Esta cosa pequeñita y mía
Aomame vivía a tientas y sumida en un mar de confusiones. No podía prever lo que le sucedería en el mundo del año 1Q84, un mundo en el que la lógica y los conocimientos acumulados no servían de nada. Con todo, creía que sobreviviría al menos unos cuantos meses más y daría a luz a su criatura. Aunque no era más que un presentimiento. Pero un presentimiento bastante consistente. Porque le parecía que todo lo ocurrido desembocaba en el alumbramiento del bebé, todo había avanzado bajo esa premisa. Eso pensaba.
Recordaba las últimas palabras del líder de Vanguardia. «Tienes que pasar una dura prueba. Cuando la pases, verás las cosas de cierta forma», le había dicho.
El líder sabía algo. Algo crucial. E intentó transmitirle lo que sabía expresándolo de manera ambigua, con palabras imprecisas. Esa prueba quizá consistiera en arrastrarse a sí misma hasta el borde de la muerte. «Fui hasta el panel de Esso con la pistola en la mano con la intención de acabar con mi vida». Pero al final regresó sin consumar el suicidio. Y después supo que estaba embarazada. Tal vez eso también estuviera decidido de antemano.
A comienzos de diciembre, se sucedieron varias noches ventosas. Las hojas caídas del olmo de agua golpeaban el plástico del antepecho del balcón con un ruido seco e incisivo. El frío viento soplaba como una advertencia entre el ramaje desnudo. Los graznidos de los cuervos, en diálogo unos con otros, también se volvieron más ásperos y agudos. Había llegado el invierno.
La idea de que lo que crecía en su útero podía ser el hijo de Tengo fue fortaleciéndose en el transcurso de los días hasta convertirse en una realidad. Todavía carecía de argumentos para convencer a otra persona. Pero no le costaba convencerse a sí misma. Estaba claro como el agua.
«Si me he quedado embarazada sin mantener relaciones sexuales, ¿quién va a ser el padre, sino Tengo?».
Desde noviembre había aumentado de peso. Seguía sin salir del apartamento, pero cada día hacía suficiente ejercicio y controlaba estrictamente su alimentación. Desde los veinte años, nunca había pasado de cincuenta y dos kilos. Pero, por esas fechas, un buen día la aguja de la balanza marcó cincuenta y cuatro y ya no bajó de ahí. Tenía la impresión de que la cara se le había redondeado un poco. Seguro que esa cosa pequeñita le pedía al cuerpo materno que empezase a engordar.
De noche seguía vigilando el parque infantil junto a esa cosa pequeñita. Seguía buscando la figura de un joven de gran estatura subido al tobogán. Mientras contemplaba las dos lunas de principios de invierno que pendían del cielo, se acariciaba el bajo vientre por encima de la manta. A veces derramaba alguna lágrima sin venir a cuento. De repente, sin apenas ser consciente, una lágrima le resbalaba por la mejilla y caía sobre la manta que le cubría las piernas. Quizá se debiera a la soledad o a la incertidumbre en que vivía. Quizás a la sensibilidad exacerbada por el embarazo. O quizás a que el viento helado le irritaba los lacrimales y la hacía llorar. En cualquier caso, ella, en vez de enjugárselas, las dejaba correr.
A partir de cierto momento, las lágrimas se agotaron. Y Aomame, sin inmutarse, siguió montando su solitaria guardia. «Aunque ya no es tan solitaria», pensó. «Tengo a esta cosa pequeñita y mía. Somos dos. Miramos hacia las dos lunas y juntas esperamos a que Tengo aparezca». De vez en cuando cogía los prismáticos y enfocaba hacia el tobogán desierto. Otras veces tomaba la pistola, sopesándola y palpándola. «Cuidar de mí misma, buscar a Tengo y alimentar a esta cosa pequeñita. Ésas son ahora mis obligaciones».
Cierto día en que soplaba un viento frío, mientras vigilaba el parque, Aomame se percató de que creía en Dios. De pronto, descubrió ese hecho. Como si las plantas de sus pies hubiesen hallado unos cimientos sólidos en el fondo del cieno blando. Era una sensación inexplicable, una revelación imprevisible. Desde que tenía uso de razón había odiado a esa supuesta divinidad. Más aún, había rechazado a las personas y el sistema que se interponían entre Dios y ella. Durante mucho tiempo, para Aomame, esa gente y ese sistema habían sido sinónimos de Dios. Odiarlos a ellos era odiar a Dios.
Ellos habían estado a su alrededor desde que había venido al mundo. En nombre de Dios la habían dominado, le habían dado órdenes y la habían acorralado. En nombre de Dios le habían arrebatado todo su tiempo y su libertad y habían aprisionado su corazón cargándolo de pesadas cadenas. Ellos le habían predicado la bondad de Dios, pero también —redoblando su vehemencia— su ira y su intolerancia. A los once años se armó de valor y por fin consiguió escapar de ese mundo. Pero para ello tuvo que sacrificar muchas cosas.
«Si Dios existiera, mi vida estaría repleta de luz, sería más natural y fecunda», pensaba Aomame a menudo. «Habría podido construir tantos bellos recuerdos de una infancia normal y corriente, sin el tormento de la cólera y el miedo constantes… Y mi vida ahora sería mucho más positiva, reconfortante y satisfactoria».
A pesar de todo, mientras contemplaba el parque desierto por una rendija en el antepecho del balcón, con las manos sobre el vientre, no podía evitar reconocer que, en el fondo de su corazón, creía en Dios. Cuando de manera mecánica se ponía a rezar, cuando juntaba los dedos de las manos, realizaba actos de fe, por más que no fuera consciente de ello. Era una sensación que la calaba hasta el tuétano y de la que no podía deshacerse mediante otras emociones ni con la lógica. El rencor y la rabia tampoco lograban eliminarla.
«Pero éste no es su Dios. Es mi Dios. Lo he aprendido porque he sacrificado mi vida, porque me han lacerado la carne y desgarrado la piel, chupado la sangre, arrancado las uñas y despojado de mi tiempo, mis ilusiones y recuerdos. No es un Dios con forma. No viste de blanco ni luce largas barbas. No tiene doctrina, libro sagrado o preceptos. No recompensa ni castiga. No concede ni arrebata. No ha dispuesto un Cielo al que subir ni un Infierno al que caer. Dios, simplemente, está ahí, haga frío o no».
En ocasiones, Aomame recordaba las palabras que el líder había pronunciado poco antes de morir. No había podido olvidar su voz de barítono. Igual que no olvidaba lo que sintió cuando introdujo la aguja en su nuca. El líder le había dicho:
«Donde hay luz tiene que haber sombra y donde hay sombra tiene que haber luz. No existe la sombra sin luz, ni la luz sin sombra…
»No sé si eso a lo que llaman Little People es bondadoso o malvado. En cierto sentido, trasciende nuestro entendimiento y capacidad de definirlo. Hemos vivido con ellos desde tiempos inmemoriales. Cuando el bien y el mal todavía no existían. Desde los albores de la conciencia humana».
¿Eran Dios y la Little People seres antagónicos? ¿O caras distintas de un mismo ente?
Aomame lo ignoraba. Sólo sabía que, pasara lo que pasase, debía proteger esa cosa pequeñita que había en su interior y, para ello, necesitaba creer en un Dios. O reconocer que creía en un Dios.
Aomame le dio vueltas en su mente. Dios carecía de forma, pero al mismo tiempo podía adoptar cualquier forma. Se lo imaginó como un Mercedes-Benz Coupé de líneas aerodinámicas. Un coche nuevo, recién salido del concesionario. Una elegante mujer de mediana edad se baja de él para ofrecerle a Aomame, desnuda, el bello abrigo de entretiempo que lleva puesto. La protege del frío viento y las miradas indiscretas de la gente. Luego, sin decir nada, regresa al Coupé plateado. Ella sabe que Aomame lleva una criatura en sus entrañas. Sabe que debe protegerla.
Aomame, por las noches, empezó a tener un nuevo sueño. En éste, se encontraba con que la habían recluido en una habitación blanca. Era un cuarto pequeño de forma cúbica. No tenía ventanas, sólo una puerta. Había una cama sobria, sin adornos, en la que la hacían acostarse boca arriba. Una fuente de luz colgada sobre la cama iluminaba su vientre, hinchado como una montaña. Era incapaz de ver su propio cuerpo. Pero, sin duda, lo que allí había formaba parte del cuerpo de Aomame. El momento del parto era inminente.
El rapado y el de la coleta vigilaban la habitación. Estaban decididos a no volver a cometer más errores. Ya habían fallado en una ocasión, y tenían que recuperar su reputación y el terreno perdido. Les habían asignado la tarea de impedir que Aomame saliera de la habitación y que alguien accediera a ésta. Estaban esperando a que naciera esa cosa pequeñita. Al parecer, tenían la intención de arrebatársela tan pronto como naciese.
Aomame, desesperada, intentaba gritar, pedir auxilio. Pero la habitación estaba construida con un material especial. Las paredes, el suelo y el techo absorbían al instante todos los sonidos. Los gritos ni siquiera llegaban a sus propios oídos. Aomame quería que la señora del Mercedes Coupé viniera y la rescatara. A ella y a esa cosa pequeñita. Pero las blancas paredes de la habitación se tragaban su voz.
Esa cosa pequeñita tomaba nutrientes a través del cordón umbilical y a cada instante aumentaba de tamaño. Quería emanciparse de aquella oscuridad tibia y por eso daba patadas a las paredes del útero. Ansiaba luz y libertad.
El de la coleta, de cuerpo espigado, estaba sentado en una silla junto a la puerta. Con las manos sobre las rodillas, contemplaba un punto fijo en el espacio. Tal vez en ese punto flotaba una densa nubécula. El rapado estaba de pie, al lado de la cama. Los dos vestían los mismos trajes oscuros de la última vez. De vez en cuando, el rapado alzaba el brazo y consultaba el reloj. Como quien aguarda en la estación la llegada de un tren importante.
Aomame tenía las extremidades paralizadas. No parecía que se las hubieran atado, pero era incapaz de moverlas. No tenía sensibilidad en los dedos. Presentía las contracciones. Se aproximaba a la estación en el tiempo previsto, como ese tren predestinado. Percibía el levísimo temblor de los raíles.
Entonces se despertaba.
Se duchaba para quitarse el desagradable sudor que la cubría y se cambiaba de ropa. Las prendas sudadas las metía en la lavadora. Evidentemente, ella no quería soñar esas pesadillas. Pero, pese a todo, el sueño se le imponía. Cada vez, los detalles variaban un poco. Sin embargo, el lugar y el desenlace eran siempre los mismos. Una habitación blanca similar a un cubo. Las contracciones que se aproximaban. Los dos hombres vestidos con impersonales trajes oscuros.
Ellos sabían que Aomame llevaba a esa cosa pequeñita en sus entrañas. O muy pronto lo sabrían. Aomame estaba mentalizada: si fuera necesario, no vacilaría en descargar sobre el de la coleta y el rapado todas las balas de nueve milímetros que tuviera. El Dios que la protegía era, a veces, un Dios sanguinario.
Golpearon en la puerta. Aomame, sentada en la banqueta de la cocina, cogió la pistola, le quitó el seguro y la empuñó con la mano derecha. Fuera caía una lluvia fría desde la mañana. El olor a lluvia invernal cubría el mundo.
—¡Hola, señora Takai! —dijo el hombre cuando dejó de golpear a la puerta—. Soy el de la NHK de siempre. Siento molestarla, pero he vuelto para reclamarle el pago de la cuota. Señora Takai, está usted ahí, ¿no es cierto?
Sin articular una palabra, Aomame se dirigió hacia la puerta diciendo para sus adentros: «Hemos llamado a la NHK Usted no es más que alguien que se hace pasar por un cobrador de la NHK. ¿Quién narices es usted? ¿Y qué busca?».
—Todo el mundo debe pagar por lo que recibe. Es un principio de nuestra sociedad. Usted recibe ondas hertzianas. Por lo tanto, pague la cuota. No es justo que sólo reciba y no dé nada a cambio. Eso es robar. —Su voz, aunque ronca, resonaba por todo el rellano—. Esto no es nada personal. Yo no la odio ni pretendo darle un escarmiento. Simplemente, no soporto que se cometan injusticias. Todo el mundo debe pagar por lo que recibe. Señora Takai, mientras no abra usted la puerta, yo seguiré viniendo y llamando. No creo que sea lo que usted desea. Y no soy un viejo que chochea y no razona. Si habláramos, seguro que llegaríamos a un arreglo. Señora Takai, ¿sería tan amable de abrir esa puerta de una vez por todas?
Volvió a golpear durante un rato.
Aomame aferró la semiautomática con las dos manos. «Este hombre debe de saber que estoy embarazada». Las axilas y la punta de la nariz le sudaban ligeramente. No abriría la puerta por nada del mundo. Si el hombre utilizase un duplicado de la llave o intentase forzar la puerta valiéndose de otras artimañas, fuese o no cobrador de la NHK, le descerrajaría en el vientre todas las balas que había en el cargador.
Pero no, eso no sucedería. Lo sabía. Ellos no podían abrir la puerta. Tenía un mecanismo que ella debía desconectar antes de que abrieran desde fuera. Por eso el hombre estaba irritado y no dejaba de hablar. «Intenta crisparme los nervios con todas esas palabras».
Pasados diez minutos, el hombre se marchó. No sin antes amenazarla y ponerla en ridículo, apaciguarla astutamente, volver a denigrarla y advertirle que regresaría.
—No tiene escapatoria, señora Takai. Mientras siga usted utilizando las ondas eléctricas, regresaré sin falta. No soy de los que se rinden fácilmente. Así es mi carácter. ¡Hasta pronto!
No se oyó ruido de pasos. Pero ya no estaba delante de la puerta. Aomame lo comprobó por la mirilla. Le puso el seguro a la pistola, fue al lavabo y se refrescó la cara. Tenía las sisas de la blusa empapadas de sudor. Mientras se ponía una limpia, se detuvo, desnuda, delante del espejo. La hinchazón de la barriga aún no llamaba la atención. Pero en su interior se ocultaba un gran secreto.
Habló por teléfono con la mujer de Azabu. Ese día, después de charlar unos minutos con Tamaru, éste, sin decirle nada, le pasó el auricular a la anciana. Durante la conversación evitaron llamar a las cosas por su nombre, valiéndose de palabras ambiguas. Al menos, al principio.
—Ya le hemos conseguido un nuevo lugar —dijo la mujer—. Allí podrá realizar el trabajo que tenía planeado. Es un sitio seguro y, periódicamente, unos especialistas realizarán inspecciones. Si a usted le parece bien, puede mudarse de inmediato.
¿Debía revelarle que iban tras aquella cosa pequeñita? ¿Que, en su sueño, los de Vanguardia intentaban hacerse con su bebé? ¿Que un falso cobrador de la NHK hacía cuanto podía para que ella abriera la puerta del piso, seguramente con el mismo objetivo? Aomame abandonó la idea. Confiaba en esa mujer. La apreciaba mucho. Pero ése no era el problema. En ese momento, la clave era en qué mundo vivía ella, Aomame.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó la mujer.
Aomame le contestó que, por el momento, todo seguía adelante sin problemas.
—Me alegro —dijo la señora—. Pero le noto la voz un poco cambiada. A lo mejor es una impresión mía, pero detecto cierto tono de alarma. Si hay algo que le preocupa, por tonto que sea, no dude en decírmelo. Quizá podamos ayudarla.
Aomame, prestando atención a su tono de voz, contestó:
—Supongo que al estar tanto tiempo en un mismo lugar, inconscientemente, me he ido poniendo tensa. Aunque procuro mantenerme en forma. Al fin y al cabo, es mi especialidad.
—Naturalmente —dijo la anciana. Hizo una larga pausa, y prosiguió—: Hace unos días, alguien sospechoso estuvo rondando esta zona. Sobre todo parecía interesado en la casa de acogida. Pedí a las tres mujeres que viven allí que viesen la cinta de la cámara de seguridad, por si lo reconocían, pero a ninguna le sonaba. Puede que la buscara a usted.
Aomame arrugó levemente el entrecejo.
—¿Quiere decir que han atado cabos?
—No lo sé. Pero nada es improbable. Era un hombre bastante raro, con la cabeza muy grande y deforme, la coronilla plana y prácticamente calva, y es bajo, de piernas cortas y rechoncho. ¿Le suena alguien así?
«¿Cabeza deforme?».
—Yo vigilo a menudo desde el balcón a la gente que pasa por la calle, pero no he visto a nadie así. Debe de llamar la atención, ¿no?
—Mucho. Parece un payaso salido de un circo. Si ellos lo eligieron para que nos investigase, debo decir que me parece una elección inexplicable.
Aomame estaba de acuerdo. ¿Cómo iba Vanguardia a elegir a alguien con esa pinta para hacer un reconocimiento de la zona? No creía que estuvieran tan faltos de personal. Por otro lado, quizás ese hombre no perteneciera a Vanguardia y, si había averiguado qué profunda relación había entre la anciana y ella, todavía no se la había revelado a la organización. Pero ¿quién diablos era y con qué objetivo se había acercado a la casa de acogida? ¿No sería el mismo tipo que, haciéndose pasar por cobrador de la NHK, llamaba insistentemente a su puerta? No había ningún indicio que los vinculase, por supuesto. Sólo que el excéntrico comportamiento del falso cobrador se correspondía con el singular aspecto del hombre que la anciana le había descrito.
—Si ve a ese hombre, escríbanos una nota. Quizá sea necesario tomar medidas más estrictas.
Aomame le contestó que, por supuesto, los avisaría.
La anciana volvió a guardar silencio. No era lo habitual. Por teléfono siempre se mostraba práctica, iba al grano, intentaba no perder el tiempo.
—¿Qué tal anda usted? —preguntó Aomame con naturalidad.
—Como siempre, sin ningún problema en particular —dijo la anciana. Pero en su voz se percibió un ligero titubeo. Eso también era muy poco habitual.
Aomame esperó a que la anciana prosiguiera.
Poco después, resignándose, la mujer le confesó:
—Es sólo que me siento vieja. Sobre todo desde que usted se fue.
Aomame la animó:
—Yo no me he ido. Estoy aquí.
—Desde luego, es cierto. Está ahí y de vez en cuando puedo charlar con usted. Pero probablemente cuando nos veíamos regularmente y hacíamos un poco de ejercicio juntas me contagiaba parte de su vitalidad.
—Usted ya tiene vitalidad suficiente. Yo simplemente la ayudaba a sacar esa energía de su interior. Aunque yo no esté, estoy segura de que sabrá usted salir adelante.
—A decir verdad, hasta hace poco también yo pensaba eso —dijo la mujer con una risita seca y desprovista de encanto—. Yo me creía alguien especial. Pero los años nos roban poco a poco la vida. Uno no muere cuando le llega la hora. Uno va muriendo lentamente en su interior y, al final, se enfrenta a esa última liquidación. Nadie puede escapar. Todo el mundo debe pagar por lo que recibe. Es ahora cuando he aprendido esa verdad.
«Todo el mundo debe pagar por lo que recibe». Aomame frunció el ceño. La misma frase que le había soltado el cobrador de la NHK.
—Me di cuenta de repente aquella noche lluviosa de septiembre, la noche en que tronó tanto —dijo la señora—. Estaba sola en el salón, contemplando la tormenta y oyendo los truenos, mientras pensaba en qué hacer con usted. Entonces la realidad me golpeó con todas sus fuerzas. Esa noche la perdí a usted y, al mismo tiempo, perdí algo que había en mi interior. Quizás un cúmulo de diferentes cosas. Algo que hasta entonces había vertebrado mi existencia y había sostenido mi ser.
Aomame se atrevió a preguntar:
—¿También la ira?
Sobrevino un silencio, como el lecho marino cuando la marea se retira. La anciana volvió a tomar la palabra:
—¿Se refiere a si, entre lo que perdí, también había ira?
—Sí.
La anciana suspiró lentamente.
—La respuesta a esa pregunta es sí. En efecto. Parece que, de algún modo, la intensa ira que albergaba dentro de mí se perdió en medio de aquella tormenta. Al menos se retiró a mucha distancia. Lo que me quedó dentro no es el odio que una vez ardía vivamente. Se transformó en una especie de aflicción. Nunca habría creído que tanta ira pudiera disiparse… Pero ¿cómo lo sabe?
—Porque a mí me pasó lo mismo. Esa noche de tormenta y de truenos.
—Se refiere a su ira, ¿verdad?
—Sí. La ira pura e intensa que llevaba en mí ha desaparecido. No por completo, pero, como usted ha dicho, se ha retirado a mucha distancia. Esa cólera dominó una gran parte de mi corazón y me azuzó con fuerza durante años.
—Como un cochero despiadado que no conoce el descanso —dijo la señora—. Pero ahora ha perdido fuerza y está usted embarazada. En lugar de sentir ira, quizás.
Aomame contuvo la respiración.
—Sí. En lugar de odio, ahora llevo esta cosa pequeñita dentro de mí. No tiene nada que ver con la ira. —«Y cada día aumenta de tamaño», se dijo.
—Supongo que no hace falta que se lo diga, pero tiene que protegerlo —dijo la anciana—. Para ello necesita trasladarse cuanto antes a un lugar seguro.
—Tiene usted toda la razón. Pero antes debo hacer algo, a toda costa.
Tras colgar el teléfono, Aomame salió al balcón y observó la calle y el parque infantil por el resquicio. El atardecer se acercaba. «Antes de que termine 1Q84, antes de que me encuentren, debo dar con Tengo, pase lo que pase».