15
TENGO

Prohibido contarlo

Al salir del Cabeza de Cereal, Tengo deambuló durante un rato mientras daba vueltas a sus pensamientos. Luego decidió dirigirse a un pequeño parque infantil. El lugar en el que descubrió que en el cielo había dos lunas. Volvería a subirse al tobogán y contemplaría el cielo, como aquella vez. Desde allí posiblemente se viesen las lunas. A lo mejor le decían o le contaban algo.

«¿Cuándo fue la última vez que estuve en ese parque?», se preguntó Tengo. No logró recordarlo. El curso del tiempo había perdido su uniformidad, las distancias eran inciertas. Pero quizás había sido a principios de otoño. Recordaba que llevaba una camiseta de manga larga. Y ahora estaban en diciembre.

Un viento frío arrastraba una masa de nubes hacia la bahía de Tokio. Estaban atiesadas, cada una con una forma irregular, como hechas de masilla. Al fondo, escondiéndose de vez en cuando tras las nubes, se veían las dos lunas. La Luna de siempre, amarilla, y otra, pequeña, de color verde. Ambas habían superado ya el plenilunio y se habían reducido a dos tercios de su tamaño. La pequeña parecía una niña que intentaba esconderse bajo las faldas de su madre. Ocupaban la misma posición, aproximadamente, que la última vez. Como si se hubieran quedado allí aguardando a que Tengo volviese.

El parque infantil estaba desierto. La luz de la farola de mercurio había adquirido una tonalidad más lechosa, más fría. Las ramas desnudas del olmo de agua evocaron en él una vieja osamenta blanqueada por la lluvia y el viento. Aquella noche se prestaba a que los búhos ululasen. Pero en los parques de las ciudades no hay búhos. Tengo se cubrió la cabeza con la capucha de la sudadera y metió las manos en los bolsillos de la cazadora de cuero. Entonces subió al tobogán, apoyó los riñones en el pasamanos y contempló las dos lunas que jugaban al escondite entre las nubes. Al fondo, las estrellas titilaban en silencio. El viento arrastraba la informe suciedad acumulada sobre la ciudad y el aire se volvía puro e inmaculado.

«En este momento, ¿cuánta gente se habrá fijado en las dos lunas, igual que yo?». Fukaeri, naturalmente, lo sabía. Había sido ella quien lo había originado todo. Quizá. Pero, aparte de ella, nadie a su alrededor había mencionado que hubiese más lunas en el cielo. ¿Todavía no se habían dado cuenta, o es que todos lo sabían y no suponía ninguna novedad? Fuera como fuese, Tengo no le había preguntado a nadie por las lunas, excepto al amigo que lo había sustituido en la academia. Es más, por precaución, prefería no mencionarlo. Como si se tratara de un tema poco apropiado y que faltaba a la moral.

¿Por qué sería?

«Puede que las lunas no lo deseen», se dijo Tengo. Quizá su mensaje iba dirigido exclusivamente a Tengo y no permitían que lo compartiera con nadie.

Pero ésa era una extraña explicación. ¿Por qué iban a tener las lunas un mensaje para él? ¿Qué intentaban transmitirle? A Tengo, más que un mensaje, le parecía un intrincado acertijo. Y, aun así, ¿quién formulaba el acertijo? ¿Quién demonios no permitía que lo compartiera con nadie?

El viento pasaba entre las ramas del olmo de agua produciendo un agudo silbido. Como una respiración cruel saliendo de entre los dientes de alguien que ha perdido toda esperanza. Tengo se quedó sentado mirando las lunas, mientras escuchaba distraídamente el silbido del viento, hasta que notó que el cuerpo, de los pies a la cabeza, casi le temblaba de frío. Había transcurrido un cuarto de hora, quizás un poco más. Había perdido la noción del tiempo. Su cuerpo, antes bien caldeado por el whisky, estaba ahora aterido, como un canto rodado solitario en el fondo del mar.

Las nubes se desplazaban lentamente hacia al sur. Por muchas nubes que fluyeran, siempre aparecían otras, y otras más. Sin duda alguna, en las lejanas tierras del norte había una inagotable fuente que las proveía. Allí, una gente empecinada, ataviada con gruesos uniformes grises, fabricaba nubes en silencio de la mañana a la noche. Igual que las abejas fabrican miel, las arañas fabrican telarañas y la guerra fabrica viudas.

Tengo miró su reloj de pulsera. Ya faltaba poco para las ocho. En el parque no había un alma. A veces alguien pasaba caminando con premura por la calle adyacente. Toda la gente que volvía del trabajo y se dirigía a casa caminaba de la misma manera. En el bloque nuevo de seis plantas, las ventanas de la mitad de los apartamentos estaban iluminadas. En una ventosa noche de invierno como aquélla, las ventanas iluminadas adquirían un calor dulce, especial. Tengo barrió con la mirada las ventanas encendidas, una por una, en orden. Como si desde una pequeña embarcación pesquera admirase un lujoso transatlántico flotando en el mar nocturno. En todas las ventanas las cortinas estaban echadas, como si se hubieran puesto de acuerdo. De noche, desde lo alto del frío tobogán, el mundo que se divisaba parecía otro mundo. Un mundo fundado en principios distintos, regido por normas distintas. Al otro lado de las cortinas, los vecinos debían de seguir, tranquilos y contentos, con sus vidas ordinarias. ¿Vidas ordinarias?

La imagen que Tengo tenía de una «vida ordinaria» no era más que un estereotipo desprovisto de color y profundidad. Una mujer y, tal vez, un par de hijos. La madre con el mandil puesto. Una olla humeante, una conversación mientras cenaban sentados a la mesa… Su imaginación topaba en ese punto con un muro. ¿De qué hablaría una «familia ordinaria» durante la cena? En cuanto a él, no recordaba haber charlado nunca con su padre mientras cenaban en torno a la mesa. Simplemente, engullían la comida en silencio a la hora que mejor le convenía a cada uno. Y a lo que comían ni siquiera se le podía llamar «cena».

Tras observar las ventanas iluminadas del edificio, volvió a dirigir la vista hacia las dos lunas, la pequeña y la grande. Por más que esperó, sin embargo, ninguna le contó nada. Sus rostros inexpresivos vueltos hacia él pendían el uno al lado del otro, como un pareado que necesitara que lo retocaran y arreglaran. «Hoy no hay mensaje»: ése era el único mensaje que tenían para Tengo.

Las nubes atravesaban infatigables el cielo camino del sur. Nubes de diversas formas y tamaños venían y se marchaban. Algunas de formas muy curiosas. Cada una parecía tener sus propios pensamientos. Pensamientos breves, sólidos y de perfiles definidos. Pero lo único que a Tengo le interesaba saber era qué pensaban las lunas, no las nubes.

Al poco tiempo se levantó, resignado, estiró las piernas y se bajó del tobogán. «¡Qué se le va a hacer! Tendré que contentarme con saber que no se ha producido ningún cambio en el número de lunas». Con las manos enfundadas en los bolsillos de la cazadora, salió del parque infantil y despacio, a grandes zancadas, se dirigió de regreso a su piso. De pronto, mientras caminaba, se acordó de Komatsu. Ya iba siendo hora de hablar con él. Debía aclarar las cosas con él, al menos mínimamente. Y Komatsu también parecía tener cosas que contarle. Le había dejado el número de teléfono de la clínica, en Chikura. Aun así, no había recibido ninguna llamada suya. «Mañana lo llamaré yo». Pero antes debía ir a la academia y leer la carta que Fukaeri le había entregado a su amigo.

La carta de Fukaeri estaba guardada en un cajón de su escritorio, sin abrir. Para lo bien cerrada que estaba en el sobre, era una misiva muy breve. Ocupaba la mitad de una hoja de una libreta pautada y estaba escrita a bolígrafo azul y con esa letra de aspecto cuneiforme de siempre. Aquella letra casaba mejor con una tablilla de arcilla que con una hoja de libreta. Tengo era consciente de que a Fukaeri le había llevado mucho tiempo escribir algo así.

Leyó la carta varias veces. «Debo irme» del piso, decía. «Inmediatamente», había escrito la chica. Porque «nos están viendo». Esas tres partes estaban bien subrayadas con un lápiz blando y grueso. Era un subrayado tremendamente elocuente.

No explicaba quién los «veía» ni cómo lo sabía ella. En el mundo en el que Fukaeri vivía, parecía que no se podía describir la realidad tal y como era. Las cosas debían contarse mediante insinuaciones y enigmas, o con lagunas y deformaciones, como los mapas que indican la ubicación de un tesoro enterrado por piratas. Igual que el manuscrito de La crisálida de aire.

Sin embargo, Fukaeri no pretendía expresarse de manera insinuante o enigmática. Para ella quizá fuese el modo más natural de explicar las cosas. Sólo era capaz de transmitir sus imágenes e ideas mediante aquel léxico y aquella gramática. Para entenderla había que familiarizarse con su sintaxis. Comprender sus mensajes requería movilizar todas las habilidades de uno para reordenar debidamente las palabras y completar las lagunas.

Con todo, Tengo se había acostumbrado a ese estilo de Fukaeri, tan peculiar y directo. Si ella había escrito «nos están viendo», Tengo no dudaba de que los estaban viendo de verdad. Cuando manifestaba «debo irme», significaba que era hora de que Fukaeri se marchase de allí. Tengo admitía primero el mensaje como una verdad global.

A partir de ahí, debía hacer conjeturas o descubrir por sí mismo el trasfondo, los detalles y razones. O, ya desde el principio, darse por vencido.

«Nos están viendo».

¿Querría decir eso que los de Vanguardia habían dado con ella? Estaban al tanto de la relación entre Tengo y Fukaeri. Sabían que él había reescrito La crisálida de aire por encargo de Komatsu. Por eso Ushikawa había abordado a Tengo. Con una estratagema tan intrincada (todavía no entendía por qué), pretendían echarle el lazo para controlarlo. Por tanto, tal vez su piso estuviese bajo vigilancia.

Pero, si ése era el caso, se lo habían tomado con mucha calma. Fukaeri se había instalado en el piso de Tengo durante casi tres meses. Ellos estaban bien organizados. Eran poderosos. Si hubieran planeado capturar a Fukaeri, podrían haberlo hecho en cualquier momento. No necesitaban tomarse la molestia de vigilar su piso. Por otra parte, si de verdad hubieran estado vigilando a Fukaeri, no le habrían permitido irse así como así. Sin embargo, tras recoger sus cosas y abandonar el piso, antes de marcharse la chica incluso se había acercado a la academia de Yoyogi para confiar una carta a un amigo de Tengo.

Cuanto más intentaba buscarle la lógica, más confundido se sentía. La única explicación que se le ocurría era que, en realidad, ellos no querían atrapar a Fukaeri. A lo mejor, a partir de cierto momento, en vez de Fukaeri, su objetivo había pasado a ser otra persona. Alguien que no era ella, pero que tenía relación con ella. Tal vez, por algún motivo, Fukaeri había dejado de ser una amenaza para Vanguardia. En ese caso, ¿por qué se molestaban ahora en vigilar el piso de Tengo?

Tengo probó a llamar a la editorial de Komatsu desde el teléfono público de la academia. Sabía que, aunque era domingo, a Komatsu le gustaba trabajar también los días de descanso. «¡Qué bien se está en la editorial cuando no hay nadie más!», solía decir. No obstante, nadie atendió al teléfono. Tengo miró el reloj. Todavía eran las once de la mañana. Komatsu nunca iría a la oficina tan temprano. Fuera el día que fuese, él nunca se ponía manos a la obra hasta después de que el sol hubiera pasado el cénit. Tengo fue a la cafetería de la academia y, tras sentarse, mientras se tomaba un café suave, repasó una vez más la carta. Como de costumbre, el número de ideogramas utilizados era extremadamente escaso, y no había puntuado el texto ni lo había separado en párrafos.

TENGO AHORA HABRÁS VUELTO DEL PUEBLO DE LOS GATOS Y ESTARÁS LEYENDO ESTA CARTA ME ALEGRO PERO NOS ESTÁN VIENDO ASÍ QUE DEBO IRME DEL PISO INMEDIATAMENTE NO TE PREOCUPES POR MÍ PERO YA NO PUEDO QUEDARME AQUÍ COMO TE HE DICHO LA PERSONA QUE BUSCAS SE ENCUENTRA EN UN LUGAR AL QUE SE PUEDE IR A PIE DESDE AQUÍ PERO TEN EN CUENTA QUE ALGUIEN TE ESTÁ VIENDO

Tras releer tres veces aquella carta que más bien parecía un telegrama, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Como de costumbre, cuanto más la leía, más creía a Fukaeri. Alguien lo vigilaba. Eso ya lo había asimilado definitivamente. Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Como estaban en hora de clase, apenas había gente en la cafetería. Tan sólo un puñado de estudiantes leyendo libros de texto o haciendo anotaciones en sus cuadernos. No detectó a nadie con pinta de estar vigilándolo a escondidas desde las sombras.

Había una cuestión básica: si no era a Fukaeri, «¡a quién o qué demonios vigilaban? ¿Al propio Tengo, o quizá su piso? Reflexionó. Todo quedaba en el terreno de las conjeturas, por supuesto, pero tenía la impresión de que, a lo mejor, era él quien les interesaba. Tengo sólo era el que había corregido La crisálida de aire por encargo. El libro ya había sido publicado y había dado que hablar, para poco después desaparecer de las listas de los más vendidos; ahí terminaba el papel de Tengo. Ya no existía ningún motivo para que pudiera interesarles.

Fukaeri apenas debía de haber salido del apartamento. Si la chica había descubierto que los vigilaban, así habría sido. Pero ¿desde dónde? Entre los numerosos edificios que había en el barrio, se daba la sorprendente casualidad de que el piso de Tengo, situado en la tercera planta, no podía verse bien desde ninguna parte. Ése era uno de los motivos por los que a Tengo le agradaba el piso y llevaba tanto tiempo viviendo en él. A la mujer casada con la que Tengo se veía allí también le gustaba por eso. «Sin tener en cuenta su aspecto», le decía a menudo, «este piso te hace sentir una tranquilidad asombrosa. Igual que el dueño».

Antes del anochecer, recordó, un gran cuervo se acercaba a la ventana. Fukaeri le había hablado de él por teléfono. Se posaba en el reducido alféizar de la ventana en el que cabían escasas macetas y restregaba sus grandes alas negras y lustrosas contra los cristales. Su rutina diaria debía de incluir pasar un rato allí antes de regresar a su nido. Y parecía mostrar no poco interés por lo que ocurría dentro del apartamento. Sus grandes ojos negros, a ambos lados de la cara, tomaban buena nota de todo por los resquicios entre las cortinas. Los cuervos son aves inteligentes. Y curiosas. Fukaeri le había dicho que hablaba con el cuervo. En cualquier caso, era ridículo pensar que el cuervo espiara el piso para otros.

Entonces, ¿desde dónde vigilaban el piso?

De regreso a casa, al salir de la estación de tren, Tengo se acercó al supermercado. Compró verdura, huevos, carne de ternera y pescado. Con las bolsas de papel entre los brazos, se detuvo delante del portal y, por si acaso, miró a su alrededor. Nada sospechoso. El mismo paisaje inmutable de siempre. Cables eléctricos como oscuras vísceras suspendidas en el aire, la hierba marchita por el efecto del invierno en el jardincillo de delante del edificio, buzones oxidados. Aguzó el oído. Sin embargo, no se oía nada más que el incesante ruido de fondo de la ciudad, similar a un leve aleteo.

Después de entrar en el piso y guardar los alimentos, se acercó a la ventana, la abrió e inspeccionó el paisaje. Al otro lado de la calle había tres viejas casas, tres viviendas de dos plantas erigidas en solares angostos. Los dueños eran todos ancianos, típicos propietarios con muchos años a sus espaldas. Gente con cara agria que aborrecía cualquier cambio. Fuera como fuese, nunca acogerían alegremente en la segunda planta de sus casas a un desconocido recién llegado. Es más, aunque alguien se asomara por una de esas ventanas, no atisbaría más que el tejado del edificio de Tengo.

Tengo cerró la ventana, puso agua a hervir y se preparó café. Se sentó a la mesa y, mientras se lo bebía, dio vueltas a las diferentes posibilidades en las que había pensado. «Alguien me vigila cerca de aquí. Y Aomame se encuentra (o encontraba) en un lugar al que se puede ir a pie. ¿Existirá alguna relación entre los dos hechos? ¿O es pura coincidencia?». Por más que pensó no llegó a ninguna conclusión. Su mente daba vueltas y más vueltas, como un pobre ratón en un laberinto sin salidas al que sólo se le deja oler el queso.

Al final desistió de seguir pensando y hojeó el periódico que había comprado en el quiosco de la estación. Ese otoño, el presidente reelecto Ronald Reagan había llamado «Yasu» al primer ministro Yasuhiro Nakasone y éste, a su vez, había llamado «Ron» al presidente. Quizá fuera por culpa de la fotografía, pero parecían dos constructores deliberando si sustituir los materiales de construcción de calidad por otros cutres y toscos. Proseguían los disturbios originados en la India tras el magnicidio de la primera ministra, Indira Gandhi, y numerosos sijs habían sido asesinados. En Japón se había dado una cosecha de manzanas excelente. Pero ni un solo artículo atrajo el interés de Tengo.

Esperó a que las agujas del reloj marcasen las dos y volvió a llamar a Komatsu.

El editor tardó doce tonos en atender el teléfono, como de costumbre. Tengo no sabía por qué, pero nunca lo descolgaba con rapidez.

—Hombre, Tengo, ¡cuánto tiempo sin saber de ti! —dijo Komatsu. Su tono de voz volvía a ser el de siempre. Fluido, un tanto teatral y equívoco.

—Me tomé dos semanas de vacaciones y estuve en Chiba. Llegué anoche.

—Me han dicho que tu padre no está bien. Habrá sido duro, ¿no?

—No tanto. Sigue en coma, y yo me he limitado a estar unas horas a su lado, velarlo y matar el tiempo. El resto lo pasé escribiendo en el ryokan.

—De todas maneras, se debate entre la vida y la muerte. No ha debido de ser fácil.

Tengo cambió de tema:

—Me dijo que quería hablar conmigo de un asunto, o algo así, la última vez que hablamos. Hace tiempo.

—Ah, sí —dijo Komatsu—. Me gustaría quedar contigo y que charláramos con calma. ¿Tienes tiempo?

—Si es importante, me imagino que, cuanto antes nos veamos, mejor, ¿no?

—Sí, quizá sea lo mejor.

—Esta noche estoy libre.

—Perfecto. Yo también. ¿Qué te parece a las siete?

—Muy bien —contestó Tengo.

Komatsu le indicó un bar cercano a la editorial. Tengo había estado allí varias veces.

—Los domingos también abre y apenas hay clientes. Podremos hablar tranquilos.

—¿Va a llevarnos mucho rato?

—No sé qué decirte —contestó Komatsu tras unos segundos—. Hasta que te lo comente, no lo sabré.

—De acuerdo. Podemos hablar todo lo que usted quiera. Porque pase lo que pase vamos en el mismo bote, ¿no es así? ¿O acaso se ha pasado usted a otro bote?

—¡Qué va! —dijo Komatsu, de pronto en un tono conciliador—. Seguimos en el mismo bote. Nos vemos a las siete, entonces, y te lo cuento todo.

Tras colgar el teléfono, Tengo se sentó frente al escritorio, encendió el ordenador y abrió el procesador de textos. Luego pasó al procesador lo que había escrito a pluma en el ryokan de Chikura. Al releerlo, le vinieron a la mente escenas e imágenes de los días en el pueblo de la costa. La clínica y los rostros de las tres enfermeras. La brisa marina que agitaba el pinar y las gaviotas blancas que planeaban sobre éste. Tengo se levantó, descorrió las cortinas, abrió la cristalera y se llenó los pulmones de aire fresco.

«AHORA HABRÁS VUELTO DEL PUEBLO DE LOS GATOS Y ESTARÁS LEYENDO ESTA CARTA ME ALEGRO»

Eso había escrito Fukaeri. Pero alguien vigilaba el piso. Ignoraba quién podía ser. Quizás hubieran instalado cámaras ocultas. Preocupado, Tengo inspeccionó cada rincón del piso. Sin embargo, no encontró cámaras ni aparatos de escucha. Era lo lógico, tratándose de un piso viejo y pequeño. Si los hubiera, los vería aunque no quisiera.

Siguió tecleando ante el escritorio hasta que empezó a oscurecer. No lo copiaba tal cual, sino que de vez en cuando cambiaba algo, y por eso le llevó más tiempo del que había calculado. Mientras se tomaba una pausa, tras encender la luz del escritorio, cayó en la cuenta de que ese día el cuervo no había acudido. Lo anunciaba el ruido que hacía al restregar sus grandes alas contra la ventana. Por su culpa, en los cristales siempre había unas pequeñas manchas de grasa que parecían un mensaje en clave que pedía ser descifrado.

A las cinco y media se preparó algo para cenar. Aunque no tenía hambre, al mediodía no había comido nada. Tenía que llevarse algo al estómago. Preparó una ensalada de tomate y algas wakame y, con una tostada, se la comió. A las seis y cuarto salió del piso vestido con un jersey negro de cuello alto y una chaqueta de pana verde oliva. Una vez en el portal, se detuvo y volvió a mirar a su alrededor. Pero no vio nada que le llamara la atención. No había ningún hombre escondido tras la oscuridad de un poste eléctrico. Ningún vehículo sospechoso aparcado. Ni siquiera había venido el cuervo. Sin embargo, eso lo intranquilizó; se le ocurrió que todas las personas que no tenían pinta de espiarlo, en realidad lo hacían camuflados. La señora que pasaba con la cesta de la compra, el anciano taciturno que paseaba al perro, los estudiantes de instituto con raquetas de tenis al hombro y montados en sus bicicletas que pasaban de largo sin ni siquiera mirar hacia él… Todos podrían ser espías de Vanguardia que se las ingeniaban para intentar disimular.

«No debo perder la cordura», pensó Tengo. Debía ser cauteloso, pero eso no implicaba volverse paranoico. Tengo se dirigió a buen paso a la estación. De vez en cuando se volvía rápidamente para comprobar que nadie lo seguía. Si alguien lo siguiera de cerca, lo pillaría. Tenía una buena visión periférica, aparte de buena vista. Tras volver la cabeza por tercera vez, se convenció de que nadie lo seguía.

A las siete menos cinco entró en el bar en el que se había citado con Komatsu. Éste todavía no había llegado, y parecía que Tengo era el primer cliente de la noche. Un gran florero depositado en la barra rebosaba de flores frescas; el olor de los tallos recién cortados se dispersaba por todo el local. Tengo se sentó en una zona algo apartada, al fondo, y pidió un vaso de cerveza a presión. Luego sacó un libro del bolsillo de la chaqueta y se puso a leer.

Komatsu llegó a las siete y cuarto. Chaqueta de tweed encima de un fino jersey de cachemira, fular —cómo no— también de cachemira, pantalones de algodón y zapatos de ante. El mismo «atuendo» de siempre. Todas ellas prendas de calidad y de buen gusto, gastadas en su justa medida. En él, parecían una parte más de su cuerpo. Que Tengo recordara, nunca había visto a Komatsu estrenar ropa. Quizá, para gastarla, dormía vestido con la ropa nueva, rodaba con ella por el suelo o hacía cosas por el estilo. O puede que la lavase a mano varias veces y luego la dejase secar a la sombra. Sólo cuando conseguía el aspecto raído y descolorido que deseaba, se la ponía y salía a la calle. Con cara de no haberse preocupado en su vida por cosas como la vestimenta. Sea como sea, vestido así tenía aires de editor veterano. Mejor dicho, no parecía otra cosa que un editor veterano. Se sentó delante de Tengo y también pidió una cerveza.

—Estás como siempre —dijo Komatsu—. ¿Qué tal va esa nueva novela?

—Avanzo poco a poco.

—Me alegro. Un escritor sólo madura a fuerza de escribir y escribir. Igual que las orugas, que no paran de comer hojas. Como te dije, estoy seguro de que tu trabajo con La crisálida de aire te ha servido para tu propia obra. ¿No es así?

—Sí —dijo Tengo tras asentir con la cabeza—. Creo que he aprendido unas cuantas cosas importantes sobre la escritura. Ahora soy capaz de ver cosas que antes no veía.

—Modestia aparte, yo de eso ya me había dado cuenta. Sabía que necesitabas un incentivo.

—Pero eso también me ha llevado a meterme en líos, como usted bien sabe.

Komatsu se rió torciendo la boca hasta parecer una Luna en cuarto creciente en invierno. Una sonrisa difícil de interpretar.

—Para conseguir algo importante uno debe pagar un precio. Son las normas de este mundo.

—Tal vez. Pero me cuesta distinguir eso tan importante del precio que hay que pagar. Todo está enmarañado.

—Sin duda. Como cuando hablas por teléfono y se produce un cruce de líneas. Tienes razón —dijo Komatsu. Entonces frunció el ceño—. Por cierto, ¿alguna novedad con respecto a Fukaeri?

Tengo midió sus palabras:

—Ahora mismo no sé nada de ella.

—¿«Ahora mismo»? —repitió Komatsu, provocativo.

Tengo se quedó callado.

—Pero hasta hace poco vivía en tu apartamento, ¿no? —añadió Komatsu—. O eso he oído.

—Efectivamente —admitió Tengo—. Pasó casi tres meses en mi casa.

—Tres meses es mucho tiempo —dijo Komatsu—. Pero no se lo dijiste a nadie.

—Ella me pidió que no se lo contara a nadie y así lo hice. Ni siquiera a usted.

—Pero ahora ya no está contigo.

—Eso es. Mientras yo estaba en Chikura, ella me dejó una nota y se marchó. No sé qué ha sido de ella a partir de ahí…

Komatsu sacó un cigarrillo, se lo llevó a la boca, encendió una cerilla y lo prendió. Luego entornó los ojos y miró a Tengo.

—…a partir de ahí regresó a la casa del profesor Ebisuno, en la cima de la montaña de Futamatao —dijo él—. El profesor contactó con la policía y retiró la denuncia por desaparición. Les dijo que simplemente se había ido a alguna parte y ahora había vuelto, que no la habían secuestrado. La policía debería interrogarla: ¿por qué desapareció?, ¿dónde ha estado? Ten en cuenta que es una menor. Puede que un día de éstos salga un artículo en el periódico: «JOVEN ESCRITORA EN PARADERO DESCONOCIDO APARECE SANA Y SALVA». Bueno, si sale en los periódicos, no creo que se arme mucho ruido; no ha habido ningún crimen de por medio.

—¿Cree que saldrá en la prensa que estuvo alojada en mi piso?

Komatsu sacudió la cabeza.

—No, Fukaeri no dará tu nombre. Con ese carácter que tiene, ya se le puede presentar la policía militar, un consejo revolucionario o la madre Teresa de Calcuta, que como se emperre en no decir nada, no abrirá la boca. No te preocupes por eso.

—No, no estoy preocupado, pero me gustaría saber cómo irá todo.

—Tranquilo. Tu nombre no saldrá a la luz, te lo aseguro —dijo Komatsu. Entonces esbozó un gesto serio—. Dejando eso de lado, quisiera preguntarte una cosa, pero es un asunto delicado. No sé cómo planteártelo.

—¿Cómo planteármelo?

—Es un tema personal.

Tengo cogió su cerveza, le dio un trago y volvió a depositar el vaso en la mesa.

—Está bien. Responderé a lo que pueda.

—¿Mantuvisteis tú y Fukaeri relaciones sexuales? Me refiero a cuando se alojó en tu casa. Basta con que me contestes sí o no.

Tengo sacudió lentamente la cabeza tras un breve silencio.

—La respuesta es no. —Instintivamente, Tengo había decidido no contar lo que había ocurrido entre él y Fukaeri aquella noche de tormenta. No podía revelar ese secreto. Estaba prohibido contarlo. Además, ni siquiera podía llamarlo «relación sexual». En sentido lato, no había existido deseo. Por ninguna de las dos partes—. Entre ella y yo no hubo ese tipo de relación.

—Entonces no os acostasteis, ¿no?

—No —contestó Tengo en tono seco.

A Komatsu se le formaron diminutas arrugas a ambos lados de la nariz.

—Pues no es que desconfíe de ti, pero has tardado en responder. A mí me ha parecido que dudabas. ¿No habríais estado a punto de hacerlo, por casualidad? No te estoy echando nada en cara, ¿vale? Lo único que pretendo es comprender ciertas cosas.

Tengo miró a Komatsu a los ojos.

—No he dudado. Pero la pregunta me ha parecido un poco extraña. Me preguntaba por qué le preocupa a usted que Fukaeri y yo pudiéramos habernos acostado juntos. Nunca le he visto inmiscuirse en la vida privada de nadie. Al contrario, siempre me ha parecido que prefería mantenerse alejado.

—Bueno… —dijo Komatsu.

—Entonces, ¿por qué se ha convertido eso ahora en un problema?

—Mira, en principio, a mí me trae sin cuidado con quién te acuestes o qué hace o deja de hacer Fukaeri. —Komatsu se rascó con el dedo en un costado de la nariz—. Tú lo has dicho: a mí todo eso me importa un pito. Pero Fukaeri, como sabes, es muy distinta de cualquier otra chica de su edad. No sé cómo decirlo… Como si sus acciones entrañaran un significado.

—Un significado —repitió Tengo.

—Por supuesto, todos los actos de cualquier persona entrañan a fin de cuentas algún significado —aclaró Komatsu—. Pero, en el caso de Fukaeri, es un significado más profundo. Es algo que sólo tiene ella, algo insólito. Por consiguiente, debemos comprender con certeza todo lo que la atañe.

—¿«Debemos comprender»? ¿Quiénes tienen que comprender? —preguntó Tengo.

Komatsu se mostró confundido, algo poco habitual en él.

—Para ser franco, el que quiere saber si habéis mantenido relaciones sexuales no soy yo, sino el profesor Ebisuno.

—Entonces, ¿el profesor ya sabe que Fukaeri ha pasado unos meses en mi casa?

—Claro. Estuvo informado desde el día en que ella se presentó en tu piso. Fukaeri lo ponía al corriente de dónde se encontraba.

—Eso no lo sabía. —Tengo estaba desconcertado. Fukaeri le había dicho que no le había contado a nadie dónde se encontraba. Sin embargo, a esas alturas, ¿qué más daba?—. Aun así, hay algo que no entiendo. El profesor Ebisuno es el tutor de Fukaeri, su protector, y es lógico que se preocupe por esas cosas. Pero en la situación en que nos encontramos, que no tiene ni pies ni cabeza, no me entra en la cabeza que la castidad de la chica sea una de las principales preocupaciones del profesor. Lo más importante debería ser si Fukaeri está a salvo y en un lugar seguro.

Komatsu torció una de las comisuras de la boca.

—¿Qué quieres que te diga? Yo tampoco acabo de entenderlo. El profesor sólo me pidió que te lo preguntara. Me pidió que quedara contigo y me enterara de si mantuvisteis relaciones o no. Yo te he hecho la pregunta y la respuesta es no.

—Exacto. Entre Fukaeri y yo no ha habido ninguna relación carnal —dijo categóricamente al tiempo que miraba al editor a los ojos. No tenía la sensación de estar mintiendo.

—Muy bien. —Komatsu se llevó otro Marlboro a la boca y, entornando los ojos, lo encendió con una cerilla—. Me basta con eso.

—Sin duda Fukaeri es una chica guapa y atractiva. Pero, como usted ya sabe, estoy metido en un buen lío. Y no por gusto. No me apetece complicar más las cosas. Además, yo tenía una relación con otra mujer.

—Me ha quedado claro —dijo Komatsu—. En ese sentido eres un tipo inteligente. Tienes las ideas claras. Se lo comunicaré al profesor. Perdona que te haga esta clase de preguntas. No te lo tomes a mal.

—No me lo tomo a mal. Simplemente me choca. No sé por qué me sale ahora con esto… —dijo Tengo, e hizo una breve pausa—. ¿Cuál era entonces el asunto del que quería hablarme?

Komatsu, que se había terminado la cerveza, le pidió al barman un highball de whisky escocés.

—¿Tú qué quieres? —le preguntó a Tengo.

—Lo mismo que usted —le contestó.

Les llevaron los highballs en dos vasos altos a la mesa.

—En primer lugar —dijo Komatsu tras un largo silencio—, necesito aclarar en la medida de lo posible todo este enmarañado asunto. Porque todos vamos en el mismo bote. Con todos me refiero a ti, a mí, a Fukaeri y al profesor Ebisuno, los cuatro.

—Una combinación curiosa —comentó Tengo.

Pero Komatsu no pareció captar el dejo de ironía. Estaba concentrado en sus propias palabras.

—Los cuatro nos prestamos a este proyecto, cada uno con sus intenciones, y desde luego no al mismo nivel y no necesariamente para ir en la misma dirección. En otras palabras, que no íbamos al mismo ritmo ni metíamos del mismo modo el remo en el agua.

—No era un grupo que se prestara a un trabajo en equipo.

—Quizá no.

—Entonces los rápidos arrastraron el bote hacia la cascada.

—Efectivamente, arrastraron el bote hacia la cascada —verificó Komatsu—. Sin embargo, y esto no es una disculpa, se trataba de un plan muy sencillo. Consistía en que tú reescribieras a vuela pluma La crisálida de aire y la novela ganara el premio. El libro se vendería un poco; engañaríamos a los lectores; conseguiríamos algo de dinero; lo haríamos todo medio en broma, medio para sacar beneficios: ése era el propósito. No obstante, el profesor Ebisuno metió baza como tutor de Fukaeri y la trama se complicó. Bajo la superficie del agua se enredaron distintos planes y la corriente fluyó cada vez más rápido. Tu nueva versión era mucho mejor de lo que nadie esperaba. Gracias a ello el libro fue un bombazo y se vendió por sí solo. Como resultado, nuestro bote acabó en un lugar al que nunca imaginamos que llegaría. Un lugar, por otra parte, un poco peligroso.

Tengo negó con un pequeño movimiento de cabeza.

—No, un poco peligroso, no. Peligrosísimo.

—Bueno, puede ser.

—No hable como si se tratara de algo ajeno. ¿Acaso no fue usted quien ideó todo esto?

—Tienes razón. A mí se me ocurrió y yo di el pistoletazo de salida. Al principio todo iba bien. Pero, por desgracia, acabamos perdiendo el control. Naturalmente, me siento responsable por haberte implicado en esto. Me siento como si te hubiera convencido contra tu voluntad. Pero el caso es que ahora tenemos que detenernos y corregir nuestra posición. Soltar lastre y simplificar la ruta al máximo. Estudiar bien dónde estamos y qué rumbo tomaremos.

Dicho esto, Komatsu suspiró y bebió del highball. Luego cogió el cenicero de cristal entre las manos y acarició su superficie con sus largos dedos, con el mismo cuidado con que un ciego palpa un objeto para comprobar su forma.

—La verdad es que me tuvieron recluido diecisiete o dieciocho días en alguna parte —soltó de pronto Komatsu—. Desde finales de agosto hasta mediados de septiembre. Una tarde, justo después de comer, caminaba por mi barrio para dirigirme a la editorial. Iba a la estación de Gotokuji. Entonces una ventanilla de un cochazo negro que estaba parado a un lado de la calzada se bajó y alguien me preguntó: «¿Es usted el señor Komatsu?». Cuando me acerqué para ver quién era, se apearon dos hombres y me empujaron dentro del coche. Los dos tenían una fuerza brutal. Uno me sujetó por detrás, pasándome los brazos por las axilas y uniéndolos en la nuca, y el otro me hizo oler cloroformo o algo así. ¡Como si fuera una película! Pero la sustancia esa funciona, vaya que sí. Cuando me desperté, estaba encerrado en un pequeño cuarto sin ventanas. Las paredes eran blancas y tenía forma cúbica. Había una cama estrecha y una mesita de madera, pero ninguna silla. Me habían dejado tumbado en la cama.

—¿Lo secuestraron? —se sorprendió Tengo.

Komatsu devolvió a la mesa el cenicero cuya forma había terminado de inspeccionar, irguió la cabeza y miró a Tengo.

—Sí, me raptaron de verdad. ¿Te acuerdas de aquella vieja película llamada El coleccionista? Pues igual. Yo creo que a muy poca gente en el mundo se le ha pasado nunca por la cabeza que en algún momento pueden secuestrarla, ¿no te parece? Pero cuando a uno lo raptan, lo raptan con todas las de la ley. Y es algo…, ¿cómo diría?…, surrealista. Alguien te está raptando de verdad… ¿Puedes creértelo? —Komatsu escrutó a Tengo como en busca de una respuesta, pero no era más que una pregunta retórica.

Tengo aguardó la continuación en silencio. Las perlas de agua que habían ido formándose por fuera de su highball, todavía intacto, habían resbalado hasta humedecer el posavasos.