Esta puerta no está nada mal
Desde el incidente con el cobrador, durante unas dos semanas nadie se acercó al apartamento de Aomame, excepto los encargados que cada martes por la tarde le llevaban las provisiones en silencio. El presunto cobrador de la NHK había amenazado con regresar. En su voz se percibía una determinación inquebrantable. Al menos así le había parecido a ella. Pero desde entonces no había vuelto. Quizás el hombre estuviera ocupado en otras rutas.
Fueron unos días de paz y calma aparentes. Nada sucedía, nadie la visitaba, el teléfono apenas sonaba. Por motivos de seguridad, Tamaru había reducido sus llamadas al mínimo. Aomame siempre tenía las cortinas echadas y vivía a hurtadillas, evitando dar la menor señal de vida para no llamar la atención. Cuando anochecía, encendía sólo las luces imprescindibles.
Hacía ejercicio intenso con cuidado de no hacer ruido, todos los días fregaba el suelo con una bayeta y se preparaba la comida con parsimonia. Aprendía frases en español, a fuerza de repeticiones, valiéndose de casetes (se las había pedido a Tamaru y éste se las había enviado con las provisiones). Si uno pasa mucho tiempo sin hablar, los músculos que mueven la boca se atrofian. Necesitaba realizar movimientos amplios con la boca y la mandíbula. El aprendizaje de idiomas extranjeros le venía de perlas. Por otro lado, Aomame se había forjado en su mente una idea un tanto romántica de Latinoamérica. Si pudiera elegir con entera libertad un destino, le gustaría vivir en algún pequeño y tranquilo país latinoamericano. Por ejemplo, Costa Rica. Alquilaría una pequeña villa en la costa y se pasaría el día nadando y leyendo. El dinero que había embutido en el bolso le permitiría vivir unos diez años, aunque sin grandes lujos. Además, sería difícil seguirle el rastro hasta Costa Rica.
Mientras aprendía frases en español, útiles para desenvolverse en el día a día, se imaginaba una vida apacible junto al mar en Costa Rica. ¿Formaría Tengo parte de esa vida? Al cerrar los ojos, se veía a sí misma y a Tengo en una playa del Caribe bañada por el sol. Ella llevaba un pequeño biquini negro y gafas de sol; Tengo, a su lado, la tomaba de la mano. La imagen, sin embargo, no tenía tintes de realidad, algo que pudiera llegar a emocionarla. No era más que una foto ordinaria sacada de un anuncio turístico.
Cuando no sabía qué hacer, limpiaba la Heckler & Koch. Primero desmontaba algunas piezas, siguiendo las instrucciones del manual; las frotaba con un paño y un cepillo, las engrasaba y volvía a montarlas. Con la práctica, comprobó que podía realizar todas esas operaciones con soltura. Ya las dominaba. Era como si la pistola se hubiera convertido en un miembro más de su cuerpo.
Solía irse a la cama hacia las diez, leía un rato y luego dormía. Con aquella rutina, a Aomame nunca le había costado conciliar el sueño. Mientras seguía con la mirada las hileras de caracteres impresos en el papel, el sueño iba venciéndola. Apagaba la lámpara que había al lado de la cabecera, pegaba la cara a la almohada y cerraba los párpados. Si no ocurría ningún imprevisto, no volvía a abrir los ojos hasta el día siguiente por la mañana.
Por lo general, no soñaba mucho. Y, si lo hacía, al despertar apenas se acordaba de lo que había soñado. De vez en cuando algunos pedacitos de sueño se le quedaban prendidos a la pared de la consciencia. Pero era incapaz de seguir el argumento del sueño. Sólo quedaban pequeños fragmentos deshilvanados. Aomame dormía profundamente y lo que soñaba permanecía en las profundidades. Igual que los peces que habitan los abismos marinos, sus sueños no podían ascender hasta la superficie. Si lo hiciesen, la diferencia de presión en el agua los deformaría.
Sin embargo, desde que vivía en aquel escondrijo, soñaba todas las noches. Sueños, las más de las veces, nítidos y realistas. Soñaba y se despertaba todavía soñando. Durante un instante era incapaz de discernir si se encontraba en el mundo real o en el onírico. Aomame jamás había experimentado eso. Miraba el reloj digital que había junto a la cabecera. Las cifras indican la 1:15, las 2:37 o las 4:07. Cerraba los ojos e intentaba volver a conciliar el sueño. Pero no lo conseguía fácilmente. Aquellos dos mundos diferentes se disputaban su consciencia en silencio. Como se confrontan, en una gran desembocadura, el agua salada que penetra y el agua dulce que afluye.
«No hay remedio», pensaba Aomame. «El hecho de vivir en un mundo en cuyo cielo flotan dos lunas ya de por sí me hace dudar de si se trata o no de la verdadera realidad. Así pues, ¿qué tiene de extraño dormirse en ese mundo, soñar y ser incapaz de distinguir si es un sueño o si es real? Encima, he asesinado a varios hombres con estas manos, unos fanáticos me siguen el rastro y me escondo en un refugio. Es normal que esté nerviosa y tenga miedo. Mis manos todavía recuerdan la sensación de haber matado. Tal vez nunca vuelva a dormir una noche en paz. Quizá sea la carga que debo soportar, el precio que debo pagar».
A grandes rasgos, podía decirse que Aomame tenía tres tipos de sueño. Al menos, todos los sueños que recordaba encajaban en esos tres patrones.
El primero era un sueño en el que retumbaban truenos. Una habitación envuelta por las tinieblas y una salva incesante de tronidos. Sin embargo, no había relámpagos. Igual que la noche en que asesinó al líder. En la habitación había algo. Aomame yacía desnuda en la cama y a su alrededor algo deambulaba con movimientos lentos y cautelosos. El pelo de la alfombra era largo, y el aire, viciado, era denso, pesado. Los cristales de la ventana temblaban ligeramente con el estruendo de los truenos. Ella estaba atemorizada. No sabía qué había allí. Podía ser una persona. Podía ser un animal. Podía ser otra cosa. Pero al cabo de un rato eso abandonaba la habitación. No salía por la puerta. Tampoco por la ventana. Aun así, ese algo iba alejándose poco a poco hasta desaparecer por completo. Aparte de ella, no había nadie más en la habitación.
A tientas encendía la lámpara. Salía de la cama desnuda e inspeccionaba el cuarto. En la pared que quedaba frente a la cama había un agujero. Un agujero demasiado estrecho para que pasara por allí una persona. El agujero, sin embargo, no permanecía quieto. Cambiaba de forma y se movía. Temblaba, se desplazaba, se expandía y se encogía. Parecía estar vivo. Algo había salido al exterior a través del agujero. Aomame examinó esa abertura. Daba la impresión de que conducía a alguna parte. Pero al fondo sólo se veía oscuridad. Una oscuridad tan densa que parecía que podía cogerse con la mano. Aomame sentía curiosidad. Y, al mismo tiempo, miedo. Su corazón latía produciendo un ruido seco, distante. Ahí terminaba el sueño.
Otro de los sueños sucedía en el arcén de una autopista. Allí, para variar, ella también estaba en cueros. Los que iban en los coches atrapados en un atasco observaban sin reparos su cuerpo desnudo. Casi todos eran hombres, pero había alguna mujer. Contemplaban sus pobres pechos y la extraña pelambrera de su pubis y parecían escrutarla para evaluarla. Unos fruncían el ceño, o esbozaban una sonrisa despectiva o bostezaban. Otros sólo la miraban fijamente pero inexpresivos. Ella quería cubrirse con algo. Por lo menos quería ocultar sus pechos y sus partes pudendas. Un pedazo de tela o unas hojas de periódico le habrían bastado. Pero a su alrededor no encontraba nada que le sirviera. Además, por algún motivo (desconocía cuál), era incapaz de mover las manos a su antojo. De vez en cuando soplaba una ráfaga repentina de viento que le erizaba los pezones y agitaba su vello púbico.
Para colmo —y desafortunadamente—, estaba empezando a bajarle la regla. Se notaba las caderas flojas y pesadas, y en el bajo vientre, calor. «¿Qué voy a hacer si me pongo a sangrar delante de toda esta gente?».
En ese instante, se abría la puerta del conductor de un Mercedes Coupé plateado del que bajaba una elegante mujer de mediana edad. Llevaba unos zapatos de tacón de color claro, gafas de sol y pendientes plateados. Estaba delgada y era de constitución parecida a la de Aomame. Tras acercarse a ella sorteando los coches, se quitaba el abrigo que llevaba y cubría con él el cuerpo de Aomame. Era un abrigo de entretiempo de color huevo que llegaba hasta las rodillas. Era ligero como una pluma. A pesar de su corte sencillo, debía de ser caro. A Aomame le sentaba de maravilla, como hecho a medida. La mujer le abrochaba todos los botones de abajo arriba.
—No sé cuándo podré devolvértelo y, además, puede que te lo manche de sangre de la regla —decía Aomame.
La mujer hacía un breve gesto negativo con la cabeza, sin pronunciar palabra, y pasando de nuevo entre los coches regresaba al Mercedes-Benz Coupé plateado. Luego parecía que, desde el asiento del conductor, alzaba un poco la mano en dirección a Aomame. Pero quizá fuese una ilusión óptica. Arropada por el ligero y suave abrigo de entretiempo, Aomame se sentía protegida. Su cuerpo ya no estaba expuesto a las miradas ajenas. Entonces, como si fuera incapaz de aguantar más, un hilo de sangre empezaba a correrle muslos abajo. Sangre cálida, espesa y abundante. Sin embargo, si se observaba bien, no se trataba de sangre. Era incolora.
El tercer sueño se resistía a ser descrito con palabras. Era un sueño incoherente, no ocurrían cosas en un escenario concreto. Consistía en meras sensaciones de transición, de movimiento. Aomame se desplazaba sin pausa en el tiempo y en el espacio. No importaba en qué lugar se hallaba ni en qué momento. Lo relevante era el hecho de transitar entre distintos puntos. Todo era mutable y lo significativo era esa mutabilidad. Pero, en medio de esa fluctuación, su cuerpo se iba volviendo progresivamente transparente. La palma de sus manos clareaba hasta que dejaban ver lo que había del otro lado. Ella podía examinarse sus huesos, su útero y sus vísceras. Tal vez estaba a punto de desaparecer. Aomame se preguntaba qué ocurriría cuando ya no pudiera verse a sí misma. No obtenía respuesta.
A las dos de la tarde sonó el teléfono y, tras dar un respingo, Aomame se levantó del sofá en el que dormitaba.
—¿Alguna novedad? —preguntó Tamaru.
—Ninguna en particular —dijo Aomame.
—¿Qué hay del cobrador de la NHK?
—Ni rastro de él. Tal vez, lo de que iba a volver sólo fuese una amenaza.
—Podría ser —dijo Tamaru—. El pago de la cuota de recepción está domiciliado a una cuenta bancaria, y así lo dice, bien claro, el adhesivo pegado junto a la puerta del piso. El cobrador tuvo que haberlo visto. Pregunté a los de la NHK y eso fue lo que me respondieron. Dijeron que quizá fuera una equivocación.
—Pues no querría tener que hablar con él.
—No, es mejor que no llames la atención de los vecinos. Siempre hay que evitar cometer el menor error.
—En el mundo se cometen muchos errores.
—El mundo es como es, pero yo hago las cosas a mi manera —replicó Tamaru—. Si algo te inquieta, por insignificante que sea, quiero que me avises.
—¿Se ha producido algún movimiento en Vanguardia?
—Todo está muy tranquilo. Como si nada hubiera ocurrido. Me imagino que algo tramarán, pero en apariencia no se observa nada fuera de lo habitual.
—¿No me habías dicho que teníais una fuente de información dentro de la organización?
—Nos llegan informes, pero aportan detalles de poca relevancia. De todos modos, parece que dentro están estrechando el control una barbaridad. Apenas les dan información.
—Pero está claro que me siguen el rastro.
—La muerte del líder habrá dejado un gran vacío en la organización. Por ahora parece que todavía no se ha determinado quién va a sucederlo ni qué rumbo tomará la organización. Pero los dirigentes coinciden en que hay que localizarte. Es todo lo que hemos podido averiguar.
—No resulta muy alentador.
—Lo importante de cualquier información es su peso y su precisión. Lo del aliento viene después.
—Si me atrapasen y descubrieran la verdad, a vosotros tampoco os dejarían tranquilos.
—Por eso estamos considerando enviarte cuanto antes a un lugar al que ellos no puedan acceder.
—Lo sé. Pero esperad un poco más.
—Ella dice que esperaremos hasta finales de año. Así que, por supuesto, también yo voy a esperar.
—Gracias.
—A mí no me des las gracias.
—Está bien —dijo Aomame—. Me gustaría que incluyerais una cosa en la próxima lista de provisiones. Pero me da un poco de reparo decírselo a un hombre…
—Yo soy como una tumba —dijo Tamaru—. Además, ya sabes que soy gay, y de la primera división.
—Necesito un test de embarazo.
Se hizo un silencio. A continuación Tamaru habló:
—Crees que necesitas hacerte el test.
No era una pregunta, así que Aomame no respondió.
—¿Eso significa que sospechas que estás embarazada? —preguntó Tamaru.
—No, no es eso.
Tamaru le dio vueltas en su cabeza a la respuesta a toda velocidad. Si se prestaba atención, podía oírse el ruido que hacía.
—No crees estar embarazada, pero necesitas el test.
—Eso es.
—Pues me suena a adivinanza…
—Lo siento, pero por ahora no puedo contarte nada más. Me vale con cualquier dispositivo sencillo de los que venden en las farmacias. También te agradecería que me consiguieras una guía sobre el cuerpo femenino y las funciones fisiológicas.
Tamaru volvió a quedarse callado. Fue un silencio denso, concentrado.
—Me parece que será mejor que te vuelva a llamar —le dijo—. ¿Te importa?
—Claro que no.
Tamaru emitió un leve ruido surgido del fondo de la garganta. Luego colgó.
Quince minutos después el teléfono volvió a sonar. Hacía tiempo que no escuchaba la voz de la anciana de Azabu. Se sintió como si hubiera regresado al invernadero de la mansión, aquel cálido recinto en el que revoloteaban raras mariposas y el tiempo transcurría con lentitud.
—¿Qué? ¿Cómo se encuentra?
Aomame le contestó que se había impuesto un ritmo y que pasaba los días tratando de mantenerlo. La mujer quiso saber más, de modo que le habló de sus horarios, su dieta y su ejercicio físico. La anciana tomó la palabra:
—Sé que es duro no poder salir, pero tiene usted una voluntad de hierro, así que no me inquieta. Estoy segura de que sabrá llevarlo bien. Me gustaría que se marchara de ahí cuanto antes y se mudara a un lugar más seguro. Pero si necesita quedarse más tiempo en el piso, a pesar de que desconozco el motivo, respetaré su voluntad mientras sea posible.
—Se lo agradezco.
—No. Soy yo la que tiene que darle las gracias. Su trabajo ha sido impecable. —Tras una breve pausa, prosiguió—: Por cierto, me han dicho que necesita usted un test de embarazo.
—Ya llevo un retraso de casi tres meses en la regla.
—¿Suele venirle con regularidad?
—Desde que empecé a tenerla, a los diez años, siempre me ha venido cada veintinueve días, sin apenas retrasos. Con tanta puntualidad como las fases de la Luna. No se ha alterado ni una sola vez.
—La situación en la que se encuentra usted ahora no es corriente. En tales momentos el equilibrio psicológico y físico puede sufrir desajustes. La interrupción de la regla entraría en esos trastornos probables.
—Nunca me ha ocurrido, pero entiendo que pueda pasar.
—Y, según Tamaru, no hay ningún indicio de que esté embarazada.
—La última vez que mantuve relaciones sexuales con un hombre fue a mediados de junio. Desde entonces no he hecho nada que se le parezca.
—Aun así, usted cree que podría estar embarazada. Me imagino que habrá alguna evidencia. Aparte de que todavía no le haya venido la regla.
—Sólo lo siento.
—¿Lo siente?
—Lo siento en mi interior, sí.
—¿Quiere decir que siente que está encinta?
—En una ocasión, la noche en que visitamos a Tsubasa, me habló usted de los óvulos. Me contó que las mujeres nacemos con un número de óvulos determinado.
—Sí. Las mujeres poseemos alrededor de cuatrocientos óvulos y, cada mes, expulsamos uno. Recuerdo que hablamos de ello.
—Pues yo tengo la certeza de que uno de ellos ha sido fecundado. Aunque ni yo estoy segura de que la palabra «certeza» sea la adecuada.
La mujer reflexionó.
—Yo he dado a luz dos veces. Por lo tanto, comprendo más o menos eso que llama usted certeza. Pero lo que me está diciendo es que se ha quedado embarazada sin haber mantenido relaciones sexuales con ningún hombre. Eso, de buenas a primeras, me cuesta creerlo.
—A mí me pasa lo mismo.
—Perdone que se lo pregunte, pero ¿es posible que haya mantenido relaciones sexuales con alguien sin haber sido consciente de ello?
—No. Siempre he sido plenamente consciente.
La mujer eligió con cuidado sus palabras:
—Hace tiempo que la considero una persona con aplomo, sensata y que piensa con lógica.
—Al menos lo intento —dijo Aomame.
—Sin embargo, cree que se ha quedado encinta sin haber mantenido relaciones sexuales.
—Creo que existe esa posibilidad, para ser exactos —aclaró Aomame—. Por supuesto, quizás ya el hecho de considerar esa posibilidad sea irracional.
—Lo entiendo —dijo la señora—. De momento vamos a esperar los resultados. Mañana le llegará el kit de test de embarazo. Se lo llevarán a casa, a la misma hora de siempre. Por si acaso, le proporcionaremos varios modelos.
—Muchas gracias —contestó Aomame.
—Suponiendo que estuviera embarazada, ¿cuándo cree que ocurrió?
—Quizás aquella noche, la noche de tormenta en que fui al Hotel Okura.
La mujer soltó un breve suspiro.
—¿Así que incluso puede determinar el día?
—Sí. Podría ser ese día o cualquier otro, pero echando cuentas, ese debió de ser uno de mis días más fértiles y con más probabilidades de que me quedara embarazada.
—Entonces, estaría embarazada de unos dos meses.
—Eso es —dijo Aomame.
—¿Ha sentido náuseas? Esta suele ser la peor etapa…
—No he sentido absolutamente nada. Pero no sé por qué.
La mujer se tomó su tiempo para elegir sus palabras:
—Si el test diera positivo, ¿cómo cree que se sentiría?
—Primero supongo que pensaría en quién puede ser el padre biológico de la criatura. Como es lógico, para mí es una cuestión de suma importancia.
—Pero usted no tiene ni idea de quién es.
—Por ahora, no.
—Entiendo —dijo la señora en un tono sosegado—. En cualquier caso, recuerde que pase lo que pase, yo siempre estaré a su lado. Haré todo lo necesario para protegerla. Quiero que eso se le quede bien grabado.
—Siento venirle con más problemas en un momento como éste —dijo Aomame.
—No, no es ningún problema. Para una mujer no hay nada más importante que eso. Primero veamos el resultado del test y luego, juntas, ya decidiremos qué hacer —añadió la anciana.
Y la mujer colgó suavemente.
Alguien llamó a la puerta. Aomame, que hacía yoga en el suelo de su dormitorio, se detuvo y prestó atención. Golpeaban la puerta con fuerza e insistencia. Aquel ruido no le era desconocido.
Aomame sacó la semiautomática del cajón de la cómoda y le quitó el seguro. Tiró de la corredera y envió rápidamente una bala a la recámara. Luego se colocó el arma en la parte de atrás de los pantalones de chándal y caminó sigilosa hasta el comedor. Tras agarrar con ambas manos el bate metálico de sófbol, se plantó frente a la puerta y clavó la vista en ella.
—¡Señora Takai! —dijo una voz áspera y grave—. Señora Takai, ¿está en casa? Soy de la NHK. He venido a cobrar la cuota de recepción.
La empuñadura del bate estaba cubierta de cinta de vinilo antideslizante.
—Oiga, señora Takai, insisto en que sé que está usted ahí dentro. Así que dejemos de jugar al escondite. Señora Takai, está usted ahí, escuchándome.
El hombre repetía prácticamente las mismas palabras que la vez anterior. Igual que un casete al que rebobinaran una y otra vez.
—Eso de que regresaría se creía usted que era una simple amenaza, ¿verdad? Pues no, yo soy un hombre de palabra. Y cuando hay que recaudar dinero, lo recaudo cueste lo que cueste. Señora Takai, está usted escuchándome y pensando: «Si me quedo quieta, el cobrador acabará dándose por vencido y se marchará».
Volvió a llamar con fuerza a la puerta. Veinte o veinticinco veces. Aomame se preguntó de qué tendría hecha la mano. Y por qué no llamaría al timbre.
—También estará pensando —dijo el cobrador como si le hubiera leído el pensamiento—: «¡Mira que tiene dura la mano este hombre! ¿No le dolerá de tanto golpear la puerta?». Y se preguntará: «¿Por qué tiene que aporrear la puerta? Hay un timbre, ¿no podría utilizarlo?».
Sin quererlo, Aomame torció el gesto.
El cobrador prosiguió:
—No, no quiero llamar al timbre. Si lo pulsase, sólo le llegaría el ding dong. El mismo sonido, llame quien llame; un sonido impersonal. Llamando a la puerta con la mano se gana carácter. Uno golpea utilizando su cuerpo y así transmite humanidad. La mano duele un poco, lo reconozco. No soy Iron Man 28.[12] Pero ¡qué se le va a hacer! Así es mi oficio, y es tan respetable como cualquier otro, ¿no cree, señora Takai?
Se oyó cómo sacudía la puerta de nuevo. En total, la aporreó veintisiete veces con fuerza, dejando un intervalo regular entre golpe y golpe. Las palmas de sus manos, en tomo al bate metálico, chorreaban de sudor.
—Señora Takai, la ley estipula que quien recibe ondas hertzianas está obligado a pagar la cuota de la NHK. No hay vuelta de hoja. Es una norma que todo el mundo debe seguir. ¿Por qué no colabora y paga? Yo no estoy llamando a su puerta por gusto, y me imagino que a usted también le resultará desagradable. Seguro que hasta se pregunta por qué tiene que pasarle esto a usted, y sólo a usted. Así que muestre usted su buena voluntad y, por favor, pague. Si lo hace, podrá volver a su vida apacible de siempre.
La voz resonaba en el rellano. A Aomame le parecía que el hombre se regodeaba en sus propias palabras. Gozaba ridiculizando a la gente que no pagaba, burlándose de ellos e injuriándolos. Le procuraba cierto deleite perverso.
—Señora Takai, ¡pues sí que es usted testaruda, caramba! Estoy fascinado. Se emperra usted en guardar silencio, como una almeja en el fondo del mar. Pero yo sé que se encuentra ahí. Ahora mismo está mirando fijamente la puerta. Está tan nerviosa que le sudan las axilas. ¿Qué, acaso no tengo razón?
Volvió a golpear trece veces y se detuvo. Aomame advirtió que le sudaban las axilas.
—Bien. Dejémoslo por hoy. Pero volveré pronto. Creo que le estoy cogiendo gusto a esta puerta, ¿sabe usted? Sí, sí, esta puerta no está nada mal. Me gusta golpearla. Tengo la impresión de que me voy a poner nervioso si no vengo a llamar regularmente. La dejo entonces, señora Takai. ¡Hasta pronto!
A continuación se hizo el silencio. Parecía que el cobrador se había ido. Pero no se oyeron sus pasos alejándose. Tal vez fingía haberse marchado y seguía ante la puerta. Aomame agarró el bate aún con más fuerza, y esperó así unos dos minutos.
—Todavía estoy aquí —anunció el cobrador—. ¡Ja, ja, ja! ¿Pensaba que me había ido? Pues aquí sigo. La he engañado. Lo siento, señora Takai. Yo soy así.
Se oyó un carraspeo. Un carraspeo deliberadamente irritante.
—Llevo mucho tiempo en esta profesión. Con los años, me he vuelto capaz de ver al que está al otro lado de la puerta. En esto no la engaño. Mucha gente se esconde tras la puerta para no pagar su cuota de la NHK. Llevo mucho tiempo tratando con gente así. Oiga, señora Takai…
Llamó tres veces a la puerta con un vigor que hasta entonces no había mostrado.
—Oiga, señora Takai, se esconde usted con un arte que ni un lenguado bajo la arena del mar. A eso se le llama mimetismo. Pero no podrá pasarse toda la vida huyendo. Vendrá otro y abrirá esta puerta. No bromeo. Servidor, que ya es todo un veterano de la NHK, se lo garantiza. No importa lo bien que se esconda, porque el mimetismo, al fin y al cabo, no deja de ser un engaño. Y con engaños no se resuelve nada, se lo aseguro, señora Takai. Debo irme. Tranquila, que ahora no le miento. Me voy de verdad. Pero dentro de poco volveré. Cuando llamen a la puerta, sabrá que soy yo. Adiós, señora Takai, que le vaya bien.
Una vez más, no se oyeron pasos. Aomame esperó cinco minutos. Luego se acercó a la puerta y aguzó el oído. Echó un vistazo por la mirilla. No había nadie. El cobrador parecía haberse marchado definitivamente.
Aomame apoyó el bate contra un armario de la cocina. Extrajo la bala de la recámara de la pistola, le puso el seguro y volvió a guardarla en el cajón de la cómoda, envuelta con una gruesa media. Luego se tumbó en el sofá y cerró los ojos. La voz del hombre todavía resonaba en sus oídos.
«Pero no podrá pasarse toda la vida huyendo. Vendrá otro y abrirá esta puerta. No bromeo».
Por lo menos sabía que no pertenecía a Vanguardia. Ellos siempre actuaban con mayor cautela y sin montar tanto jaleo. No vociferaban en el rellano de una vivienda, soltaban disparates y ponían a su presa sobre aviso. No era su estilo. A Aomame le vinieron a la mente el rapado y el de la coleta. Ellos se habrían acercado con sigilo, sin el menor ruido. Cuando se diera cuenta, ya los tendría a su espalda.
Aomame sacudió la cabeza y respiró con calma.
Quizá fuese realmente un cobrador de la NHK. Pero era extraño que no hubiera hecho caso del adhesivo que certificaba que pagaban la cuota por domiciliación bancaria. Ella misma, al enterarse, se había asegurado de que estaba pegado junto a la puerta. Tal vez el hombre sufriese algún trastorno mental. Con todo, sus palabras poseían un extraño realismo. «Es como si, en efecto, percibiera mi presencia a través de la puerta. Parece dotado de tal sensibilidad que es capaz de oler mi secreto o una parte de él. Pero no puede abrir la puerta y entrar. Sólo yo puedo abrirla. Y, ocurra lo que ocurra, yo no pienso hacerlo.
»No, eso no puedo asegurarlo. Tal vez en algún momento deba abrirla. Si Tengo se dejase ver una vez más en el parque, la abriría sin pensármelo dos veces y bajaría corriendo. Y me daría igual lo que me esté aguardando ahí afuera».
Aomame se recostó en la silla de jardín del balcón y, como de costumbre, se puso a observar el parque infantil a través de un resquicio. Una pareja de estudiantes de instituto vestidos de uniforme estaba sentada en el banco situado bajo el olmo de agua. Hablaban de algo con un rictus serio. Dos jóvenes madres vigilaban a sus hijos, demasiado pequeños para ir al parvulario, mientras éstos jugaban en el cajón de arena. Las dos charlaban de pie, animadamente, sin apartar la vista de sus vástagos. La típica estampa de un parque por la tarde. Aomame clavó su mirada durante un buen rato en la cima despejada del tobogán.
Luego colocó las palmas de las manos sobre su bajo vientre. Entornó los ojos y, aguzando el oído, intentó escuchar la voz. Sin duda alguna, dentro de ella había algo, algo que tenía vida propia. Algo pequeño y que estaba vivo. Estaba segura.
«Daughter», probó a decir en voz baja.
«Mother», le respondió esa cosa.