Por el picor que noto en mis pulgares
Tengo llevaba una vida ordenada en aquel pueblecito de la costa. Una vez definida la pauta de su día a día, trataba de seguirla con las menores alteraciones posibles. Sin saber por qué, eso le parecía primordial. Por la mañana paseaba, escribía, iba a la clínica y le leía un libro a su padre en coma; luego regresaba al ryokan y dormía. Uno tras otro, los días se sucedían iguales, como el ritmo monótono de la música durante la ceremonia de la plantación del arroz.
Al principio, por la noche hacía una temperatura agradable, pero al cabo de unos días, al ponerse el sol refrescaba mucho. Ajeno al avance del otoño, Tengo vivía copiando lo que había hecho la víspera. Intentaba convertirse en un observador lo más discreto posible. Esperaba el momento, conteniendo la respiración, borrando cualquier indicio de su existencia. La diferencia entre un día y otro se volvía cada vez más sutil. Transcurrió una semana, transcurrieron diez días, pero la crisálida de aire no apareció. Al caer la tarde, cuando se llevaban a su padre a la sala de análisis, en la cama sólo quedaba el triste hueco que aquel cuerpo menudo dejaba.
«Quizá no vuelva a ocurrir», pensó Tengo mordiéndose el labio en la pequeña habitación inmersa en el crepúsculo. «¿Fue una revelación que no se volverá a repetir? ¿Una extraña visión?». Nada ni nadie le contestaba. Sólo se oía el fragor lejano del mar y, de vez en cuando, el rugido del viento entre los pinos.
Tengo no tenía la certeza de estar actuando correctamente. Tal vez sólo perdía el tiempo en aquella habitación de una clínica alejada de la vida real, en un pueblo costero a muchos kilómetros de Tokio. Aun así, no podía marcharse. En esa habitación había visto la crisálida de aire y, en su interior, a la pequeña Aomame durmiendo envuelta en una tenue luz. Incluso le había tocado la mano. Aunque sólo había ocurrido una vez, o aunque no hubiera sido más que una visión efímera, se quedaría allí mientras pudiera permitírselo y trazaría una y otra vez con los dedos del corazón la escena que había contemplado aquella tarde.
Al enterarse de que Tengo no regresaría a Tokio y se quedaría en el pueblo durante un tiempo, las enfermeras se acercaron más a él. Cuando hacían una pausa en sus tareas, se paraban a charlar con el joven. A veces incluso iban a verle a la habitación. También le llevaban té o dulces. Ōmura, la enfermera de unos treinta y cinco años que solía ponerse el bolígrafo entre el pelo recogido, y Adachi, la de mejillas sonrosadas y coleta, se encargaban de su padre por turnos. Tamura, la enfermera de mediana edad con gafas de montura metálica, se hallaba a menudo en recepción, pero cuando no había más personal disponible, las sustituía y velaba por su padre. Las tres parecían interesadas por Tengo.
Como, excepto ese momento especial, al anochecer, el tiempo le sobraba, Tengo también charlaba con ellas. O, más bien, respondía lo más honestamente posible a las preguntas que le hacían. Les dijo que enseñaba matemáticas en una academia y, además, redactaba breves textos por encargo. Que su padre había trabajado de cobrador de la NHK durante muchos años. Que desde pequeño había practicado el judo y que en el instituto había llegado a la final del campeonato de la prefectura. Sin embargo, no les habló de la larga desavenencia que les había separado a su padre y a él. Ni de que, aunque supuestamente su madre había fallecido, quizá los había abandonado a su padre y a él y se había marchado con otro hombre. Sacar esos temas habría sido embarazoso. Obviamente, tampoco les dijo que había desempeñado un papel significativo en la escritura de La crisálida de aire. Ni que en el cielo había dos lunas.
Ellas, a su vez, le hablaron de sus respectivas vidas. Las tres eran del lugar; al acabar el instituto habían entrado en una escuela profesional, donde habían estudiado enfermería. Su trabajo en la clínica se les antojaba rutinario y aburrido, y el horario, largo e irregular, pero estaban contentas de poder trabajar en la región en la que habían crecido, y tenían menos agobios que si hubieran trabajado en un hospital general, donde se habrían enfrentado a menudo a casos de vida o muerte. En la clínica los ancianos perdían la memoria poco a poco y exhalaban su último aliento en paz, sin apenas darse cuenta. Ellas no veían mucha sangre y trataban siempre de paliar el sufrimiento. Ningún paciente tenía que ser trasladado en ambulancia en plena noche, ni a su alrededor había familias desesperadas y con lágrimas en los ojos. La vida era barata y, aunque el sueldo no era gran cosa, se podía vivir sin privaciones. Tamura, la enfermera de gafas, había perdido a su marido hacía cinco años en un accidente y vivía con su madre en un pueblo cercano. La corpulenta Ōmura, siempre con su bolígrafo en el pelo, tenía dos hijos pequeños y su marido era taxista. Adachi, que todavía era joven, vivía con su hermana, que era peluquera y tres años mayor que ella, en un piso alquilado en las afueras.
—¡Qué bueno eres, Tengo! —le dijo Ōmura mientras cambiaba la bolsa de la infusión intravenosa—. No hay muchos familiares como tú que vengan todos los días y lean libros a pacientes en coma.
Al oírla, Tengo se sintió incómodo.
—Se ha dado la casualidad de que tenía unos días libres… Pero no podré quedarme mucho más.
—Por mucho tiempo libre que tenga, la gente no suele venir aquí por voluntad propia —replicó ella—. Es duro decirlo, pero nuestros pacientes no tienen cura. Y a medida que pasa el tiempo, todo el mundo se va desanimando.
—Él mismo, cuando aún no había perdido la conciencia, me pidió que le leyera. Además, no tengo nada mejor que hacer.
—¿Qué le lees?
—Páginas de distintos libros, pasajes de las obras que yo estoy leyendo.
—¿Y ahora qué lees?
—Memorias de África.
La enfermera meneó la cabeza.
—No me suena.
—Lo escribió Isak Dinesen, una autora danesa, en 1937. Se casó con un aristócrata sueco y, justo antes de estallar la primera guerra mundial, viajaron a África, donde explotaron una plantación de café. Años después se divorciaron y ella se quedó al frente de la plantación. En el libro cuenta sus vivencias.
Tras tomarle la temperatura al padre y anotar cifras en una tabla, volvió a meterse el bolígrafo en medio del cabello. Luego se echó el flequillo a un lado.
—¿Te importa que me quede un rato a escucharte?
—No sé si te gustará… —dijo Tengo.
Ōmura se sentó en un taburete y cruzó las piernas, bonitas y bien torneadas. La mujer empezaba a echar carnes.
—Tú no te preocupes y lee.
Tengo retomó la lectura. Esos párrafos debían leerse despacio. Tal como fluye el tiempo en el continente africano.
«Cuando en África, en marzo, las grandes lluvias comienzan después de cuatro meses de tiempo cálido y seco, la riqueza de lo que florece y la frescura y la fragancia presentes en todas partes son abrumadoras.
»Pero el granjero refrena su corazón y no se atreve a creer en la generosidad de la naturaleza, temiendo escuchar un decrecimiento del ruido de la lluvia que cae. El agua que bebe la tierra debe nutrir a la granja y a toda la vida humana, animal y vegetal que hay en ella durante los cuatro meses sin lluvia que se avecinan.
»Es una maravillosa visión la de los caminos de la granja convertidos en corrientes de agua que ruge, y el granjero vadea el barro con un corazón alegre, hacia los cafetales florecidos y empapados. Pero sucede en medio de la estación de las lluvias que en la noche las estrellas aparecen entre las tenues nubes; entonces el granjero sale de la casa y mira a lo alto, como si fuera a colgarse del cielo y a ordeñarle más lluvia. Le grita al cielo: “Dame más, aún más. Mi corazón está desnudo ante ti ahora y no te dejaré marchar si no me das tu bendición. Ahógame si quieres, pero no me mates con tus caprichos. Nada de coitus interruptus, ¡cielo, cielo!”.»[8]
—¿Coitus interruptus? —dijo la enfermera frunciendo el ceño.
—Esta escritora no tiene pelos en la lengua.
—Aun así, me parece poco creíble que alguien diga eso hablando con Dios.
—Tienes razón —convino Tengo.
«A veces, un día frío e incoloro, en los meses posteriores a la temporada de las lluvias, me recordaba el tiempo de los marka mbaya, el año malo, el tiempo de la sequía. En esos días los kikuyus solían traer a pacer sus vacas en torno a mi casa y un chiquillo que tenía una flauta tocaba una corta tonada. Cuando he escuchado esa tonada otra vez me ha traído a la memoria, de golpe, toda nuestra angustia y desesperación del pasado. Tiene el sabor salado de las lágrimas. Pero al mismo tiempo encontré en la tonada, inesperada y sorprendentemente, un vigor, una curiosa dulzura, una canción. ¿Había todo eso realmente en los malos tiempos? Entonces había en nosotros juventud, una salvaje esperanza. Durante aquellos largos días todos formábamos una unidad, así que en otro planeta nos hubiéramos reconocido unos a otros, y las cosas se hablaban entre sí, el reloj de cuco y mis libros con las flacas vacas en el prado y los doloridos ancianos kikuyu: “También vosotros estabais aquí. Vosotros también erais parte de la granja de Ngong”. Que los malos tiempos nos bendigan y se vayan».
—Es muy vivido —comentó la enfermera—. Casi puedo ver el paisaje que describe. Memorias de África, de Isak Dinesen.
—Eso es.
—Me gusta tu voz. Tiene muchos matices, y sentimiento. Parece hecha para leer en voz alta.
—Gracias.
La enfermera se quedó un rato sentada con los ojos cerrados, respirando calmosamente, como saboreando el regusto que la lectura le había dejado. Sus pechos ascendían y descendían bajo el uniforme blanco. Al ver eso, Tengo se acordó de la mujer casada, mayor que él. Recordó un viernes por la tarde en que la desnudó y acarició sus pezones endurecidos. Recordó sus jadeos y su sexo húmedo. Al otro lado de la ventana, tras las cortinas echadas, llovía silenciosamente. Ella sopesó los testículos de Tengo en la palma de la mano. Pero recordarlo no lo excitó. Todas esas imágenes y sensaciones quedaban muy atrás, imprecisas, como si las cubriera una fina membrana.
Poco después, la enfermera abrió los ojos y miró a Tengo. Esa mirada parecía adivinar sus pensamientos. Pero no le reprochaba nada. Se levantó, esbozando una leve sonrisa, y observó a Tengo, todavía sentado.
—Tengo que irme. —Se llevó la mano al pelo y, tras comprobar que el bolígrafo seguía allí, se dio la vuelta y se marchó.
Al anochecer solía llamar a Fukaeri. Ésta siempre le decía que no había ocurrido nada en particular. El teléfono del piso sonaba varias veces, pero ella no lo cogía, como él le había recomendado. «Así me gusta», le decía Tengo. «Tú déjalo sonar».
Habían acordado que, cuando él la llamara, esperaría a que el teléfono diera tres tonos, luego colgaría y volvería a llamar, pero, a partir de cierto momento, Fukaeri dejó de respetar la norma. A menudo cogía el auricular al primer tono.
—Tienes que hacerlo como hemos acordado —le advertía Tengo.
—Sé quién llama, así que no te preocupes —decía Fukaeri.
—¿Cómo sabes que soy yo?
—Eres el único que llama.
«Tiene razón», pensaba él. En cierto modo, también él sabía cuándo lo llamaba Komatsu. El teléfono sonaba apremiante y nervioso, como si alguien tamborileara con la yema de los dedos sobre el escritorio. Sin embargo, no dejaba de ser «en cierto modo». Nunca tenía la plena seguridad de que fuera Komatsu.
La vida de Fukaeri no era menos monótona que la de Tengo. No podía salir del piso. No tenía televisión ni leía libros. Apenas comía, de modo que por el momento no necesitaba hacer la compra.
—Como no me muevo, no necesito comer demasiado —dijo Fukaeri.
—¿Y qué haces todo el día ahí sola?
—Pensar.
—¿En qué?
La chica no respondió a la pregunta.
—El cuervo siempre viene.
—Viene una vez todos los días.
—Una vez, no. Varias —lo corrigió ella.
—¿Siempre es el mismo cuervo?
—Sí.
—¿No ha venido nadie más, aparte del cuervo?
—El hombre de la ene-hache-ca ha vuelto.
—¿El mismo de la otra vez?
—Grita que el señor Kawana es un ladrón.
—¿Quieres decir que grita eso delante de la puerta?
—Para que todos lo oigan.
Tengo se quedó pensativo.
—No te preocupes, no tiene nada que ver contigo. No te pasará nada.
—Dijo que sabía que me escondía aquí.
—No tienes de qué preocuparte —la tranquilizó Tengo—. Ese hombre no sabe nada. Sólo son amenazas. Los de la NHK utilizan a veces ese truco.
Tengo había visto cómo su padre se valía de esa artimaña. Los domingos, su voz resonaba con insidia en los pasillos de los edificios de viviendas. Profería burlas y amenazas. Tengo se masajeó suavemente las sienes con la yema de los dedos. Los recuerdos brotaron, trayendo consigo su pesada carga añadida.
Fukaeri preguntó, como si hubiera percibido algo en su silencio:
—¿No pasa nada?
—No. No le hagas caso a ese hombre.
—Eso me dijo también el cuervo.
—Me alegro —contestó Tengo.
Desde que Tengo había visto las dos lunas en el cielo y la crisálida de aire en la habitación de su padre, ya nada le sorprendía. ¿Qué tenía de extraño que Fukaeri intercambiara pareceres con un cuervo junto al alféizar de la ventana?
—Voy a quedarme unos días más. Todavía no puedo regresar a Tokio. ¿No te importa?
—Deberías quedarte todo el tiempo que quieras.
Entonces, Fukaeri colgó. La conversación se extinguió al instante. Como si alguien hubiera cortado la línea telefónica con un hacha bien afilada.
A continuación, Tengo llamó a Komatsu a la editorial, pero no lo encontró. Se había pasado por allí a la una, pero ahora no sabían dónde estaba, ni si iba a volver. Nada fuera de lo corriente. Tengo les dio el teléfono de la clínica y les pidió que le dijeran a Komatsu que, cuando pudiera, lo telefoneara; en principio, durante el día, estaría localizable en ese número. Prefería no darle el teléfono de la fonda y exponerse a que lo llamara a medianoche.
Había hablado con Komatsu por última vez a finales de septiembre. Una breve conversación telefónica. Desde entonces no había tenido noticias suyas, ni Tengo se había puesto en contacto con él. A finales de agosto, Komatsu se había esfumado durante tres semanas, hasta pasados mediados de septiembre. Al parecer, había llamado a la editorial y, de manera vaga, los avisó de que no se encontraba bien y necesitaba tomarse un descanso. En esas tres semanas no había vuelto a ponerse en contacto con ellos. Prácticamente, podía decirse que se encontraba en paradero desconocido. Eso a Tengo lo inquietó, pero no hasta el punto de alarmarlo. Komatsu iba siempre a la suya. En cualquier momento reaparecería y se sentaría a trabajar como si nada hubiera ocurrido.
Ninguna empresa consiente ese comportamiento caprichoso en sus empleados, pero, en esas tres semanas, algún compañero hizo malabarismos y evitó que Komatsu se metiera en un buen lío. Eso no quería decir que sus compañeros lo respetaran, pero siempre había algún buenazo que le sacaba las castañas del fuego. El resto, cuando el asunto no era muy serio, hacía la vista gorda. Komatsu era un tipo egocéntrico y arrogante, y no sabía trabajar en equipo, de acuerdo, pero era un buen profesional y, después de todo, él solo, sin ayuda, había convertido La crisálida de aire en un éxito de ventas. No podían despedirlo así como así.
Tal y como Tengo había previsto, un buen día Komatsu volvió a la editorial sin previo aviso, sin dar explicaciones ni disculparse, y se puso otra vez manos a la obra. Se lo contó de pasada otro editor, conocido de Tengo, que lo había llamado por cierto asunto.
—Entonces, ¿se ha recuperado? —le preguntó Tengo al editor.
—Sí, ya está bien —le contestó—. Aunque se lo ve más callado que de costumbre.
—¿Más callado? —dijo Tengo un tanto sorprendido.
—Sí, bueno, menos sociable, quiero decir.
—¿De veras habrá estado enfermo?
—Eso no lo sé —respondió el editor con desgana—. Es lo que él dice, y no hay más remedio que creerlo. Pero, bueno, gracias a que ha vuelto, se están resolviendo muchos problemas pendientes. En su ausencia, se montó un buen follón con todo lo de La crisálida de aire.
—Hablando de La crisálida de aire, ¿se sabe algo de Fukaeri?
—Nada. Seguimos en las mismas. No hay ninguna novedad. Ya no sabemos qué hacer.
—Últimamente he estado leyendo la prensa y no he encontrado ningún artículo sobre ella.
—En general, los medios de comunicación ya no hablan del asunto o mantienen una distancia prudencial. La policía tampoco está tomando ninguna medida clara. Komatsu puede darte más detalles. Pero, como te he dicho, estos días apenas habla. Vamos, que no parece él. Ya no se le ve tan seguro de sí mismo, se ha vuelto más introspectivo y anda todo el día pensando en sus cosas. También le ha salido el mal genio. A veces parece que se olvide de que hay gente a su alrededor. No sé, como si estuviera solo dentro de un agujero.
—Introspectivo —repitió Tengo.
—Cuando hables con él lo entenderás.
Tengo le dio las gracias y colgó.
Unos días después, al anochecer, Tengo probó a llamar a Komatsu. Esta vez sí estaba en la editorial. Como le había dicho el otro editor, notó que Komatsu no hablaba como siempre. Solía expresarse con fluidez, sin apenas interrumpirse, pero en esa ocasión habló confusamente y como si tuviera la mente en otro lado. A Tengo le pareció que algo le preocupaba. En todo caso, no era el Komatsu impertérrito de siempre. Komatsu actuaba siempre a su peculiar modo y a su propio ritmo, pero, cuando se veía con Tengo, no dejaba que las preocupaciones o los problemas aflorasen.
—¿Ya se encuentra bien? —se interesó Tengo.
—¿Si me encuentro bien?
—¿No se tomó unas vacaciones porque se encontraba mal?
—Ah, sí —contestó Komatsu como si se hubiera acordado de eso de repente. Siguió un breve silencio—. Estoy bien. Ya hablaremos, pronto. Ahora no.
«Ya hablaremos, pronto», pensó Tengo. Decididamente, hablaba de un modo extraño. Le faltaba algo así como cierta distancia. De su boca salían palabras planas, sin profundidad.
Tengo, tras poner fin a la conversación, colgó. No había sacado a colación el tema de Fukaeri y La crisálida de aire, porque en el tono de Komatsu percibió que trataba de evitarlo. ¿Desde cuándo Komatsu no podía explicar algo?
Ésa fue, pues, la última vez que había hablado con él, a finales de septiembre. Desde entonces habían pasado más de dos meses. A Komatsu le gustaba mantener largas conversaciones telefónicas. Dependía de quién fuese su interlocutor, por supuesto, pero por lo general al hablar ponía en orden sus ideas, soltando todo lo que se le pasaba por la cabeza. Tengo era para él, por así decirlo, un frontis de tenis con el que entrenarse. Telefoneaba a Tengo cuando le apetecía, sin un motivo concreto. Y, por lo general, a horas intempestivas. Cuando no le apetecía, no lo telefoneaba, y en ocasiones dejaba pasar muchos días entre una llamada y otra. Sin embargo, no era normal que llevara más de dos meses sin ponerse en contacto con él.
«Quizá pase por una época en la que no le apetezca demasiado hablar con los demás. A todo el mundo le ocurre. Komatsu no iba a ser una excepción». Tengo tampoco tenía ningún asunto urgente que tratar con él. La novela se vendía poco, apenas se hablaba de ella y nadie sabía dónde estaba Fukaeri. Si Komatsu quería hablar con él, ya lo llamaría. Si no lo llamaba, era porque no necesitaba hacerlo.
Con todo, Tengo no se arrepentía de haber hecho esa llamada. Y las palabras de «Ya hablaremos, pronto», se le quedaron prendidas en un rincón de su mente.
Llamó al amigo que lo sustituía en la academia y le preguntó cómo iban las cosas. El amigo le respondió que todo iba bien.
—¿Qué tal tu padre? —añadió éste.
—Sigue en coma. Respira y tiene la temperatura y la tensión bajas, aunque estables. Pero está inconsciente. Seguramente, no sufre. Es como si se hubiera ido al mundo de los sueños.
—Quizá sea una buena forma de morir —comentó el otro sin mostrar el menor sentimiento. Lo que había querido decir era: «Quizá mi manera de hablar resulte poco delicada, pero, pensándolo bien, tal vez, en cierto modo, sea una buena forma de morir». Había omitido el preámbulo. Tras pasar varios años en la Facultad de Matemáticas, se había acostumbrado a hablar con elipsis. En él no era algo artificial.
—¿Te has fijado en la Luna últimamente? —le preguntó de repente Tengo. Si había alguna persona en el mundo a la que no le hubiera extrañado que le preguntaran de pronto por la Luna, era su amigo.
Pensó un poco antes de responder:
—Pues ahora que lo dices, no, no recuerdo haberme fijado en la Luna estos días. ¿Qué le pasa?
—Cuando tengas un rato libre, échale un vistazo. Quiero ver qué te parece.
—¿Qué me parece? ¿En qué sentido?
—En cualquier sentido. Quiero saber qué piensas al verla.
Hubo una breve pausa.
—A lo mejor me resulta difícil explicarte lo que pienso.
—No te preocupes. Lo importante son sus características manifiestas.
—¿Quieres que mire la Luna y te diga lo que pienso sobre sus características manifiestas?
—Sí —dijo Tengo—. Tú mírala. No hace falta que pienses en nada.
—Hoy está nublado y no se verá, pero la próxima vez que esté despejado la miraré. Si me acuerdo, claro.
Tengo se lo agradeció y colgó. Si se acordaba. Ese era el problema de los matemáticos. En todo lo que no les concernía directamente, su memoria tenía una vida muy corta.
Al anochecer, antes de dejar la clínica, Tengo se despidió de Tamura, que estaba tras el mostrador de recepción.
—Gracias por todo. Buenas noches —le dijo.
—¿Cuántos días más se va a quedar? —le preguntó ella subiéndose el puente de las gafas con el dedo. Debía de haber acabado ya su turno, porque en vez del uniforme llevaba una falda plisada de color burdeos, una blusa blanca y una rebeca gris.
—Todavía no lo he decidido. Según cómo marchen las cosas…
—¿Y va a seguir faltando al trabajo?
—Me sustituye un profesor, así que por ahora no hay problema.
—¿Dónde cena normalmente? —le preguntó la enfermera.
—En algún restaurante del pueblo —le contestó Tengo—. En la fonda sólo dan desayunos, así que voy a cualquier restaurante cercano y pido un menú o un donburi.[9]
—¿Está bueno?
—Digamos que no es una delicia, pero tampoco me importa.
—¡No puede ser! —dijo la enfermera muy seria—. Tiene que alimentarse bien. Últimamente tiene una cara que parece un caballo dormido de pie.
—¿Un caballo dormido de pie? —dijo Tengo sorprendido.
—¿Nunca ha visto a uno?
Tengo sacudió la cabeza.
—No.
—Pues se les pone la misma cara que tiene usted ahora mismo. Puede ir al baño y mirarse en el espejo. Así, a simple vista, no se sabe si está durmiendo, pero, si uno se fija bien, sí que lo está. Aunque tiene los ojos abiertos, no ve nada.
—¿Un caballo dormido con los ojos abiertos?
La enfermera asintió.
—Igual que usted.
Tengo se planteó ir al lavabo a mirarse al espejo, pero enseguida desistió.
—De acuerdo. Intentaré alimentarme mejor.
—¿Por qué no viene a cenar yakiniku?[10]
—¿Yakiniku? —Tengo no comía demasiada carne. Le gustaba, pero, por lo general, no le apetecía. Sin embargo, al oír a la enfermera se dijo que no era mala idea; hacía tiempo que no comía carne. Y, ciertamente, el cuerpo le pedía algo nutritivo.
—Esta noche hemos quedado con las demás para ir a cenar yakiniku. ¿Por qué no se apunta?
—¿Las demás?
—Las tres acabamos hoy a las seis y media. ¿Qué le parece?
Las otras dos eran Ōmura y la joven y menuda Adachi. Por lo visto, se llevaban bien, incluso fuera del trabajo. Tengo dudó. Prefería no alterar su sencillo ritmo de vida, pero no se le ocurrió ninguna disculpa verosímil. Todo el mundo sabía que a él le sobraba el tiempo.
—Bueno, si no os importa… —dijo Tengo.
—Claro que no —afirmó ella—. Si me importara, no lo invitaría, así que no se preocupe y véngase con nosotras. De vez en cuando no viene mal que nos acompañe un hombre joven y sano.
—Bueno, sano sí que estoy… —dijo Tengo dubitativo.
—Pues eso es lo principal —sentenció la enfermera en un tono profesional.
No era frecuente que las tres terminaran su turno a la misma hora, pero hacían todo lo posible para salir juntas una vez al mes. Entonces iban a la ciudad, cenaban «algo nutritivo», bebían, cantaban en el karaoke, se desmelenaban un poco y liberaban lo que podría llamarse energía sobrante. Sin duda necesitaban ese tipo de distracción. La vida en el pueblo era monótona y, aparte de los médicos y de las demás compañeras, el resto sólo eran ancianos que habían perdido el vigor y la memoria.
Las tres enfermeras comían y bebían con fruición. Mientras ellas se divertían, Tengo, incapaz de seguirles el ritmo, picaba yakiniku y bebía cerveza tratando de no emborracharse. Al salir del restaurante fueron a un bar con karaoke, pidieron una botella de whisky y se pusieron a cantar. Las enfermeras entonaron una tras otra sus canciones favoritas y luego interpretaron juntas una pieza de Candies[11] con coreografía y todo. Posiblemente la habían ensayado. Les salió muy bien. Tengo, pese a que se le daba mal cantar, se animó con una canción de Yosui Inoue cuya letra a duras penas recordaba.
La joven Adachi, por lo general poco habladora, se volvió vivaracha y resuelta bajo los efectos del alcohol. Sus mejillas sonrosadas adquirieron un color aún más saludable, como si estuvieran bronceadas. Entre risas sofocadas provocadas por bromas pueriles, se apoyó con toda naturalidad en el hombro de Tengo, que estaba a su lado. Ōmura se había puesto un vestido azul claro; llevaba el pelo suelto, lo que la hacía parecer tres o cuatro años más joven, y su tono de voz era más grave. Se había deshecho de su serio porte profesional y se movía con languidez, como si hubiera adoptado otra personalidad. Tamura, con sus gafas de montura metálica, era la única cuyo aspecto y manera de actuar no habían cambiado.
—Esta noche, una vecina se ha quedado con los niños —le contó Ōmura a Tengo—. Mi marido trabaja de noche. Debo aprovechar estos momentos para divertirme todo lo que pueda. Es importante pasarlo bien, ¿verdad, Tengo?
Hacía un tiempo que habían dejado de tratarlo de señor Kawana. Ahora era Tengo y todos lo tuteaban. Por algún motivo, todos a su alrededor habían pasado a llamarlo por su nombre de pila de manera espontánea. Incluso sus alumnos de la academia lo llamaban así a sus espaldas.
—Sí, claro —afirmó él.
—Nosotras lo necesitamos como el aire que respiramos —dijo Tamura mientras bebía del Suntory Old rebajado con agua—. También nosotras somos de carne y hueso.
—Debajo del uniforme hay simples mujeres —añadió Adachi.
Y se rió entre dientes de lo que acababa de decir.
—Dime, Tengo —dijo Ōmura—, ¿te importa que te haga una pregunta?
—¿De qué se trata?
—¿Sales con alguna chica?
—Sí, yo también quiero saberlo —añadió Adachi mientras mordisqueaba kikos con sus grandes dientes blancos.
—Es una historia larga y complicada —respondió Tengo.
—¡Estupendo! —comentó la experimentada Tamura—. Tenemos todo el tiempo del mundo, así que adelante.
—¡Sí, sí, cuéntanosla! —exclamó Adachi dando palmadas y riéndose.
—No tiene ningún interés —dijo Tengo—. Es una historia muy manida y sin sentido.
—Bueno, entonces basta con que nos cuentes el final —dijo Adachi—. ¿Sales con alguien, sí o no?
Tengo se dio por vencido:
—Resumiendo, se podría decir que no salgo con nadie.
—¡Vaya! —dijo Tamura. Entonces removió los hielos de la copa con el dedo y luego se lo chupó—. Eso no está bien. ¡Pero que nada bien! Es una pena que un joven atractivo como tú no tenga una pareja con la que salir.
—Tampoco es bueno para el cuerpo —terció la fornida Ōmura—. Cuando pasas demasiado tiempo a solas, te vuelves lelo.
La joven Adachi volvió a reírse entre dientes. «Te vuelves lelo», repitió. Luego se llevó un dedo a la sien y apretó.
—Hasta hace poco tenía a alguien —les explicó Tengo.
—Entonces, ¿hace poco que has dejado de tenerla? —preguntó Tamura mientras se colocaba el puente de las gafas con el dedo.
Tengo asintió con la cabeza.
—¿Qué ocurrió? ¿Te dejó? —preguntó Ōmura.
—No sé cómo explicarlo —comentó Tengo—. Puede que sea eso. Seguramente me dejó, sí.
—Oye, ¿no sería una mujer bastante mayor que tú? —inquirió Tamura con los ojos entornados.
—Sí, efectivamente —respondió Tengo. ¿Cómo lo sabía?
—¿Veis? ¡Os lo dije! —se jactó Tamura frente a las otras dos enfermeras, que asintieron. Le explicó a Tengo—: Les dije: «Seguro que está saliendo con una mujer mayor que él». Las mujeres nos olemos esas cosas.
Adachi hizo ver que olfateaba.
—Y seguro que estaba casada —aventuró Ōmura con voz lánguida—. ¿Me equivoco?
Tras titubear un instante, Tengo negó con la cabeza. No tenía sentido mentir.
—¡Qué pillo! —exclamó Adachi pellizcándole en el muslo.
—¿Cuántos años te llevaba?
—Diez.
Tamura soltó una risa extraña, una especie de: «¡Jo, joo!».
—Una mujer madura da mucho cariño, ¿a que sí? —dijo Ōmura, madre de dos hijos—. Yo también me voy a esforzar para consolar al tierno y solitario Tengo. Aquí donde me veis, todavía tengo buen tipo. —Tomó entonces la mano de Tengo e hizo amago de llevársela hacia su pecho, pero las otras dos la detuvieron.
Debían de pensar que, por mucho que se emborracharan y se desmelenaran, no debían traspasar la línea que separaba a las enfermeras de los familiares de los pacientes. O quizá tenían miedo de que alguien las viera. En aquel pequeño pueblo los rumores sin duda corrían como la pólvora. O quizás el marido de Ōmura era muy celoso. También Tengo prefería evitarse más complicaciones.
—¡Pero Tengo es una persona admirable! —dijo Tamura para cambiar de tema—. ¡Venir desde tan lejos y leerle todos los días a su padre durante unas horas! Eso no lo hace todo el mundo.
La joven Adachi ladeó ligeramente la cabeza y habló:
—Sí, es realmente digno de admiración.
—Nosotras siempre te estamos elogiando.
Tengo se sonrojó. No había ido a ese pueblo costero para cuidar de su padre, sino porque quería volver a ver la crisálida de aire emitiendo aquella luz mortecina y a Aomame durmiendo en su interior. Ésa era prácticamente la única razón por la que Tengo se había quedado allí. Cuidar a su padre en coma no era más que un pretexto. Pero eso no podía confesárselo. Y si lo hacía, tendría que empezar explicándoles qué era la crisálida de aire.
—La verdad es que hasta ahora nunca había hecho nada por él —dijo Tengo titubeando, mientras encogía su corpachón con torpeza sobre la sillita de madera en que estaba sentado. Sin embargo, las enfermeras sólo vieron en esa actitud una muestra de humildad.
Tengo quería decirles que le había entrado sueño para poder levantarse y regresar a la fonda, pero no encontraba el momento oportuno. No era de los que sabían imponerse.
—Oye —dijo Ōmura, y carraspeó—, volviendo al tema de antes, ¿por qué rompiste con esa mujer casada? ¿No os iba bien? ¿O acaso se enteró el marido?
—No sé por qué —contestó Tengo—. A partir de cierto momento rompió todo contacto conmigo.
—¡Vaya! —exclamó la joven Adachi—. A lo mejor acabó harta de ti…
La fornida Ōmura meneó la cabeza y señaló hacia Adachi con el índice:
—¿Y tú qué sabrás de eso? No tienes ninguna experiencia. No me creo que una mujer de cuarenta años casada seduzca a un chico tan joven, sano y apetecible, se lo lleve al catre y luego diga: «¡Hala! Muchas gracias. Ha estado muy bien. ¡Adiós!». En todo caso, si hubiera sido al revés…
—Quizá tengas razón —dijo Adachi inclinando ligeramente la frente, dubitativa—. La verdad es que no sé…
—Pues es así —insistió Ōmura. Observó a Tengo como si comprobara a unos pasos de distancia las letras esculpidas con un cincel en una lápida, y luego asintió—. Ya te darás cuenta cuando envejezcas.
—Buff… Yo hace ya una eternidad que no lo hago —dijo Tamura recostada en el asiento.
Después las enfermeras cotillearon un buen rato sobre los escarceos amorosos de alguien a quien Tengo no conocía (tal vez otra enfermera colega). Con el vaso de whisky rebajado, y mientras miraba a las tres, se acordó de las tres brujas que salen en Macbeth. Las tres que, recitando el conjuro «Lo bello es feo y lo feo es bello», infundían en Macbeth aspiraciones perversas. Por supuesto, Tengo no consideraba a las tres enfermeras seres malignos. Al contrario, eran amables y honestas, desempeñaban su oficio con celo y cuidaban de su padre. Sencillamente, se veían obligadas a trabajar muchas horas, llevaban una vida muy poco apasionante en un pequeño pueblo cuya actividad giraba en tomo a la pesca, y una vez al mes liberaban el estrés acumulado. Sin embargo, cuando la energía de aquellas tres mujeres de diferentes generaciones confluyó delante de él, los yermos de Escocia le vinieron a la mente. Un cielo encapotado y un frío viento que, mezclado con lluvia, soplaba entre los brezos.
En la universidad, en las clases de inglés, había leído Macbeth, de la que recordaba unos versos:
By the pricking of my thumbs,
something wicked this way comes.
Open, locks,
whoever knocks!
Por el picor que noto en mis pulgares
sé que algo infame se acerca.
¡Abridle los cerrojos
a quienquiera que llame a la puerta!
¿Por qué se le habrían quedado grabados? Ni siquiera se acordaba de qué personaje los declamaba… Entonces recordó al cobrador de la NHK que había llamado con insistencia a la puerta de su piso en Kōenji. Tengo se observó los pulgares. No notaba ningún picor. Y, sin embargo, en las magistrales rimas de Shakespeare había algo funesto.
Something wicked this way comes…
«Espero que Fukaeri no abra los cerrojos».