Como parte de mi transformación
El domingo el viento cesó e hizo un día caluroso y apacible, todo lo contrario que la noche anterior. La gente dejó en casa sus pesados abrigos y disfrutó de la luz del sol. Aomame pasó la mañana como siempre: dentro del apartamento, con las cortinas echadas y ajena al tiempo que hacía en el exterior.
Mientras escuchaba a volumen bajo la Sinfonietta de Janáček, realizaba estiramientos y trabajaba sin piedad sus músculos valiéndose de los aparatos. Necesitó casi dos horas para completar el programa, que cada día aumentaba e iba perfeccionando. Luego cocinó, limpió el piso, se sentó en el sofá y leyó En busca del tiempo perdido. Por fin había llegado al volumen de El mundo de Guermantes. Intentaba mantenerse lo más ocupada posible. En la televisión sólo veía el noticiario de la NHK del mediodía y el de las siete de la tarde. Como de costumbre, no había ninguna gran noticia. O sí, sí las había. En el mundo muchas personas perdían la vida. Gran parte de esas personas, de una muerte dolorosa. Colisionaban trenes, se hundían ferris, se estrellaban aviones. Se prolongaban conflictos civiles sin visos de solución, se cometían asesinatos y se perpetraban cruentas matanzas entre etnias. El cambio climático producía sequías, inundaciones y hambrunas. Aomame sentía una gran lástima por todos aquellos que se veían envueltos en esas tragedias y calamidades. Pero, en cualquier caso, no estaba ocurriendo nada que pareciese ejercer una influencia directa sobre Aomame.
La chiquillería del barrio jugaba en el parque infantil al otro lado de la calle. Todos gritaban a la vez. También se oían los agudos graznidos de los cuervos posados sobre el tejado, en incansable diálogo unos con otros. El aire olía a ciudad a principios de invierno.
De pronto se dio cuenta de que, desde que vivía en ese apartamento, no había sentido deseo sexual ni una sola vez. Nunca le habían entrado ganas de acostarse con alguien, ni se había masturbado. Quizá se debiera al embarazo. A lo mejor provocaba cambios en la segregación de hormonas. En cualquier caso, ella lo prefería así, ya que si le entraran ganas de acostarse con alguien, no podría conseguirlo de ninguna forma. Por otro lado, la alegraba que no le viniera la regla cada mes. Le parecía que se había deshecho de una carga que nunca le había resultado pesada, pero que había llevado largo tiempo a cuestas. Por lo menos agradecía tener un problema menos en que pensar.
La melena le había crecido mucho durante aquellos tres meses. En septiembre apenas le llegaba a los hombros y ahora casi le cubría los omóplatos. Como, de pequeña, su madre siempre le cortaba el pelo muy corto, y desde la escuela secundaria su vida siempre había girado alrededor del deporte, nunca lo había llevado tan largo. Le parecía un poco excesivo, pero no podía cortárselo ella misma, así que no tenía otro remedio que dejárselo crecer; sin embargo, se arreglaba el flequillo con unas tijeras. De día lo llevaba recogido y al anochecer se lo soltaba. Entonces se lo cepillaba cientos de veces, mientras escuchaba música. Algo impensable si no hubiera dispuesto de mucho tiempo libre.
Nunca había usado lo que se dice maquillaje y, por otra parte, siempre encerrada en el apartamento, tampoco lo necesitaba. Con todo, para mantener una rutina, se cuidaba la piel con esmero. La masajeaba con cremas y lociones limpiadoras y, antes de dormir, se ponía una mascarilla. Siempre había tenido un cuerpo sano, de modo que bastaba con cuidarlo un poco para que al instante su piel reluciera. Aunque a lo mejor se debía a que estaba embarazada. Había oído decir que la piel se volvía más bonita cuando una estaba encinta. En cualquier caso, cuando se contemplaba el rostro con la melena suelta frente al espejo, se sentía más guapa que antes. O se decía que, al menos, estaba alcanzando la serenidad propia de una mujer adulta. Tal vez fuera así.
Aomame nunca se había considerado guapa. Desde pequeña, nadie le había dicho que lo fuera ni una sola vez. Más bien, su madre daba por sentado que era una niña fea. «Si fueras más guapa…», solía decirle. Con eso quería decir que, si Aomame fuese más guapa, más bonita, atraerían muchos más creyentes para la Asociación de Testigos. Por eso Aomame siempre había evitado mirarse al espejo. Cuando debía hacerlo, se ponía frente al espejo, rápidamente comprobaba lo que debía comprobar, y se alejaba. Se había convertido en una costumbre.
Tamaki Ōtsuka le decía que le gustaban mucho sus facciones. «Están muy bien. Eres muy atractiva», le decía, «no te preocupes tanto. Deberías tener más confianza en ti misma». A Aomame le hacía muy feliz oírselo decir. Las cálidas palabras de su amiga reconfortaban y tranquilizaban considerablemente a Aomame, que estaba entrando en la pubertad. La llevaron a pensar que a lo mejor no era tan fea como su madre le repetía una y otra vez. Pero ni siquiera Tamaki le había llamado nunca guapa.
Sin embargo, por primera vez en su vida, Aomame pensaba que quizá su rostro tuviera cierta belleza. Ahora era capaz de sentarse delante del espejo durante largo tiempo y contemplar su rostro con atención. No había en ese comportamiento ni una pizca de narcisismo. Examinaba el rostro reflejado en el espejo desde diversos ángulos, como si se tratase de otra persona. ¿Se había vuelto su semblante realmente bello? Quizá no se había producido ningún cambio en él, sino que era ella la que ahora lo veía de otra manera. Ni la propia Aomame lo sabía.
De vez en cuando, Aomame fruncía el ceño frente al espejo. En eso, su rostro no cambiaba. Los músculos faciales se estiraban en diferentes direcciones, de tal modo que las expresiones, hasta ahora contenidas, se desataban y liberaban de manera asombrosa. Todas las emociones del mundo manaban a borbotones. Entonces su rostro no era bello ni feo. Desde cierto ángulo, parecía el de un demonio, y desde otro ángulo el de un bufón. Y aun desde otro ángulo, sólo parecía un puro caos. Al dejar de arrugar la cara, sus músculos se aflojaban gradualmente, como cuando las ondas concéntricas sobre la superficie del agua se van debilitando, y volvían sus expresiones y sus facciones de siempre. Entonces Aomame se encontraba a sí misma, pero era una Aomame un tanto diferente a la de antes.
«¡Podrías sonreír con un poco más de naturalidad!», solía decirle Tamaki Ōtsuka. «Es una pena. ¡Con esas facciones tan dulces que tienes cuando sonríes!». Pero Aomame era incapaz de sonreír espontáneamente frente a los demás. Cuando forzaba la sonrisa, ésta se convertía en una mueca crispada y desdeñosa que, lejos de su propósito, sólo conseguía poner nerviosa a la otra persona y provocar incomodidad. Tamaki Ōtsuka, en cambio, era capaz de esbozar una sonrisa alegre y muy natural. Caía bien a todo el mundo y todos la trataban con confianza desde el primer encuentro. Al final, sin embargo, la frustración y la desesperanza la obligaron a quitarse la vida. Y dejó atrás a Aomame, que era incapaz de sonreír debidamente.
Era una tarde sosegada de domingo. Mucha gente había acudido al parque, llamada por la calidez de los rayos de sol. Los padres llevaban a los niños a jugar en el cajón de arena o los subían a los columpios. Otros niños se lanzaban por el tobogán. Unos ancianos sentados en un banco observaban incansables sus juegos. Aomame había salido al balcón y, sentada en la silla de jardín, los miraba un tanto abstraída por la rendija del antepecho de plástico. Una escena apacible. El mundo avanzaba sin incidentes. Nadie estaba amenazado de muerte, nadie perseguía a una asesina. La gente no escondía semiautomáticas cargadas con balas de nueve milímetros y envueltas en medias en los cajones de sus cómodas.
«¿Podré algún día formar parte de ese mundo tranquilo y racional?», se interrogaba. «¿Podré algún día ir al parque con esta cosa pequeñita de la mano, ver cómo se columpia y baja por el tobogán? ¿Existe esa posibilidad en el mundo de 1Q84? ¿O acaso sólo existe en algún otro mundo? Y lo más importante: ¿estará ese día Tengo a mi lado?».
Aomame dejó de observar el parque y volvió a entrar en el apartamento. Cerró la puerta acristalada y corrió las cortinas. Las voces de los niños dejaron de oírse. Una leve tristeza empañó su corazón. Estaba aislada de todo, confinada en un lugar cerrado con llave por dentro. «Ya basta de contemplar el parque de día», pensó. «Tengo no vendrá a estas horas. Lo que él desea es ver con claridad las dos lunas».
Tras tomar una cena ligera y lavar los platos y los cubiertos, salió al balcón bien abrigada. Se acomodó en la silla con las rodillas cubiertas con la manta. No hacía viento. Las nubes se extendían tenuemente por el cielo, en una estampa que sería un desafío para las finas pinceladas de un acuarelista. Una gran Luna en sus dos tercios proyectaba su clara luz sobre la Tierra, sin que la interceptaran las nubes. A esa hora, desde donde estaba Aomame todavía no se divisaba la segunda luna. Un edificio la ocultaba. Pero Aomame sabía que estaba allí. Percibía su presencia. Desde ese ángulo no se veía, pero pronto habría de mostrarse ante ella.
Desde que se escondía en ese piso, lograba que su mente se quedara en blanco. Podía vaciarla a su antojo, en particular cuando contemplaba el parque desde el balcón. Sus ojos vigilaban diligentemente el parque. Sobre todo el tobogán. Pero no pensaba en nada. Aunque no, seguro que su mente sí pensaba en algo, pero sus pensamientos siempre estaban latentes. Ella desconocía qué era lo que su mente pensaba. Sin embargo, regularmente se manifestaba. Del mismo modo que las tortugas marinas o los delfines salen a la superficie para respirar. En esos momentos, descubría lo que había estado pensando hasta entonces. Al rato, su mente se llenaba los pulmones de oxígeno nuevo y volvía a sumergirse. Desaparecía de su vista. Y Aomame ya no pensaba en nada. Convertida en un dispositivo de vigilancia envuelto por un blando capullo, dirigía su mirada absorta hacia el tobogán.
Miraba el parque. Pero, al mismo tiempo, no miraba nada. Si algún elemento novedoso entrara en su campo visual, su mente respondería de inmediato. Sin embargo, de momento, nada sucedía. No soplaba la menor brisa y las oscuras ramas del olmo, extendidas en el aire como sondas, no se movían ni un ápice. El mundo se había quedado quieto. Miró el reloj. Ya eran más de las ocho. Puede que ese día también terminase sin ninguna novedad. Era una noche de domingo muy silenciosa.
A las ocho y veintitrés, el mundo dejó de permanecer inmóvil.
De pronto, vio a un hombre sobre el tobogán. Estaba allí sentado, mirando hacia un punto en el firmamento. El corazón de Aomame se achicó hasta adquirir el tamaño del puño de un niño. Su corazón permaneció encogido tanto tiempo que parecía que ya nunca más iba a latir. A continuación se hinchó de nuevo, recuperó su tamaño original y retomó su actividad. Con un ruido seco, distribuyó nueva sangre por todo el cuerpo a una velocidad casi endiablada. La conciencia de Aomame emergió rápidamente, provocándole un escalofrío, y se preparó para actuar.
«Es Tengo», pensó de manera instintiva.
Pero cuando su mirada oscilante se clavó en él, se dio cuenta de que no era él. Aquel hombre era bajo, como un niño, tenía el cráneo grande y cuadrado y llevaba un gorro de punto. El gorro se deformaba de un modo extraño, adaptándose a su cabeza. Llevaba una bufanda verde enrollada y una pieza de abrigo azul marino. La bufanda era demasiado larga y el abrigo le abultaba en el vientre de tal forma que parecía que los botones iban a estallar. Aomame se percató de que era el «niño» que había visto de refilón la noche anterior cuando abandonaba el parque. Pero no era un niño. Era un adulto, probablemente de mediana edad, sólo que bajo, rechoncho y paticorto. Además, su cabeza era muy grande y deforme.
De repente recordó al «cabezón» del que le había hablado Tamaru. El hombre que merodeaba alrededor de la Villa de los Sauces en Azabu y que investigaba sobre la casa de acogida. El aspecto de aquel hombre subido al tobogán se correspondía con el que Tamaru le había descrito por teléfono. Aquel tipo siniestro había seguido recabando informaciones con tenacidad y, sigilosamente, se había ido acercando a ella. «Debo ir a por la pistola. ¿Por qué precisamente esta noche la he dejado en el dormitorio?». Pero respiró hondo y trató de calmar su corazón alterado y los nervios. «No, no te precipites. Todavía no la necesitas».
Para empezar, el hombre no observaba el edificio de Aomame. Estaba sentado en la cima del tobogán, mirando al cielo en la misma postura que Tengo. Y parecía reflexionar sobre lo que veía. Permaneció largo tiempo inmóvil. Como si hubiera olvidado cómo mover su cuerpo. No prestaba ninguna atención a la vivienda de Aomame. Eso la dejaba desconcertada. «¿Qué demonios sucede? Este hombre ha venido siguiéndome el rastro. Quizá sea miembro de la organización. Es listo, no hay duda, me ha seguido el rastro desde la mansión de Azabu hasta aquí. No obstante, ahora que me tiene indefensa delante de sus narices, se distrae y se pone a mirar al cielo».
Aomame se levantó sin hacer ruido, abrió un poco la puerta acristalada, entró en el piso y se sentó frente al teléfono. Con dedos temblorosos empezó a marcar el número de Tamaru. Fuera como fuese, debía decírselo: «Ahora mismo estoy viendo al cabezón desde mi piso. Está subido a un tobogán, en el parque infantil al otro lado de la calle». Del resto ya se ocuparía él. Pero tras marcar las cuatro primeras cifras, se detuvo y se mordió el labio, aún con el auricular firmemente sujeto.
«Es demasiado pronto», pensó. «Existen demasiadas incógnitas en torno a este hombre. Si Tamaru se “encargase” de él sin más, por ser un elemento peligroso, seguramente las incógnitas nunca dejarían de ser incógnitas. Bien pensado, está actuando igual que Tengo cuando acudió al parque. El mismo tobogán, la misma postura, el mismo rincón del cielo. Como si lo imitara. El también debe de haberse fijado en las dos lunas. En ese caso, puede que exista alguna conexión entre él y Tengo. Quizá todavía no sepa que me escondo en este apartamento. Por eso está así, desprotegido, de espaldas a mí. Cuanto más lo pienso, más me convence esta explicación. Tal vez siguiéndolo podría llegar hasta Tengo. Paradójicamente, me serviría de guía». Al pensar en ello, el corazón le latió cada vez con más fuerza y rapidez. Colgó el auricular.
Decidió que lo avisaría más tarde. Antes debía hacer algo. Algo que conllevaba riesgos, por supuesto. Porque iba a seguir a quien la seguía. Y éste seguramente era un experto. Pero no por eso debía desaprovechar aquella pista. «Quizá sea mi última oportunidad». Y, por lo visto, en ese momento el hombre no estaba al acecho.
A toda prisa se dirigió al dormitorio y sacó la Heckler & Koch del cajón de la cómoda. Le quitó el seguro, envió una bala a la recámara con un ruido seco y volvió a ponérselo. Se metió el arma entre la cinturilla trasera de los pantalones y su propio cuerpo y volvió al balcón. El cabezón seguía mirando al cielo en la misma postura. Su cabeza deforme no se había movido ni un pelo. Parecía cautivado por lo que se veía en ese rincón del cielo. Aomame lo comprendía. Ciertamente, era un espectáculo cautivador.
Volvió adentro, se puso el plumífero y se caló una gorra de béisbol. Además, se puso unas gafas sin graduar de montura negra. Con eso, su cara cambiaba bastante. Se enrolló un fular gris alrededor del cuello. Salió del piso y guardó el monedero y las llaves en el bolsillo. Bajó corriendo las escaleras y salió por el portal. Las suelas de sus zapatillas de deporte pisaron el asfalto sin hacer ruido. Esa sensación de pisar suelo firme, que hacía tiempo que no experimentaba, le dio coraje.
Mientras caminaba por la calle, Aomame comprobó que el cabezón seguía en el mismo lugar. Una vez puesto el sol, la temperatura había bajado considerablemente, pero seguía sin soplar viento. Hacía un frío más bien agradable. Mientras el aliento que exhalaba se condensaba debido al frío, atravesó con sigilo la calle hasta llegar al parque, siempre tratando de no hacer ruido. El cabezón no prestaba atención al área en que se encontraba ella. Su vista apuntaba recto del tobogán al cielo. Aunque desde la posición de Aomame no se veía, en el otro extremo de la mirada del hombre debían de estar la Luna grande y la pequeña. Seguro que se alineaban, la una arrimada a la otra, en aquel cielo helado y sin nubes.
Tras pasar el parque de largo e ir hasta la otra punta, dio media vuelta y retrocedió. Entonces se escondió en las sombras y acechó el columpio. A su espalda, en la cintura, notaba el tacto de la pistola. Un tacto, duro y gélido como la muerte misma, que le templaba los nervios.
Esperó durante unos cinco minutos. El cabezón se incorporó lentamente, se sacudió el polvo del abrigo y, tras mirar de nuevo hacia el cielo, bajó los peldaños del tobogán con aire resuelto. Luego se alejó del parque y echó a andar hacia la estación. Seguirle los pasos no era difícil. En esa zona residencial, los domingos por la noche no había ni un alma, de modo que no tenía que preocuparse por perderlo de vista aunque lo siguiera de lejos. Además, él no parecía abrigar la menor sospecha de que alguien pudiera seguirlo. Caminaba a un ritmo regular, sin volver la vista atrás. El ritmo al que suele caminar la gente mientras piensa. «¡Qué ironía!», se dijo Aomame. «El que siempre sigue a otros nunca cree que pueden seguirlo a él».
Pronto se hizo evidente que el cabezón no se dirigía a la estación de Kōenji. Aomame había memorizado bien toda el área aledaña a su edificio valiéndose del mapa de los veintitrés grandes barrios de Tokio que tenía en casa. Necesitaba saber lo que había en cada rincón, por si se presentaba una emergencia. Por eso supo que al principio se encaminaba a la estación de tren; sin embargo, luego tomó otra dirección. También se dio cuenta de que el cabezón no se orientaba bien en aquella zona. Se detuvo dos veces en una esquina, miró a su alrededor, inseguro, y comprobó dónde estaba en los letreros que había en los postes eléctricos. Allí, él era un foráneo.
Al poco rato, sus pasos se aceleraron. Aomame supuso que había llegado a una zona cuyas calles le resultaban conocidas. En efecto. Tras pasar frente a la escuela primaria municipal y avanzar un rato por una calle no muy amplia, entró en un viejo edificio de cuatro plantas.
Cuando el hombre desapareció por el portal, Aomame decidió esperar cinco minutos. Lo que menos deseaba era toparse con él en la entrada. El portal tenía un sobradillo de hormigón con una lámpara redonda que arrojaba una luz amarillenta. Por lo que pudo comprobar, no había nada semejante a una placa o letrero del edificio. Tal vez no tuviese nombre. En todo caso, parecía que habían pasado muchos años desde su construcción. Aomame memorizó la dirección marcada en un poste eléctrico.
Pasados cinco minutos, se dirigió hacia el portal. Pasó rápidamente bajo la luz amarilla y abrió la puerta de la entrada. No había nadie en el pequeño vestíbulo. Era un espacio vacío, inhóspito. Una lámpara halógena, ya en las últimas, producía un tenue chisporroteo. Se oía el sonido de un televisor. También los chillidos de un niño pequeño pidiéndole algo a su madre.
Aomame sacó la llave de su piso del bolsillo del plumífero para que, si alguien la veía, pensasen que vivía allí y, con ella en mano, agitándola ligeramente, fue leyendo las placas de los buzones. Puede que una de ellas correspondiese al cabezón. No se hacía demasiadas ilusiones, pero merecía la pena intentarlo. Era un edificio pequeño, de modo que no habría demasiados inquilinos. Poco después, en el preciso instante en que leyó el apellido Kawana en uno de los buzones, se apagaron todos los sonidos que había a su alrededor.
Aomame se quedó petrificada delante del buzón. El aire que la rodeaba se enrareció, hasta el punto de que le costaba respirar. Sus labios se entreabrieron y temblaron ligeramente. Llevaba un buen rato así cuando se dio cuenta de que era un comportamiento estúpido y arriesgado. El cabezón rondaba cerca, en alguna parte. Podría aparecer por el portal en cualquier momento. Pero ella era incapaz de separarse de ese buzón. El pequeño letrero que rezaba «KAWANA» paralizó su capacidad de razonar y le heló el cuerpo.
Naturalmente, nada indicaba que ese Kawana fuese Tengo Kawana. No se trataba de un apellido corriente, pero no era tan raro como, por ejemplo, «Aomame». No obstante, si existía alguna relación entre el cabezón y Tengo, como ella suponía, había muchas probabilidades de que aquel «Kawana» fuese Tengo Kawana. El número del piso era el 303. Casualmente, el mismo número que el apartamento en que ella vivía ahora.
¿Qué podía hacer? Aomame se mordió el labio con fuerza. Su mente giraba ininterrumpidamente dentro de un circuito. No encontraba la salida. ¿Qué podía hacer? Cualquier cosa excepto quedarse quieta delante del buzón. Armándose de valor, subió hasta la tercera planta por las desangeladas escaleras de hormigón. A trechos, el suelo oscuro mostraba pequeñas grietas debidas a un desgaste de muchos años. La suela de sus zapatillas de deporte producía un ruido áspero.
Aomame se detuvo delante del apartamento número 303. Una puerta de acero con una tarjeta impresa con la palabra «Kawana» metida en una plaquita. De nuevo, sólo el apellido. Los dos ideogramas que lo componían se le antojaron extremadamente fríos, inorgánicos. Pero, al mismo tiempo, parecían contener un profundo misterio. Aomame se quedó allí de pie, atenta a cualquier ruido. Aguzó todos sus sentidos. Pero no se oía nada al otro lado de la puerta. Tampoco se veía luz. Junto a la puerta había un timbre.
Se sintió confusa. Mordiéndose el labio, dudó.
«¿Debo llamar al timbre?
»Tal vez sea una ingeniosa celada. A lo mejor el cabezón me espera escondido al otro lado, con una abominable sonrisa en la cara, como un enano malvado en un bosque oscuro. Se dejó ver sobre el tobogán, me atrajo hasta aquí y ahora pretende apresarme. Sabe que busco a Tengo y lo utiliza como cebo. Es un hombre ruin y astuto. Y conoce mi punto débil. Era la única manera, sin duda, de hacerme abrir la puerta desde dentro».
Aomame comprobó que no había nadie a su alrededor y sacó la pistola de la parte trasera de los pantalones. Le quitó el seguro y la metió en el bolsillo del plumífero de tal manera que le permitiera sacarla al instante. Con la mano derecha la empuñó y colocó el índice sobre el gatillo. Entonces pulsó el timbre con la mano izquierda.
Se oyó cómo resonó lentamente dentro del piso. Su lentitud contrastaba con el ritmo acelerado de sus latidos. Esperó a que la puerta se abriese con el arma apuntada hacia allí. Pero la puerta no se abrió. Tampoco parecía que alguien estuviera echando un vistazo por la mirilla. Esperó otro poco y volvió a llamar. El timbre resonó otra vez. Tan alto que seguro que todos los vecinos del área de Suginami debían de haber erguido la cabeza y prestado atención. La mano derecha de Aomame sudaba ligeramente sobre la empuñadura de la pistola. Sin embargo, nadie salía a abrir.
«Será mejor que me largue. Sea quien sea, el tal Kawana del 303 no está en casa. Y, ahora mismo, ese cabezón siniestro se esconde en algún rincón de este edificio. Quedarme más tiempo es peligroso». Bajó deprisa las escaleras y, tras mirar los buzones de reojo, salió del edificio. Tapándose la cara con el fular, cruzó rápidamente bajo la luz amarillenta y salió a la calle. Se volvió y comprobó que nadie la seguía.
Debía pensar en muchas cosas. Tantas como las que debía decidir. Le puso el seguro a la pistola a tientas. Luego se la metió otra vez detrás, en la cintura de los vaqueros, de forma que no se notara por fuera. Aomame intentó convencerse a sí misma de que no podía hacerse demasiadas ilusiones. No debía esperar gran cosa. «Puede que ese inquilino llamado Kawana sea Tengo, o puede que no. Cuando brotan esperanzas, el corazón se aprovecha y empieza a actuar por su cuenta. Y cuando las esperanzas se ven defraudadas, llega la desesperación, y la desesperación llama al desaliento. Una se confía y baja la guardia. En este momento, eso es lo más peligroso para mí.
«Desconozco cuánto sabe ese cabezón. Pero el verdadero problema es que se ha acercado demasiado a mí, tanto que puede alcanzarme con sólo estirar el brazo. Debo ser precavida y mantenerme alerta. Es un tipo cauto y peligroso. El más mínimo error podría ser fatal. En primer lugar, no puedo acercarme así como así a este viejo edificio. No hay duda de que él se esconde en alguna parte y está fraguando alguna artimaña para atraparme. Como una venenosa araña hematófaga que teje su tela en la oscuridad».
De regreso a su piso, Aomame ya había tomado una decisión. Sólo había una única vía.
Esta vez marcó el número de Tamaru hasta el final. Tras dejar sonar doce tonos, colgó. Se quitó la gorra y el abrigo, guardó la pistola en el cajón de la cómoda y bebió dos vasos de agua. Llenó una tetera de agua y la puso a hervir para prepararse un té. Echó un vistazo al parque, al otro lado de la calle, por entre las cortinas, y comprobó que no había nadie. Se peinó el cabello con un cepillo frente al espejo del cuarto de baño. Aun así, los dedos de sus manos todavía se movían con cierta torpeza. Seguía nerviosa. Cuando estaba vertiendo el agua caliente sobre el té, sonó el teléfono. Era Tamaru, naturalmente.
—He visto al cabezón hace poco —dijo Aomame.
Se hizo un silencio.
—«Hace poco»… ¿Quieres decir que ya no está ahí?
—Eso es —contestó Aomame—. Hace poco estaba en el parque que hay enfrente del edificio. Pero ya no está.
—Pero ¿hace cuánto que no está?
—Unos cuarenta minutos.
—¿Cómo no me has llamado antes?
—Tenía que seguirlo de inmediato y no me dio tiempo.
Tamaru exhaló un lento suspiro, como si, más que soltarlo, lo exprimiese.
—¿Lo seguiste?
—Es que no quería perderlo de vista.
—Creía que te había dicho que no salieras bajo ningún concepto.
Aomame midió cuidadosamente sus palabras.
—No podía quedarme sentada mirando cómo me rondaba el peligro. Aunque me hubiera puesto en contacto contigo, no habrías podido acudir de inmediato. ¿No es así?
Tamaru emitió un pequeño ruido desde el fondo de la garganta.
—Entonces seguiste al cabezón.
—No parecía imaginar que alguien lo seguía a él.
—Un profesional sabe fingir —dijo Tamaru.
Tenía razón. Ella ya había pensado que podía tratarse de una celada. Pero no podía reconocerlo ante Tamaru.
—Tú sí que habrías sabido fingir, desde luego. Pero, por lo que he visto, el cabezón no llega a ese nivel. Quizá sea bueno, pero no tanto como tú.
—A lo mejor había alguien más, de apoyo.
—No. Iba solo, sin duda alguna.
Tamaru hizo una breve pausa.
—Está bien. ¿Y pudiste comprobar adonde se dirigía?
Aomame le dio la dirección del edificio y se lo describió. No sabía en qué piso había entrado. Tamaru lo anotó todo. Le hizo algunas preguntas y Aomame respondió con la mayor precisión posible.
—Cuando lo viste, estaba en el parque que hay delante del edificio, ¿no?
—Sí.
—¿Qué hacía allí?
Aomame se lo contó: el hombre había estado un buen rato mirando al firmamento, subido al tobogán. Por supuesto, no mencionó lo de las dos lunas.
—¿Miraba al cielo? —dijo Tamaru. Al otro lado de la línea se oyó cómo su mente aumentaba el número de revoluciones.
—El cielo, la Luna, las estrellas o algo así.
—Y se quedó allí arriba, sin protección, exponiéndose a todo.
—Eso es.
—¿No te parece raro? —dijo Tamaru. Tenía una voz dura y seca que a Aomame le recordaba una de esas plantas del desierto que pueden sobrevivir todo el año con un solo día de lluvia—. Él te perseguía. Estaba a un paso de ti. Un trabajo impresionante. Y entonces se pone a mirar alegremente el cielo desde un columpio. Ni siquiera presta atención a tu apartamento. Si quieres saber mi opinión, es demasiado absurdo.
—Sí, no tiene pies ni cabeza. Yo también pensé lo mismo. Aun así, no podía dejarlo escapar.
Tamaru suspiró de nuevo.
—Sigo pensando que era demasiado arriesgado.
Aomame se quedó callada.
—¿Aclaraste algo siguiéndolo? —le preguntó Tamaru.
—No —dijo ella—. Pero vi algo que me escamó.
—¿El qué?
—Mirando los buzones del portal, vi que en el tercero vive un tal Kawana.
—¿Y?
—¿Conoces esa novela, La crisálida de aire, que se convirtió en un best seller en verano?
—Yo también leo el periódico. La autora, Eriko Fukada, es hija de un miembro de Vanguardia. Ella desapareció y se sospecha que la organización la ha raptado. La policía abrió una investigación. Todavía no he leído el libro.
—Eriko Fukada no es simplemente la hija de un miembro. Su padre era el líder de Vanguardia. Es decir, la hija del hombre al que mandé al otro lado con estas manos. Y Tengo Kawana es el negro que el editor contrató para corregir y darle un buen retoque a la obra. El libro, de hecho, es una colaboración entre los dos.
Un largo silencio descendió sobre ellos. El tiempo que se necesita para ir andando hasta el otro extremo de una habitación larga y estrecha, buscar algo en un diccionario y regresar. A continuación, Tamaru se pronunció:
—No existe ninguna prueba de que ese tal Kawana sea Tengo Kawana.
—Por el momento, no —reconoció Aomame—. Pero tendría cierta lógica que fuera él.
—Algunas cosas encajarían, sí —dijo Tamaru—. Pero ¿cómo sabes tú que Tengo Kawana es el negro que está detrás de La crisálida de aire? Si se supiera, imagino que se armaría un buen escándalo.
—Se lo oí al propio líder. Me lo contó antes de morir.
La voz de Tamaru se volvió un grado más fría.
—Deberías habérmelo dicho antes, ¿no crees?
—En ese momento no pensé que fuera tan importante.
Volvió a hacerse el silencio. Aomame ignoraba si Tamaru lo aprovechaba para pensar en algo. Sin embargo, ella sabía que no le gustaban las excusas ni justificaciones.
—De acuerdo —dijo Tamaru poco después—. Dejémoslo estar. Ahora vayamos al grano. Resumiendo, lo que quieres decir es que el cabezón podría haberse centrado en Tengo Kawana. Tirando del hilo, habría dado con tu paradero.
—Sí, así lo veo yo.
—No lo entiendo —dijo Tamaru—. ¿Por qué utiliza a Tengo Kawana para buscarte? ¿Existirá algún vínculo entre Tengo Kawana y tú? Aparte de que tú te hayas deshecho del padre de Eriko Fukada y él sea el negro de su novela…
—Existe un vínculo —dijo Aomame con una voz desprovista de entonación.
—¿Quieres decir que mantenéis una relación?
—Fuimos a la misma clase durante la escuela primaria. Y quizá sea el padre de la criatura que voy a dar a luz. Pero no puedo darte más explicaciones. Es algo muy personal…
A través del teléfono se oyeron los golpecitos de la punta de un bolígrafo contra una mesa. Nada más.
—Algo personal —repitió Tamaru, con una voz como si hubiera descubierto un animal poco común encima de una piedra plana decorativa para jardín.
—Lo siento —dijo Aomame.
—Lo entiendo. Es algo muy personal. No te haré más preguntas sobre eso —dijo Tamaru—. Entonces, ¿qué necesitas de mí exactamente?
—Primero, me gustaría saber si el Kawana del buzón es Tengo Kawana. Me gustaría comprobarlo por mí misma, pero me parece demasiado peligroso acercarme a ese edificio.
—Efectivamente —dijo Tamaru.
—Además, puede que el cabezón esté escondido, tramando algo. Si está a punto de descubrir mi domicilio, habrá que tomar medidas.
—Ese tipo sabe que existe una conexión entre tú y Madame. Está siguiendo todas las pistas con cuidado para averiguarlo todo. Está claro que no podemos dejarlo suelto.
—También quiero pedirte otro favor —dijo Aomame.
—Dime.
—Si ese Kawana fuese Tengo Kawana, te pido que no le hagas ningún daño. Si tuvieras que hacerle daño a alguien, me ofrezco para cambiarme por él.
Tamaru guardó silencio un buen rato. Esta vez no se oyeron golpéenos de bolígrafo. No se oyó nada. Reflexionaba en un mundo insonoro.
—De los dos primeros asuntos creo que puedo encargarme —dijo Tamaru—. Forman parte de mi trabajo. En cuanto al tercero, no puedo asegurarte nada. Hay circunstancias personales de por medio y demasiados elementos que desconozco. Además, sé por experiencia que no va a ser fácil despachar todo de una sola vez. Hay prioridades, nos guste o no.
—No importa. Sigue tu orden de prioridades. Pero quiero que te metas algo en la cabeza: debo encontrarme con Tengo. Porque hay algo que necesito transmitirle.
—Me lo meteré en la cabeza, como dices —dijo Tamaru—. Siempre y cuando quede espacio libre…
—Gracias —dijo Aomame.
—Debo comentarle a Madame todo lo que hemos hablado. Es un asunto delicado. No puedo actuar por mi cuenta. De momento, vamos a colgar enseguida. No vuelvas a salir. Enciérrate con llave. Salir podría traer complicaciones. Quizá todo se haya complicado ya.
—Pero gracias a eso he podido seguirlo y averiguar alguna cosa.
—Está bien —dijo resignado Tamaru—. Por lo que me has contado, parece que en principio no es para alarmarse, lo reconozco. Pero no te confíes. No sabemos exactamente qué está tramando. Y, si analizas la situación, seguro que la organización está detrás. Todavía tienes lo que te conseguí, ¿no?
—Claro.
—De momento, mantenlo alejado de tus manos.
—Lo haré.
Tras una breve pausa, la línea se cortó.
Aomame se sumergió en la bañera llena de agua caliente y pensó en Tengo mientras entraba en calor. En el Tengo que tal vez vivía en ese apartamento del viejo edificio de cuatro plantas. La anodina puerta de acero y la tarjeta metida en la ranura se perfilaron en su mente.
El apellido «Kawana» impreso en ella. ¿Cómo sería el piso y qué tipo de vida se llevaría al otro lado de la puerta?
Dentro del agua caliente, colocó las manos sobre sus pechos y probó a frotarlos lentamente. Los pezones se hincharon y se pusieron más duros que nunca. Se habían vuelto muy sensibles. Aomame pensó que le gustaría que aquellas manos fueran las de Tengo. Se imaginó las palmas de sus manos, amplias y gruesas. Seguro que eran fuertes y cariñosas. Si las manos de Tengo envolviesen sus pechos, sentiría un profundo gozo, y también tranquilidad. Luego, Aomame se dio cuenta de que los pechos le habían crecido un poco. No era una ilusión. Era evidente que se habían hinchado y que la curva que dibujaban se había vuelto más suave. Quizá se debiera al embarazo. «O a lo mejor han crecido, independientemente del embarazo. Como parte de mi transformación».
Se llevó las manos al vientre. Todavía no estaba muy hinchado. Y, por alguna razón, todavía no había tenido náuseas. Pero dentro palpitaba esa cosa pequeñita. Ella lo sabía. «¿Y si ellos no fuesen detrás de mí, sino de esta cosa pequeñita? ¿No querrán arrebatármela como castigo por haber asesinado al líder?». La idea le provocó un escalofrío. «Debo ver a Tengo, como sea». De nuevo, se reafirmó en su propósito. «Debemos aunar nuestras fuerzas para proteger a esta cosa pequeñita. Ya me han quitado demasiadas cosas importantes en mi vida. Esto no se lo voy a entregar a nadie».
Se metió en la cama y leyó durante un rato. Pero no lograba conciliar el sueño. Cerró el libro y, suavemente, se hizo un ovillo para proteger la zona del vientre. Con la mejilla hundida en la almohada, pensó en la Luna que flotaba en el cielo sobre el parque. Y, a su lado, la pequeña luna verde. Mother y daughter. El resplandor de las dos se mezclaba y bañaba las ramas deshojadas del olmo de agua. A esa hora, Tamaru debía de estar trazando un plan para resolver la situación; su mente giraba a toda velocidad. Aomame se lo imaginó con el ceño fruncido y golpeando con el bolígrafo sobre la mesa. Al poco tiempo, un suave paño de sueño la envolvió, tal vez provocado por aquel ritmo incesante y monótono.