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AOMAME

Por mucho que se esconda y contenga la respiración

A Aomame, encerrada todo el día en el piso, esa vida solitaria y monótona no le resultaba excesivamente penosa. Se levantaba a las seis y media y desayunaba algo sencillo de preparar. Durante una hora lavaba la ropa, o planchaba o barría el suelo. Antes de comer, en los aparatos que Tamaru le había proporcionado, hacía una hora y media de ejercicio intenso y eficaz. Como buena instructora que era, sabía qué músculos debía estimular cada día y durante cuánto tiempo. Discernía con claridad hasta qué punto el esfuerzo era beneficioso y a partir de qué punto era excesivo.

La comida consistía principalmente en verdura y fruta. Después de comer se sentaba en el sofá, donde leía y se echaba una pequeña siesta. Por la tarde cocinaba durante más o menos una hora, y antes de las seis ya había terminado de cenar. Cuando anochecía, salía al balcón, se sentaba en la silla de jardín y vigilaba el parque infantil. A las diez y media se metía en la cama. Así un día tras otro. Sin embargo, esa vida no la aburría en absoluto.

Nunca había sido demasiado sociable. Pasar mucho tiempo sin ver a nadie ni hablar con nadie no la incomodaba. Cuando era pequeña, en el colegio apenas hablaba con sus compañeros. A decir verdad, nadie le hablaba a menos que fuera necesario. En su clase, ella era el elemento discordante e «incomprensible» que debía ser excluido o ignorado. A Aomame no le parecía justo. Si hubiera hecho algo malo, quizá se merecería que la excluyeran. Pero no era así. Para sobrevivir, una niña debe obedecer en silencio lo que le ordenan sus padres. Por eso tenía que rezar en voz alta antes de comer, recorrer la ciudad todos los fines de semana con su madre para captar nuevos adeptos, negarse a ir a las excursiones a templos budistas y sintoístas y a las celebraciones de Navidad por motivos religiosos, y vestir ropa usada, todo ello sin rechistar. Los niños que la rodeaban, sin embargo, desconocían esas circunstancias y tampoco intentaban comprenderla. Sólo sentían aversión hacia ella. Hasta los profesores la consideraban un estorbo.

Aomame podría haber mentido a sus padres, claro. Podría no haber rezado y haberles dicho que rezaba sus oraciones antes de cada almuerzo. Pero no quería hacerlo. Primero, porque no quería mentir a Dios —existiera o no realmente— y, segundo, porque, a su manera, estaba enfadada con sus compañeros. «Si quieren odiarme, que me odien cuanto quieran», pensaba. Rezar se había convertido en un desafío frente a ellos. «La justicia está de mi lado».

Despertarse cada mañana y vestirse para ir al colegio era una tortura. A menudo, con los nervios, se le descomponía el estómago y a veces vomitaba. Otras veces, tenía fiebre o dolor de cabeza y sentía los brazos y las piernas doloridos. A pesar de ello, nunca faltaba a clase. Si faltara un solo día, razonaba, querría seguir faltando más y, si eso ocurriera, probablemente nunca más volvería al colegio. Eso significaría que sus compañeros y los profesores habrían vencido. Sin duda, todos se habrían sentido aliviados si ella hubiera desaparecido de las aulas. Y ella, que no iba a permitir que se sintieran aliviados, acudía siempre al colegio, aunque tuviera que arrastrarse hasta allí. Y lo aguantaba todo en silencio, con los dientes apretados.

Comparado con aquella amarga época, estar encerrada en un piso pulcro sin hablar con nadie no era nada. Comparado con el sufrimiento de tener que callar mientras los demás charlaban alegremente, guardar silencio sola era mucho más fácil y natural. Tenía libros para leer. Empezó la novela de Proust que Tamaru le había recomendado, pero se dio cuenta de que en un día no podía leer más de veinte páginas. Leía las veinte páginas poniendo toda su atención, deteniéndose con calma en cada palabra. Al terminar, cogía otro libro. Antes de dormirse, siempre leía algunas páginas de La crisálida de aire. Tengo había colaborado en esa novela y, además, en cierto sentido, era su manual para sobrevivir en 1Q84.

También escuchaba música. La anciana le había hecho llegar una caja de cartón llena de casetes de música clásica. Incluía sinfonías de Mahler, música de cámara de Haydn y música para clave de Bach, entre otras piezas de diferentes estilos y géneros. También estaba la Sinfonietta de Janáček, que ella había pedido. Una vez al día, mientras hacía ejercicio, la escuchaba en silencio.

El otoño se fue instalando calladamente. Con el paso de los días, tenía la sensación de que, poco a poco, su cuerpo se iba volviendo transparente. Se esforzó en pensar lo mínimo. Pero no pensar en nada era imposible. Cuando se produce un vacío, siempre hay algo que lo llena. Por lo menos, se consolaba, en ese momento no sentía la necesidad de odiar nada ni a nadie. No tenía que odiar a sus compañeros ni a sus profesores. Ya no era una niña vulnerable, y tampoco le imponían una fe. No tenía que aborrecer a los hombres que propinaban palizas a las mujeres. Esa ira que, de vez en cuando, invadía su cuerpo como una marea —esa violenta agitación que la llevaba a querer golpear irracionalmente las paredes— había desaparecido sin que ella se diera cuenta. No sabía por qué, pero no había vuelto a invadirla. Y Aomame lo agradecía. Si fuera posible, le gustaría no tener que volver a herir a nadie. Del mismo modo que no quería que la hiriesen a ella.

Las noches en que no podía dormir, pensaba en Tamaki Ōtsuka y Ayumi Nakano. Al cerrar los párpados, los recuerdos de cuando abrazaba sus cuerpos resurgían con nitidez. Ambas tenían una piel suave y brillante, y cuerpos cálidos. Cuerpos tiernos, profundos. Sangre fresca corría por ellos, y sus corazones palpitaban con un benigno latir acompasado. Pequeños suspiros y risas sofocadas. Dedos finos, pezones erizados, muslos tersos… Pero ellas ya no estaban en este mundo.

La tristeza inundaba el corazón de Aomame silenciosa, furtivamente, como un caudal de agua suave y oscura. En esos momentos, el circuito de su memoria cambiaba de dirección y pensaba con todas sus fuerzas en Tengo. Se concentraba y rememoraba el tacto de la mano de Tengo cuando, a los diez años, en aquella aula, acabadas las clases, sostuvo la mano de él unos minutos. Entonces, la imagen del Tengo treintañero en lo alto del tobogán que había visto hacía unos días se reavivaba en su mente. Imaginaba que aquellos brazos de adulto la abrazaban.

En esos momentos, casi lo alcanzaba con la mano.

«La próxima vez, quizá mi mano llegue a tocarlo de verdad». A oscuras, con los ojos cerrados, Aomame se zambullía en esa posibilidad; se entregaba a sus anhelos.

«Pero si no vuelvo a encontrarme con él, ¿qué demonios haré?». El corazón de Aomame se estremecía. Cuando no había existido ningún punto de conexión real con Tengo, todo había resultado mucho más sencillo. Encontrarse con el Tengo adulto había sido un simple sueño para Aomame y, al mismo tiempo, no dejaba de ser una hipótesis abstracta. Sin embargo, ahora, tras haberlo visto en la realidad, su persona se había vuelto mucho más importante y poderosa que antes. Ocurriera lo que ocurriese, Aomame quería volver a encontrarse con él. Quería que la abrazara y la acariciara de arriba abajo. Sólo de pensar que quizá su sueño nunca se cumpliría, su cuerpo y su alma parecían desgarrarse por la mitad.

«Tal vez debería haberme disparado aquella bala de nueve milímetros delante del anuncio del tigre de Esso. Así no tendría que seguir viviendo con esta angustia». Pero, por alguna razón, había sido incapaz de apretar el gatillo. Había oído una voz. Alguien, desde muy lejos, la llamaba por su nombre. «Quizá vuelva a ver a Tengo». Cuando ese pensamiento cruzó por su mente, dejó de tener motivos para quitarse la vida. Aunque, como le había dicho el líder, con ello pudiera perjudicar a Tengo, ya no podía elegir otro camino. Había sentido un impulso vital que superaba cualquier lógica. Como resultado, en su interior ardía un intenso deseo hacia Tengo. Una sed que nunca se saciaría y el presentimiento de una desesperación.

Aomame, de pronto, una tarde, cayó en la cuenta de por qué tenía sentido seguir viviendo. Uno vive con los ojos puestos en las esperanzas que se le dan, en las esperanzas que uno alberga; las esperanzas son como un combustible. No se puede vivir sin ellas. Pero eso era como lanzar una moneda al aire. Hasta que la moneda cae, no se sabe si saldrá cara o cruz, Al pensar en ello, se le encogió el corazón. Con tal fuerza que tuvo la impresión de que todos los huesos del cuerpo le crujían, y lanzó un alarido.

Se sentó a la mesa y cogió la pistola. Tiró de la corredera, envió una bala a la recámara, levantó el percutor con el pulgar y se metió el cañón en la boca. Presionando un poco con el índice derecho, acabaría al instante con toda esa angustia. Presionando sólo un poco. «Con mover el dedo apenas un centímetro…, no, sólo medio centímetro, me sumergiría en un mundo silencioso, sin sufrir». El dolor no duraría más que un instante. Luego llegaría una nada piadosa. Cerró los ojos. El tigre le sonreía desde el anuncio de Esso con la manguera en la mano. «Ponga un tigre en su automóvil».

Se sacó el duro metal de la boca y sacudió lentamente la cabeza hacia los lados.

«No puedo morir. Delante del balcón está el parque y, en el parque, el tobogán, y mientras exista la esperanza de que Tengo regrese a él, no puedo apretar este gatillo. Me contendré hasta que todas las posibilidades se agoten». Tenía la impresión de que, dentro de ella, se había cerrado una puerta y otra se había abierto en silencio. Aomame tiró de la corredera hacia atrás, sacó la bala de la recámara, le puso el seguro al arma y volvió a dejarla sobre la mesa. Cerró los ojos y le pareció que algo minúsculo irradiaba una luz mortecina en medio de la oscuridad, una luz que poco a poco se iba apagando. Semejaba una especie de polvo de luz muy fino, pero Aomame no sabía qué era.

Sentada en el sofá, se concentró en la lectura de Por el camino de Swann. Trataba de recrear en su mente las escenas de la novela sin que ningún otro pensamiento la estorbase. Fuera comenzaba a caer una lluvia fría. En el parte meteorológico de la radio anunciaban que la lluvia se prolongaría hasta la mañana del día siguiente. El frente de lluvia otoñal se había asentado en la costa del océano Pacífico. Como quien, sumido en sus pensamientos, se olvida del paso del tiempo.

Se dijo que Tengo no acudiría esa noche. El cielo estaba encapotado y gruesas nubes ocultaban la Luna. Aún así, saldría al balcón y vigilaría el parque con una taza de chocolate caliente en la mano. Dejaría los prismáticos y la pistola a un lado y, vestida para poder salir corriendo en cualquier momento, observaría el tobogán azotado por la lluvia. Porque eso era lo único que tenía sentido para ella.

A las tres de la tarde sonó el interfono que había a la entrada del edificio. Aomame lo ignoró. No esperaba ninguna visita. Había puesto agua a hervir para preparar té, pero, por si acaso, apagó el gas y permaneció a la espera. Después de tres o cuatro timbrazos más, se hizo el silencio.

Cinco minutos más tarde, volvió a sonar. Esta vez era el timbre del piso. Fuera quien fuese, esa persona había entrado en el edificio. Estaba delante de la puerta de su apartamento. Quizá se había colado detrás de algún inquilino. O a lo mejor había llamado a otro piso y había dicho cualquier cosa para que le abrieran. Aomame guardó silencio. Tamaru le había dicho que no contestara, bajo ningún concepto; que cerrara con pestillo y contuviera la respiración.

El timbre sonó unas diez veces. Demasiado insistente para ser un vendedor a domicilio, que, como mucho, llamaría tres veces. Aomame seguía callada cuando empezaron a llamar a la puerta con los nudillos. No golpeaban con fuerza, pero sí con firmeza e indignación.

—¡Señora Takai! —dijo entonces la voz grave, un poco ronca, de un hombre de mediana edad—. ¡Señora Takai, buenas tardes! ¿No podría salir un momento?

Takai era el apellido falso que habían puesto en su buzón.

—Señora Takai, siento molestarla, pero ¿no podría abrir? Por favor, serán sólo unos segundos.

El hombre hizo una breve pausa. Cuando vio que nadie contestaba, volvió a golpear con los nudillos, esta vez un poco más fuerte.

—Señora Takai, sé que está usted en casa, así que no se haga la sorda y abra la puerta de una vez. Usted está ahí y me está escuchando.

Aomame cogió la semiautomática de encima de la mesa y le quitó el seguro. La envolvió en una toalla de manos y la empuñó.

No tenía ni idea de quién era ni qué quería ese hombre, pero por algún motivo se mostraba hostil hacia ella y estaba empeñado en que le abriera la puerta. Aquello no le gustó lo más mínimo.

Al cabo de un rato, los golpes cesaron y la voz del hombre volvió a resonar en el rellano.

—Señora Takai, he venido a cobrar la cuota de recepción de la NHK. Sí, la NHK que nos pertenece a todos. Sé que está usted ahí. Me doy cuenta, por más que contenga la respiración. Llevo muchos años en este negocio y sé cuándo no hay nadie en un piso y cuándo la gente finge que no está en casa. Por más que intente no hacer ruido, noto su presencia. La gente respira, los corazones laten y los estómagos hacen la digestión. Señora Takai, ahora mismo está usted en el piso, esperando a que me dé por vencido y me vaya. No tiene intención de abrirme la puerta o de contestarme, porque no quiere pagar la cuota.

El hombre hablaba más alto de lo necesario. Su voz resonaba en el rellano del edificio. Lo hacía adrede. Llamaba al inquilino en voz alta por su nombre, se burlaba de él y lo ridiculizaba para que sirviera de ejemplo al resto de los vecinos. Aomame guardó silencio. Lo ignoró. Luego devolvió el arma a la mesa, pero sin poner el seguro. Tal vez el hombre se hacía pasar por un cobrador de la NHK. Se quedó sentada en la silla del comedor mirando fijamente hacia la puerta.

Tenía ganas de acercarse a la puerta con mucho sigilo y espiar por la mirilla. Quería ver cómo era aquel hombre. Pero no se movió. Era mejor no arriesgarse. Seguro que al cabo de un rato se resignaría y se marcharía.

No obstante, el hombre parecía dispuesto a echar una perorata delante del piso de Aomame.

—Señora Takai, ¡deje de jugar al escondite! No hago esto porque me guste, ¿sabe? También yo tengo otras cosas que hacer. Pero ¿acaso no ve usted la televisión, señora Takai? Pues la gente que ve la televisión tiene que abonar la cuota de la NHK, sin excepciones. Quizás a usted no le haga gracia, pero así lo dicta la ley. No pagar equivale a cometer un hurto. Señora Takai, supongo que no querrá que la traten como a una ladrona por una tontería así, ¿verdad? Vive usted en un edificio estupendo recién construido, así que supongo que podrá permitirse pagar la cuota, ¿me equivoco? Imagino que no le hará ninguna gracia que le hable de estas cosas en voz alta y que se entere todo el mundo, ¿no?

En otras circunstancias, a Aomame le habría importado muy poco que un cobrador de la NHK le reprochara cualquier cosa a voz en grito. Pero ahora se escondía y debía pasar inadvertida. No le interesaba llamar la atención. Y, sin embargo, nada podía hacer, salvo contener el aliento y esperar a que el hombre se largara.

—Señora Takai, se lo repito, sé que está ahí y que me está escuchando atentamente. Estará preguntándose por qué monto este jaleo justamente delante de su piso. ¿Por qué será, señora Takai? Quizá porque no me gusta que la gente finja no estar en casa. ¿No le parece de cobardes? ¿Por qué no abre la puerta y me dice a la cara que no quiere pagar la cuota de la NHK? Se quedaría a gusto. Y yo también me sentiría más a gusto, porque al menos podría hablar con usted. Pero eso de fingir no está bien. Se esconde en la oscuridad, como una rata, y sale a hurtadillas cuando no hay nadie. ¡Qué vida más patética!

«Ese hombre miente», pensó Aomame. «Lo de que nota mi presencia es mentira. No hago ningún ruido, ni siquiera al respirar. En realidad arma jaleo delante de cualquier piso para intimidar a los demás inquilinos. Quiere hacerles creer que les conviene pagar la cuota para evitar que un día aparezca delante de sus puertas y haga lo mismo. Supongo que actúa siempre así y que le da resultado».

—Señora Takai, me imagino que no le caigo simpático. Veo con claridad lo que piensa. Sí, no hay duda de que no soy una persona simpática. No crea que no lo sé. Pero es que, señora Takai, las personas simpáticas no valen para trabajar de cobradores, porque hay mucha gente que no está dispuesta a pagar la cuota de la NHK. Así pues, cuando uno va a reclamar dinero no siempre puede ser agradable. Si por mí fuera, le diría: «¿Ah, que no quiere pagar la cuota de la NHK? Pues muy bien, no se preocupe. No la molesto más», y me iría tan tranquilo. Pero no puede ser. Mi trabajo consiste en cobrar esa cuota y, personalmente, no me gusta nada la gente que me engaña y hace ver que no está. —En ese instante, el hombre calló e hizo una pausa. Después, el ruido de sus nudillos al golpear la puerta resonó diez veces—. Señora Takai, seguro que ya se siente muy incómoda. ¿No empieza a sentirse como una ladrona de verdad? Piénselo bien: no estamos hablando de un dineral. Es lo que pagaría usted en un restaurante familiar barato por una cena sencilla. Con que abone usted esa cantidad, ya no volverán a tratarla de ladrona. No volveremos a montar escándalos delante de su piso ni a llamar a su puerta insistentemente. Señora Takai, sé que se esconde detrás de esa puerta. Usted cree que siempre va a poder esconderse y librarse de pagar. ¡Está bien! ¡Escóndase! Pero por mucho que se esconda y contenga la respiración, un día de estos otro la encontrará. No se va a ir usted de rositas. ¡Recapacite! Gente de todo Japón que lleva una vida mucho más modesta que la suya paga religiosamente cada mes. No es justo.

Golpeó la puerta quince veces. Aomame las contó una por una.

—Entendido, señora Takai. Ya veo que es usted bastante terca. Perfecto. Basta por hoy. Ya me marcho. No pienso perder más tiempo con usted. Pero volveré, señora Takai. Cuando me propongo algo, no me rindo así como así. No me gusta la gente que finge no estar en casa. Volveré y llamaré otra vez a su puerta. Seguiré llamando hasta que se entere todo el mundo. Se lo juro. Le doy mi palabra. ¿Lo ha oído? Entonces, hasta la próxima.

No se oyeron pasos. Quizá llevaba zapatos con suela de goma. Aomame esperó cinco minutos. Conteniendo la respiración, miraba hacia la puerta. Fuera reinaba un silencio sepulcral. Luego se acercó a la puerta, amortiguando el ruido de sus pasos, y se decidió a echar un vistazo por la mirilla. No había nadie.

Le puso el seguro a la pistola. Respiró hondo varias veces y esperó a que se calmaran sus latidos. Luego volvió a encender el fogón y preparó té verde. «Sólo es un cobrador de la NHK», se dijo. Sin embargo, en la voz de aquel hombre había percibido algo malvado, incluso enfermizo. Era incapaz de juzgar si ese algo se dirigía a ella o a esa persona imaginaria que se llamaba Takai, como podía haberse llamado de otra manera. Con todo, su voz ronca y la insistencia con que llamaba a la puerta le habían dejado una sensación incómoda. Como si algo viscoso le ciñera la piel en las zonas del cuerpo que llevaba descubiertas.

Aomame se desnudó y se metió en la ducha. Se lavó bien con jabón bajo el agua caliente. Al salir de la ducha y cambiarse de ropa, se sintió un poco mejor. Aquella sensación desagradable en la piel había desaparecido. Se sentó en el sofá y se tomó el té. Luego se dispuso a leer, pero era incapaz de concentrarse. Fragmentos de lo que el hombre le había gritado resonaban en sus oídos:

«Usted cree que siempre va a poder esconderse y librarse de pagar. ¡Está bien! ¡Escóndase! Pero por mucho que se esconda y contenga la respiración, un día de estos otro la encontrará».

Aomame negó con la cabeza. «No. Ese hombre sólo decía lo primero que se le pasaba por la cabeza. Sólo vociferaba, como si supiera algo, para asustar. No sabía nada de mí. Ni qué he hecho, ni por qué estoy aquí». Aun así, sus latidos no se sosegaron.

«Pero por mucho que se esconda y contenga la respiración, un día de estos otro la encontrará».

Las palabras del cobrador parecían sugerir implicaciones más profundas. «Quizá sólo sea una coincidencia, pero daba la impresión de que el cobrador sabía perfectamente lo que debía decir para inquietarme». Sentada en el sofá, Aomame dejó el libro a un lado y cerró los ojos.

«¿Dónde estás, Tengo?», dijo para sus adentros. Probó a decirlo de viva voz:

¿Dónde estás, Tengo? Encuéntrame enseguida. Antes de que otro me encuentre.