16
USHIKAWA

Una máquina capaz, paciente e insensible

A la mañana siguiente, Ushikawa se sentó en el suelo, junto a la ventana, igual que el día anterior, y siguió vigilando entre las cortinas. Prácticamente los mismos vecinos que habían regresado a casa la noche anterior, al menos gente que se les parecía, fueron saliendo del edificio. Todos iban encorvados y con el rostro ceñudo. Parecían hastiados y cansados frente al nuevo día que apenas despuntaba. Entre ellos no estaba Tengo. Pero Ushikawa pulsaba el disparador de la cámara y registraba los rostros de cada persona que pasaba por delante. Tenía carretes de sobra y necesitaba practicar para ganar destreza.

Al terminar la hora punta en que todo el mundo iba al trabajo, Ushikawa salió del piso y se metió en una cabina telefónica cercana. Marcó el número de la academia preparatoria de Yoyogi y preguntó por Tengo. La mujer que se puso al aparato le dijo:

—El señor Kawana está de baja desde hace diez días.

—¿Está enfermo?

—No, él no, pero sí un familiar, y el señor Kawana se ha ido a Chiba.

—¿Sabe cuándo volverá?

—Pues no se lo hemos preguntado —dijo la mujer.

Ushikawa le dio las gracias y colgó.

Si se trataba de un familiar, no podía ser otro que su padre, el hombre que había trabajado de cobrador de la NHK. De la madre, Tengo debía de seguir sin saber nada. Y por lo que Ushikawa recordaba, Tengo nunca se había llevado bien con su padre. A pesar de ello, había faltado más de diez días al trabajo para cuidar de él. Eso costaba de creer. ¿Se había mitigado de pronto la aversión que Tengo sentía hacia su padre? ¿Qué enfermedad padecía y en qué hospital de Chiba lo habían ingresado? Debía averiguarlo, pero para ello necesitaba más de media jornada. Y tendría que interrumpir la vigilancia.

Ushikawa se sentía perdido. Si Tengo estaba lejos de Tokio, no tenía sentido vigilar el portal de su edificio. Quizá sería más inteligente buscar en otra dirección. Podría indagar en qué hospital estaba el padre, o avanzar un poco en la investigación sobre Aomame. Podría hablar en persona con colegas y compañeros de la universidad o de su primera empresa. A lo mejor conseguía alguna nueva pista.

Pero, tras meditarlo largo rato, decidió seguir vigilando el edificio. En primer lugar, si interrumpía la vigilancia, perdería el ritmo de vida al que apenas empezaba a acostumbrarse. Tendría que volver a comenzar desde el principio. En segundo lugar, si trataba de localizar el hospital de Chiba y a los conocidos de Aomame, los frutos serían escasos comparados con el esfuerzo que invertiría. En una investigación, superado cierto punto, se cosechaban magros resultados; lo sabía por experiencia. En tercer lugar, su intuición le decía —escueta y claramente— que no debía moverse de allí. Debía instalarse y prestar mucha atención a todos los que cruzaran por su campo visual. Eso le decía la intuición encerrada en su deforme cabeza.

Estuviera Tengo o no, seguiría vigilando el edificio. Se quedaría y, antes de que Tengo regresase, reconocería a la perfección cada uno de los rostros de los inquilinos que entraban y salían a diario por el portal. Y, a simple vista, sería capaz de identificar a quienes no vivían allí. «Soy un animal carnívoro», pensó Ushikawa. Los animales carnívoros debían ser siempre pacientes. Debían fundirse con lo que los rodeaba y saberlo todo de sus presas.

Ushikawa salió antes de las doce, cuando apenas nadie cruzaba el portal. Para ocultar un poco su rostro, se caló un gorro de punto y se envolvió el cuello con una bufanda que se subió hasta la nariz. Aun así, seguía llamando la atención. El gorro de punto beis se extendía sobre su cabezón como el sombrerillo de una seta. Más abajo, la bufanda verde parecía una gigantesca serpiente enroscada. No era un buen disfraz. Además, el estilo y los colores del gorro y de la bufanda no combinaban en absoluto.

Ushikawa fue a la tienda de fotografía situada enfrente de la estación a que le revelasen dos carretes. Luego entró en un restaurante de soba y pidió soba con tempura. Hacía tiempo que no comía caliente. Ushikawa dio cuenta del soba con tempura, saboreándolo bien, y se tomó hasta la última gota del caldo. Al terminar, su cuerpo había entrado en calor; tanto era así que sudaba. Volvió a ponerse el gorro, se enrolló la bufanda al cuello y regresó al edificio. Al llegar al piso, encendió un cigarrillo y, con él entre los labios, extendió las fotografías en el suelo para ordenarlas. Comparó las de aquellos que habían vuelto a casa al anochecer con las de aquellos que habían salido a primera hora de la mañana y, si los rostros coincidían, los emparejaba. Para que fuese más fácil recordarlos, a cada uno le dio un nombre inventado. Con un rotulador anotó los nombres en las fotografías.

A esas horas pocos cruzaban el portal. A las diez, un chico con pinta de universitario y un bolso bandolera colgado al hombro salió a toda prisa. Un anciano de unos setenta años y una mujer de unos treinta y cinco también salieron pero regresaron al poco con sendas bolsas de supermercado. Ushikawa les fotografió las caras. Antes del mediodía entró un cartero que distribuyó el correo en los buzones del portal. Apareció, además, un repartidor a domicilio, con una caja de cartón en los brazos, que entró en el edificio y cinco minutos más tarde salió sin nada en las manos.

A cada hora, Ushikawa se apartaba de la cámara y hacía estiramientos durante unos cinco minutos. Entretanto, dejaba de vigilar, pero cubrir todas las salidas y entradas él solo era imposible. Lo importante era evitar el cansancio físico. Al pasar demasiadas horas en la misma posición, los músculos se atrofian y, cuando es necesario, no reaccionan con rapidez. Ushikawa movió diestramente su cuerpo redondo y deforme sobre el suelo, como Gregor Samsa después de transformarse en bicho, y ejercitó los músculos cuanto pudo.

Para sobrellevar el tedio, escuchaba la radio en frecuencia AM con unos auriculares. Los programas diurnos iban dirigidos principalmente a amas de casa y personas ancianas. Los locutores hacían chistes malos, soltaban estúpidas carcajadas sin ton ni son, manifestaban opiniones bobas y trilladas y ponían una música que hacía que a Ushikawa le entraran ganas de taparse los oídos. Además, anunciaban a gritos productos que nadie querría. Al menos así lo veía Ushikawa. A pesar de todo, necesitaba oír hablar a alguien, le daba igual quién fuese. Por eso se aguantaba y oía aquellos programas. De todas maneras, ¿por qué tenían que crear programas tan idiotas y difundirlos en vastas áreas aprovechando las ondas hertzianas?

Sin embargo, tampoco él estaba desempeñando una labor especialmente refinada o productiva. Tan sólo se ocultaba tras las sombras de unas cortinas en un piso barato y fotografiaba gente a escondidas. No podía criticar a los demás ni dárselas de importante.

También había sido así en el pasado. Cuando ejercía la abogacía, la situación era similar. No recordaba haber realizado nunca nada de provecho para la sociedad. Sus principales clientes eran financieras pequeñas y medianas vinculadas a organizaciones criminales. Ushikawa discurría cómo mover de manera más eficaz el dinero que las financieras ganaban y, después, cerraba los acuerdos. En otras palabras, blanqueo de dinero. También se encargaba de una parte de las operaciones de especulación inmobiliaria: echaban a los inquilinos que llevaban viviendo largos años en los edificios, se hacían con solares inmensos y los revendían a constructores. El dinero entraba a raudales. El resto de sus clientes no eran muy distintos a éstos. A Ushikawa se le daba bien defender a personas acusadas de evasión fiscal. La mayoría de los que solicitaban sus servicios era gente turbia de la que un abogado normal y corriente habría desconfiado. Cuando a Ushikawa le ofrecían llevar un caso (y si suponía una cantidad de dinero considerable), aceptaba sin vacilar, al margen de quién fuese el cliente. Los resultados también eran bastante buenos, con lo cual nunca le faltaba trabajo. El contacto con Vanguardia le venía de ahí. Por algún motivo, el líder lo había encontrado de su agrado.

Si hubiera hecho lo que cualquier abogado hacía, Ushikawa no habría podido ganarse la vida. Aunque, como Ushikawa, al salir de la universidad uno aprobara el examen de Estado y se sacara el título de abogado, nada podía hacerse sin influencias ni contactos. Con su aspecto, ningún bufete lo habría contratado. Aunque hubiera abierto su propio despacho, apenas habría conseguido trabajos. Muy pocos clientes habrían contratado y pagado buenos honorarios a un abogado con su fisonomía. La gente consideraba que un buen abogado debía ser bien parecido y tener cara de intelectual, quizá por culpa de las series de televisión sobre juicios y tribunales.

Por consiguiente, el destino lo había unido al submundo del delito. En el hampa nadie reparaba en su aspecto. Es más, su singularidad era uno de los factores por los que quienes se movían en ese submundo lo aceptaban y se fiaban de él. Porque el hecho de que la sociedad no los aceptase era un punto en común entre ellos y Ushikawa. Esa gente apreciaba su perspicacia, profesionalidad y discreción, le confiaban la tarea de mover grandes sumas de dinero (cosa que ellos no podían realizar abiertamente) y le pagaban generosamente. Ushikawa, por su parte, le cogió el truco rápidamente y aprendió mañas para zafarse de las autoridades manteniéndose siempre en los límites de la legalidad. Tenía buen olfato y era cauteloso. Sin embargo, un buen día, por codicia, se precipitó en sus cálculos y traspasó cierta línea sutil. Aunque consiguió evitar una condena casi segura, lo expulsaron del Colegio de Abogados de Tokio.

Ushikawa apagó la radio y se fumó un Seven Stars. Aspiró el humo hasta el fondo de los pulmones y luego lo expulsó lentamente. Utilizó una lata de melocotones vacía como cenicero. Si seguía viviendo así, acabaría encontrando una muerte miserable. Algún día no muy lejano daría un paso en falso y acabaría cayendo por sí solo en algún lugar oscuro. «Aunque ahora mismo desapareciera de este mundo, nadie se daría cuenta. Aunque gritara desde las tinieblas, mi voz no llegaría a nadie. Así y todo, no me queda más remedio que seguir viviendo hasta morir, y debo vivir a mi manera. Aunque es una manera no demasiado encomiable de vivir, no conozco otra». Y, en esa «manera no demasiado encomiable de vivir», no había nadie más experto que Ushikawa.

A las dos y media, una chica con una visera de béisbol salió por el portal. No llevaba nada en las manos y pasó con prisas ante la cámara de Ushikawa. Al instante, éste pulsó el botón del motor de arrastre y sacó tres fotos. Era la primera vez que la veía. Era una chica muy guapa, delgada, de piernas y brazos largos. También tenía un cuerpo estilizado, como el de una bailarina. Rondaría los dieciséis o diecisiete años y llevaba unos vaqueros descoloridos, unas zapatillas de deporte blancas y una cazadora de cuero de hombre. Llevaba el pelo metido por dentro del cuello de la cazadora. Tras salir del portal, avanzó unos pasos y se detuvo; entornó los ojos y se quedó mirando a lo alto de un poste eléctrico situado frente a ella. A continuación dirigió la vista de nuevo hacia el suelo y se marchó. Al girar a la izquierda, la perdió de vista.

Aquella chica se parecía a alguien. Alguien a quien Ushikawa conocía. Alguien a quien había visto hacía poco. Por su aspecto, quizás a una estrella de televisión. Aunque Ushikawa nunca veía la televisión, excepto las noticias, y no recordaba haberse fijado en ninguna guapa famosa.

Pisó a fondo el acelerador de su memoria y puso a trabajar a su cerebro a todo gas. Con los ojos entornados, estrujó sus neuronas como si fueran una bayeta. Sintió un dolor agudo en los nervios. Luego, de pronto, cayó en la cuenta de que esa chica era Eriko Fukada. Nunca la había visto en persona. Tan sólo en las fotos que habían aparecido en la sección literaria de los periódicos. Con todo, la transparencia distante que envolvía a la chica era idéntica a la impresión que le habían dejado aquellas pequeñas fotografías en blanco y negro de su rostro. Gracias a la corrección de La crisálida de aire, ella y Tengo se habían visto las caras. No era descabellado que hubieran intimado y la chica se escondiese en casa de Tengo.

Al instante, casi por un acto reflejo, Ushikawa se puso el gorro de punto y un chaquetón azul marino y se enrolló la bufanda alrededor del cuello. Entonces salió por el portal, y corrió en la dirección que había tomado la chica.

Había visto que Eriko caminaba muy rápido. Quizá no lograse alcanzarla. Pero no llevaba nada encima, ni siquiera un bolso. Eso indicaba que no pensaba ir lejos. En vez de perseguirla y arriesgarse a llamar la atención, quizá debía esperar tranquilamente a que regresase. Mientras pensaba en eso, Ushikawa seguía buscándola con la mirada. Había algo en ella que lo había alterado sin motivo aparente. Igual que cuando, en cierto momento del crepúsculo, una luz de tonalidades místicas despierta recuerdos especialmente significativos que estaban dormidos.

Al poco, divisó a la chica. Se había detenido en la acera y miraba los artículos expuestos en la entrada de la pequeña papelería, donde algo le había llamado la atención. Ushikawa se volvió con toda naturalidad, dándole la espalda, delante de una máquina expendedora de café. Sacó calderilla del bolsillo y compró una lata de café caliente.

Poco después, la chica echó a andar otra vez. Ushikawa dejó en el suelo la lata a medio beber y la siguió, guardando suficiente distancia. La chica parecía concentrada en el acto de caminar. Lo hacía como si se deslizara por la superficie calma de un inmenso lago. Habría podido caminar sobre el agua sin hundirse ni mojarse los zapatos. Debía de dominar ese arte secreto.

Sin duda poseía algo. Algo singular que un ser humano normal y corriente no posee. Eso sentía Ushikawa. No sabía mucho de Eriko Fukada. Todo lo que había averiguado hasta entonces se limitaba a que era la única hija del líder, que había huido sola de Vanguardia a los diez años, que se había refugiado y había crecido en la casa del insigne estudioso Ebisuno y, poco después, había escrito La crisálida de aire, que con la ayuda de Tengo Kawana se había convertido en un best seller. Ahora se encontraba en paradero desconocido y habían denunciado su desaparición, por lo que la policía había registrado la sede de Vanguardia.

Al parecer, el contenido de la novela había causado cierto malestar en la comunidad. Ushikawa se había comprado el libro y lo había leído atentamente, pero ignoraba qué parte, qué aspecto los molestaba. La novela en sí era interesante y estaba muy bien escrita. La prosa estaba muy trabajada, era fácil de leer y, en parte, fascinante. Pero al final le había parecido una simple e inocente novela fantástica, e imaginaba que ésa era la impresión general de los lectores. De la boca de una cabra muerta salía la Little People, que fabricaba la crisálida de aire; la protagonista se desdoblaba en mother y daughter, y aparecían dos lunas. ¿En qué páginas se ocultaba la información que podía causar problemas a Vanguardia si se descubriera? Sin embargo, los de la organización, al menos en cierto momento, parecían decididos a impedir que esa información trascendiera.

No obstante, Vanguardia consideró demasiado peligroso acercarse a Eriko Fukada cuando ésta se convirtió en un foco de atención. Por eso, suponía Ushikawa, le habían encargado a él que contactase con Tengo. Le ordenaron que, de alguna manera, le echase el lazo a aquel corpulento profesor de academia.

Desde su punto de vista, Tengo no era más que un simple actor secundario. A instancias del editor, había hecho más accesible el manuscrito de La crisálida de aire. Un trabajo admirable, pero su papel seguía siendo auxiliar. Ushikawa no comprendía por qué Tengo les interesaba tanto. Y él, a su vez, no dejaba de ser un soldado raso. Sólo hacía lo que le mandaban: «¡A sus órdenes, señor!».

Pero Tengo había rechazado la relativamente generosa propuesta que Ushikawa le había hecho, y sus planes con respecto a él se frustraron. Entonces, mientras discurría por dónde seguir, el líder, padre de Eriko Fukada, falleció.

A Ushikawa no le incumbía qué dirección había tomado Vanguardia ni qué pensaba hacer en adelante. Tampoco sabía quién acaparaba el mando de la comunidad ahora que habían perdido a su líder. De momento, le habían dicho que encontrara a Aomame y desentrañara qué trama se escondía detrás del asesinato del líder. Seguramente, en venganza, castigarían a los culpables. Y estaban decididos a no permitir que la justicia interviniese.

¿Qué sucedía con Eriko Fukada? ¿Qué opinaba ahora Vanguardia de La crisálida de aire? ¿Seguían considerando la novela una amenaza para ellos?

Eriko Fukada caminaba en línea recta hacia alguna parte sin aflojar el paso ni mirar atrás, igual que una paloma de regreso al nido. Poco después se reveló que esa «alguna parte» era Marusho, un supermercado de tamaño mediano. Fukaeri recorrió los pasillos con una cesta en la mano, seleccionando conservas y alimentos frescos. Para comprar una lechuga la sopesó y la examinó desde diferentes ángulos. «Esto va para largo», pensó Ushikawa. Así que decidió salir del supermercado, ir a la parada de autobús que estaba al otro lado de la calle y vigilar la entrada del supermercado fingiendo que esperaba el autobús.

Pero, por más que esperó, la chica no salía. Empezó a preocuparse. A lo mejor se había marchado por otra salida. Sin embargo, antes le había parecido que la salida que daba a la calle principal era la única. Tal vez siempre le llevaba su tiempo hacer la compra. Recordó aquella mirada seria y misteriosamente superficial de la chica mientras pensaba con la lechuga en la mano. Por lo tanto, decidió armarse de paciencia y esperar. Tres autobuses vinieron y se fueron, y Ushikawa era el único que no se subía. Se arrepintió de no haber llevado consigo un periódico. El periódico abierto le habría ocultado la cara. En situaciones como ésta, el periódico o la revista se convierten en un artículo imprescindible. Pero ya era tarde para eso. Después de todo, había salido del piso a toda prisa.

Cuando Fukaeri salió por fin del supermercado, su reloj de pulsera marcaba las tres y treinta y cinco. La chica regresó a buen paso por donde había venido, sin dirigir una sola mirada hacia la parada de autobús donde se encontraba Ushikawa. Este esperó un poco y fue tras ella. Aunque las dos bolsas de la compra parecían pesadas, la chica las llevaba sin esfuerzo y caminaba ágilmente, como un tejedor desplazándose sobre la superficie de una charca.

«¡Qué muchacha tan rara!», volvió a pensar Ushikawa mientras observaba su figura de espaldas. Era como contemplar una mariposa exótica poco común. Se podía ver y admirar, pero si la tocaran, perdería toda su vitalidad y su frescura. Y eso acabaría con su exótico sueño.

Rápidamente, Ushikawa consideró si debía comunicarles o no a los de Vanguardia que había descubierto el paradero de Fukaeri. Fue una decisión ardua. Si les ofreciera a Fukaeri, podría ganar muchos puntos. O, al menos, no le restarían. Podría demostrar a la comunidad que, paso a paso, había realizado con éxito su trabajo. Pero mientras se ocupase de Fukaeri, quizá perdería la oportunidad de encontrar a Aomame, su objetivo original. Y entonces lo echaría todo a perder. ¿Qué podía hacer? Metió las manos en los bolsillos del chaquetón, se embozó la bufanda hasta la punta de la nariz y siguió a Fukaeri guardando más distancia que a la ida.

«Tal vez la he seguido porque, simplemente, quería observarla», pensó de pronto. Sólo con verla caminar por la calle con las bolsas de la compra se le oprimía el pecho. Se sentía incapaz de avanzar o retroceder, como alguien a quien han inmovilizado atrapándolo entre dos paredes. Los movimientos de sus pulmones se volvieron irregulares y forzados, y le costó respirar, como si estuviera en medio de una tibia racha de viento. Era una sensación extraña que nunca había experimentado.

Decidió dejarla a su aire al menos un rato. Se centraría en Aomame, como había planeado inicialmente. Aomame era una asesina. Fueran cuales fuesen sus motivos, merecía ser castigada: a Ushikawa no le apenaría entregarla a Vanguardia. Pero aquella chica era una criatura tierna y taciturna que vivía en el fondo del bosque. Poseía alas de colores claros, como las de la sombra del alma. Se limitaría a contemplarla a distancia.

Después de que Fukaeri desapareciese por el portal del edificio con las bolsas en las manos, Ushikawa esperó un poco y entró. Volvió al piso, se quitó la bufanda y el gorro y se sentó otra vez en el suelo, delante de la cámara. El viento le había dejado la cara helada. Se fumó un cigarrillo y bebió agua mineral. Tenía la garganta sedienta como si hubiera comido algo muy picante.

Luego sobrevino el crepúsculo. Las luces de la calle se encendieron, y se aproximó el momento en que la gente regresaría a casa. Todavía con el chaquetón puesto, Ushikawa sostuvo el control remoto y dirigió su vista al portal. A medida que la memoria del sol de la tarde se apagaba, el piso vacío iba enfriándose, y lo hacía rápidamente. Parecía que haría mucho más frío que la noche anterior. Ushikawa pensó en ir a la tienda de electrodomésticos que había delante de la estación y comprar una estufa o una manta eléctrica.

Cuando Eriko Fukada volvió a salir por el portal, su reloj de pulsera señalaba las cuatro y cuarenta y cinco minutos. Llevaba la misma ropa que antes, es decir, un jersey negro con cuello de cisne y unos vaqueros, a excepción de la cazadora de cuero. El jersey ceñido le marcaba con nitidez los senos. En comparación con el cuerpo, menudo, tenía el pecho grande. Mientras observaba aquella hermosa turgencia a través del visor, Ushikawa volvió a sentir una opresión en el pecho.

Dado que no llevaba nada encima del jersey, parecía que no tenía intención de ir muy lejos. Igual que la otra vez, se detuvo en el portal y, con los ojos entornados, miró hacia el poste eléctrico. Había empezado a oscurecer, pero todavía se podía distinguir el perfil de las cosas. Durante un rato, la chica pareció buscar algo. Sin embargo, no debía de encontrarlo. Después dejó de mirar hacia el poste y, girando sólo el cuello, como un ave, observó a su alrededor. Ushikawa presionó el botón del control remoto y fotografió su cara.

Entonces, como si hubiera oído el ruido, Fukaeri se volvió rápidamente en dirección a la cámara. Y, a través del visor, Ushikawa y Fukaeri se encontraron frente a frente. Naturalmente, Ushikawa podía ver con claridad el rostro de Fukaeri. Estaba utilizando un teleobjetivo. Pero, al mismo tiempo, Fukaeri observaba fijamente el rostro de Ushikawa desde el lado opuesto de la lente. Su mirada captaba a Ushikawa en el fondo del objetivo. El rostro del hombre se reflejaba en las pupilas suaves y de un negro brillante de la chica. Parecía que hubieran establecido un contacto directo, y era una sensación extraña. Ushikawa tragó saliva. No, no podía ser. Desde su posición ella no podía ver nada. El teleobjetivo estaba camuflado y, con la toalla envuelta, el ruido amortiguado del disparador no podía llegar hasta ella. A pesar de todo, la chica se había quedado quieta mirando hacia donde Ushikawa se ocultaba. Aquella mirada desprovista de emoción se clavaba en Ushikawa. Como el resplandor de una estrella que iluminara un enorme bloque de roca sin nombre.

Durante bastante tiempo —Ushikawa ignoraba cuánto— los dos se miraron. Después, de pronto, la chica se volvió hacia atrás, retorciendo el cuerpo, y rápidamente regresó al portal. Como si hubiera visto todo lo que debía ver. Entonces Ushikawa expulsó el aire de los pulmones, esperó unos segundos y los llenó de aire nuevo. El aire helado se transformó en un sinfín de espinas que se le hincaron en los pulmones.

Los vecinos regresaron a casa y, como la noche anterior, uno a uno desfilaron bajo la luz del portal, pero Ushikawa ya no espiaba a través del visor de la cámara. Sus manos ya no agarraban el control remoto. Era como si la mirada franca y sin reservas de la chica hubiera despojado su cuerpo de todas sus fuerzas y se las hubiera llevado consigo. ¿Qué clase de mirada era aquélla? Esa mirada, como una larga y punzante aguja de acero, le había aguijoneado el corazón, tan hondo que habría podido salirle por la espalda.

La chica lo sabía: sabía que Ushikawa la espiaba. Y también que estaba fotografiándola. Ushikawa ignoraba cómo, pero lo sabía. Quizá lo había captado a través de un par de extraños sensores táctiles.

Necesitaba tomarse una copa. De hecho, le hubiera gustado llenarse un vaso de whisky hasta arriba y, a palo seco, apurarlo de un trago. Hasta pensó en salir a comprarlo. Había una licorería al final de la calle. Pero al poco renunció a la idea. Beber no iba a cambiar nada. «Me miró desde el otro lado del visor. Yo aquí escondido, robándole fotos a la gente, y esa chica guapa va y ve mi sucia alma y mi cabeza deforme. Haga lo que haga, nada cambiará ese hecho».

Ushikawa se apartó de la cámara y, apoyándose contra la pared, miró hacia el techo oscuro y manchado. Entretanto, tuvo la sensación de que todo aquello carecía de sentido. Nunca le había parecido tan doloroso encontrarse solo. Nunca se le había antojado tan lóbrega la oscuridad. Recordó la casa en Chūōrinkan, recordó el jardín de césped y el perro, recordó a su mujer y sus dos hijas. Recordó la luz del sol que lo iluminaba todo. Y entonces pensó en sus genes, que sin duda se habían transmitido a su prole. En los genes que portaban los rasgos de cabeza fea y deforme y espíritu retorcido.

Tenía la impresión de que todo el trabajo que había hecho hasta ahora no servía de nada. En esa partida no le había tocado una gran baza. Pero se había esforzado y había logrado aprovechar al máximo aquella pobre mano. Había hecho trabajar a su mente a toda máquina para ganar la partida y llevarse la apuesta. Por un momento, hasta le había parecido que todo marchaba sobre ruedas. Pero ya no le quedaba ni una carta en las manos. Habían apagado la luz de la mesa de juego y todos los jugadores se habían retirado.

Al final, ese anochecer no tomó ni una sola foto. Apoyado contra la pared, con los ojos cerrados, se fumó varios Seven Stars, abrió otra lata de melocotones y se los comió. Cuando el reloj dio las nueve, fue al lavabo y se cepilló los dientes; luego se desnudó, se metió en el saco de dormir y, entre tiritonas, intentó dormir. Era una noche muy fría. Pero no sólo tiritaba por el frío que hacía. El frío parecía provenir de su interior. «¿Adonde demonios me dirijo?», se preguntó Ushikawa en medio de la oscuridad. «¿De dónde vengo?».

Todavía sentía en el pecho el dolor que le había provocado la mirada de la chica. «Quizá ese dolor jamás desaparezca. O quizá llevaba ya mucho tiempo ahí y no me he dado cuenta hasta ahora».

A la mañana siguiente, tras desayunar queso con crackers y café soluble, recobró ánimos y se sentó de nuevo frente a la cámara. Igual que la víspera, observó a la gente que salía del edificio y sacó varias fotos. Pero entre ellos no estaba Tengo ni Eriko Fukada. Tan sólo se veían personas encorvadas que pisaban el nuevo día por inercia. Hacía una mañana magnífica, pero ventosa. El viento esparcía el hálito que la gente despedía por la boca.

«Mejor no pensar demasiado», se dijo Ushikawa. «Engrosaré mi piel, endureceré la cáscara de mi corazón e iré acumulando días ordenadamente, uno tras otro. No soy más que una máquina. Una máquina capaz, paciente e insensible. Por un extremo absorbe nuevo tiempo, lo convierte en tiempo viejo y lo expulsa por otro. La única razón de ser de esa máquina es su propia existencia». Debía retornar a ese ciclo puro e inmaculado: el movimiento perpetuo que algún día tocaría a su fin. Ushikawa reafirmó su voluntad y, blindando su corazón, intentó apartar de su mente la imagen de Fukaeri. El dolor producido por la penetrante mirada de la chica había disminuido hasta convertirse en un malestar pasajero. «Así está bien», pensó Ushikawa. «Puedo darme por satisfecho. Soy un sistema simple hecho de pequeños detalles complejos».

Antes del mediodía, Ushikawa fue a la tienda de electrodomésticos que se hallaba enfrente de la estación y compró una pequeña estufa eléctrica. Luego entró en el restaurante de soba de la víspera, abrió un periódico y se tomó unos soba con tempura calientes. Antes de volver al piso, se detuvo a la entrada del edificio y dirigió la vista hacia lo alto del poste eléctrico que Fukaeri había mirado el día anterior con tanto detenimiento. Pero no detectó nada que llamase su atención. Sólo el transformador y los gruesos cables negros enredados como serpientes en medio del aire. ¿Qué miraría la chica? ¿O qué buscaría?

Entró en el piso y probó a encender la estufa. Al pulsar el botón de encendido, ésta enseguida se iluminó con una luz anaranjada, y Ushikawa notó en su piel aquel calor íntimo. No podía decirse que caldeara lo suficiente, pero había una gran diferencia entre tenerla y no tenerla. Apoyado contra la pared con los brazos cruzados, Ushikawa dormitó en medio de un pequeño charco de luz. Fue una breve siesta sin sueños que evocaba el más puro vacío.

El ruido de unos golpes puso fin a ese sueño profundo y, a su manera, feliz. Alguien llamaba a la puerta del piso. Cuando abrió los ojos y miró a su alrededor, por un momento no supo dónde se hallaba. Luego miró hacia la réflex Minolta instalada sobre el trípode que tenía a su lado y recordó que estaba en un piso en Kōenji. Alguien golpeaba la puerta con el puño. «¿Por qué llaman así?», se preguntó extrañado Ushikawa mientras se sacudía el sueño a marchas forzadas. Junto a la puerta había un timbre. Bastaba con pulsarlo. Sin embargo, alguien se molestaba en llamar a golpes. Y lo hacía con fuerza. Ushikawa miró el reloj de pulsera con el ceño fruncido. La una y cuarenta y cinco. La una y cuarenta y cinco de la tarde, claro. Fuera había luz.

Ushikawa no fue a abrir. No sabía de quién se trataba. Tampoco esperaba a nadie. Quizá fuese un vendedor a domicilio, alguien que quería que se suscribiera a un periódico o algo por el estilo. Puede que quienes estuvieran al otro lado lo necesitaran a él, pero él no los necesitaba a ellos. Apoyado en la pared, clavó la vista en la puerta y permaneció en silencio. Probablemente, al cabo de un rato el tipo se daría por vencido y acabaría yéndose.

Pero el otro no se rendía. Hacía una pausa y volvía a golpear. Se interrumpía durante diez o quince segundos para después seguir dando golpes. Unos golpes decididos, sin un atisbo de vacilación, que producían un ruido tan regular que resultaba antinatural. Y exigían una respuesta de Ushikawa. Empezó a desasosegarse. Quizás era Eriko Fukada, que venía a quejarse y pedirle explicaciones por haberla fotografiado a escondidas, una acción abyecta. Al pensar en esa posibilidad, se le aceleró el corazón. Se pasó su gruesa lengua por los labios. No. A todas luces, era un hombre adulto el que aporreaba la puerta de acero con sus grandes puños. No eran las manos de una chica.

Cabía la posibilidad de que Eriko Fukada hubiera contado a otra persona lo sucedido y ésta se hubiera presentado allí. Por ejemplo, el encargado de la inmobiliaria o un agente de policía. Si había sido así, el asunto se complicaría. Sin embargo, el de la inmobiliaria debía de tener un duplicado de la llave, y, si fuera un policía, ya se habría identificado. Además, ninguno de ellos habría golpeado en la puerta sin antes probar con el timbre.

—¡Señor Kōzu! —exclamó una voz de hombre—. ¡Señor Kōzu!

Ushikawa recordó que Kōzu era el apellido del anterior inquilino del piso. Ushikawa había decidido que le convenía no tocar la placa del buzón. Aquel hombre creía que el tal Kōzu seguía viviendo allí.

—Señor Kōzu —añadió el hombre—, sé que está usted ahí. No es bueno para la salud estar encerrado todo el día en el piso, como hace usted.

El hombre, que debía de ser de mediana edad, hablaba con voz un poco ronca, sin elevar mucho el volumen. Sin embargo, la voz escondía algo duro. Tenía la dureza de un ladrillo bien cocido y secado a conciencia. Quizá por eso resonaba en todo el edificio.

—Señor Kōzu, soy de la NHK. He venido a cobrarle la cuota mensual de recepción, así que ¿podría abrirme la puerta?

Ushikawa no tenía intención de pagar ninguna cuota de recepción de la NHK. Quizá zanjaría antes todo ese asunto si le enseñaba el piso y le daba alguna explicación. «Mire, ya ve que no hay televisión por ninguna parte». Pero quizá resultaría sospechoso que un hombre de su edad y de su singular aspecto se pasara el día solo en un piso sin amueblar.

—Señor Kōzu, la ley establece que quien tiene televisión debe pagar la cuota. Hay mucha gente que me dice: «Yo no veo la NHK. Por lo tanto no voy a pagar». Pero no cuela. Vea la NHK o no, siempre que tenga televisión, debe pagar.

«Sólo es un cobrador de la NHK», pensó Ushikawa. Le dejaría decir lo que le apeteciera. Si no le hacía caso, acabaría yéndose. Sin embargo, ¿cómo sabía que en el piso había alguien? Desde que había vuelto al piso, hacía una hora, Ushikawa no había salido. Había estado con las cortinas echadas, sin hacer ruido.

—Señor Kōzu, sé perfectamente que está usted ahí —dijo el hombre como si le hubiera leído el pensamiento—. Se preguntará usted cómo lo sé. Sencillamente, lo sé. Está usted ahí, quieto, conteniendo la respiración, porque no quiere pagar la cuota de la NHK. Lo sé.

Los golpes se sucedían con regularidad hasta que, de pronto, se producía una pausa momentánea, como la frase de un instrumento de viento, y luego el hombre seguía golpeando al mismo ritmo.

—De acuerdo, señor Kōzu. Veo que se empeña en fingir que la cosa no va con usted. En fin, ya está bien por hoy. Me retiro. Tengo más cosas que hacer. Pero volveré, no le miento. Si le digo que volveré, es que lo haré sin falta. No soy de esos cobradores del montón, que se rinden a la primera. Yo insisto hasta que cobro lo que hay que cobrar. Tiene usted que pagar. Es un hecho tan incontrovertible como las fases de la Luna o la vida y la muerte. Nadie puede escapar.

Se hizo un largo silencio. De repente, cuando Ushikawa creyó que el cobrador ya se había ido, oyó:

—Nos veremos dentro de poco, señor Kōzu. Recuérdelo. Cuando menos se lo espere, oirá que llaman a su puerta. Toc, toc. Seré yo.

No hubo más golpes. Ushikawa prestó atención. Le pareció oír el ruido de unos pasos alejándose por el rellano. Entonces, rápidamente se colocó delante de la cámara y, por entre las cortinas, fijó el visor en el portal del edificio. Sin duda, cuando terminara su trabajo dentro del edificio, el cobrador saldría por allí. Quería ver qué pinta tenía. Los cobradores de la NHK se reconocían fácilmente por su uniforme. Aunque tal vez se hacía pasar por cobrador para conseguir que Ushikawa le abriera la puerta. En cualquier caso, sería alguien al que nunca había visto. Ushikawa posó la mano derecha junto al botón del control remoto y esperó a que alguien de esas características apareciera por el portal.

Sin embargo, treinta minutos después nadie había entrado ni salido. Al cabo de un rato, salió una mujer de mediana edad a la que había visto en repetidas ocasiones; la mujer montó en una bicicleta y se marchó. Ushikawa le llamaba «la Mujer Papuda», por el pellejo que le colgaba en la sotabarba. Pasada apenas media hora, la Mujer Papuda regresó con varias bolsas de la compra en la cesta de la bicicleta. Devolvió ésta al aparcamiento para bicicletas, cargó con las bolsas y entró en el edificio. Después, Ushikawa vio regresar a un colegial. Ushikawa le había puesto el nombre de «Zorro», porque tenía el rabillo de los ojos hacia arriba, como un zorro. Pero no salía nadie con pinta de cobrador. Aquello no tenía pies ni cabeza. El edificio sólo contaba con una salida. Y él no despegaba la vista ni un segundo del portal. Por lo tanto, el cobrador seguía dentro.

Ushikawa no se apartó de la cámara. Ni siquiera fue al baño. El sol se puso, cayó la oscuridad y la luz del portal se encendió. Pero el cobrador no salía. Pasadas las seis, Ushikawa se dio por vencido. Entonces fue al baño y meó; llevaba horas aguantándose las ganas.

Sin duda alguna, el hombre todavía estaba en el edificio. No tenía sentido. El extraño cobrador había decidido quedarse allí.

El viento, cada vez más frío, soplaba con un silbido agudo entre los cables eléctricos helados. Ushikawa encendió la estufa y se fumó un cigarrillo. No dejaba de pensar en el enigmático cobrador. ¿Por qué hablaba de esa manera tan provocadora? ¿Cómo podía estar tan seguro de que había alguien dentro del piso? ¿Y por qué no había salido del edificio? Y si era así, ¿dónde estaba en ese momento?

Ushikawa se alejó de la cámara y, apoyado contra la pared, permaneció largo rato mirando fijamente los filamentos anaranjados de la estufa.