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USHIKAWA

La navaja de Ockham

Ushikawa no acababa de ver de qué manera aquella anciana que vivía en la mansión de Azabu podía estar relacionada con el asesinato del líder de Vanguardia. Había recabado información sobre todo lo que la concernía. La mujer gozaba de un estatus social elevado, y era muy conocida, por lo que no le había costado investigar. Su marido, que había poseído un gran consorcio financiero durante la posguerra, había sido un magnate cuyas influencias se extendían a las esferas políticas. Había operado sobre todo en el sector de las inversiones y en el inmobiliario, pero también había participado en áreas cercanas a esos negocios, como los grandes centros comerciales y las empresas de transportes. Cuando su marido falleció, a mediados de la década de los cincuenta, ella se hizo cargo de los negocios familiares. Tenía talento para la gestión y, sobre todo, habilidad para prever riesgos. En la segunda mitad de los años sesenta, el emporio había crecido tanto que decidió vender acciones de algunos de los negocios mientras su valor estaba alto y redujo paulatinamente el tamaño de la empresa. A partir de entonces se volcó en consolidar los negocios que había conservado. Gracias a ello, cuando sobrevino la crisis del petróleo, minimizó su impacto y el capital fue aumentando progresivamente. Supo transformar lo que para los demás era una crisis en una coyuntura favorable para ella.

En el presente, ya rondando los setenta y cinco años, se había retirado de la gestión de los negocios. Poseía una fortuna y llevaba una vida tranquila en una gran mansión, sin que nadie la molestara. Había nacido en una familia adinerada, se había casado con un hombre acaudalado y, tras perder a su marido, se había enriquecido aún más. ¿Por qué una mujer como ella planearía un asesinato?

Con todo, Ushikawa decidió seguir indagando. Por una parte, porque no había encontrado ninguna otra pista y, por otra, porque había algo en esa «casa de acogida» que la mujer regentaba que levantaba sus sospechas. En el hecho mismo de ofrecer cobijo de manera altruista a mujeres maltratadas no había nada extraño. Se trataba de un servicio de provecho para la sociedad. La anciana disponía de solvencia económica, y las mujeres debían de estarle profundamente agradecidas por la generosidad con que las trataba. Sin embargo, la vigilancia del edificio era demasiado estricta. Cancelas con recias cerraduras, un pastor alemán, cámaras de seguridad. A Ushikawa se le antojaba excesivo.

Primero comprobó a nombre de quién estaba el solar y la casa en la que vivía la anciana. Era información pública y bastaba con ir al ayuntamiento. Ambos estaban exclusivamente a nombre de la mujer. No había ninguna hipoteca. Simple y claro. Aunque los impuestos anuales sobre la propiedad ascendían a una suma considerable, con el capital del que disponía su pago no debía de representar ningún problema. El futuro impuesto de sucesiones también sería una cantidad muy elevada, pero tampoco parecía quitarle el sueño. Algo poco habitual, tratándose de una millonaria. Por lo que Ushikawa sabía, no había nadie en el mundo que aborreciese más pagar impuestos que los ricos.

Al parecer, desde la muerte de su marido, vivía sola en su mansión. Naturalmente, debían de residir en la casa unos cuantos empleados. Había tenido dos hijos: un hombre, con tres hijos a su vez, que había heredado el negocio familiar; y una mujer, casada, que había fallecido por enfermedad hacía quince años, sin dejar hijos.

Había reunido esos datos sin mayores problemas. Pero al intentar dar un paso más y ahondar en su vida privada, de pronto un sólido muro se había interpuesto en su camino. Todas las vías estaban tapiadas. El muro era alto y en la puerta habían echado varias veces la llave. Ushikawa comprendía que la mujer no tuviera la menor intención de exponer su intimidad al público. Y parecía que, para garantizarlo, se invertían todos los esfuerzos y todo el dinero necesarios. Ella jamás respondía a preguntas ni se pronunciaba con respecto a nada. A pesar de hurgar en montañas de documentos, no consiguió ninguna foto de la anciana.

Su nombre venía en la guía telefónica del área de Minato. Ushikawa probó a llamar a ese número. Su modus operandi consistía en tantear directamente todas las posibilidades. Antes del segundo timbrazo, un hombre se puso al teléfono. Ushikawa dio un nombre falso, citó el nombre de una agencia bursátil al azar y fue al grano: «Desearía hablar con la señora de la casa en relación con un fondo de inversiones». El hombre le contestó: «La señora no puede ponerse al teléfono. Si lo desea, puede hablar conmigo para cualquier asunto, y yo se lo transmitiré». Hablaba con una voz neutra que parecía creada por una combinación de aparatos. Ushikawa replicó que, por normas de la agencia, no podía hablar más que con la interesada y que, por tanto, le enviaría la documentación por correo, aunque requiriera más tiempo. El hombre le respondió que lo hiciera de ese modo y colgó.

Ushikawa no se desanimó por no haber podido hablar con ella. Ya se lo imaginaba. Sólo quería saber hasta qué punto se preocupaba por proteger su privacidad. Y el nivel de preocupación era considerable. Cierto número de personas debían de ocuparse de su seguridad dentro de la casa. Lo había percibido en el tono de voz del hombre que se había puesto al aparato, tal vez un secretario. Aunque el nombre de la anciana apareciera en la guía telefónica, pocos podían hablar con ella y el resto era rechazado sin contemplaciones, igual que una hormiga que intentara colarse en un tarro de azúcar.

Ushikawa acudió a inmobiliarias del barrio fingiendo que buscaba un piso de alquiler y preguntó de forma sutil por el edificio que hacía las veces de casa de acogida. En la mayoría de las agencias ni siquiera sabían de la existencia del edificio. Era una de las áreas residenciales más lujosas de Tokio, y trabajaban principalmente con inmuebles caros; no tenían en cartera ni les interesaban antiguos edificios de dos pisos y de madera. Además, sólo con mirar a Ushikawa a la cara y ver cómo iba a vestido, lo trataban como si no existiera. Tanto era así que le daba la impresión de que, si un perro sarnoso con la cola desgarrada y empapado por la lluvia hubiera entrado por una rendija de la puerta, lo habrían tratado con algo más de calidez que a él.

Cuando ya estaba a punto de tirar la toalla, una pequeña inmobiliaria local que parecía llevar bastante tiempo en la zona atrajo su atención. Un viejo de cara amarillenta que atendía el negocio le dio información de buena gana: «¡Ah, sí! Ese edificio…». El hombre era enjuto, como una momia de segunda clase, pero conocía el barrio de punta a rabo y buscaba con quién hablar, fuera quien fuese.

—Sí, pertenece a la mujer del señor Ogata, ¿sabe usted? Antiguamente era un edificio de apartamentos de alquiler. No sé para qué querrían algo así, porque necesitar, no necesitaban alquilar nada. Supongo que lo usaría para alojar al servicio. Ahora no sé muy bien, pero se dice que lo han convertido en un lugar de acogida para mujeres maltratadas. De todos modos, no es negocio para un agente inmobiliario. —El viejo se rió sin abrir la boca; hacía el mismo ruido que un pájaro carpintero.

—¡Vaya! ¿Una casa de acogida? —dijo Ushikawa, y le ofreció un Seven Stars al hombre.

El viejo lo aceptó y lo encendió con el mechero que le tendía Ushikawa. Le dio una placentera calada. A Ushikawa le pareció que el Seven Stars debía de sentirse feliz por que lo fumaran con tal placer.

—Acogen a mujeres a las que, bueno, sus maridos les daban palizas y huyeron con la cara toda hinchada. No les cobran nada, claro.

—Es, digamos, como un servicio a la sociedad, ¿no?

—Sí, algo así. El edificio no les sirve para nada, así que lo utilizan para ayudar a personas necesitadas. Como son ricos hasta decir basta ¿sabe usted?, pueden hacer lo que les dé la gana sin preocuparse por lo que les cuesta. No como nosotros, la plebe.

—Pero ¿por qué haría la señora Ogata algo así? Algún motivo tendrá, digo yo…

—¡Vaya usted a saber! Es millonaria y lo hará para distraerse.

—Pues aunque lo haga para pasar el tiempo, tiene mérito eso de ayudar a la gente necesitada —dijo Ushikawa con una sonrisa—. No toda la gente a la que le sobra el dinero hace eso.

—Pues tiene usted razón, la verdad es que tiene su mérito. Aunque yo antes también le zurraba a mi señora, así que mucho no puedo hablar… —dijo el viejo, y se rió abriendo una bocaza en la que faltaban algunos dientes. Daba la impresión de que pegarle a su mujer había sido una de las mayores alegrías que le había deparado la vida.

—¿Y sabe usted cuánta gente vive ahora allí? —se aventuró a preguntarle Ushikawa.

—Todas las mañanas me doy un paseo y paso por delante, pero desde fuera no se ve un pimiento. De todas formas, seguro que hay bastantes. Parece que en este mundo hay muchos hombres que zurran a sus mujeres.

—Hay muchas más personas que hacen cosas inútiles y malvadas que las que hacen algo por el mundo.

El viejo volvió a reírse, abriendo su bocaza.

—¡Tiene razón! Son muchísimos más los que hacen putadas que los que hacen cosas buenas.

Parecía que Ushikawa le había caído bien al viejo. Eso, en cierto modo, lo intranquilizaba.

—Por cierto, ¿cómo es la señora Ogata? —le preguntó Ushikawa como quien no quiere la cosa.

—Pues, mire, la verdad es que no lo sé —respondió el viejo, y frunció el ceño de manera que éste parecía el espectro de un árbol seco—. Porque lleva una vida muy retirada. Estoy en este negocio desde hace mucho tiempo, pero sólo la he visto pasar alguna vez de lejos. Cuando sale, va en un coche con chófer, y las compras se las hace una criada. También tiene una especie de secretario, ¿sabe usted?, que se encarga prácticamente de todo. De todos modos, esa gente rica y de buena familia nunca trata con chusma como nosotros. —El hombre hizo de pronto una mueca y, desde aquella gran arruga en que se convirtió su cara, le guiñó un ojo.

Parecía decirle que ellos dos, el viejo de cara amarillenta y Ushikawa, eran los principales componentes de ese colectivo al que había llamado «chusma como nosotros».

Ushikawa siguió preguntándole:

—¿Cuánto tiempo hace que la señora Ogata abrió esa casa de acogida para mujeres?

—Pues… no lo sé seguro, porque todo este asunto de la acogida me lo contó alguien. ¿Desde cuándo será…? Hace cuatro años que entra y sale gente del edificio. Sí, hará cuatro o cinco años, por ahí. —El viejo cogió una taza de la que bebió té frío—. Entonces pusieron una cancela nueva y mucha vigilancia. Muy lógico, por otra parte. Si cualquiera pudiera entrar así como así, las mujeres que están dentro vivirían intranquilas, ¿no cree? —El viejo dirigió una mirada inquisitiva a Ushikawa, como si hubiera vuelto de pronto a la realidad—. Entonces, ¿me decía que está usted buscando un piso de alquiler asequible?

—Sí, eso es.

—Pues debería buscar en otra parte. Ésta es una selecta zona residencial, y lo único que hay por aquí de alquiler son edificios carísimos para los extranjeros empleados en las embajadas. Hace mucho tiempo, ¿sabe usted?, en esta zona vivía gente normal y corriente, y nosotros podíamos hacer negocio con esos inmuebles. Pero ahora es otra historia. Si hasta estoy pensando que ya va siendo hora de cerrar el local… El precio del terreno en el centro de Tokio está subiendo como la espuma y las pequeñas agencias no tenemos nada que hacer. Si a usted tampoco le sobra el dinero, le recomiendo que busque en otra zona.

—De acuerdo —dijo Ushikawa—. Por desgracia, el dinero no me sobra. Miraré en otra parte.

Con un suspiro, el anciano expulsó el humo del cigarrillo.

—Además, cuando la señora Ogata muera, la mansión en la que vive, tarde o temprano, también desaparecerá. El hijo es un emprendedor y nunca dejaría ese terreno tan amplio y de primera calidad sin aprovechar. La demolerá de inmediato y construirá un edificio de apartamentos de lujo. No me extrañaría que ya estuviera haciendo los planos…

—Entonces la tranquilidad que se respira en esta zona va a cambiar, ¿no?

—Sí, todo será completamente diferente.

—¿A qué se dedica el hijo?

—Principalmente al negocio inmobiliario, ¿sabe usted? Resumiendo, a lo mismo que nosotros. Sólo que lo hace a gran escala; para entendernos, él es como un Rolls-Royce y nosotros como una bici. Ha ido moviendo capital y comprando inmuebles enormes rápidamente. Se está forrando, y todo se lo guisa y se lo come él sólito, sin dejarnos ni las migajas. Ya le digo, vivimos en un mundo asqueroso.

—Hace un momento, dando una vuelta, la vi de pasada y me quedé admirado. La verdad es que es una mansión formidable.

—Sí, la mejor de la zona. Sólo de pensar que van a talar esos preciosos sauces, se me parte el corazón —se lamentó el viejo, y sacudió la cabeza con tristeza—. Espero que la esposa del señor Ogata viva aún muchos años.

—Ojalá sea así —replicó Ushikawa.

Ushikawa trató de ponerse en contacto con el «Consultorio para Mujeres Víctimas de la Violencia Doméstica». Para su sorpresa, venía, con ese mismo nombre, en la guía telefónica. Era una organización sin ánimo de lucro que llevaban unos voluntarios y la dirigían algunos abogados. La casa de acogida de la anciana, en colaboración con el consultorio, recogía a mujeres que se habían visto obligadas a abandonar su casa. Ushikawa solicitó una entrevista en calidad de presidente de la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón. Les dio a entender que su asociación podía ofrecerles ayuda económica. Entonces fijaron el día y la hora de la entrevista.

Ushikawa tendió una tarjeta de presentación (la misma que le había entregado a Tengo) y explicó que, entre otras iniciativas, su fundación seleccionaba una vez al año a una organización sin ánimo de lucro que destacara por su contribución a la sociedad para concederle una subvención. El Consultorio para Mujeres Víctimas de la Violencia Doméstica era uno de los candidatos de ese año. No podía revelarles quién era el patrocinador, pero el consultorio podría administrar la subvención con total libertad y el único requisito consistía en entregar un sencillo informe al finalizar el año.

El aspecto de Ushikawa no parecía haber causado una buena impresión en el joven abogado que lo atendió. Éste, nada más verle, lo había mirado con recelo. No era de extrañar: su apariencia siempre provocaba rechazo y desconfianza en un primer encuentro. Con todo, el consultorio padecía un déficit crónico de financiación y no podían hacerle ascos a una subvención, así que el abogado dejó a un lado el recelo y se dispuso a escuchar lo que Ushikawa tuviera que contarle.

Ushikawa le pidió que le describiera con más detalle la actividad que realizaban. El abogado le explicó cómo había empezado el consultorio y cómo se constituyó la organización. A Ushikawa aquello le aburría, pero escuchaba aparentando gran interés. Mostraba su acuerdo en el momento preciso, asentía con la cabeza con entusiasmo, adoptaba una expresión dócil y comprensiva. Mientras tanto, el abogado se fue acostumbrando a Ushikawa. Parecía que empezaba a pensar que quizá su recelo fuera infundado. Ushikawa sabía escuchar, y lo hacía con tal honestidad que tranquilizaba a la mayoría de sus interlocutores.

Cuando tuvo ocasión, Ushikawa condujo la conversación hacia la «casa de acogida». Le preguntó dónde se refugiaban esas pobres mujeres que habían huido y que no tenían adonde ir. En su rostro afloraba una expresión de honda preocupación por esas desgraciadas cuyo destino tanto se parecía al de las hojas de un árbol zarandeado por un injusto vendaval.

—Para esos casos contamos con varias casas de acogida —le contestó el joven abogado.

—¿En qué consisten?

—Son lugares de residencia temporal. No disponemos de demasiadas, pero nos las ceden personas caritativas. Una de ellas incluso nos ha ofrecido un edificio entero.

—¡Un edificio entero! —repitió Ushikawa admirado—. ¿Existen personas tan generosas en este mundo?

—Pues sí. Como nuestras actividades aparecen en periódicos y revistas, hay personas que, al enterarse, quieren colaborar y se ponen en contacto con nosotros. Sin la cooperación de esa gente la organización nada podría hacer, porque dependemos exclusivamente de esas contribuciones.

—Realizan ustedes una actividad digna de encomio —afirmó Ushikawa.

El abogado esbozó una sonrisa que puso de manifiesto su vulnerabilidad. Una vez más, en su larga trayectoria profesional, Ushikawa vio confirmado que no había nadie más fácil de engañar que quien está convencido de que hace lo correcto.

—¿Cuántas mujeres viven ahora en el edificio?

—El número varía, pero suele haber unas cuatro o cinco —contestó el abogado.

—Imagino que quien les cedió el edificio tendrá algún motivo en particular para contribuir a su causa, para mostrarse tan generoso…

El abogado ladeó la cabeza, dubitativo.

—La verdad, no sabría decirle, pero si ya antes participaba en este tipo de iniciativas lo hacía a nivel particular. En todo caso, nosotros recibimos su ayuda con inmensa gratitud, y si el benefactor no nos cuenta qué lo mueve a ayudarnos, nosotros no preguntamos.

—Por supuesto —dijo Ushikawa asintiendo con la cabeza—. Y, por cierto, ¿todo lo relativo a la casa de acogida es confidencial?

—Sí. Por un lado, tenemos que proteger a las mujeres, y, por otro, muchos patrocinadores desean permanecer en el anonimato. Recuerde que se trata de casos de violencia de género.

La conversación todavía se prolongó un poco, pero Ushikawa no pudo sonsacarle información más concreta al abogado. Así pues, sólo se enteró de que el consultorio había iniciado su actividad hacía cuatro años y que, poco después, una «persona caritativa» se puso en contacto con ellos y les cedió un edificio entero, recién rehabilitado, para crear un hogar de acogida. El filántropo en cuestión se había enterado de la iniciativa por los periódicos. La condición para cooperar era mantenerlo en el anonimato. Sin embargo, en el curso de la conversación, Ushikawa vio cada vez con mayor claridad que la «patrocinadora» era la anciana de Azabu, y la «casa de acogida», el edificio de madera que poseía.

—Muchas gracias por concederme algo de su tiempo —le agradeció Ushikawa al joven e idealista abogado—. Su iniciativa es provechosa y muy fructífera. Expondré en el próximo consejo de la fundación todo lo que hemos hablado y en breve volveré a ponerme en contacto con usted. Entretanto, les deseo toda la suerte del mundo en su proyecto.

A continuación, Ushikawa averiguó en qué circunstancias había fallecido la hija de la anciana. Cuando murió, con sólo treinta y seis años de edad, la hija estaba casada con un burócrata de élite del Ministerio de Transportes. Todavía no se había esclarecido la causa de la muerte. El marido dejó el ministerio poco después de quedarse viudo. Hasta ahí llegaba la información que había podido recabar. No sabía por qué el marido había dejado de pronto el ministerio, ni qué clase de vida llevaba desde entonces. Su retiro podría estar relacionado o no con la muerte de su mujer. El Ministerio de Transportes no era precisamente una institución gubernamental que ofreciera información interna al primer ciudadano que se presentara. Pero el fino olfato de Ushikawa le decía que ahí había algo extraño. No se creía que el hombre hubiera abandonado su carrera y se hubiera alejado de toda vida social por la aflicción que hubiera podido causarle la pérdida de su mujer.

Hasta donde se le alcanzaba, no había demasiadas mujeres que muriesen a los treinta y seis años por enfermedad. Obviamente, eso no quería decir que no las hubiera. Tengas la edad que tengas, y aunque vivas entre algodones, enfermas de repente y mueres. Hay cánceres, tumores cerebrales, peritonitis y pulmonías agudas. El cuerpo humano es frágil e inestable. Pero, en términos estadísticos, muchas veces, cuando una mujer de la clase alta pasa a mejor vida a los treinta y seis años, no es por muerte natural, sino por accidente o por suicidio.

«Vamos a especular un poco», pensó Ushikawa. «Siguiendo la célebre ley de la navaja de Ockham, formularé hipótesis lo más sencillas posible. Luego eliminaré los factores superfluos y analizaré los hechos a la luz de la lógica.

«Supongamos que la hija no falleció por enfermedad, sino que se suicidó», pensó Ushikawa mientras se frotaba las manos. «Hacer pasar un suicidio por una muerte por enfermedad no es tan difícil. Y menos aún para alguien con dinero e influencia. Dando un paso más, imaginemos que la hija sufría malos tratos y, desesperada, se quitó la vida. No es tan descabellado. De todos es sabido que una parte no pequeña de la llamada élite social tiene —como si acaparasen en este campo un mayor cupo del que les corresponde— un carácter perverso y tendencias insidiosas y retorcidas.

»En ese caso, ¿qué haría la anciana, su madre? ¿Se resignaría, pensando que ante el destino nada podía hacer? No, imposible. Seguro que intentaría darle su merecido al causante de la muerte de su hija». Ushikawa ya se había forjado una idea de cómo era la anciana: una mujer sagaz y valiente, lúcida, que llevaba a cabo al instante cuanto se proponía. Y para ello no tenía reparos en valerse de su influencia y sus recursos. Nunca dejaría impune a quien hirió, vejó y, finalmente, robó la vida de su ser más querido.

A Ushikawa no le interesaba qué clase de venganza había infligido al marido. Éste se había desvanecido en el aire, literalmente. No creía que la anciana hubiera llegado al extremo de quitarle la vida. Era prudente, comedida. No haría algo tan desmedido. Pero sin duda había tomado medidas drásticas. Y, fueran cuales fuesen éstas, estaba claro que no habrían dejado ninguna huella.

Sin embargo, el odio y la desesperación de una madre a la que le han arrebatado una hija no se extingue con una mera venganza personal. Un buen día se enteró por la prensa de la existencia del Consultorio para Mujeres Víctimas de la Violencia Doméstica y les propuso colaborar con ellos. Disponía de un edificio y lo ofreció de manera altruista para esas mujeres que no tenían dónde refugiarse. Pero no quería que su nombre saliera a la luz. Los abogados que estaban al frente de la organización, naturalmente, agradecieron su gesto. Y ella, merced al vínculo con esa institución pública, pudo sublimar sus ansias de venganza y canalizarlas hacia un objetivo más amplio, provechoso y positivo. Había una finalidad, un motivo.

Las conjeturas parecían encajar. Sin embargo, carecían de una base concreta. Todo se fundaba en meras hipótesis. Pero si las aplicaba a los hechos, resolvían bastantes dudas. Ushikawa se frotó las manos mientras se relamía los labios. Sin embargo, a partir de ahí todo se tornaba equívoco.

La anciana había conocido a una joven instructora llamada Aomame en el gimnasio que frecuentaba y, por circunstancias que Ushikawa desconocía, habían sellado un pacto secreto. Luego lo había organizado todo de manera meticulosa para enviar a Aomame a una habitación del Hotel Okura y asesinar al líder. No se sabía qué método habían utilizado para matarlo. Tal vez Aomame dominara alguna técnica poco conocida. Como resultado, el líder había perdido la vida a pesar de contar con dos guardaespaldas leales y competentes.

Hasta ahí, aunque de manera precaria, las hipótesis se tenían en pie. Sin embargo, en lo referente a la conexión entre el líder de Vanguardia y el Consultorio para Mujeres Víctimas de la Violencia Doméstica, Ushikawa se encontraba completamente perdido. Sus cábalas llegaban a un punto muerto y una navaja afilada cortaba el hilo que unía sus conjeturas.

La comunidad religiosa pedía a Ushikawa respuesta a dos interrogantes: quién había planeado el asesinato del líder y dónde estaba ahora Aomame.

De la investigación previa sobre Aomame se había ocupado el propio Ushikawa. Ya antes había llevado a cabo muchas otras investigaciones como ésa. Era, por llamarlo así, un experto en la materia. Y él había determinado que Aomame estaba limpia. Tras indagar en su vida desde diferentes ángulos, no había encontrado nada sospechoso. Así se lo había comunicado a Vanguardia. Entonces pidieron a Aomame que acudiera a la suite del Hotel Okura para que le realizara los estiramientos musculares. Cuando ella se marchó de allí, el líder estaba muerto. Aomame desapareció. Igual que humo disipado por una ráfaga de viento. En consecuencia, los miembros de la organización que lo sabían debían de estar muy poco contentos con Ushikawa, por decirlo de algún modo. Consideraban que el trabajo de Ushikawa no había sido lo bastante riguroso.

Pero, de hecho, su investigación había sido impecable, como siempre. Como le había dicho al de la cabeza rapada, en su trabajo él no hacía chapuzas. Es cierto que había cometido el error de no comprobar antes el registro de llamadas telefónicas, pero sólo lo hacía cuando se trataba de un caso muy sospechoso. Y en sus pesquisas sobre Aomame no había detectado nada que le hiciera dudar.

De todos modos, Ushikawa no iba a permitir que los de la organización siguieran descontentos con él. Pagaban bien, pero eran peligrosos. Sólo porque sabía que se habían deshecho del cadáver del líder en secreto, Ushikawa ya representaba una amenaza para ellos. Tenía que demostrarles que era útil y competente y que merecía la pena dejarlo vivir.

Ni una sola prueba demostraba la participación de la anciana de Azabu en el asesinato del líder. De momento, todo se limitaba al terreno de las hipótesis. Pero aquella espléndida mansión donde crecían frondosos sauces ocultaba algún secreto inconfesable. Se lo decía su olfato. Tenía que desvelar la verdad. Aunque no iba a ser pan comido. En la casa estaban en guardia y, sin duda, contaban con profesionales.

¿Miembros de la yakuza?

Quizás. En el mundo de los negocios, sobre todo en el de las inmobiliarias, muchas veces se trata bajo mano con la yakuza. Ellos se encargaban del trabajo sucio. Tal vez la mujer los hubiera utilizado. Sin embargo, a Ushikawa no le convencía. Alguien de su clase no hacía tratos con gente de esa calaña. Además, no era probable que acudiera a la yakuza para, en última instancia, proteger a mujeres maltratadas. Tal vez dispusiera de su propio equipo de seguridad. Un sofisticado sistema. Costaría bastante dinero, pero a ella le sobraba. Quizás ese sistema adquiría tintes violentos cuando la ocasión lo requería.

Si las suposiciones de Ushikawa eran ciertas, Aomame, que contaba con el apoyo de la anciana, se habría refugiado en algún escondrijo lejos de Tokio. Habrían borrado su rastro con cuidado, le habrían proporcionado incluso una nueva identidad y un nuevo nombre. Puede que también tuviera un aspecto muy distinto. De ser así, a Ushikawa le resultaría imposible seguir sus huellas si seguía investigando personalmente, tal como había hecho hasta ahora.

En cualquier caso, parecía que no había más remedio que aferrarse a la teoría de que la mujer de Azabu estaba detrás de todo. Tenía que encontrar algún cabo suelto y tirar de él para averiguar el paradero de Aomame. Quizá funcionara, quizá no. Contaba con su desarrollado olfato y su tenacidad. «Además, ¿de qué otras cualidades dignas de mencionar dispongo?», se preguntó. ¿Tenía alguna otra habilidad de la que alardear?

«Ni una sola», se respondió Ushikawa, convencido de que tenía razón.