¿Es esto lo que significa volver a empezar?
El llamativo aspecto de Ushikawa era un inconveniente a la hora de espiar o hacer un seguimiento. Aunque se rodease de una muchedumbre para pasar inadvertido, destacaba como una escolopendra dentro de un yogur.
Su familia no era así. Ushikawa tenía padres, dos hermanos —uno mayor que él y otro menor— y una hermana, la más pequeña de los cuatro. El padre dirigía una clínica, de cuya contabilidad se encargaba la madre. Los dos chicos, alumnos aventajados ya de niños, habían estudiado en la Facultad de Medicina. El mayor trabajaba en un hospital de Tokio y el pequeño investigaba en la universidad. Cuando los padres se jubilaron, el hermano mayor se hizo cargo de la clínica que aquéllos dirigían en Urawa. Los dos hermanos estaban casados y tenían hijos. La hermana había estudiado en una universidad estadounidense y ahora trabajaba de intérprete simultánea en Japón. Tenía treinta y cinco años, pero seguía soltera. Todos eran delgados, altos y de hermosas facciones ovaladas.
En casi todos los aspectos, especialmente en su fisonomía, Ushikawa era una excepción. Bajo, de cabeza grande y deforme, y cabello rizado e hirsuto, tenía las piernas cortas y arqueadas como pepinos. Los globos oculares se proyectaban hacia fuera, como si algo lo sorprendiera, y alrededor del cuello le colgaba una papada pronunciada. Tenía las cejas tan grandes y espesas que casi se tocaban. Parecían dos orugas gigantes buscándose la una a la otra. Por lo general sus notas en el colegio habían sido excelentes, pero desiguales dependiendo de la asignatura, y no se le daba bien el deporte.
En aquella familia acomodada y orgullosa de sí misma, él siempre había sido el «elemento extraño», la nota discordante que rompía la armonía y provocaba disonancia. En las fotografías en las que salía toda la familia, él era el único que no encajaba. Parecía alguien ajeno y poco delicado que se había metido allí por error y, por casualidad, había salido en la foto.
Todos los miembros de la familia se preguntaban cómo podía tener un aspecto tan diferente al de ellos. Sin embargo, no cabía duda de que era hijo de su madre, ya que lo había llevado en su vientre (ella aún recordaba lo doloroso que habían sido el parto). Nadie lo dejó en la puerta de la casa metido en una cesta. En cierta ocasión, alguien recordó, efectivamente, a un pariente con un cabezón deforme por el lado paterno. Un primo del abuelo de Ushikawa. Durante la guerra había trabajado en una fábrica de una empresa metalúrgica en el barrio de Kōtō, pero falleció durante el bombardeo de Tokio en la primavera de 1945. Aunque ni siquiera su padre había llegado a conocerlo, quedaba alguna foto de él en un viejo álbum. Cuando miraban las fotos, toda la familia exclamaba: «¡Aja!». Porque el hombre guardaba un asombroso parecido con Ushikawa. Eran como dos gotas de agua; tan parecidos que podría considerarse una reencarnación. A lo mejor, quién sabía por qué, los genes del antepasado habían resurgido de improviso.
Si él no hubiera existido, los Ushikawa de Urawa, en la prefectura de Saitama, habrían sido una familia intachable, tanto en el atractivo físico como en lo académico y profesional. Una familia brillante, envidiada por todos y fotogénica. Pero al añadírseles Ushikawa, la gente fruncía el ceño y meneaba la cabeza. Se preguntaban si, en cierto momento, algún pícaro no le habría echado la zancadilla a la diosa de la belleza. O los padres creían que seguro que la gente lo pensaba. Por eso intentaban mostrarlo lo menos posible ante los demás. Si no les quedaba más remedio, trataban de que no llamase demasiado la atención (en vano, evidentemente).
Pero a Ushikawa no le desagradaba verse en esa situación; no le entristecía ni le hacía sentirse solo. Él mismo prefería que nadie lo viera; al contrario, deseaba que evitasen que llamara la atención. Sus hermanos y su hermana lo trataban casi como si no existiera, pero no le importaba. Porque él a ellos no los quería. Eran guapos, sacaban muy buenas notas, se les daban bien todos los deportes, tenían un sinfín de amigos. Pero a ojos de Ushikawa, eran superficiales en todos los sentidos. Simples en su forma de pensar, estrechos de miras, carentes de imaginación; sólo se preocupaban por el qué dirán. Sobre todo, les faltaba esa sana suspicacia necesaria para alcanzar cierta sabiduría.
Su padre, que era un internista eminente además de director de la clínica, era un tipo tedioso hasta decir basta. Igual que el rey de la leyenda, que todo lo que tocaba lo convertía en oro, todas las palabras que salían de su boca se transformaban en insulsos granos de arena. Pero, al ser poco hablador —probablemente sin ninguna intención—, conseguía ocultar arteramente ese necio defecto. La madre, en cambio, era charlatana, además de una esnob empedernida. Sólo pensaba en el dinero, era caprichosa, orgullosa, le gustaba lo chabacano y a las primeras de cambio estaba hablando mal de los demás con voz chillona. El hermano mayor había heredado las maneras del padre; el pequeño, las de la madre. La hermana, aunque muy independiente, era una irresponsable, carecía de consideración hacia los demás y sólo miraba por sus propios intereses. Los padres la consentían y la malcriaban porque era la benjamina.
Por ese motivo, Ushikawa había pasado solo la mayor parte de su infancia. Al volver del colegio, se encerraba en su habitación y se refugiaba en la lectura. Sin otro amigo que su perro, no tenía la oportunidad de contarle a alguien lo que aprendía, y sin embargo era consciente de que poseía una lucidez y una capacidad de raciocinio asombrosas, aparte de su elocuencia. Y, solo, pulía con paciencia esos talentos. Por ejemplo, establecía una proposición y debatía consigo mismo en torno a ella, desarrollando dos posturas encontradas. Por una parte, valiéndose de su elocuencia, sostenía esa proposición mientras, por la otra, la rebatía. Defendiendo con ardor ambas posturas, era capaz de comprender e interpretar —con sinceridad— el papel que cada posición exigía y meterse de lleno en él. Así fue como, sin darse cuenta, adquirió la capacidad de mostrarse escéptico con respecto a sí mismo. Y fue comprendiendo que, en muchos casos, las cosas que por lo general se consideraban verdaderas eran relativas. Algo más aprendió: que lo subjetivo y lo objetivo no son tan fáciles de discernir como suele pensarse y, dado que los separa una frontera muy sutil, pasar deliberadamente de uno a otro no es una operación tan complicada.
Con el fin de utilizar la lógica y la retórica de manera más lúcida y eficaz, Ushikawa embutía conocimientos de manera indiscriminada en su cabeza. Aquello que le servía y aquello que consideraba que no le servía demasiado. Aquello con lo que estaba de acuerdo y aquello con lo que por entonces era imposible que estuviera de acuerdo. No sólo buscaba una formación amplia, sino también información tangible, que pudiese tomar directamente en sus manos, sopesar y palpar.
Aquel cabezón deforme se convirtió, más que nada, en un recipiente de valiosa información. Un recipiente no muy agradable a la vista pero muy ventajoso. Gracias a ello, adquirió un saber enciclopédico, más extenso que el de cualquiera de su edad. Si se lo hubiera propuesto, habría podido desarmar fácilmente a cualquiera a su alrededor sólo con palabras. No únicamente a sus hermanos o compañeros de clase, sino también a sus maestros y a sus padres. Pero Ushikawa procuraba no mostrar esas cualidades delante de los demás. No le gustaba llamar la atención. El saber y las habilidades eran tan sólo herramientas; no estaban hechas para alardear.
Ushikawa se consideraba una especie de animal noctívago agazapado entre las sombras del bosque a la espera de que pasase su presa. Acechaba el momento oportuno y entonces se abalanzaba con decisión. No debía alertarla. Lo más importante era eliminar todo indicio de su presencia para que la presa se confiase. Así pensaba ya desde su época en el colegio. Era muy independiente y no exteriorizaba sus sentimientos con facilidad.
A veces se planteaba qué habría sucedido si hubiera nacido con un aspecto un poco más agraciado. Aunque no hubiera sido especialmente guapo. No necesitaba una apariencia deslumbrante. Algo del montón. Un aspecto que no resultase tan horrible como para que la gente se volviera a su paso. «Si hubiera nacido así, ¿qué clase de vida llevaría?». Pero ésa era una hipótesis que superaba su imaginación. Ushikawa era mucho Ushikawa, y no había lugar para suposiciones. Gracias a esa cabeza enorme y deforme, los ojos saltones y las piernas cortas y arqueadas, Ushikawa existía. Gracias a ello existía un niño que derrochaba ganas de aprender pese a su escepticismo, un niño locuaz pese a su taciturnidad.
El niño feo creció y con el paso del tiempo se convirtió en un chico feo; luego, sin darse cuenta, en un hombre feo de mediana edad. En cualquier etapa de su vida, la gente con la que se cruzaba se volvía para mirarlo. Los niños se quedaban observando su rostro con descaro. A veces Ushikawa se preguntaba si, cuando se convirtiese en un viejo feo, dejaría de llamar tanto la atención. Dado que, por lo general, los ancianos suelen ser feos, a lo mejor esa fealdad particular que lo caracterizaba ya no destacaría tanto como en sus años mozos. Pero eso no lo sabría hasta que envejeciera. Tal vez se convertiría en un viejo horripilante, de una fealdad nunca vista.
En cualquier caso, no conocía ningún truco que le permitiera mimetizarse con el paisaje. Para colmo, Tengo ya lo conocía. Si se lo encontrara rondando las inmediaciones de su piso, todo se iría al traste.
En esos casos solía contratar a un detective. Desde su época de abogado recurría a ellos. Muchos eran policías retirados y dominaban técnicas de escucha, seguimiento y vigilancia. Sin embargo, en esta ocasión prefería no involucrar a nadie más. El asunto era delicado, con un asesinato, es decir un delito grave, de por medio. Además, ni él mismo sabía exactamente qué esperaba encontrar espiando a Tengo.
Lo que Ushikawa deseaba era, naturalmente, descubrir la «conexión» entre Tengo y Aomame, pero ni siquiera sabía con exactitud qué cara tenía ella. Aun recurriendo a todos los medios, incluido el Murciélago, no había conseguido una sola foto de la chica. Logró echarle un vistazo al anuario del instituto del año en que ella se graduó, pero su rostro en la foto de clase era diminuto y, en cierta manera, poco natural; parecía una careta. En la foto del club de sóftbol de su antigua empresa, llevaba una gorra de visera que le proyectaba una sombra sobre la cara. Así pues, aunque en ese momento Aomame pasara a unos metros de él, no la habría reconocido. Sabía que medía casi uno setenta, tenía buena planta y un tipo atlético. Tenía unos ojos y unos pómulos peculiares, y el cabello le caía hasta los hombros. Pero ¿cuántas mujeres había así en todo el país?
Concluyó que haría él mismo el seguimiento. Mantendría los ojos abiertos y esperaría con paciencia a que algo ocurriese; entonces, decidiría sobre la marcha cómo actuar. Era imposible pedirle una tarea tan delicada a otra persona.
Tengo vivía en la tercera planta de un viejo edificio de hormigón armado. En uno de los buzones del edificio, instalados en la entrada, había una plaquita que ponía KAWANA. Su buzón estaba algo oxidado, con la pintura desconchada. Sin embargo, estaba cerrado con llave, a diferencia de la mayoría de los vecinos, que los dejaban sin cerrar. Como el portal tampoco tenía cerradura, cualquiera podía entrar en el edificio.
Los oscuros pasillos olían a ese fuerte olor característico de los edificios construidos hace tiempo. Allí, el olor a humedades sin arreglar, a viejas camisas lavadas con detergente barato, a aceite de tempura utilizado muchas veces, a flor de nochebuena marchita y a orines de gato procedentes de un jardín situado frente a la entrada, donde crecía maleza, mezclados con otros olores sin identificar, conformaban una atmósfera única. Quizá la gente que vivía en el edificio desde hacía tiempo se hubiese acostumbrado a ese penetrante olor, pero eso no cambiaba el hecho de que no fuera agradable.
El piso de Tengo daba a la calle. No era una calle muy ruidosa, pero sí transitada. Como se encontraba cerca de un colegio, a ciertas horas pasaban muchos niños. Frente al edificio, al otro lado de la calle, se alineaban, muy juntas, varias viviendas unifamiliares de dos plantas y sin jardín. Al final de la calle había una licorería, y una papelería en la que se surtían los escolares. Dos manzanas más allá había un pequeño puesto de policía. Por más que buscaba, en los alrededores no había sitios en los que esconderse, y si se quedara de pie en la acera observando fijamente el piso, aunque tuviera la fortuna de que Tengo no lo descubriera, los vecinos lo mirarían con recelo. Aún más teniendo en cuenta la pinta «poco corriente» de Ushikawa: sin duda alguna, el nivel de alarma de los inquilinos aumentaría dos puntos. Imaginarían que era un pervertido que acechaba a los niños que salían de la escuela y acudirían a la policía del puesto cercano.
Para espiar a alguien, primero hay que encontrar un lugar adecuado. Un lugar desde el que observar sin ser visto a la persona en cuestión y al que se pueda llevar agua y alimentos. Lo ideal sería conseguir una habitación desde la que se dominase el piso de Tengo. Entonces instalaría una cámara con teleobjetivo en un trípode y vigilaría las salidas y entradas así como los movimientos dentro del piso. Puesto que trabajaba solo, era imposible vigilar las veinticuatro horas del día, pero creía que al menos podría cubrir diez horas. Huelga decir, sin embargo, que no iba a ser fácil encontrar un sitio que reuniera esas condiciones.
A pesar de todo, Ushikawa dio vueltas por la zona en busca de ese lugar. No sabía resignarse. Caminaría lo que hiciera falta, por más remota que fuera la posibilidad de encontrarlo. Esa tenacidad era su marca. No obstante, después de pasar media jornada recorriendo hasta el último rincón del vecindario, se dio por vencido. Kōenji era una zona muy concentrada y plana, sin apenas edificios altos. Desde pocos sitios se dominaba el piso de Tengo. Y cerca de éste no había ni un solo lugar en el que Ushikawa pudiera instalarse.
Cuando no se le ocurría ninguna buena idea, Ushikawa siempre se daba un largo baño caliente. Por eso, lo primero que hizo al llegar a casa fue calentar el agua. A continuación se sumergió en la bañera de plástico rígido y escuchó el Concierto para violín de Sibelius, que daban por la radio. No tenía muchas ganas de escuchar a Sibelius. Además, los conciertos de Sibelius no son lo más apropiado para escuchar mientras uno se da un baño al final del día. Quizás a los finlandeses les guste escucharlo metidos en la sauna en sus largas noches. Sin embargo, la música de Sibelius era una pizca demasiado apasionada; demasiada tensión contenida como para escucharla en una exigua bañera de un módulo de baño, en un apartamento de dos dormitorios en Kohinata, en el barrio de Bunkyo. Con todo, tampoco le molestaba. Le bastaba con que sonase algo de música de fondo. Si sonara un concierto de Rameau, lo escucharía sin rechistar, y otro tanto si se hubiera tratado del Carnaval de Schumann. Pero daba la casualidad de que en ese momento en la emisora de FM ponían el Concierto para violín de Sibelius. Eso era todo.
Ushikawa vació como siempre la mitad de su cabeza para que descansara y, con la otra mitad, reflexionó. La música de Sibelius, interpretada por David Oistrakh, pasaba principalmente a través de la región vacía. Como una brisa, se introducía por la entrada, abierta de par en par, y se marchaba por la salida también abierta de par en par. Como manera de escuchar música, seguramente no era muy elogiable. Si Sibelius supiera que alguien escuchaba así su música, quizá frunciría el ceño con fuerza y su grueso cuello se llenaría de arrugas. Pero Sibelius llevaba mucho tiempo muerto, e incluso Oistrakh había pasado ya a mejor vida. Así que Ushikawa daba vueltas a sus pensamientos deshilvanados con la mitad no vacía de su mente, mientras dejaba que la música le entrase por el oído derecho y le saliera por el izquierdo sin molestar a nadie.
En momentos como aquél le gustaba pensar sin ceñirse a un asunto concreto. Dar alas a su imaginación, como si soltase perros en un inmenso campo. Tras decirles que fuesen a donde quisieran e hiciesen lo que les viniera en gana, los dejaba libres. El se sumergía en el agua caliente hasta el cuello, entornaba los ojos y se quedaba ensimismado escuchando la música a su manera. Los perros retozaban a su aire, rodaban cuesta abajo, se perseguían los unos a los otros sin descanso, seguían inútilmente el rastro de una ardilla, se manchaban de barro y de hierba y, cuando se cansaban de jugar y regresaban, Ushikawa les acariciaba la cabeza y volvía a ponerles el collar. En ese instante, la pieza musical tocaba a su fin. El concierto de Sibelius había durado una media hora. El tiempo justo. El locutor anunció la siguiente obra: la Sinfonietta de Janáček. El título de esa composición le sonaba de algo. Pero no sabía dónde había oído hablar de esa pieza. Al intentar recordarlo, por alguna razón, se le nubló la vista. Una especie de neblina amarillenta le veló los globos oculares. Probablemente llevase demasiado tiempo dentro de la bañera. Se resignó, apagó la radio y, tras salir de la bañera, se envolvió con una toalla hasta la cintura y sacó una cerveza de la nevera.
Ushikawa vivía solo. Antes había vivido con su mujer y dos hijas pequeñas. Habían comprado una casa en el barrio de Chōrinkan, en la ciudad de Yamato, prefectura de Kanagawa, y se habían instalado en ella. Aunque era pequeña, tenía un jardín con césped. También tenían un perro. Su esposa era bastante agraciada, y de sus hijas podía decirse que ambas eran guapas. Ninguna de las dos había heredado el aspecto de su padre. Ushikawa se sentía muy aliviado.
Sin embargo, las cosas tomaron un giro inesperado y ahora estaba solo. El hecho de haber tenido una familia y haber convivido con ella en una casa en las afueras le parecía extraño. A veces incluso pensaba si no serían imaginaciones suyas y si él no habría fabricado esos recuerdos a su antojo. Pero estaba claro que había ocurrido. Había tenido una mujer con la que compartía cama y dos hijas que compartían su sangre. En un cajón del escritorio del despacho guardaba una foto de los cuatro. Todos sonreían con aire de felicidad. Hasta el perro parecía sonreír.
No había visos de que la familia pudiera volver a unirse. Su esposa y sus hijas vivían en Nagoya con un nuevo padre. Un padre de aspecto normal, de manera que cuando acudía al colegio el día de visita de los padres, sus hijas no se sentían avergonzadas. Hacía ya casi cuatro años que las hijas no veían a Ushikawa, pero no parecía que eso les apenase demasiado. Ni siquiera le escribían cartas. Tampoco él parecía lamentar mucho no poder verlas. Pero eso, evidentemente, no significaba que no las quisiera. Simplemente, ahora, Ushikawa, cuya vida estaba en peligro, necesitaba cerrar circuitos del corazón inservibles y centrarse en su trabajo.
Además, sabía que, por muy lejos que estuvieran, su sangre corría por las venas de sus hijas. Aunque se olvidasen de él, esa sangre nunca se perdería ni se desviaría de su camino. La sangre tiene una memoria de elefante. Y un día, en algún lugar, la señal del cabezón resurgiría. En el momento menos pensado, en el lugar menos pensado. Llegada la hora, la gente recordaría con un suspiro la existencia de Ushikawa.
Quizá llegase a ver esa erupción en vida. Quizá no. Daba lo mismo. Sólo de pensar que era probable que sucediera se sentía satisfecho. No por deseo de venganza, sino por esa satisfacción que se deriva de saber que, inevitablemente, uno forma parte del mundo.
Ushikawa se sentó en el sofá, estiró sus cortas piernas sobre la mesa y, mientras bebía de la lata de cerveza, se le ocurrió una idea. Tal vez no funcionase, pero merecía la pena intentarlo. «¿Cómo no se me ha ocurrido antes algo tan sencillo?», se sorprendió. Quizá las cosas más sencillas sean las que más cuesta ver. A veces, uno tarda en ver lo que tiene delante de las narices.
A la mañana siguiente, Ushikawa volvió a Kōenji, entró en una agencia inmobiliaria y preguntó si alquilaban pisos en el edificio donde vivía Tengo. Le dijeron que el edificio entero lo gestionaba una inmobiliaria que había delante de la estación de tren.
—Pero no creo que haya pisos vacíos. Como el alquiler es asequible y están bien situados, los inquilinos no se marchan.
—Bueno. De todas maneras, preguntaré —dijo Ushikawa.
Se presentó en la inmobiliaria situada delante de la estación. Lo atendió un joven de poco más de veinte años. Tenía el cabello muy oscuro y grueso, fijado con gel de tal forma que parecía un extraño nido de pájaros. Camisa blanca y corbata nueva. Quizá no llevara demasiado tiempo trabajando allí. En las mejillas todavía le quedaban marcas de acné. La pinta de Ushikawa lo amedrentó un poco, pero enseguida se recompuso y esbozó una sonrisa profesional.
—Está usted de suerte, señor —le dijo el joven—. El inquilino que vivía en la planta baja ha tenido que marcharse precipitadamente por circunstancias familiares y, desde hace una semana, es el único piso libre en el edificio. Como lo limpiaron ayer, aún no hemos puesto el anuncio. Al tratarse de un bajo, quizá le moleste un poco el ruido, y no espere demasiada luz, pero está muy bien ubicado. Por otro lado, tenga en cuenta que el dueño del bloque está pensando en derribarlo para edificar de nuevo dentro de cinco o seis años. En el contrato, así pues, ya consta que, medio año antes de eso, recibirá una notificación y tendrá que desalojar el piso. Además, debo decirle que no tiene garaje.
—No hay problema —le contestó Ushikawa. No pensaba quedarse mucho tiempo, y tampoco tenía coche.
—Perfecto, entonces. Si acepta usted las condiciones, puede mudarse mañana mismo. Pero ¿no desearía ver antes el piso?
—Desde luego —respondió Ushikawa.
El joven sacó unas llaves de un cajón y se las entregó.
—Lo siento mucho, pero en este momento no puedo acompañarlo. ¿Le importaría ir a verlo solo? El piso está vacío y, cuando acabe, sólo tiene que traerme de vuelta las llaves.
—Claro —dijo Ushikawa—. Pero ¿qué pasaría si yo fuera una mala persona y no le devolviera las llaves, o aprovechara para hacer un duplicado y luego entrase en el piso a robar?
El joven se quedó mirando a Ushikawa, sorprendido.
—Sí, es verdad. Tiene razón. Bueno, por si acaso, podría dejarme una tarjeta de visita o algo que lo identifique.
Ushikawa sacó de la cartera una tarjeta de la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón y se la entregó.
—Ushikawa… —leyó el joven en voz alta y con expresión seria. Luego sonrió, aliviado—. No, no parece usted mala persona.
—Gracias —dijo Ushikawa. Y en sus labios flotó una sonrisa insulsa, digna del cargo que aparecía en la tarjeta de visita.
Era la primera vez que alguien le decía algo así. Tal vez había querido decir que su aspecto llamaba demasiado la atención como para hacer maldades. Era muy fácil describir sus rasgos. Dibujarían un retrato robot sin dificultad. Si ordenasen su búsqueda y captura, no tardarían ni tres días en arrestarlo.
El piso estaba mucho mejor de lo que se imaginaba. Como la vivienda de Tengo, en el tercero, quedaba encima, era imposible vigilarla directamente. Pero desde la ventana se divisaba el portal. Podría controlar las entradas y salidas de Tengo y las personas que lo visitaban. Si camuflaba la cámara, incluso podría fotografiarles el rostro con el teleobjetivo.
Para instalarse tenía que pagar dos meses de fianza, un mes de alquiler por adelantado y dos meses de reikin.[14] Pese a que el alquiler no era tan caro y la fianza se la devolverían al rescindir el contrato, representaba una suma considerable. Tras pagarle al Murciélago, sus ahorros habían mermado. Pero dada la situación en la que se encontraba, no había más remedio que hacer un esfuerzo y alquilarlo. No tenía elección. Ushikawa regresó a la inmobiliaria, sacó del sobre el dinero, que traía ya preparado, y firmó el contrato de alquiler. Lo puso a nombre de la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón y quedó en que más tarde le enviaría un duplicado de la inscripción de la entidad en el registro de fundaciones. Al joven no le pareció mal. Después, volvió a entregarle a Ushikawa las llaves del piso.
—Señor Ushikawa, con esto puede usted instalarse a partir de hoy mismo. No hemos dado de baja la electricidad ni el agua corriente, pero en cuanto al gas, tendrá que ponerse en contacto con la Tokio Gas para que restablezcan el suministro. ¿Qué quiere hacer con la línea telefónica?
—De eso ya me ocupo yo —contestó Ushikawa. Contratar una línea telefónica llevaba su tiempo y los operarios tendrían que entrar en el piso. Lo más práctico sería utilizar las cabinas públicas del barrio.
Ushikawa regresó al piso e hizo una lista de todo lo que necesitaba. Por suerte, el anterior inquilino había dejado las cortinas en las ventanas. Eran unas viejas cortinas con un estampado de flores, pero el solo hecho de que hubiera ya era una suerte, y para vigilar le eran imprescindibles.
La lista no le salió muy larga. Por el momento, le bastaba con alimentos y bebida. Una cámara con teleobjetivo y un trípode. Luego, papel higiénico, un saco de dormir y un tatami, pequeñas bombonas de combustible, un hornillo de camping gas, un cuchillo pequeño para fruta, un abrelatas, bolsas de basura, artículos de aseo sencillos y una maquinilla de afeitar eléctrica, unas cuantas toallas, una linterna y una radio. Lo mínimo posible de ropa y un cartón de tabaco. Eso era todo. No necesitaba nevera, mesa ni futón. Estaba feliz sólo con haber encontrado un lugar donde resguardarse de la lluvia y el viento. Ushikawa regresó a su casa y metió en la funda de la cámara la réflex y el teleobjetivo. También cogió numerosos carretes. Luego llenó una bolsa de viaje con el resto de artículos de la lista. Parte de lo que le faltaba lo compró en un centro comercial situado enfrente de la estación de Kōenji.
Montó el trípode junto a la ventana de la habitación que daba a la calle, que tenía unos diez metros cuadrados, y, sobre él, instaló el último modelo de cámara automática Minolta, al que le acopló el teleobjetivo. Luego enfocó en modo manual hacia un punto donde poder captar las caras de la gente que entraba y salía por el portal. Lo dispuso para poder disparar la cámara con un control remoto. También le colocó el motor de arrastre. Con un trozo de cartón, fabricó un cilindro que cubría el extremo del objetivo; así no destellaría al incidir sobre él la luz. Para terminar, levantó un poco una esquina de la cortina, de manera que desde fuera sólo se vería asomar una especie de tubo de papel. Pero nadie se fijaría. A nadie se le ocurriría que alguien, a escondidas, pudiera estar tomando fotografías del portal de un anodino edificio de viviendas.
Para probar, Ushikawa sacó algunas fotos de gente que entraba y salía por el portal. Gracias al motor de arrastre podía disparar tres veces a cada persona. Envolvió la cámara con una toalla para amortiguar el ruido del obturador. Cuando terminó un carrete entero, lo llevó a una tienda de fotografía que había cerca de la estación. El sistema era el siguiente: le entregaba el carrete al dependiente y éste lo introducía en una máquina que lo revelaba de manera automática e imprimía las fotos. Como revelaban muchas fotografías a gran velocidad, nadie se fijaba en las imágenes que iban saliendo.
Las fotos no estaban mal. No tenían gran calidad artística, pero le valían. Tenían la suficiente nitidez como para que se distinguiese el rostro de los que cruzaban el portal. De regreso, Ushikawa compró agua mineral y latas de conserva. En un estanco compró un cartón de Seven Stars. Volvió al piso, escondiéndose tras los paquetes que sujetaba contra el pecho, y se sentó otra vez delante de la cámara. Mientras vigilaba el portal, bebió agua, comió melocotones en conserva y fumó algunos cigarrillos. Aunque había electricidad, el agua, por alguna razón, no corría. Del grifo sólo salía un ruido de cañerías. A lo mejor todavía tardaría algo de tiempo. Pensó en acudir a la inmobiliaria, pero no quería andar entrando y saliendo del edificio con tanta frecuencia, así que decidió esperar un poco. Como no podía utilizar el inodoro, orinó en un cubo pequeño y viejo que quien había limpiado el piso probablemente había dejado olvidado.
Aun cuando el impaciente atardecer de principios de invierno oscureció la habitación, decidió no encender la luz. Es más, prefería la oscuridad. Ushikawa siguió vigilando a los que pasaban bajo la luz amarilla del alumbrado del portal.
Al caer la noche, el tránsito de vecinos aumentó un poco. Y es que era un edificio pequeño. Tengo no estaba entre ellos. Tampoco vio a nadie que correspondiera a la descripción de Aomame. Ese día Tengo daba clases en la academia. Al acabar regresaba a casa. No solía entretenerse por el camino. Prefería prepararse la cena y tomársela mientras leía un libro, en vez de salir a cenar por ahí. Ushikawa lo sabía. Pero, ese día, Tengo se demoraba. Quizás había quedado con alguien al salir de la academia.
En el edificio residía gente de toda clase: desde jóvenes trabajadores solteros, hasta ancianos que vivían solos, pasando por estudiantes universitarios o matrimonios con niños pequeños. La gente cruzaba indefensa el campo de visión del teleobjetivo. Al margen de las pequeñas diferencias debidas a la edad y a las circunstancias que los rodeaban, todos parecían cansados y hastiados de sus vidas. Apagados sus anhelos, olvidadas sus ambiciones y embotada su sensibilidad, la resignación y la impasibilidad se habían instalado en el vacío restante. Sus semblantes eran sombríos, y sus andares, pesados, como si a todos, dos horas antes, les hubieran extraído una muela.
Por supuesto, tal vez la impresión de Ushikawa fuera errónea. A lo mejor, algunos disfrutaban plenamente de sus vidas. Tal vez, al otro lado de sus puertas, se habían creado un lujoso paraíso que quitaba el hipo. Otros, quizá, fingían llevar una vida austera para evitar inspecciones del fisco. Todo era posible. Sin embargo, delante del teleobjetivo no eran más que urbanitas incapaces de huir de la mediocridad y que vivían adheridos a un barato edificio a punto de ser derribado.
Al final, Tengo no apareció, ni Ushikawa vio a nadie que pudiera estar vinculado de algún modo a Tengo. Cuando el reloj marcó las diez y media, Ushikawa se dio por vencido. Era el primer día, y aún no había adquirido una rutina. Todavía tenía muchas jornadas por delante. «Hasta aquí llegamos hoy», se dijo. Se estiró lentamente en distintos ángulos para desentumecerse. Se comió un anpan[15] y bebió del café que se había llevado en un termo, usando el tapón como vaso. Al girar el grifo del lavabo, el agua comenzó a correr de improviso. Se lavó la cara con jabón, se cepilló los dientes y echó una larga meada. Luego fumó un cigarrillo apoyado en la pared. Le entraron ganas de tomarse un trago de whisky, pero decidió no probar el alcohol mientras estuviera allí.
Se desvistió hasta quedarse en ropa interior y se metió en el saco de dormir. Durante un rato estuvo tiritando un poco a causa del frío. De noche, la temperatura en el piso vacío bajaba más de lo que había calculado. Quizá necesitara un pequeña estufa eléctrica.
Solo en aquel piso, metido en el saco, tiritando, recordó los días en que vivía rodeado de su familia. No lo hizo con especial nostalgia. Simplemente, esa época le vino a la mente por contraste con la situación en la que ahora se encontraba. Incluso cuando vivía con su familia había estado solo. Ushikawa no confiaba en nadie, y aquel estilo de vida, tan corriente, lo consideraba algo transitorio. En el fondo, estaba convencido de que un día habría de desmoronarse sin más. Su ajetreado trabajo como abogado, los elevados ingresos, la casa en Chōrinkan, la agraciada esposa, las dos guapas hijas que iban a un colegio privado, el perro con pedigrí. Por eso, cuando las cosas se torcieron, y su vida se derrumbó en un instante y lo dejaron solo, sintió, sobre todo, alivio. «¡Uf! Ya no necesito preocuparme por nada. He vuelto a empezar».
«¿Es esto un nuevo punto de partida?».
Metido en el saco de dormir, Ushikawa se encogió como una larva de cigarra y miró hacia el techo oscuro. Le dolían todos los músculos por haber permanecido tanto tiempo en la misma postura. Tiritar de frío, cenar un anpan frío, vigilar el portal de un viejo edificio a punto de ser demolido, sacar fotos a hurtadillas a esos infelices, orinar en un cubo de la limpieza: ¿era eso lo que significaba «volver a empezar»? Entonces cayó en la cuenta de algo. Se arrastró fuera del saco de dormir, vació la orina del cubo en el inodoro y tiró de la floja palanca de la cisterna. No tenía malditas ganas de salir del saco calentito, y había pensado en dejarlo como estaba, pero si, por despiste, tropezase con el cubo a oscuras, armaría un estropicio. Después regresó al saco y estuvo tiritando otro rato.
«¿Es esto lo que significa volver a empezar?».
Quizá sí. Ya no le quedaba nada más que perder. Excepto su vida. En medio de la oscuridad, Ushikawa esbozó una sonrisa semejante a una cuchilla muy fina.