio que recordara a la muerte. Aquél era el mundo de los vivos. Aunque no fuese más que una patraña incierta e imperfecta.

Tamura le sirvió té verde tostado en una taza. Ambos se sentaron a una mesa, frente a frente, y permanecieron callados mientras bebían.

—¿Te quedas esta noche? —preguntó la enfermera.

—Sí, ésa es mi intención. Aunque todavía no he reservado alojamiento.

—Si quieres, ¿por qué no te quedas en la habitación en la que estaba tu padre? Ahora no la utiliza nadie y te saldría gratis. Siempre y cuando no te parezca mal…

—No me lo parece —contestó Tengo un poco sorprendido—. Pero ¿seguro que no pasa nada?

—Claro que no. Si tú estás de acuerdo, por nosotros no hay inconveniente. Después te preparo la cama.

Tengo fue al grano:

—Entonces, ¿qué debo hacer ahora?

—Una vez que el médico te entregue el acta de defunción, tienes que ir al ayuntamiento, solicitar el permiso de incineración y, después, pedir que inscriban su defunción en el registro civil y de familia. Eso es lo más importante. Luego tendrás que ocuparte de la pensión y de las cuentas de ahorros, entre otras cosas, pero eso es mejor que lo consultes con el abogado.

—¿El abogado? —dijo Tengo sorprendido.

—El señor Kawana, es decir, tu padre, habló con un abogado sobre todo lo que debía hacerse cuando falleciera. Pero no te asustes por lo del abogado. Simplemente, como en la clínica hay muchos ancianos que presentan dolencias que afectan a sus facultades mentales, para evitar problemas legales les ofrecemos asesoramiento jurídico en colaboración con un bufete de abogados local. También se levanta testamento en presencia de un notario. El coste es muy bajo.

—¿Dejó mi padre testamento?

—Eso háblalo con el abogado. Yo no puedo decírtelo.

—De acuerdo. ¿Tiene el despacho cerca de aquí?

—Ya nos hemos puesto en contacto con él para que venga hoy a las tres. ¿Te parece bien? Sé que es pronto, pero, como imaginábamos que andarías ocupado, hemos decidido llamarlo sin consultártelo.

—Muchas gracias —le dijo Tengo a la eficiente enfermera. Por alguna razón, todas las mujeres mayores que lo rodeaban eran eficientes.

—Antes vete al ayuntamiento, presenta el certificado de defunción en el registro civil y solicita el permiso de incineración, ¿de acuerdo? Sin eso no podemos hacer nada —dijo la enfermera Tamura.

—Entonces, ahora tengo que ir hasta Ichikawa, ¿no? Supongo que estaba inscrito en Ichikawa. Pero, en ese caso, no creo que pueda volver antes de las tres.

La enfermera negó con la cabeza.

—Al poco de ingresar aquí, tu padre cambió el certificado de residencia de Ichikawa a Chikura. Dijo que, llegada la hora, resultaría más cómodo.

—¡Lo dejó todo arreglado! —exclamó Tengo admirado. Era como si desde un principio supiera que iba a morir ahí.

—Es cierto —convino la enfermera—. Jamás nadie ha hecho eso hasta ahora. Todos creen que su estancia en la clínica va a ser temporal. Pero… —Se interrumpió y juntó las manos en silencio. No necesitaba decir nada más—. El caso es que no hace falta que vayas a Ichikawa.

Condujeron a Tengo hasta la habitación en la que el padre había pasado sus últimos meses. Habían quitado las sábanas y se habían llevado el edredón y la almohada, de modo que sobre la cama sólo quedaba un colchón a rayas. En la mesa había un sencillo flexo y, dentro del estrecho armario, cinco perchas libres. En la estantería no había ni un solo libro, y el resto de las pertenencias se las habían llevado a alguna parte. Aunque Tengo no recordaba qué clase de pertenencias había. Dejó la bolsa en el suelo y echó un vistazo a su alrededor.

En la habitación todavía quedaba un ligero olor a medicamentos. Incluso le parecía detectar el olor a aliento dejado por el enfermo. Abrió la ventana para ventilar la habitación. El viento sacudió las cortinas acartonadas por el sol, igual que la falda de una muchacha mientras juega. Al verlas, de pronto Tengo pensó en lo maravilloso que sería que Aomame estuviera allí y, sin decir nada, lo tomase con fuerza de la mano.

Fue en autobús hasta el ayuntamiento de Chikura, mostró en una ventanilla el acta de defunción y a cambio recibió el permiso de incineración. La cremación se podría realizar pasadas veinticuatro horas desde la hora de la defunción. También rellenó los formularios para que inscribieran la defunción en el registro civil y de familia. Le entregaron un certificado. Aunque los trámites llevaban su tiempo, eran sorprendentemente sencillos. No requerían pensar ni darle vueltas a nada. Era como gestionar el desguace de un coche que ya está fuera de circulación. A su regreso, Tamura sacó tres copias de los documentos que le habían dado en el ayuntamiento con la fotocopiadora que tenían en la oficina.

—A las dos y media, antes de la visita del abogado, vendrá alguien de la funeraria Zenkō-sha —dijo la enfermera—. Entrégale una copia del permiso de incineración. Del resto ya se encargarán los de la funeraria. Tu padre habló en vida con un responsable y lo dejó todo dispuesto. El dinero para pagar los costes del entierro también está reservado, así que no tienes que hacer nada. Siempre que estés de acuerdo, por supuesto.

Tengo le dijo que lo estaba.

El padre apenas había dejado efectos personales. Únicamente ropa vieja y algunos libros.

—¿Quieres guardar algo como recuerdo? —le preguntó Tamura—. Sólo hay una radio despertador, un viejo reloj automático y unas gafas para la presbicia…

Tengo respondió que no quería nada, que podía deshacerse de todo como mejor le pareciera.

A las dos y media en punto apareció el responsable de la funeraria. Vestía un traje negro y caminaba con pasos discretos y silenciosos. Delgado, de poco más de cincuenta años, tenía los dedos largos, grandes ojos negros, y, en un lado de la nariz, una verruga negra reseca. Estaba moreno hasta la punta de las orejas, como si hubiera pasado muchas horas al sol. No sabía por qué, pero Tengo nunca había visto en su vida a un empleado de funeraria gordo. El hombre le explicó más o menos en qué consistía el funeral. Era educado y hablaba muy despacio. De ese modo, parecía indicarle que no había ninguna prisa en lo concerniente a todo aquel asunto.

—Cuando su padre habló conmigo, me dijo que deseaba un funeral lo más sobrio posible. Quería un ataúd sencillo y que lo incinerasen. Nada de altares, ceremonias, sufras, nombre póstumo budista, flores ni discursos. Tampoco quería tumba. Dijo que prefería que enterrásemos las cenizas en cualquier instalación comunal de la zona. Así que, si está usted conforme… —Se detuvo y miró a Tengo con sus grandes ojos de carnero.

—Si eso es lo que mi padre deseaba, no tengo nada que objetar —contestó Tengo mirándolo directamente a los ojos.

El encargado asintió y bajó ligeramente la mirada.

—Entonces hoy instalaremos los restos mortales en la funeraria y celebraremos el velatorio durante toda la noche, así que nos lo llevaremos ahora mismo. Mañana, a la una de la tarde, procederemos a la incineración en un crematorio cercano, si le parece bien.

—No hay ningún inconveniente.

—¿Desea asistir a la incineración?

—Sí —contestó Tengo.

—Hay personas que no quieren. Es usted libre de elegir.

—Asistiré —dijo Tengo.

—Perfecto —dijo el hombre un tanto aliviado—. En ese caso, disculpe que saque ahora este tema, pero el precio es el mismo que le di a su padre en vida. ¿Podría darnos su aprobación?

Dicho esto, el encargado movió sus dedos, largos como las patas de un insecto, y de un portafolio sacó un presupuesto que entregó a Tengo. Aunque ignoraba prácticamente todo lo relativo a exequias y entierros, de un vistazo Tengo comprendió que resultaba bastante económico. Por supuesto, no tenía nada que objetar. Pidió prestado un bolígrafo y firmó el documento.

Cuando, poco antes de las tres, llegó el abogado, éste se puso a charlar con el encargado de la funeraria delante de Tengo. Frases cortas, una conversación entre profesionales. Tengo no entendía bien de qué hablaban. Parecían conocerse. Era un pueblo pequeño. Seguro que todos se conocían.

Al lado del cuarto en que instalaban los cadáveres había una puertecilla discreta cerca de la cual, en el exterior, habían aparcado la furgoneta de la funeraria. Todas las ventanillas estaban tintadas de negro, excepto la del conductor, y la carrocería era negra como el carbón, sin ninguna letra o distintivo. El delgado encargado de la funeraria, ayudado por el conductor de la furgoneta, un hombre de cabello cano, trasladó al padre de Tengo a una camilla de ruedas que empujaron hasta el vehículo. La furgoneta tenía un techo más alto de lo normal y disponía de ranuras en las que se podía deslizar directamente la camilla. Las puertas traseras se cerraron con un portazo profesional; el encargado hizo una reverencia de cortesía hacia Tengo y luego conductor y encargado se marcharon en la furgoneta. Tengo, el abogado, la enfermera Tamura y la enfermera Ōmura juntaron las manos hacia las puertas traseras del Toyota negro.

El abogado y Tengo charlaron en un rincón del comedor. El hombre andaría por los cuarenta y cinco años y, al contrario que el empleado de la funeraria, estaba rollizo. La barbilla casi había desaparecido. Pese a ser invierno, tenía gotas de sudor en la frente. Seguro que en verano las pasaba canutas. El traje de lana gris que llevaba hedía a naftalina. Tenía la frente estrecha y un cabello muy oscuro y tupido. La combinación de obesidad y cabello tupido era catastrófica. Tenía los párpados pesados e hinchados y los ojos pequeños, pero, si uno se fijaba bien, en el fondo brillaba una chispa de amabilidad.

—Su padre me encomendó que me ocupara de sus últimas voluntades. Aunque lo llame de esa manera, no crea, no se parece en nada a los testamentos que salen en las novelas de misterio —dijo el abogado, y carraspeó—. Más bien se parece a una sencilla lista. Bueno, en primer lugar le comentaré brevemente su contenido. En el testamento, primero se indican los preparativos para su entierro. Me imagino que ya se los explicaría el encargado de Zenkō-sha que estaba aquí hace un momento, ¿no es así?

—Sí. Un entierro sobrio.

—Perfecto —dijo el abogado—. Es lo que su padre deseaba, que todo fuera lo más sobrio posible. Los gastos del entierro se cobrarán de un fondo de reserva y, en cuanto a los gastos médicos, se cubrirán con la fianza que su padre depositó al ingresar en este establecimiento. A usted no le supondrá ninguna carga económica.

—No quería dejar deudas, ¿eh?

—Eso es. Apartó de antemano el dinero necesario. Por otra parte, el dinero que queda en la cuenta que su padre tenía en la Caja Postal del servicio de Correos de Chikura se lo ha dejado a usted, su hijo, en herencia. Debe realizar los trámites para poner la cuenta a su nombre. Para ello necesita el certificado de la defunción de su padre en el registro civil, y el certificado de la inscripción de usted en el registro o el certificado de su sello. Con eso debe ir directamente a la Caja Postal de Correos de Chikura y rellenar de su puño y letra los documentos pertinentes. La tramitación tardará bastante. Ya sabe usted que los bancos y la Caja Postal son muy pesados con los formularios. —El abogado se sacó un gran pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta y se enjugó el sudor de la frente—. Eso es todo lo que tenía que comunicarle en lo relativo a la herencia. Aparte de esos ahorros, no hay nada más. Ni seguros de vida, acciones, bienes inmuebles, joyas, cuadros ni antigüedades. Todo muy claro y sin tonterías.

Tengo asintió en silencio. Muy propio de su padre. Sin embargo, el haber heredado la cuenta de ahorros lo deprimía. Se sentía como si le hubieran entregado un montón de mantas húmedas y pesadas. Si fuera posible, preferiría no aceptarlas. Pero no podía proponerle algo así a aquel abogado gordo y de pelo tupido con pinta de buenazo.

—Además, su padre me confió un sobre. Lo he traído conmigo, de modo que me gustaría entregárselo.

Era un gran sobre marrón, voluminoso y bien cerrado con cinta adhesiva. El abogado gordo lo sacó de un maletín negro y lo colocó sobre la mesa.

—El señor Kawana me lo confió cuando nos vimos y hablamos, al poco tiempo de ingresar en la clínica. Por aquel entonces, bueno, el señor Kawana todavía estaba consciente. De vez en cuando se despistaba, como es natural, pero por lo general regía bien. Me pidió que, a su muerte, entregara este sobre al heredero legal.

—¿Heredero legal? —se sorprendió Tengo.

—Sí, el heredero legal. Su padre no mencionó el nombre concreto de esa persona. No obstante, el único heredero legal es usted.

—Así es, por lo que yo sé.

—En ese caso, esto —dijo el abogado, y señaló el sobre encima de la mesa— le corresponde. ¿Podría firmar el acuse de recibo?

Tengo firmó el documento. El sobre marrón colocado encima de la mesa parecía más corriente e impersonal de lo necesario. No había nada escrito, ni en la cara ni en el reverso.

—Me gustaría preguntarle algo —le dijo Tengo al abogado—. ¿Pronunció mi nombre, es decir, Tengo Kawana, alguna vez en esa ocasión? ¿O dijo «mi hijo»?

Mientras pensaba en ello, el abogado se secó el sudor de la frente con el pañuelo, que había vuelto a sacar del bolsillo. Sacudió la cabeza.

—No. Siempre utilizó las palabras «heredero legal». No empleó ningún otro término. Lo recuerdo porque me extrañó un poco.

Tengo se quedó callado. El abogado intervino:

—Pero, bueno, según parece usted es el único heredero legal. Simplemente, en la conversación no se mencionó su nombre. ¿Le preocupa algo?

—No, nada en particular —contestó Tengo—. Mi padre siempre fue un poco raro.

El abogado sonrió como si se hubiera quedado tranquilo y asintió ligeramente. Luego le entregó a Tengo un duplicado de un antiguo certificado del registro de familia.

—Si no le importa, dada la naturaleza de la enfermedad, me gustaría que lo revisase para asegurarnos de que no haya ningún error de cara a los trámites legales. Según este documento, usted es el único hijo del señor Kawana. Su madre falleció año y medio después de darlo a usted a luz. Posteriormente su padre lo crió solo, sin volver a casarse. Los padres y hermanos de su padre han fallecido ya todos. No cabe duda de que es usted el único heredero legal del señor Kawana.

Una vez que el abogado se levantó y, tras darle el pésame, se marchó, Tengo se quedó sentado, observando el sobre que estaba encima de la mesa. Su padre era su verdadero padre, y su madre había muerto de verdad. Eso había dicho el abogado y eso decía el certificado. Posiblemente fuese un hecho, al menos desde el punto de vista legal. Pero cuanto más se aclaraban los hechos, más parecía alejarse la verdad. ¿Por qué sería?

Tengo volvió a la habitación del padre, se sentó frente a la mesa e intentó abrir el precinto del sobre. Quizá contuviera la clave que resolvería el misterio. Pero le costaba abrirlo. En la habitación no encontró tijeras, y tampoco un cúter ni nada que le sirviera. No le quedó más remedio que ir despegando la cinta adhesiva con las uñas. Cuando logró abrirlo, se encontró con que dentro había varios sobres, todos bien cerrados. Muy propio de su padre.

En un sobre había quinientos mil yenes en efectivo. Exactamente, cincuenta billetes novísimos de diez mil yenes envueltos varias veces en papel fino. También había una hojita en la que había escrito: «Dinero para emergencias». Era la letra inconfundible de su padre: trazos pequeños y esmerados. Ese dinero era para cubrir gastos extra. Su padre había previsto que el «heredero legal» no tendría suficiente dinero.

El sobre más grueso estaba repleto de viejos recortes de periódico y algunos diplomas. Todos tenían que ver con Tengo. Los diplomas que certificaban que había ganado los concursos de aritmética en primaria y los artículos publicados en los periódicos locales. Una foto de varios trofeos alineados. Un boletín escolar que parecía una obra de arte; había sacado la máxima puntuación en todas las asignaturas. Además, otros documentos que daban fe de que había sido un niño prodigio. Una foto de Tengo vestido con judogi en secundaria; sujetaba la bandera de subcampeón con una sonrisa de oreja a oreja. Tengo se sintió turbado. Cuando su padre se jubiló de la NHK, se marchó del piso que la empresa le proporcionaba, donde había vivido hasta entonces, y se mudó a uno de alquiler en la misma ciudad de Ichikawa para, finalmente, ingresar en la clínica de Chikura. Como había vivido solo y se había mudado en varias ocasiones, apenas había dejado pertenencias. Y durante años padre e hijo se habían mantenido distanciados. A pesar de todo, el padre siempre había llevado consigo esas brillantes reliquias de la prodigiosa infancia de Tengo y las había guardado como oro en paño.

Otro sobre incluía documentos de la época en que el padre trabajaba de cobrador para la NHK. Una distinción con la que había sido premiado por su excelente rendimiento anual. Varios diplomas sencillos. Una foto que debían de haberle sacado en un viaje de empresa con sus compañeros. Un viejo carné de identidad. Varios desgloses de la nómina, que desconocía por qué razón había guardado. Documentos relacionados con el pago de la pensión de jubilación y de la seguridad social… Una cantidad asombrosamente escasa de reconocimientos, teniendo en cuenta que durante más de treinta años se había deslomado por la NHK. En comparación con los logros de Tengo durante la primaria, se podía decir que los del padre no existían. Desde un punto de vista social, su vida seguramente había sido nula. Pero para Tengo no era «nula». Su padre le había dejado en el alma una sombra densa y pesada. Además de una cuenta de ahorros.

En el sobre no había ningún documento de la vida del padre antes de entrar en la NHK. Como si su existencia hubiera comenzado en el momento en que se hizo cobrador de la NHK.

En el fino sobrecito que abrió en último lugar, había una foto en blanco y negro. Sólo eso. Nada más. Era vieja, y pese a que no amarilleaba, estaba cubierta con una fina membrana, como si se hubiera mojado. Mostraba a unos padres con su hijo. El padre, la madre y el bebé. Éste, a juzgar por el tamaño, no debía de tener más de un año. La madre, que vestía kimono, cogía cariñosamente al niño en brazos.

Al fondo se veían los torii[25] de un templo sintoísta. Por la ropa que llevaban, se deducía que era invierno. Dado que estaban visitando un templo sintoísta, puede que fuese Año Nuevo. La madre sonreía con los ojos entornados, como si le molestase la luz. Al padre, que vestía un gabán de tonalidad oscura que le quedaba un poco grande, se le formaban dos profundas arrugas entre ceja y ceja. Tenía cara de no aceptar las cosas de buenas a primeras. El bebé parecía perplejo ante la inmensidad y la frialdad del mundo.

Ese hombre joven era, sin lugar a dudas, el padre de Tengo. En efecto, sus facciones eran más juveniles, pero ya en esa época mostraba una extraña madurez, estaba flaco y tenía los ojos hundidos. El rostro de un campesino pobre en una aldea desolada. Obstinado, desconfiado. Llevaba el pelo corto y peinado, y se le veía un poco cargado de espaldas. No podía ser sino su padre. En ese caso, el bebé sería Tengo, y la mujer que llevaba el niño en brazos, la madre de Tengo. La madre era un poco más alta que el padre, y bien plantada. El padre parecía tener más de treinta y cinco, y la madre, unos veinticinco.

Era la primera vez que veía aquella foto. Hasta entonces nunca había visto lo que podría llamarse una foto familiar. Ni siquiera fotos de cuando él era pequeño. Su padre le contó que, debido a las estrecheces por las que habían pasado, nunca se habían podido permitir una cámara, y que tampoco se les había presentado la ocasión de sacarse una foto de familia. Y Tengo le había creído. Pero era mentira. Se habían sacado una foto. Y aunque sus ropas no eran suntuosas, tampoco eran tan míseras como para avergonzarse delante de la gente. Tampoco parecían llevar una vida tan austera como para no poder comprarse una cámara. La fotografía había sido tomada poco después de nacer Tengo, es decir, entre 1954 y 1955. Le dio la vuelta, pero no habían anotado la fecha ni el lugar.

Tengo observó con atención el rostro de su supuesta madre. La cara que se reflejaba en la fotografía, además de ser pequeña, estaba borrosa. Con una lupa quizá se apreciarían los detalles, pero no tenía a mano nada de eso. Con todo, era capaz de distinguir sus facciones. Tenía la cara ovalada, la nariz pequeña y los labios carnosos. No era una belleza, pero sí bonita y de semblante agradable. Al menos, aparentemente mucho más elegante e inteligente que el semblante tosco de su padre. Tengo se alegró de ello. Llevaba el cabello hermosamente recogido, y por su expresión parecía que le molestase la luz. Quizá sólo se hubiera puesto nerviosa delante del objetivo de la cámara. Por culpa del kimono que llevaba, no se llegaba a apreciar su tipo.

De la fotografía no se deducía si habían formado una pareja bien avenida o todo lo contrario. La diferencia de edad era notoria. Intentó imaginárselos conociéndose en algún lugar, enamorándose, casándose y teniendo un hijo, pero no lo logró. La fotografía no daba en absoluto la impresión de que hubiera ocurrido así. A lo mejor, cierta circunstancia los había unido en matrimonio, y no el afecto. Pero no, quizá no hubiera habido tal circunstancia. Puede que la vida no sea más que la consecuencia de una mera cadena de acontecimientos ilógicos y, en ciertos casos, extremadamente chapuceros.

A continuación, Tengo intentó discernir si la madre de la foto y la misteriosa mujer que aparecía en sus ensoñaciones —o en su torrente de recuerdos infantiles— eran la misma persona. Pero entonces se dio cuenta de que no recordaba en absoluto los rasgos de esa mujer. Se quitaba la blusa, se desanudaba el lazo de la combinación y ofrecía su pecho a un desconocido. Y respiraba fuerte, como si jadeara. No recordaba nada más. El hombre chupaba los pezones de su madre. Le arrebataba los pezones que sólo le pertenecían a él. Para un bebé, sin duda eso representaba una seria amenaza. Del rostro del hombre no recordaba ningún detalle.

Tengo guardó la fotografía en el sobre y reflexionó sobre lo que significaría. Su padre había atesorado aquella foto hasta su muerte. Quizás eso indicara que quería a su mujer. Ella murió, enferma, cuando Tengo empezaba a dejar de ser un bebé. Según el documento que le había dado el abogado, Tengo era el único hijo nacido de su madre, muerta año y medio después de darle a luz, y del padre cobrador de la NHK. Así constaba en el registro de familia. Sin embargo, eso no probaba que aquel hombre fuese su padre biológico.

«Yo no tengo hijos», había dicho su padre antes de entrar en coma.

«Entonces, ¿quién demonios soy yo?», le preguntó Tengo. «Tú no eres nadie», contestó, lacónico y categórico, su padre. El tono en que su padre le había dicho eso había convencido a Tengo de que entre aquel hombre y él no existía lazo sanguíneo alguno. Y entonces creyó que por fin se había librado de esos pesados grilletes. Pero, a medida que transcurría el tiempo, cada vez estaba menos seguro de que lo que el padre le había dicho fuera cierto. «Yo no soy nadie», se dijo.

Luego, de pronto cayó en la cuenta de que la joven madre reflejada en la vieja fotografía guardaba cierto parecido con aquella mujer casada, mayor que él, con la que se había visto durante un tiempo. Kyōko Yasuda: así se llamaba. Para tratar de calmarse, se oprimió la frente con la yema de los dedos durante un rato. Entonces volvió a sacar la fotografía del sobre y la observó. Nariz pequeña, labios carnosos. El mentón un tanto prominente. No se había dado cuenta antes porque el peinado era diferente, pero sin duda su rostro se parecía al de Kyōko Yasuda. Pero ¿qué significaba eso?

¿Y por qué habría querido su padre legarle esa fotografía? En vida, no le había contado nada sobre su madre. Le había ocultado que existía una fotografía familiar. Sin embargo, al final, sin darle explicaciones, le había dejado aquella vieja foto. ¿Para qué? ¿Pretendía consolarlo o desconcertarlo todavía más? Lo único que sabía era que su padre nunca había tenido la intención de explicarle nada. Ni mientras vivió, ni ahora que estaba muerto. «¡Hala, toma!, ahí tienes esta foto. Interprétala como te dé la gana».

Tengo se echó boca arriba en el colchón desnudo y miró al techo. Era de contrachapado, pintado de blanco. Liso, aunque con algunas junturas rectas que corrían a lo largo. Ése debía de ser todo el paisaje que su padre había contemplado durante sus últimos meses de vida, desde el fondo de aquellos globos oculares hundidos. O quizá sus ojos no hubieran visto nada. En cualquier caso, su mirada tenía que dirigirse por fuerza en esa dirección. Viera o no viera.

Tengo cerró los ojos y se imaginó a sí mismo, allí estirado, encaminándose lentamente hacia su muerte. Sin embargo, para un joven de treinta años sin problemas de salud, la muerte queda muy lejos, fuera del alcance de su imaginación. Mientras respiraba con calma, contempló cómo las sombras creadas por el crepúsculo iban desplazándose por la pared. «No pienses en nada». No pensar en nada no le resultaba demasiado difícil. En cambio, pensar detenidamente en un asunto lo dejaba exhausto. A ser posible, quería dormir un poco, pero era incapaz, tal vez precisamente debido al cansancio.

Antes de las seis, la enfermera Ōmura vino y le anunció que la cena estaba lista en el comedor. Tengo no tenía apetito. Se lo dijo, pero, aun así, la enfermera corpulenta y de pechos generosos no se dio por vencida. Le pidió que comiese algo, por poco que fuera. Era casi una orden. Ni que decir tiene que ella era una profesional en dar órdenes razonables en relación con las funciones corporales. Y Tengo era incapaz de revelarse contra órdenes razonables —y menos aún si procedían de mujeres mayores que él.

Abajo, en el comedor, estaba Kumi Adachi. Tamura no andaba por allí. Tengo compartió mesa con ella y con Ōmura. Comió un poco de ensalada y verduras cocidas en salsa de soja y azúcar, y tomó sopa de miso con almejas y cebolleta. Luego bebió un té tostado.

—¿Cuándo lo incinerarán? —preguntó Kumi Adachi.

—Mañana a la una —dijo Tengo—. Al terminar, puede que regrese directamente a Tokio. Tengo trabajo.

—¿Va a asistir alguien más al funeral?

—No, no lo creo. Sólo yo, supongo.

—¿Te importa que yo también asista? —le preguntó Kumi Adachi.

—¿Al funeral de mi padre? —se sorprendió Tengo.

—Sí. La verdad es que le tomé bastante cariño a tu padre.

Tengo, sin pensarlo, dejó los palillos sobre la mesa y miró a Kumi Adachi a la cara. ¿Estaba hablando realmente de su padre?

—¿Por qué? —le preguntó.

—Era un hombre recto y no hablaba más de lo necesario —contestó ella—. En ese sentido, se parecía a mi padre.

—Ah —dijo Tengo.

—Mi padre era pescador. Murió antes de los cincuenta.

—¿Murió en el mar?

—No. Murió de un cáncer de pulmón. Fumaba demasiado. No sé por qué, pero los pescadores suelen ser todos fumadores empedernidos. Parece que de sus cuerpos salen volutas de humo.

Tengo pensó en ello.

—A lo mejor habría estado bien que mi padre hubiera sido pescador.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? —dijo Tengo—. No sé, de pronto he tenido esa impresión. Seguramente hubiera sido mejor que trabajar de cobrador para la NHK.

—¿Quieres decir que te habría costado menos aceptarlo si hubiese sido pescador?

—Creo que algunas cosas habrían sido mucho más sencillas.

Tengo se imaginó a sí mismo en un barco pesquero con su padre todo el día, desde bien temprano. El severo viento del Pacífico y las salpicaduras de las olas azotándole las mejillas. El ruido monótono del motor diesel. El olor asfixiante de las redes. Era un oficio duro, arriesgado. Un pequeño error podía ser fatal. Pero si se comparaba con andar recorriendo Ichikawa para recaudar la cuota de la NHK, era una vida mucho más natural y satisfactoria.

—Pero cobrar para la NHK debía de ser un trabajo difícil, ¿no crees? —dijo la enfermera Ōmura mientras comía el pescado.

—Quizá —respondió él. Por lo que a Tengo respectaba, no era un trabajo hecho para él.

—Pero a tu padre se le daba bien, ¿no? —comentó Kumi Adachi.

—Creo que bastante bien —dijo Tengo.

—Nos enseñó sus diplomas —dijo Kumi.

—¡Ay! ¡Es verdad! —Ōmura soltó los palillos de golpe—. ¡Lo había olvidado! ¡Qué cabeza la mía! ¿Cómo he podido olvidarme de algo tan importante? Espera un momento. Debo darte ahora mismo sin falta una cosa, Tengo.

Ōmura se limpió las comisuras de los labios con un pañuelo, se levantó de la silla y, dejando la comida a medias, salió toda apurada del comedor.

—¿Qué será eso tan importante? —se extrañó Kumi Adachi. Tengo no tenía ni idea.

Mientras esperaba a que la enfermera volviera, se llevó a la boca con desgana un poco de ensalada. Todavía no había demasiada gente cenando en el comedor. En una mesa había tres ancianos, pero ninguno hablaba. En otra mesa, un hombre de pelo entrecano vestido con bata blanca comía solo, mientras leía el periódico con gesto grave.

Poco después regresó Ōmura. Traía una bolsa de papel de unos grandes almacenes. De ella sacó ropa bien doblada.

—Me lo dio el señor Kawana hace más o menos un año, cuando todavía estaba consciente —dijo la enfermera corpulenta—. Me dijo que era para el día de su funeral, así que lo he llevado a la tintorería y le he puesto alcanfor.

Allí estaba, perfectamente reconocible, el uniforme de cobrador de la NHK. Los pantalones, a juego, estaban bien planchados. Tengo percibió el olor a alcanfor. Durante un instante se quedó sin habla.

—El señor Kawana me dijo que quería que lo incinerasen con el uniforme puesto —le explicó la enfermera. Entonces volvió a doblarlo bien doblado y lo guardó en la bolsa—. Ahora te lo dejo a ti. Mañana llévalo a la funeraria y diles que se lo pongan.

—Pero ¿no está mal hacer eso? El uniforme es prestado y hay que devolvérselo a la NHK cuando uno se jubila —dijo Tengo en un tono apagado.

—No hay que preocuparse —dijo Kumi Adachi—. Si nosotros no decimos nada, nadie se va a enterar. A la NHK no le va a causar ningún problema perder un viejo uniforme.

Ōmura se mostró de acuerdo.

—El señor Kawana estuvo yendo de un lado para otro durante más de treinta años, de la mañana a la noche, por la NHK. Seguro que más de una vez lo pasó mal y que le asignarían una barbaridad de trabajo. ¿Qué importa un uniforme? Además, no vamos a utilizarlo para nada malo.

—Tienes razón. Yo también me quedé con el uniforme con blusa marinera del instituto —dijo Kumi Adachi.

—No es lo mismo un uniforme de cobrador de la NHK que un uniforme de instituto —apuntó Tengo, pero no le hicieron caso.

—Sí, yo también tengo mi uniforme de instituto guardado en un armario —dijo Ōmura.

—¿Y no te lo pones de vez en cuando para tu marido? Con los calcetines blancos… —dijo Kumi Adachi para tomarle el pelo.

—No es mala idea —dijo Ōmura con gesto serio y la mejilla apoyada en la mano—. Seguro que le excitaría.

—En cualquier caso —dijo Kumi Adachi volviéndose hacia Tengo, para zanjar el tema del uniforme del instituto—, el señor Kawana deseaba ser incinerado con el uniforme de la NHK. Debemos concederle esa última voluntad. ¿No creéis?

Tengo cogió la bolsa con el uniforme que llevaba el logo de la NHK y volvió a la habitación. Kumi Adachi fue con él y le preparó la cama. Sábanas limpias que todavía olían a almidón, otra manta, otro edredón y otra almohada. Con todo eso, no parecía la cama en la que había estado su padre. Sin venir a cuento, Tengo recordó el tupido vello púbico de Kumi Adachi.

—Al final, tu padre no salió del coma en ningún momento mientras estuviste con él, ¿verdad? —dijo ella mientras alisaba con la mano las arrugas de las sábanas—. Pues, mira, yo creo que no estaba inconsciente del todo.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Tengo.

—Porque era como si, de vez en cuando, enviara mensajes a alguien.

Tengo estaba echando un vistazo al exterior, junto a la ventana, pero se volvió hacia Kumi.

—¿Mensajes?

—Sí, tu padre solía golpear el somier de la cama. Dejaba caer la mano por un costado y golpeaba, toc-toc, como en código Morse. Así. —Kumi Adachi lo imitó y dio golpecillos en la estructura de madera de la cama—. ¿No te parece como si estuviera enviando señales?

—No creo que enviara señales.

—Entonces, ¿qué hacía?

—Llamaba a la puerta —dijo Tengo con voz neutra—. A la puerta de alguna casa.

—Sí, es verdad. Ahora que lo dices, podría ser. Suena como si llamaran a una puerta. —A continuación, Kumi Adachi entornó con fuerza los ojos—. Dime, ¿eso quiere decir que, aun inconsciente, el señor Kawana seguía cobrando la tarifa?

—Quizá —contestó Tengo—. En algún lugar de su mente.

—Como la historia de aquel soldado que, incluso muerto, no soltaba la trompeta —dijo Kumi Adachi admirada.

No había nada que añadir, así que Tengo se quedó callado.

—A tu padre le gustaba su oficio, ¿a que sí? Andar de un lado a otro cobrando la cuota de la NHK.

—Creo que no se trataba de que le gustase o le dejase de gustar —dijo Tengo.

—¿De qué se trataba entonces?

—Era lo que mejor se le daba.

—Mmm… ¿De verdad? —dijo Kumi Adachi. Y se puso a pensar—. Quizás ésa sea la manera en que hay que vivir.

—Puede ser —dijo Tengo mientras miraba hacia el pinar. Efectivamente, podía ser.

—Oye —dijo ella—, ¿a ti qué es lo que mejor se te da?

—No lo sé —contestó Tengo mirándola a los ojos—. Te juro que no lo sé.