7
USHIKAWA

Camino hacia ti

Ushikawa tuvo que aparcar durante un tiempo la búsqueda de información sobre la anciana de Azabu. La rodeaban demasiadas medidas de seguridad y Ushikawa comprendió que, la abordara por donde la abordase, acabaría dándose de bruces contra un alto muro. Quería averiguar algo más sobre la «casa de acogida», pero seguir rondando por allí era peligroso. Había cámaras de seguridad, y Ushikawa llamaba demasiado la atención. Si los pusiera en alerta, todo se complicaría. De momento, se alejaría de la Villa de los Sauces y probaría a seguir otra vía.

La única «otra vía» que se le ocurrió fue repasar lo que ya sabía de Aomame. Tiempo atrás, para Vanguardia, había encargado una pesquisa a una agencia de investigadores con la que tenía trato, y él mismo había indagado por su cuenta. Tras reunir un dossier detallado sobre la chica, había llegado a la conclusión de que Aomame no representaba ninguna amenaza. Era una chica competente como profesora en el gimnasio y gozaba de buena reputación. En su infancia había pertenecido a la Asociación de los Testigos, pero pronto rompió los vínculos con la comunidad. Tras licenciarse en la Facultad de Ciencias del Deporte con una de las notas más altas, había trabajado para una empresa alimentaria que comercializaba productos y bebidas para deportistas, y había sido la jugadora principal de su club de sófbol. Sus compañeros decían que era excelente, como deportista y en su trabajo. Emprendedora y despierta. Tenía buena fama. Sin embargo, era más bien callada y tenía pocas amistades.

De repente, unos años atrás, había abandonado el club de sóftbol y la empresa y había conseguido un empleo en un club deportivo, un gimnasio de lujo en el barrio de Hiroo. A partir de entonces había pasado a ganar el triple. Era soltera y vivía sola. Parecía que en ese momento no tenía pareja. En cualquier caso, Ushikawa no encontró en su pasado nada sospechoso ni turbio. El detective frunció el ceño, soltó un hondo suspiro y tiró sobre el escritorio el dossier, al que había vuelto a echar un vistazo. «Algo se me escapa. Un punto fundamental que no debería pasarme inadvertido».

Ushikawa sacó una agenda de teléfonos de un cajón del escritorio y marcó un número. Cuando necesitaba recabar información de manera clandestina, siempre recurría a ese número. La persona a quien llamaba habitaba en un mundo aún más sombrío que el suyo. Pagándole, le conseguía cualquier información. Naturalmente, cuanto más protegida estuviera esa información, más caro le salía.

Buscaba datos relacionados con dos ámbitos: por una parte, información sobre los padres de Aomame, que en la actualidad seguían siendo adeptos de la Asociación de los Testigos. Sabía que la sede principal de la comunidad centralizaba la documentación sobre todos los miembros, muy numerosos, con que contaba en Japón; el trasiego entre la sede central y las locales era constante. Poseían un espléndido edificio erigido en un amplio terreno, con su propia imprenta para editar panfletos, salas de reuniones y alojamiento para los devotos que acudían de todos los rincones del país. Sin duda, toda la información se custodiaba allí.

Por otra parte, quería documentación del gimnasio en que Aomame había trabajado. Exactamente, ¿qué clase de servicios prestaba, y a quién y cuándo impartía clases? Quizás esos datos no estuvieran guardados con tanto celo como los de la Asociación de los Testigos. De todos modos, si les dijera: «¿Serían tan amables de dejarme ver el expediente de su empleada Aomame?», no se lo enseñarían de buen grado.

Ushikawa dejó su nombre y número de teléfono en el contestador. Media hora después lo llamaron.

—¿Señor Ushikawa? —dijo una voz que parecía resfriada.

Ushikawa le explicó con detalle lo que necesitaba.

Nunca se había visto con aquel hombre. Siempre negociaban por teléfono. El otro le enviaba los datos requeridos por correo urgente. Solía estar ronco y, de vez en cuando, carraspeaba ligeramente. Quizá padeciera algún problema en la garganta. Al otro lado de la línea siempre reinaba un silencio absoluto, como si el hombre telefoneara desde una sala insonorizada, de modo que sólo se oía su voz y su desagradable respiración. Y tanto la voz como la respiración se oían como amplificadas. «¡Qué tipo más siniestro!», pensaba Ushikawa cada vez que hablaba con él. «Ciertamente, el mundo está repleto de personajes siniestros (aunque para los demás tal vez yo sea uno de ellos).» Para sus adentros, Ushikawa había bautizado a ese hombre como «el Murciélago».

—Así que se trata de conseguir información sobre una joven llamada Aomame, ¿no? —dijo el Murciélago con voz ronca. Carraspeó.

—Sí. Es un nombre poco común.

—La información tiene que ser exhaustiva, ¿no?

—Con tal de que tenga que ver con ella, me da igual el tipo de información. A ser posible, necesito también alguna foto en la que se le vea bien el rostro.

—La parte del gimnasio no será tan difícil. No creo que se imaginen que alguien va a robarles información. Pero lo de la Asociación de los Testigos es harina de otro costal. Se trata de una organización de gran envergadura, con mucho capital y bien protegida. Es muy difícil acercarse a las comunidades religiosas. No sólo por la confidencialidad que exigen algunos de sus miembros, sino también por el tema de los impuestos…

—¿Crees que podrás hacerlo?

—No es imposible. Tengo los medios para abrir una puerta. Lo difícil es volver a cerrarla. Y, si no se cierra, los misiles podrían rastrearme.

—Como en la guerra.

—Es la guerra misma. Y pueden surgir cosas espeluznantes —comentó el hombre con su voz ronca. Daba la impresión de que le divertía jugar a la guerra.

—Entonces, ¿lo harás?

El hombre carraspeó.

—Lo intentaré. Pero te costará caro.

—¿Cuánto, más o menos?

El hombre le dijo una suma aproximada. Después de tragar saliva, Ushikawa aceptó. Disponía de esa cantidad y, si obtenía resultados, siempre podría reclamársela a sus clientes.

—¿Va a llevarte mucho tiempo?

—¿Tienes prisa?

—Sí.

—Creo que necesitaré entre una semana y diez días.

—De acuerdo —contestó Ushikawa.

No le quedaba más remedio que adaptarse al ritmo del otro.

—Una vez que consiga la información, te llamaré. Me pondré en contacto contigo sin falta dentro de diez días.

—Si los misiles no te rastrean —añadió Ushikawa.

—En efecto —dijo el Murciélago con indiferencia.

Tras colgar el teléfono, Ushikawa, caviloso, se retrepó en el asiento. Desconocía mediante qué tejemanejes conseguiría el Murciélago los datos que le había pedido. Si se lo preguntara, no obtendría respuesta. Pero, sin duda, se valdría de medios ilícitos. Primero tendría que sobornar a alguien dentro de la organización y, llegado cierto momento, introducirse en ella de forma ilegal. Si además se requería el uso de ordenadores, el asunto se complicaría aún más.

El número de empresas e instituciones gubernamentales que computarizaban la información era todavía muy escaso. Requería demasiados gastos y esfuerzos. Pero tratándose de una comunidad religiosa que operaba a escala nacional, seguro que podría permitírselo. Aunque Ushikawa apenas sabía nada de ordenadores, veía que se estaban convirtiendo en una herramienta imprescindible para almacenar y procesar información. La época en la que era necesario ir a la Biblioteca Nacional de la Dieta, apilar periódicos y anuarios sobre el escritorio y pasarse el día buscando datos pronto pasaría a la historia. Entonces el mundo quizá se convertiría en un campo de batalla entre administradores de ordenadores e intrusos que apestaría a sangre. Aunque tal vez la expresión fuera inexacta: como en toda guerra, correría la sangre, pero ésta no olería. Sería un mundo extraño. Y a Ushikawa le gustaban los mundos donde el olor y el sufrimiento eran de verdad; aunque, a veces, ese olor y ese sufrimiento se volvieran insoportables. Pero, sin duda, en ese mundo, las personas como Ushikawa se convertirían en reliquias rápida e irremediablemente.

Con todo, no sucumbió al pesimismo. Contaba con su intuición, y su aguzado olfato distinguía entre toda clase de olores. Percibía en su propia piel los menores cambios y el rumbo que iban a tomar las cosas. Nada de eso podía realizar un ordenador; ni esas capacidades ni lo que con ellas se conseguía averiguar podían sistematizarse o convertirse en valores numéricos. El invasor accedía mediante el ingenio a un ordenador bien protegido y extraía la información. Pero sólo una persona de carne y hueso podía juzgar qué información era valiosa y qué se deducía de ésta.

«Quizá sea un hombre patético y obsoleto», pensó Ushikawa de sí mismo. «No, no es que quizá lo sea. Es que soy un hombre patético y obsoleto. Pero tengo cualidades de las que la gente suele carecer. Un olfato innato y una tenacidad que hace que, una vez aferro algo, no lo suelte. Y mientras disponga de esas capacidades, seguiré apañándomelas, como hasta ahora, por muy extraño que se torne este mundo.

«Daré contigo, Aomame. Eres inteligente, diestra, prudente. Pero te juro que te encontraré. Espera y verás. Ahora mismo camino hacia ti. ¿Oyes los pasos? No, no creo que los oigas, porque avanzo lento como una tortuga y sin hacer ruido. Y sin embargo, poco a poco, me acerco a ti».

No obstante, algo le pisaba los talones a Ushikawa: el tiempo. Para él, seguirle el rastro a Aomame también era luchar contra el tiempo, que lo perseguía. Tenía que dar con ella cuanto antes, esclarecer lo ocurrido y servírselo en bandeja de plata a los de la organización. «Aquí tienen». Disponía de poco tiempo. Si tardaba tres meses en esclarecerlo todo, quizá sería demasiado tarde. Por el momento, Ushikawa les era útil. Buen profesional, se amoldaba a las condiciones, conocía la ley y sabía guardar un secreto. Tenía recursos para moverse libremente al margen del sistema. Pero en el fondo no era más que un factótum que había sido contratado por dinero. No era uno de los suyos, un colega, ni profesaba su fe. En cuanto se convirtiera en una amenaza para la comunidad, seguramente se desharían de él.

Mientras aguardaba la llamada del Murciélago, Ushikawa fue a la biblioteca y se documentó sobre el pasado y el presente de la Asociación de los Testigos. Tomó notas y sacó copias de lo que le interesaba. Investigar en la biblioteca no le ponía de mal humor. Le gustaba esa sensación de ir acumulando conocimientos en el cerebro, un hábito que había adquirido de pequeño.

Cuando acabó sus pesquisas en la biblioteca, se desplazó hasta el piso en Jiygaoka, donde Aomame había vivido de alquiler, y volvió a comprobar que estaba vacío, aunque en el buzón todavía estaba la tarjeta con su nombre. También se presentó en la agencia inmobiliaria que se encargaba del alquiler del piso. Preguntó si podía alquilarlo, dado que estaba vacío.

—Está vacío, en efecto, pero hasta febrero del año próximo no podemos arrendarlo —le contestó el agente inmobiliario. El contrato que el inquilino había firmado terminaba en enero, y cada mes pagaban el alquiler estipulado—. Se han llevado todos los muebles y han dado de baja el agua, el gas y la electricidad, pero el contrato sigue vigente.

—O sea, que van a pagar el alquiler hasta finales de enero.

—Eso es —dijo el agente—. Hasta entonces, pagarán el alquiler, así que quieren que el piso se quede tal cual. Nosotros, mientras nos paguen, no podemos protestar.

—Qué extraño, ¿no le parece?, tirar así el dinero a pesar de que ya nadie viva ahí…

—A nosotros también nos preocupaba y decidimos entrar en presencia del propietario de la vivienda, no fuera a haber un cadáver embalsamado dentro de un armario… Pero no había nada. Estaba todo muy limpio y completamente vacío. No sabemos qué ocurrió…

Aomame, definitivamente, ya no vivía allí. Pero, por algún motivo, habían decidido que ella, o el titular, siguiera alquilando el piso. Para ello abonarían el alquiler de cuatro meses. Era gente precavida y con dinero.

Exactamente diez días después, por la tarde, el Murciélago llamó al despacho de Ushikawa, en el barrio de Kojimachi.

—¿Señor Ushikawa? —dijo con su voz ronca, que, como siempre, destacaba en el silencio de fondo.

—Dígame.

—¿Podemos hablar ahora?

Ushikawa le contestó que sí.

—Introducirme en la Asociación de los Testigos costó lo suyo, pero todo ha salido como había planeado. He conseguido la información sobre Aomame.

—¿Y los misiles rastreadores?

—Por ahora no han aparecido.

—Me alegro.

—Señor Ushikawa —dijo el hombre, y carraspeó varias veces—, ¿le importaría apagar el cigarrillo?

—¿El cigarrillo? —Ushikawa miró el Seven Stars que tenía entre los dedos. El humo ascendía silenciosamente hacia el techo—. ¡Ah, sí!, estaba fumando, pero estamos hablando por teléfono. ¿Cómo lo sabe?

—Por supuesto, no lo huelo, pero con sólo oír esos resuellos suyos por el aparato, ya me cuesta respirar. Soy muy alérgico.

—Comprendo. No me había dado cuenta. Lo siento.

El hombre carraspeó unas cuantas veces.

—No, no es culpa suya. Es natural que no se haya dado cuenta.

Ushikawa aplastó el cigarrillo contra el cenicero y echó encima un poco del té que estaba bebiendo. Luego se levantó y abrió la ventana de par en par.

—Ya lo he apagado y he abierto la ventana para airear la habitación. Aunque el aire de ahí fuera tampoco es que sea muy puro…

—Muchas gracias.

Se produjo un silencio de unos diez segundos. No se oía ni una mosca.

—Entonces, ¿ha conseguido algo de la Asociación de los Testigos? —preguntó Ushikawa.

—Sí. Y abundante. Como la familia de Aomame pertenece a la organización desde hace mucho, hay mucho material. Quizá deba ocuparse usted de separar lo que le interesa de lo que no.

Ushikawa se mostró de acuerdo. Era precisamente lo que deseaba.

—En cuanto al gimnasio, no hubo ningún problema. Bastó con abrir la puerta, entrar, realizar el trabajo, salir y volver a cerrar. Sin embargo, como no disponía de mucho tiempo, tuve que sacar toda la información de cuajo, y la cantidad también es considerable. Si le parece bien, le entregaré todo el material a cambio del dinero, como de costumbre.

Ushikawa apuntó la suma que el Murciélago le dijo. Era el doble de la cantidad estimada, pero no tenía elección.

—Esta vez prefiero no utilizar el correo, así que mañana, a esta hora, un recadero se presentará en su despacho. Tenga preparado el dinero en efectivo. Como siempre, no necesito recibo.

Ushikawa asintió.

—Quisiera también repetirle lo que le he dicho en otras ocasiones: si no le satisfacen o no le son útiles los datos que le he conseguido, no es responsabilidad mía. Técnicamente, he hecho todo lo que he podido. Me paga por el servicio, no por el resultado. Si dentro del material no estuviera la información que busca, no me pida que le devuelva el dinero. Sólo quiero que le quede claro.

Ushikawa le respondió que estaba claro.

—Por cierto, no he podido conseguir ninguna foto de Aomame —comentó el Murciélago—. Se han tomado la molestia de quitar las fotos que pudiera haber en sus archivos.

—Vale. Está bien —contestó Ushikawa.

—Además, puede que su rostro haya cambiado —añadió el Murciélago.

—Quizá —dijo Ushikawa.

El Murciélago volvió a carraspear. «Adiós», dijo, y colgó.

Ushikawa devolvió el auricular a su sitio, suspiró y se llevó otro cigarrillo a la boca. Lo encendió con el mechero y expulsó lentamente una bocanada en dirección al teléfono.

Al día siguiente, por la tarde, una muchacha se presentó en el despacho de Ushikawa. Todavía no debía de haber cumplido los veinte años. Llevaba un vestido blanco y corto que le dibujaba una bella silueta; calzaba zapatos de tacón, también blancos y vistosos, y llevaba unos pendientes de perlas. Para ser de constitución menuda, tenía los lóbulos de las orejas bastante grandes. Mediría algo más de un metro cincuenta. Tenía el pelo largo y liso, y unos ojos grandes y límpidos. Parecía una aprendiz de hada. La chica lo miró abiertamente y le dirigió una sonrisa jovial y entrañable, como si observara algo muy valioso y difícil de olvidar. Entre sus pequeños labios asomaban unos hermosos dientes blancos. Quizá sólo era una sonrisa forzada, que empleaba cuando trabajaba; aun así, era raro que alguien no se arredrase al ver a Ushikawa por primera vez.

—He traído los documentos —dijo la chica, y sacó dos voluminosos sobres del bolso de tela que llevaba al hombro. Entonces los levantó con ambas manos, como si fuera una sacerdotisa que portara una antigua piedra grabada, y los dejó sobre el escritorio de Ushikawa.

El detective sacó un sobre que había dejado preparado en un cajón del escritorio y se lo entregó. La chica lo abrió, cogió los fajos de billetes de diez mil yenes y los contó allí mismo, de pie. Sus hermosos y finos dedos se movían con destreza. Al terminar de contar, devolvió los fajos al sobre y lo guardó en el bolso. Luego se dirigió a Ushikawa y le dedicó una sonrisa aún más amplia y encantadora. Como si se hubiera alegrado muchísimo de verle.

Ushikawa intentó imaginar qué tipo de relación tendría esa chica con el Murciélago, pero, naturalmente, no era asunto suyo. Ella no era más que un contacto. Entregar los «documentos» y recibir el pago: ésa era la misión que tenía asignada.

Una vez que la chica dejó el despacho, Ushikawa se quedó un buen rato dubitativo, mirando fijamente la puerta que ella había cerrado tras de sí. En el despacho todavía se percibía intensamente la presencia de la chica. A lo mejor, a cambio de haber dejado el rastro de su paso por allí, la chica se había llevado un pedazo del alma de Ushikawa. Éste podía sentir en lo más hondo de su pecho ese nuevo vacío. Se preguntó por qué habría ocurrido tal cosa. Y qué diantres significaba.

Transcurridos unos diez minutos, Ushikawa por fin volvió en sí y abrió los sobres, bien envueltos con cinta adhesiva. En su interior había numerosos folios impresos, fotocopias de documentos y originales. Se preguntó cómo el Murciélago había conseguido tanto material en tan poco tiempo. Impresionado, no pudo evitar admirarlo. Sin embargo, ante aquella montaña de papeles, una profunda sensación de impotencia embargó a Ushikawa. «¿Y si, después de tanto esfuerzo, esto no me conduce a ninguna parte? ¿No habré pagado una fortuna por un fajo de papeluchos sin valor?». Tan intenso era ese sentimiento de impotencia que, por más que observara y entornara los ojos, no lograba divisar el fondo. Además, todo lo que sus ojos percibían estaba velado por una sombra crepuscular, como un presagio de muerte. Pensó que quizá se debía a ese algo que la chica había dejado en el despacho. O, tal vez, a ese algo que se había llevado.

Al fin, Ushikawa recuperó el ánimo. Se pasó el resto de la tarde enfrascado en la lectura del material y anotando en un cuaderno los datos que le interesaban. Sólo así consiguió deshacerse de aquel enigmático sentimiento de impotencia. Al anochecer, cuando la oscuridad invadió el despacho y tuvo que encender la luz de mesa, ya estaba convencido de que había merecido la pena pagar aquella suma.

Comenzó leyendo los «documentos» relativos al gimnasio. En los cuatro años que Aomame trabajó en ese club, se encargaba principalmente de los programas de entrenamiento muscular y artes marciales para grupos. Había diseñado varias clases que ella misma dirigía. A la vista de la documentación, dedujo que era muy competente como profesora y que gozaba de buena fama entre los socios del gimnasio. Además, impartía clases particulares. Aunque eran caras, resultaban el sistema ideal para los que no podían asistir a las clases en el horario establecido o preferían un ambiente más privado. No eran pocos.

Por las fotocopias del programa de trabajo incluidas en el material, se sabía cuándo, cómo y dónde había instruido a los doce «clientes particulares». Con algunos trabajaba en el gimnasio y, con otros, iba a sus domicilios. Entre la clientela se contaba algún artista famoso y algún político. Shizue Ogata, la dueña de la Villa de los Sauces, fue una de sus primeras clientas.

El vínculo con Shizue Ogata comenzó poco después de que Aomame empezara a trabajar en el gimnasio, y perduró hasta poco antes de su desaparición. Los inicios coincidían con la fecha en que el edificio de dos plantas de la Villa de los Sauces empezó a funcionar como casa de acogida del Consultorio para Mujeres Víctimas de la Violencia Doméstica. Quizá fuera una casualidad, o quizá no. En cualquier caso, según los documentos, parecía que con el tiempo la relación entre las dos se había ido estrechando.

Probablemente, entre Aomame y la anciana habían ido tejiéndose lazos más personales. Se lo decía su intuición. Lo que al principio debió de ser una relación entre instructora de gimnasio y clienta, cambió a partir de cierto momento. Mientras barría con la mirada las páginas, puestas en orden cronológico, en que se describía el programa de las clases, Ushikawa intentó determinar cuándo había sido ese «momento». Algo había ocurrido, y, a raíz de ello, la mera relación de instructora y clienta se convirtió en un estrecho vínculo, más allá de las diferencias de edad y de clase social. Incluso podrían estar unidas por una especie de acuerdo tácito espiritual. Al poco tiempo, ese acuerdo habría tomado determinado rumbo y, como resultado, habían acabado por asesinar al líder en el Hotel Okura. Podía olerlo.

¿Qué clase de rumbo? ¿Y qué clase de acuerdo tácito?

Las conjeturas de Ushikawa se detenían ahí.

Probablemente tenía que ver con el factor de la «violencia de género». Por lo visto, la anciana era especialmente sensible a ese tema. Según los documentos, Shizue Ogata conoció a Aomame en las clases de defensa personal que la chica impartía. Pocas mujeres de más de setenta años toman clases de defensa personal. Quizás algún factor relacionado con alguna forma de violencia las uniera.

O quizá la propia Aomame había sido víctima de la violencia doméstica. Cabía también la posibilidad de que el líder fuera un agresor. Ellas quizá lo habían descubierto y habían decidido castigarlo. Pero todo eso no eran más que conjeturas. Y esas conjeturas no casaban con la imagen del líder que Ushikawa conocía. Ciertamente, es difícil conocer a alguien en profundidad, al margen de cómo sea su personalidad, y el líder era un personaje sin duda enigmático; al fin y al cabo, dirigía una poderosa comunidad religiosa. Aparte de sagaz e inteligente, lo envolvía un halo de misterio. Con todo, suponiendo que hubiera sido un agresor, ¿lo que había hecho era tan grave como para que las dos mujeres trazaran meticulosamente un plan para asesinarlo y lo llevaran a cabo, renunciando una de ellas a su identidad, y poniendo la otra en peligro su posición social?

Al líder no lo habían asesinado de manera impulsiva ni improvisada. De por medio había una voluntad de hierro, una motivación clara, sin el menor resquicio, y una planificación minuciosa que había costado tiempo, dinero y esfuerzos.

Sin embargo, ni una sola prueba sustentaba todas esas suposiciones. Ushikawa sólo tenía indicios basados en hipótesis. Algo que la navaja de Ockham sajaría sin mayor problema. En aquella fase aún no se lo podía comunicar a Vanguardia. Simplemente lo sabía. Se lo olía, lo percibía. Todos los elementos apuntaban en una dirección. Por algún motivo que tenía que ver con la violencia de género, la anciana había ordenado a Aomame matar al líder y, después, la había ocultado en un lugar seguro. La documentación aportada por el Murciélago conducía indirectamente a esa conclusión.

Le llevó tiempo poner en orden los documentos relacionados con la Asociación de los Testigos, que, además de tener un volumen considerable, no servían de mucho. Eran, en su mayoría, informes sobre la contribución de la familia de Aomame a la comunidad. Leyéndolos, saltaba a la vista que eran devotos fervientes y abnegados. Habían consagrado casi toda su vida a la evangelización y el proselitismo. En la actualidad los padres de Aomame residían en Ichikawa, en la prefectura de Chiba. En treinta y cinco años se habían mudado dos veces de piso, siempre en la ciudad de Ichikawa. El padre, Takayuki Aomame (de cincuenta y ocho años), trabajaba en una empresa de ingeniería; la madre, Keiko Aomame (de cincuenta y seis años), estaba desempleada. Su hermano mayor, Keiichi Aomame (de treinta y cuatro años), tras graduarse en el instituto prefectural de Ichikawa había trabajado en una pequeña imprenta de Tokio, pero tres años después dejó ese puesto para prestar servicio en la sede de la comunidad en Odawara. Allí se había encargado de la impresión de panfletos y en la actualidad ocupaba un cargo en la dirección. Cinco años atrás se había casado con otra adepta, habían tenido dos hijos y vivían en un piso de alquiler en Odawara.

Las referencias de Masami Aomame, la hija mayor, terminaban a los once años, edad a la que apostató. Y, por lo visto, a la Asociación de los Testigos no le interesaba quien renegaba de su fe. Para ellos era como si Aomame se hubiera muerto a los once años. No dedicaban ni una sola línea a describir qué había sido de su vida; ni siquiera se comentaba si estaba viva o no.

«Así pues, no hay más remedio que visitar a sus padres o a su hermano y hablar con ellos», se dijo Ushikawa. Quizás obtuviera alguna pista. Con todo, por lo que había leído en los documentos, no creía que fueran a responder de buena gana a sus preguntas. La familia de Aomame, además de ser estrecha de miras y vivir en la intolerancia —en opinión de Ushikawa, por supuesto—, era gente plenamente convencida de que cuanto más intolerantes fueran, más cerca del Cielo estarían. Para ellos, quien apostataba, aunque se tratase de un familiar allegado, elegía un camino errado e impuro. Tal vez ni siquiera la considerasen ya de la familia.

¿La habrían maltratado en su infancia?

Puede que sí, puede que no. Incluso en el caso de haber sufrido ella maltrato, seguramente sus padres no lo considerarían como tal. Ushikawa estaba al corriente de que en la Asociación de los Testigos se educaba a los niños con mano de hierro. Eso, en muchos casos, implicaba castigos corporales.

La profunda herida que le habrían dejado las terribles experiencias vividas durante la infancia, ¿podían haberla conducido al asesinato? No era imposible, desde luego, pero a Ushikawa se le antojaba una hipótesis muy aventurada. Urdir semejante asesinato y perpetrarlo a solas era sumamente difícil. Comportaba muchos riesgos y una gran carga emocional. Si la atraparan, le esperaría un castigo terrible. Se necesitaba una motivación mucho más fuerte.

Ushikawa volvió a inclinarse sobre los documentos y releyó con atención el historial de Masami Aomame hasta los diez años. Tan pronto como aprendió a caminar, su madre empezó a llevarla consigo en sus actividades de evangelización. Llamaban a las puertas distribuyendo folletos de la comunidad, anunciando la imparable marcha del mundo hacia su fin e intentando ganar prosélitos. Si uno abrazaba su fe, sobreviviría al fin del mundo. Luego vendría el reino de la dicha. También a Ushikawa habían intentado captarlo. El devoto solía ser una mujer de mediana edad con sombrero y parasol. Muchas veces llevaban gafas y se quedaban mirando al inquilino con ojos de pez inteligente. A menudo iban acompañadas de niños. Ushikawa se imaginó a la pequeña Aomame siguiendo a su madre de casa en casa.

Había ido a un colegio municipal del barrio, sin haber pasado por la guardería. En quinto curso abandonó la Asociación de los Testigos. Los motivos para apostatar eran inciertos. No dejaban constancia de las razones por las que los devotos renegaban de su fe. A quien caía en manos del Diablo lo dejaban a su merced. Ellos ya tenían bastante con hablar sobre el Paraíso y las vías para alcanzarlo. Las buenas personas tenían sus tareas, y el Diablo, las suyas. Era una especie de división del trabajo.

Dentro de la cabeza de Ushikawa, alguien golpeaba en un barato tabique de contrachapado. «¡Señor Ushikawa! ¡Señor Ushikawa!», lo llamaban. Ushikawa cerró los ojos y prestó atención. Lo llamaban en voz baja pero insistente. «Algo se me habrá pasado por alto. Un dato importante registrado en alguno de estos papeles. Pero soy incapaz de descubrirlo. Los golpes son un aviso».

Ushikawa volvió a repasar la abultada pila de documentos. Conforme leía, fue imaginándose vívidamente lo allí descrito. Con tres años, Aomame se iba a evangelizar con su madre. La mayoría de las veces, las echaban con cajas destempladas. Luego fue al colegio. Siguió participando en la difusión de la doctrina, a la que tenía que dedicar los fines de semana enteros. No tendría tiempo para jugar con sus amigas; probablemente, ni siquiera tenía. En el colegio se metían con los niños de la Asociación de los Testigos y los marginaban. Ushikawa, que se había documentado, sabía que era así. Entonces, con once años, renunció a su fe. Para ello le habría sido necesaria bastante determinación. Desde que nació le habían inculcado ese credo. Había crecido con él. Había calado hasta lo más profundo de su ser. Uno no podía deshacerse fácilmente de ello, como quien se cambia de ropa. Además, significaba aislarse dentro de su hogar. Una familia extremadamente religiosa no acepta así como así a una hija que ha abandonado su fe. Renunciar a la fe equivalía a renunciar a la familia.

¿Qué le había ocurrido a Aomame a los once años? ¿Qué la había conducido a tomar tal decisión?

«Colegio municipal *** de Ichikawa, prefectura de Chiba», leyó. Probó a pronunciar en voz alta el nombre de la escuela. «Algo sucedió allí. Está claro que…». Ushikawa contuvo el aliento. «El nombre de ese colegio…».

¿Dónde demonios lo había oído? Ushikawa no tenía ningún vínculo con la prefectura de Chiba. Había nacido en Urawa, en la prefectura de Saitama, y desde que había entrado en la universidad y se había ido a vivir a Tokio, no había salido de la metrópolis, aparte de la temporada que había vivido en Chōrinkan, en la prefectura de Kanagawa. Sólo una vez había pisado Chiba, cuando había ido a bañarse en la playa de Futtsu. ¿Por qué entonces le sonaba el nombre de un colegio en Ichikawa?

Tardó en caer en la cuenta. Se concentró, al tiempo que se frotaba la cabeza deforme con las palmas. Sumergió las manos en el cieno de su memoria y rebuscó allí. No hacía mucho que había oído ese nombre. Era bastante reciente. Chiba…, Ichikawa…, un colegio de primaria. Al fin encontró el extremo del fino cabo.

«Tengo Kawana. Eso es, Tengo Kawana nació en Ichikawa. Seguro que fue al colegio público de la ciudad».

Ushikawa sacó de la estantería el archivo en el que guardaba todo lo relacionado con Tengo. Era el material que había recabado por encargo de Vanguardia. Repasó la información sobre Tengo. En efecto, sus gruesos dedos dieron con ese nombre. Masami Aomame había ido al mismo colegio municipal que Tengo Kawana. Por las fechas de nacimiento de ambos, seguro que habían coincidido, si no en la misma clase, sí en el mismo curso. Había muchas probabilidades de que se hubieran conocido.

Ushikawa se llevó un Seven Stars a los labios y lo prendió con el mechero. Las cosas, lo percibía, empezaban a encajar. Comenzaba a dibujarse una línea que conectaba los distintos puntos. Todavía no sabía qué forma cobraría el dibujo, pero poco a poco saldría a la luz.

«Aomame, ¿oyes mis pasos? Quizá no, porque camino tratando de no hacer ruido. Pero, paso a paso, me voy aproximando. Soy una tortuga lerda, pero avanzo a paso firme. En cualquier momento le veré la espalda a la liebre. Tú espérame».

Ushikawa se recostó en el asiento, miró al techo y expulsó lentamente una bocanada de humo.