Este mundo es absurdo y le falta buena voluntad
El martes por la mañana, Aomame escribió una nota para Tamaru. En ella le decía que el presunto cobrador de la NHK había regresado. Había aporreado la puerta y había vituperado en voz alta a Aomame (o más bien a la supuesta inquilina, la señora Takai). A todas luces, aquello era excesivamente extraño. Quizá fuese necesario tomar precauciones.
Aomame metió la nota en un sobre y lo dejó sobre la mesa de la cocina. En el sobre escribió la inicial T. Los que le traían las provisiones se lo harían llegar a Tamaru.
Antes de la una del mediodía, Aomame se encerró en su dormitorio, cerró la puerta con pestillo, se metió en cama y se puso a leer a Proust. Exactamente a la una, sonó el timbre una vez. Tras esperar un poco, abrieron la puerta y el equipo de suministro entró en el piso. Como de costumbre, en un tris le llenaron la nevera, recogieron la basura y revisaron lo que había en los armarios. Al cabo de quince minutos, finalizada la operación, salieron del piso y cerraron la puerta con llave. Luego volvieron a llamar al timbre, a modo de contraseña. El mismo proceder de siempre.
Tras esperar por precaución a que las agujas del reloj marcasen la una y media, Aomame salió de su habitación y fue a la cocina. El sobre para Tamaru había desaparecido y sobre la mesa habían dejado una bolsa de papel que llevaba el nombre de una farmacia. Había además un grueso volumen titulado Enciclopedia anatómica femenina, que Tamaru se había encargado de conseguirle. En la bolsa había tres kits de tests de embarazo, cada uno de un laboratorio distinto. Abrió las cajas y comparó los prospectos. Las indicaciones eran muy parecidas. La prueba se podía realizar en caso de un retraso de la menstruación de más de una semana. Ofrecían una precisión del noventa y cinco por ciento, pero si daba positivo, es decir, si el resultado era que estaba embarazada, recomendaban consultar a un médico especialista lo antes posible. Fuera cual fuese el resultado, aconsejaban no precipitarse. La prueba sólo indicaba «la posibilidad de estar embarazada».
El mecanismo era sencillo. Se orinaba en un recipiente limpio y se sumergía en él un papelito. O, en otro kit, se ponía un stick en contacto directo con la orina. Luego había que esperar unos minutos. Si el color cambiaba a azul, significaba que estaba embarazada. Si no cambiaba, que no estaba embarazada. En otro de los kits, si en el circulito aparecían dos líneas verticales, significaba que estaba embarazada; si sólo aparecía una línea, que no lo estaba. Aunque los pormenores variasen, el principio era el mismo: se determinaba si había o no embarazo en función de la presencia o ausencia en la orina de la hormona gonadotropina coriónica humana.
¿Hormona gonadotropina coriónica humana? Aomame frunció el entrecejo. Era la primera vez que oía hablar de eso. ¿Habría estado viviendo todo este tiempo con esa cosa extrañísima estimulándole las gónadas?
Aomame lo buscó en la Enciclopedia anatómica femenina.
Decía lo siguiente: «La gonadotropina coriónica humana (GCH) es una hormona segregada en la primera etapa del embarazo y ayuda a preservar el cuerpo lúteo. Éste segrega progesterona y estrógenos, conserva el endometrio e impide la menstruación. Así es como, paulatinamente, se va fabricando la placenta en el interior del útero. Una vez formada la placenta, proceso que dura de siete a nueve semanas, el cometido del cuerpo lúteo, así como el de la GCH, finaliza».
En definitiva, que se segregaba desde la implantación del óvulo fecundado, durante un periodo de siete a nueve semanas. En su caso, sería raro que la segregara, pero no imposible. Lo que era cierto es que, si el resultado daba positivo, apenas cabría duda de que estaba embarazada. Si daba negativo, no podría sacar conclusiones tan fácilmente. Quizás el periodo de segregación ya hubiera terminado.
No tenía ganas de orinar. Sacó una botella de agua mineral de la nevera y se sirvió dos vasos. Aun así, siguió sin sentir ganas. Pero no había prisa. Trató de olvidarse del test de embarazo y, sentada en el sofá, se enfrascó en la lectura de Proust.
Hasta pasadas tres horas no le entraron ganas. Orinó en el primer recipiente que encontró y sumergió una tira de papel. El papel fue cambiando de color hasta volverse de un azul vivo. Una tonalidad elegante, perfecta, por ejemplo, para un vehículo. Un pequeño descapotable azul con una capota de color puro habano. Sería un placer conducir un coche así por una carretera a lo largo de la costa, sintiendo en la cara el viento de comienzos de verano. Sin embargo, lo que aquel azul le transmitía en una tarde de avanzado otoño, en el lavabo de un piso de Tokio, era el hecho de que estaba embarazada, o la altísima probabilidad, del noventa y cinco por ciento, de que lo estaba. De pie frente al espejo del lavabo, Aomame se quedó mirando fijamente la tira de papel azulada. Pero por más que la contemplase, no iba a cambiar de color.
Por si acaso, probó un kit de otra marca. En el prospecto indicaba: «Ponga el extremo del stick en contacto con la orina». Sin embargo, como parecía que durante un rato no iba a volver a orinar, decidió sumergirlo en la orina que ya había en el recipiente. Orina fresca recién recogida. Una vez sumergido, no hubo gran diferencia: el resultado fue el mismo. El circulito de plástico mostraba claramente dos líneas verticales. Una vez más, le anunciaba que existía la posibilidad de que estuviera encinta.
Aomame echó la orina al retrete y tiró de la cadena. Luego envolvió en papel higiénico la tira de la prueba que había cambiado de color y lo echó a la papelera. El recipiente lo lavó en la bañera. A continuación fue a la cocina y se bebió otros dos vasos de agua. «Mañana probaré el tercer kit. El tres es un número redondo. Un strike, dos strikes. Esperaré la última bola conteniendo el aliento».
Aomame hirvió agua y se sirvió un té, se sentó en el sofá y siguió leyendo a Proust. Mientras, bebía la infusión y mordisqueaba galletitas de queso que se había servido en un plato. Era una tarde apacible. Ideal para entregarse a la lectura. Sin embargo, a pesar de fijar la mirada en las letras, no entendía lo que leía. Necesitaba releer el mismo pasaje una y otra vez. Dándose por vencida, cerró los ojos y condujo el descapotable azul, con la capota bajada, por la carretera que bordeaba el litoral. Una brisa que olía a marea le azotaba la melena. Los indicadores a lo largo de la carretera mostraban dos líneas verticales. Así le anunciaban: «ATENCIÓN. POSIBLE EMBARAZO».
Aomame soltó un suspiro y arrojó el libro sobre el sofá.
Sabía bien que no necesitaba probar el tercer kit. El resultado sería el mismo aunque lo repitiera cien veces. «Es una pérdida de tiempo. Mi gonadotropina coriónica humana sigue manteniendo la misma postura frente al útero: preserva el cuerpo lúteo, impide que me venga la regla y da forma a la placenta. Estoy embarazada. La gonadotropina coriónica humana lo sabe. Yo lo sé. Siento a la criatura en un punto preciso del bajo vientre. Por ahora todavía es pequeña. No es más que un pequeño atisbo de algo. Pero pronto tendrá su placenta y crecerá. Recibirá los nutrientes que yo le proporcione y, dentro del líquido oscuro y denso, se desarrollará poco a poco pero sin cesar».
Era la primera vez que estaba encinta. Se caracterizaba por ser precavida; sólo creía en aquello que veía con sus propios ojos. Siempre se aseguraba de que su pareja utilizase preservativo. Nunca lo pasaba por alto, ni aunque estuviera borracha. Como le había dicho a la mujer de Azabu, desde que le vino la primera menstruación, a los diez años, jamás había tenido una falta. Nunca se le retrasaba más de un día. Los dolores menstruales eran llevaderos. Sangraba pocos días. Nunca le había impedido hacer deporte.
La primera regla le vino unos meses después de haberle tomado la mano a Tengo en la clase de primaria. Estaba segura de que existía alguna conexión entre los dos acontecimientos. Quizás había sido el tacto de la mano de Tengo, que había sacudido su cuerpo. Cuando le dijo a su madre que le había venido la primera regla, ésta hizo una mueca de disgusto. Como si fuera una carga que se añadía a todos los demás problemas. «Un poco temprano, ¿no?», comentó su madre. Pero a Aomame no le molestó ese comentario. Aquello era asunto suyo, ni de su madre ni de nadie más. Sola, se adentró en un nuevo mundo.
Y ahora estaba embarazada.
Pensó en sus óvulos. «Uno de los cuatrocientos óvulos de los que disponía (uno de los que estaba en la franja de en medio) ha sido fecundado con éxito. Quizás ocurrió aquella tempestuosa noche de septiembre. Ese día asesiné a un hombre en una habitación oscura. Le clavé una aguja afilada en la nuca que llegó a la parte inferior del cerebro. Pero ese hombre era muy diferente de los que asesiné en otras ocasiones. Era consciente de que iban a matarlo; es más, lo deseaba. Al final, le di lo que quería. No fue un castigo, sino, más bien, un acto de misericordia». A su vez, él le había concedido lo que Aomame deseaba. «Fue un intercambio en un lugar profundo y sombrío. La concepción tuvo lugar aquella noche en secreto. Lo sé.
«En el mismo instante en que con estas manos le robaba la vida a un hombre, otra vida se gestó en mi interior. ¿Formará eso parte del acuerdo?».
Aomame cerró los ojos e intentó no pensar más. Con la mente en blanco, algo afluyó en silencio hacia ella. E, inconscientemente, rezó una oración.
«Padre nuestro que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Perdona nuestras ofensas y bendice nuestro humilde caminar. Amén».
¿Por qué rezaba en un momento como ése? No creía en nada parecido a un reino, un paraíso o un Dios. No obstante, tenía aquella oración grabada en la mente. Cuando tenía tres o cuatro años, le habían obligado a memorizarla, sin saber siquiera lo que significaba. Si se equivocaba en tan sólo una palabra, le pegaban con fuerza en el dorso de las manos con una regla. La oración permanecía oculta; cuando algo ocurría, afloraba. Como un tatuaje secreto.
«¿Qué diría mi madre si le dijera que me he quedado embarazada sin haber tenido relaciones sexuales?». Seguro que lo consideraría una grave blasfemia hacia su credo. Después de todo, lo que le había sucedido era una especie de inmaculada concepción —pese a que, por supuesto, Aomame no era virgen. O quizá no le haría ningún caso. Quizá la ignoraría. «Y es que hace mucho tiempo que para ellos soy un ser malogrado, alguien caído de su elevado mundo.
«Pensémoslo de otro modo», se dijo Aomame. «Dejemos de intentar explicar lo inexplicable y consideremos este fenómeno desde otro un punto de vista.
»¿Debo interpretar este embarazo como algo bueno, y recibirlo con los brazos abiertos? ¿O debo considerarlo algo negativo e inoportuno?
»Por más vueltas que le doy, no llego a ninguna conclusión. Aún no he salido de mi asombro. Me siento perdida, confusa. En cierto modo, hasta dividida. Y, evidentemente, soy incapaz de comprender la nueva verdad a la que me enfrento».
Pero, al mismo tiempo, no podía evitar sentirse llena de curiosidad y expectante ante aquella pequeña fuente de calor. Fuera lo que fuese, quería ser testigo de lo que le ocurriese a lo que estaba gestándose en su interior. Por supuesto, también sentía miedo. Eso superaba su imaginación. A lo mejor era un cuerpo extraño y hostil que la estaba devorando desde dentro. Se le pasaron por la cabeza toda clase de posibilidades horribles. Sin embargo, principalmente la embargaba una sana curiosidad. Entonces, de improviso, una idea le vino a la mente. Como un repentino rayo de luz en medio de las tinieblas.
«Lo que llevo en mi vientre podría ser de Tengo».
Frunció ligeramente el ceño y durante un rato le dio vueltas a esa posibilidad.
«¿Por qué iba a tener yo que concebir una criatura de Tengo?
»Veámoslo del siguiente modo: esa noche tumultuosa en que tantas cosas sucedieron, en este mundo se produjo algo que permitió que Tengo enviara su semen a mi útero. El hecho es que, entre los truenos, el aguacero, la oscuridad y el asesinato, se creó un intersticio, un extraño pasadizo, aunque la idea resulte absurda. Debió de durar unos instantes. Y ambos nos aprovechamos de manera eficaz de ese pasadizo. Mi cuerpo se valió de esa ocasión para recibir con ansia a Tengo y, como consecuencia, me quedé embarazada. Mi óvulo número 201 o 202 apresó uno de los millones de espermatozoides de Tengo. Un espermatozoide franco, inteligente y sano como su dueño.
»Es una idea disparatada. No tiene ningún sentido. Por más palabras que utilizase para explicarla, nadie en este mundo lo comprendería. El hecho en sí de estar embarazada ya es incomprensible. Pero, después de todo, estamos en el año 1Q84. Un mundo en el que puede ocurrir cualquier cosa.
»Si esta criatura fuese realmente de Tengo…
«Aquella mañana, en el área de emergencia de la Ruta 3 de la autopista metropolitana, no apreté el gatillo de la pistola. Había ido con la firme intención de matarme y me introduje el cañón en la boca. No me daba miedo morir. Porque iba a hacerlo para salvar a Tengo. Pero una fuerza actuó en mí y decidí no suicidarme. Una voz lejana me llamó por mi nombre. ¿Sería porque me había quedado embarazada? ¿Intentaba hablarme de esta nueva vida?».
Entonces Aomame recordó el sueño en el que la elegante mujer de mediana edad cubría su cuerpo desnudo con un abrigo. «Se bajaba del Mercedes-Benz plateado y me ofrecía un abrigo ligero y suave de color huevo. Ella lo sabía. Sabía que yo estaba embarazada. Y me protegió amablemente de las miradas descaradas de los demás, del viento y de todos los engorros».
El sueño había sido un buen presagio.
Los músculos de su cara se distendieron y su expresión volvió a ser la de siempre. «Alguien observa mis pasos y me ampara», se dijo. «No estoy sola, ni siquiera en este mundo de 1Q84. O eso parece».
Se acercó a la ventana con la taza de té, ya frío, en la mano. Luego salió al balcón, se sentó en la silla de jardín de manera que no se la viera desde el exterior, y contempló el parque infantil por las ranuras del antepecho. Trató entonces de pensar en Tengo. Pero, por alguna razón, ese día sus pensamientos no lograban concentrarse en él. Le venía a la mente el rostro de Ayumi Nakano. Ésta le sonreía. Con una sonrisa muy natural y sincera. Estaban sentadas a la mesa de un restaurante, la una frente a la otra, con una copa de vino en la mano. Ambas estaban un poco achispadas. Aquel excelente Borgoña circulaba suavemente por sus cuerpos a través de sus venas tiñendo el mundo de un leve color de uva.
«Sin embargo, Aomame», había dicho Ayumi mientras frotaba la copa de vino con un dedo, «creo que este mundo es absurdo y le falta buena voluntad».
«Quizás», había admitido Aomame, y después había añadido: «Pero este mundo se va a acabar cuando menos lo esperemos… Entonces vendrá el Reino de los Cielos».
«Me muero de impaciencia», había dicho Ayumi.
«¿Por qué le hablé ese día del Reino de los Cielos?», se preguntó Aomame. ¿Por qué había mencionado de pronto un Reino en el que no creía? Poco después, Ayumi murió.
«Cuando lo dije, debía de tener en mente un “Reino” diferente de aquel en el que creen los de la Asociación de los Testigos. Posiblemente un Reino más personal. Por eso me salió con tanta naturalidad. Pero ¿en qué Reino creo yo? ¿Qué clase de Reino creo que vendrá cuando el mundo se extinga?».
Se puso la mano sobre el vientre. Y aguzó el oído. Por mucha atención que prestó, no oyó nada.
En cualquier caso, Ayumi Nakano había sido desterrada de este mundo. Le habían puesto unas esposas frías y duras en las muñecas en un hotel de Shibuya y la habían estrangulado con la cinta de un albornoz (por lo que Aomame sabía, todavía no habían dado con el asesino). Luego le habían practicado la autopsia, la habían cosido y la habían llevado a un crematorio para incinerarla. Ese ser llamado Ayumi Nakano ya no existía en el mundo. Su carne, su sangre se habían perdido. Únicamente permanecía en documentos y en el mundo de los recuerdos.
Aunque quizá no fuera así. Tal vez viviera, tal vez estuviera sana y salva en el mundo de 1984. A lo mejor seguía dejando multas en los parabrisas de los vehículos mal aparcados y quejándose de que no le permitiesen llevar arma. Puede que recorriera los institutos de la ciudad enseñándoles a las chicas métodos anticonceptivos. «Chicas, sin condón, no hay penetración».
Aomame deseó con todas sus fuerzas volver a ver a Ayumi. Si fuera por las escaleras de emergencia de la autopista metropolitana en sentido inverso y regresara al mundo de 1984, quizá podría volver a encontrarse con ella. «Allí, ella seguirá viva y a mí no me perseguirán los de Vanguardia. Podríamos ir a aquel pequeño restaurante en Nogizaka a tomarnos unas copas de vino. Quizás».
¿Ir por las escaleras de emergencia de la autopista metropolitana en sentido contrario?
Aomame retrocedió en sus pensamientos, como si rebobinara una cinta de casete. «¿Cómo no se me ha ocurrido hasta ahora? Decidí bajar otra vez las escaleras y no encontré la entrada. Las escaleras, que tenían que estar frente al anuncio de Esso, habían desaparecido. Pero puedo intentar subir las escaleras en vez de bajarlas. Colarme en el depósito de materiales que hay debajo de la autopista y desde ahí subir hacia la Ruta 3. Remontar el pasadizo. Tal vez debí hacer eso».
Quiso salir corriendo hasta Sangenjaya de inmediato y probar. Podía salir bien, como podía salir mal. Pero merecía la pena intentarlo. Se pondría el mismo traje, los mismos tacones y subiría aquella escalera llena de telarañas.
Sin embargo, se contuvo.
«Ni hablar. No puedo hacerlo. Volví a ver a Tengo precisamente porque vine a este año 1Q84. Y con toda probabilidad llevo una criatura suya en mis entrañas. Pase lo que pase, debo ver a Tengo una vez más en este nuevo mundo. Debo encontrarlo. No puedo marcharme hasta que llegue ese momento. Bajo ningún concepto».
Al día siguiente por la tarde, Tamaru la llamó.
—Primero, hablemos de lo del cobrador de la NHK —dijo Tamaru—. Volví a telefonear a las oficinas de la NHK para asegurarme. El cobrador que cubre esa zona de Kōenji no recuerda haber llamado a la puerta del piso 303. Al parecer, primero comprueba si está el adhesivo que indica que el pago está domiciliado. Me comentó también que, si hay timbre, nunca llama directamente a la puerta. Lo único que conseguiría sería lastimarse la mano. Es más, el día en que supuestamente te visitó, el hombre estaba trabajando en otra área. Me pareció que no mentía. Es un veterano con quince años en activo, muy apreciado por su paciencia y afabilidad.
—De modo que… —dijo Aomame.
—De modo que existen muchas posibilidades de que el que te visitó no fuese un cobrador, sino alguien que se hace pasar por él. El encargado con el que el cobrador me pasó después se mostró preocupado. Para ellos es un problema que aparezcan falsos cobradores. Me dijo que quería verme para que le contara los detalles. Por supuesto, no acepté. Le dije que en realidad no había causado ningún perjuicio y que no quería hacer una montaña de un grano de arena.
—¿No será algún perturbado o alguien que me sigue el rastro?
—Si es alguien que te persigue, me cuesta creer que haga esas cosas. Sólo serviría para ponerte en alerta.
—Pero, si es un perturbado, ¿no es mucha casualidad que elija precisamente la puerta de este piso? Hay muchas más puertas. Además, yo me aseguro de que no se vean luces encendidas, y trato de no hacer ruido. Siempre tengo las cortinas echadas y nunca tiendo la ropa fuera. Pero él eligió expresamente este piso. Sabe que me escondo aquí. O sostiene que lo sabe. Y, de algún modo, está intentando que le abra la puerta.
—¿Crees que va a volver?
—No lo sé. Pero si realmente quiere que le abra la puerta, supongo que seguirá viniendo hasta que la abra.
—Y eso te preocupa.
—No me preocupa —dijo Aomame—. Simplemente, no me hace gracia.
—Claro que no, a mí tampoco. No me hace ni pizca de gracia. Pero si regresa, no podemos llamar a la NHK ni a la policía. Y aunque me llamases y yo acudiera enseguida, para cuando llegase yo, el hombre seguramente ya se habría marchado.
—Creo que puedo arreglármelas sola —dijo Aomame—. Basta con que no le abra la puerta por mucho que me provoque.
—Intentará incitarte por todos los medios.
—Sí, es posible —dijo Aomame.
Tamaru emitió un pequeño carraspeo y cambió de tema.
—Has recibido los test, ¿no?
—Ha dado positivo —contestó lacónica.
—Es decir, que diste en el clavo.
—Efectivamente. Probé con dos tipos diferentes, pero con el mismo resultado.
Siguió un silencio. Un silencio semejante a una litografía en la que todavía no hay nada grabado.
—¿No hay ninguna duda? —preguntó Tamaru.
—Lo sabía desde el principio. El test sólo lo ha confirmado.
Tamaru acarició unos segundos esa litografía hecha de silencio con las yemas de los dedos.
—Siento tener que hacerte una pregunta demasiado directa —dijo él—. ¿Quieres seguir adelante? ¿O ponerle remedio?
—No voy a ponerle remedio.
—Entonces has decidido tenerlo.
—Si todo marcha bien, debería nacer entre junio y julio del año que viene.
Tamaru calculó mentalmente.
—En ese caso, habrá algún cambio en nuestros planes.
—Lo siento.
—No hace falta que te disculpes —repuso Tamaru—. Todas las mujeres tienen derecho a dar a luz, en cualquier circunstancia, y debemos proteger ese derecho.
—Pareces la Declaración de los Derechos Humanos —dijo Aomame.
—Por si acaso, te lo preguntaré otra vez: no tienes ni idea de quién es el padre, ¿verdad?
—No he mantenido relaciones sexuales con nadie desde junio.
—Entonces, ¿es algo así como una inmaculada concepción?
—Llamarlo así quizá cabrearía a una persona religiosa.
—Cuando ocurre algo desacostumbrado, siempre hay alguien que se cabrea —dijo Tamaru—. Por otro lado, si estás embarazada, debe examinarte un médico cuanto antes. No permitiremos que pases el embarazo encerrada en ese piso.
Aomame soltó un suspiro.
—Dejad que me quede aquí hasta finales de año. No os causaré ninguna molestia.
Tamaru permaneció unos largos instantes en silencio.
—Puedes quedarte lo que queda de año —dijo al fin—. Te lo prometí y mantengo mi palabra. Pero a comienzos del nuevo año, tendremos que trasladarte a un lugar menos peligroso donde puedas recibir atención médica. ¿Lo comprendes?
—Sí —contestó Aomame. Sin embargo, no estaba segura. «Si no pudiera encontrarme con Tengo, ¿me alejaría de aquí, a pesar de todo?».
—Yo una vez dejé embarazada a una mujer —declaró Tamaru.
Aomame titubeó.
—¿Tú? ¿Pero tú no…?
—Sí, efectivamente. Soy gay. Y de los incondicionales. Siempre fue así y lo sigue siendo. E imagino que será así toda mi vida.
—Pero dejaste preñada a una mujer.
—Todos cometemos errores —dijo Tamaru. Sin embargo, no había ni una pizca de humor en ese comentario—. Prefiero omitir los detalles, pero yo entonces era joven. El caso es que lo hice una vez y ¡pam!, di en el blanco.
—¿Y qué hizo ella?
—No lo sé —respondió él.
—¿No lo sabes?
—Supe de ella hasta el sexto mes de embarazo. A partir de ahí, no tengo ni idea de lo que ocurrió.
—No se puede abortar en el sexto mes.
—Lo sé.
—Es muy probable que la criatura naciera —añadió Aomame.
—Pues sí.
—Si el niño nació, ¿te gustaría conocerlo?
—No tengo ningún interés —afirmó Tamaru sin dudar—. No encaja con mi estilo de vida. ¿Y tú? ¿Querrás conocer y criar a la criatura?
Aomame reflexionó.
—Un poco como a ti, también mis padres me dejaron de lado cuando era niña, de modo que no sé bien qué es eso. Digamos que no tengo un modelo que me sirva de referencia.
—Y a pesar de todo, pretendes traer ese bebé al mundo. A un mundo violento y lleno de contradicciones.
—Porque busco el amor —afirmó Aomame—. Pero no el amor entre mi bebé y yo. Todavía no he llegado a esa etapa.
—Sin embargo, el bebé forma parte de ese amor.
—Posiblemente. De alguna forma.
—Pero si las cosas no salieran según lo previsto y la criatura no participase en absoluto del amor que buscas, me imagino que acabaría sufriendo. Igual que nosotros dos.
—Existe esa posibilidad. Pero siento que no va a ser así. Llámale intuición.
—Respeto tu intuición —dijo Tamaru—. Sin embargo, desde el momento en que el ego nace en este mundo, lo hace portando ya una moral. Deberías recordarlo.
—¿Quién dijo eso?
—Wittgenstein.
—Lo recordaré —dijo Aomame—. Si tu hijo hubiera nacido, ¿cuántos años tendría ahora?
Tamaru hizo cálculos.
—Diecisiete años.
—Diecisiete. —Aomame se imaginó a un chico o una chica de diecisiete años portando una moral.
—En fin, se lo contaré a Madame —dijo Tamaru—. Por cierto, le gustaría hablar personalmente contigo. Pero ya sabes que, por motivos de seguridad, no puedo permitirlo. Tomo todas las medidas que puedo, pero ya sólo comunicarse por teléfono es peligroso.
—Lo sé.
—Pero ella se preocupa por ti y por todo lo relativo al embarazo.
—Eso también lo sé. Le estoy agradecida.
—Lo más sensato es confiar en ella y seguir sus consejos. Es una persona muy sabia.
—Claro —respondió Aomame.
«Además, debo mantenerme alerta y cuidar de mí misma. Sin duda, la anciana de Azabu es una persona sabia. Y poderosa. Pero hay cosas que ella no parece saber. Probablemente no sepa los principios que rigen en 1Q84. Y seguramente no se ha dado cuenta de que en el cielo hay dos lunas».
Tras colgar el teléfono, Aomame se acostó en el sofá y echó una siesta de treinta minutos. Una siesta corta, pero profunda. Soñó, y su sueño era como un espacio vacío. Dentro de ese vacío, meditó. Escribió con tinta invisible en ese cuaderno en blanco. Al despertar, había obtenido una imagen imprecisa, aunque extrañamente diáfana. «Voy a tener a esta criatura. En este mundo puede nacer sin percances algo pequeño». Y, como había dicho Tamaru, portando una moral ineludible.
Aomame se llevó la palma de la mano al bajo vientre y prestó atención. No notaba nada. Todavía.