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TENGO

Todas las bestias iban vestidas

Por las tardes, Tengo acudía a la habitación de su padre, en la clínica; se sentaba al lado de la cama, abría el libro que llevaba consigo y leía en voz alta. Una vez leídas apenas cinco páginas, hacía una pausa y leía otras cinco. Simplemente, le leía lo que él mismo estaba leyendo en ese momento, fueran novelas, biografías o libros sobre ciencias naturales. Lo importante era el hecho de leerle, no lo que le leyera.

Ignoraba si su padre le escuchaba. Mirándole a la cara, no percibía ningún tipo de reacción. El anciano, enjuto y desaliñado, dormía con los ojos cerrados. No se movía, y ni siquiera se le oía respirar. Respiraba, por supuesto, pero era imposible comprobarlo, a menos que uno pegara el oído a su boca o le acercara un espejo para ver si se empañaba. La infusión intravenosa entraba en su cuerpo y el catéter evacuaba su escasa orina. Ese flujo pausado y silencioso era el único indicio de que seguía con vida. De vez en cuando, una enfermera lo afeitaba con una maquinilla eléctrica y le cortaba los pelitos blancos que sobresalían de la nariz y las orejas con unas pequeñas tijeras de puntas romas. También le arreglaba las cejas. El pelo, a pesar de que él estaba en coma, seguía creciéndole. Contemplando a su padre, Tengo había dejado de saber cuál era la diferencia entre la vida y la muerte. ¿Existía realmente una diferencia? ¿No sería, simplemente, que creemos en ella por pura conveniencia?

A las tres, el médico se pasaba por la habitación y le comentaba el estado del enfermo. Sus explicaciones eran breves, y, más o menos, le decía siempre lo mismo: no se apreciaban progresos. Su padre seguía dormido. El tiempo que le quedaba de vida se acortaba paulatinamente. En otras palabras, se acercaba a la muerte con pasos lentos pero firmes. En ese momento no había ningún tratamiento al que aferrarse. Sólo podían dejarle dormir en paz. Eso era lo único que el médico le podía decir.

Al atardecer, acudían dos enfermeros para llevarse a su padre a la sala de análisis. No siempre eran los mismos, pero todos eran igual de callados. No decían ni una palabra, tal vez debido a las grandes mascarillas que llevaban puestas. Uno de ellos parecía extranjero. Era bajo y moreno, y siempre sonreía a Tengo a través de la mascarilla. Sabía que le estaba sonriendo por la expresión de sus ojos. Tengo le devolvía la sonrisa.

Al cabo de media hora, o, a veces, de una hora, el padre regresaba a su habitación. Tengo no sabía qué clase de análisis le realizaban. Cuando se lo llevaban, él bajaba al comedor, se tomaba un té verde templado para matar el tiempo y, a los quince minutos, regresaba a la habitación. Lo hacía con la esperanza de que en aquella cama vacía volviera a aparecer la crisálida de aire y, en su interior, se hallara acostada Aomame, Aomame a los diez años. Pero nunca ocurría. En la habitación en penumbra sólo quedaba el olor a enfermo y el hueco que el cuerpo de su padre había dejado en la cama.

Tengo observaba el paisaje de pie junto a la ventana. Al otro lado del césped se alzaba, envuelto en sombras, el pinar de protección contra el viento, por el que le llegaba el rumor de las olas. Era el oleaje agitado del Pacífico. Resonaba profundo y oscuro, como si numerosos espíritus se congregaran y cada uno de ellos contara en susurros su historia. Y parecían desear que se les unieran otros muchos espíritus. Deseaban muchas más historias que poder contar.

Antes de eso, en octubre, Tengo sólo había visitado dos veces la clínica de Chikura; lo había hecho en sus jornadas de descanso, y regresaba el mismo día. Cogía el expreso muy temprano por la mañana, iba a la clínica, se sentaba junto a la cama de su padre y a veces le hablaba. Sin embargo, no obtenía ninguna respuesta. Su padre dormía profundamente, mirando al techo. Tengo pasaba la mayor parte del tiempo observando el paisaje al otro lado de la ventana. Cuando comenzaba a anochecer, esperaba a que algo sucediera. Pero nada sucedía. Sólo se ponía el sol en silencio y la penumbra envolvía la habitación. Al cabo de un rato, resignado, se levantaba y regresaba a Tokio en el último expreso.

«Tal vez deba tener más paciencia y dedicarle más tiempo», pensó en un momento determinado. «Quizá no baste con visitas de un día. Quizá requiera un compromiso más profundo». Así lo sentía, aunque esa idea careciera de fundamento.

Mediado el mes de noviembre, decidió tomarse unas vacaciones. En la academia explicó que su padre se encontraba en estado crítico y debía ocuparse de él. En sí, no era una mentira. Pidió a un antiguo compañero de la universidad que lo sustituyese. Era una de las pocas personas que de algún modo estaba unida a Tengo a través de un fino hilo de amistad. Desde que habían terminado la carrera, sólo se veían una o dos veces al año, pero se mantenían en contacto. Su amigo tenía una mente prodigiosa y, cuando estudiaban, se había ganado la fama de extravagante en el departamento de matemáticas, donde, por otro lado, abundaban los excéntricos. No obstante, al terminar la carrera no buscó empleo ni se dedicó a la investigación, sino que, cuando le apetecía, enseñaba matemáticas en una academia para estudiantes de secundaria que un conocido suyo dirigía, y el resto del tiempo lo dedicaba a leer un poco de todo, a pescar en las montañas y vivir a su aire. Tengo se había enterado de que su colega era muy competente como profesor. Pero, simplemente, se había hartado de ser competente. Provenía, además, de una familia rica y no necesitaba deslomarse trabajando. Ya en otra ocasión lo había sustituido y había causado buena impresión entre los alumnos de entonces. Cuando Tengo lo llamó y le puso al corriente de la situación, aceptó de inmediato.

También tenía que resolver el problema de qué hacer con respecto a Fukaeri, con la que convivía. Dudaba de si sería apropiado dejar a aquella chica que pertenecía a otro mundo en el piso durante mucho tiempo. Para colmo, ella estaba ocultándose, quería evitar que la vieran. Así que probó a preguntárselo directamente.

—Si me fuera, ¿preferirías quedarte aquí sola o irte a algún otro lugar durante un tiempo?

—Adonde vas —preguntó Fukaeri con mirada seria.

—Al pueblo de los gatos. Mi padre no ha recuperado la conciencia. Lleva un tiempo profundamente dormido. Me han dicho que quizá no le queden muchos días de vida.

Le ocultó que la crisálida de aire había aparecido un atardecer sobre la cama de la habitación en la clínica. Que dentro dormía una Aomame niña. Que esa crisálida de aire era igual, hasta en el menor detalle, a la que se describía en la novela. Y que, en lo más profundo de su ser, albergaba la esperanza de que la crisálida volviera a aparecer ante él.

Fukaeri entornó los ojos, selló sus labios y se quedó mirándolo a la cara, como si intentara leer allí un mensaje escrito en letra menuda.

Casi inconscientemente, Tengo se llevó las manos a la cara, pero no notó que hubiera nada escrito.

—Vale —dijo Fukaeri al cabo de un rato, y asintió varias veces con la cabeza—. Ahora mismo no corro peligro.

—Ahora mismo no corres peligro —repitió Tengo.

—No te preocupes por mí —insistió ella.

—Te llamaré todos los días.

—No vayas a quedarte atrapado en el pueblo de los gatos.

—Tendré cuidado —dijo él.

Fue al supermercado y compró la suficiente comida para que Fukaeri no tuviera que salir de casa en su ausencia. Todo cosas fáciles de preparar. Tengo sabía perfectamente que a la chica no le gustaba cocinar, y que tampoco se le daba bien. Quería evitar que, un par de semanas más tarde, al regresar a casa, los alimentos frescos de la nevera se hubieran convertido en una masa putrefacta.

Metió ropa y artículos de aseo en un bolso bandolera de lona. Después, unos cuantos libros, folios y material para escribir. Como de costumbre, cogió el expreso en la estación de Tokio, hizo transbordo en Tateyama, donde subió a un tren ómnibus, y se bajó dos estaciones después, en Chikura. Se dirigió a la oficina de turismo, enfrente de la estación, y buscó un ryokan[5] en el que alojarse por un precio relativamente módico. Al estar en temporada baja, no le costó encontrar habitación. Era una fonda sencilla ocupada principalmente por gente que había venido a pescar. La habitación, aunque pequeña, estaba limpia y olía a tatamis nuevos. Desde las ventanas de la segunda planta se divisaba el puerto pesquero. El precio por el alojamiento con desayuno era más barato de lo que había previsto.

Le dijo a la dueña del ryokan que no sabía cuánto tiempo iba a quedarse, pero que le pagaría por adelantado lo correspondiente a tres días. A la dueña le pareció bien. Le explicó que las puertas se cerraban a las once y le dijo (con otras palabras y con circunloquios) que no podía llevar mujeres a la habitación. Tengo no puso objeción alguna. Tras instalarse en la habitación, llamó a la clínica. Preguntó a la enfermera que se puso al aparato (la misma mujer de mediana edad de siempre) si podía visitar a su padre a las tres de la tarde. Ella le contestó que sí.

—Su padre sigue en coma —añadió.

Así comenzó la estancia de Tengo en «el pueblo de los gatos». Se levantaba temprano, paseaba por la playa, se llegaba hasta el puerto, donde observaba el ir y venir de los pescadores, y luego regresaba al ryokan para desayunar. Le ponían todos los días lo mismo: jurel seco y tamagoyaki,[6] un tomate cortado en cuatro, alga nori aderezada, sopa de miso con pequeñas almejas y arroz; sin embargo, todo estaba siempre delicioso. Después de desayunar, se sentaba frente a una mesita, en su habitación, y escribía. Disfrutó de volver a escribir utilizando la pluma estilográfica después de tanto tiempo sin hacerlo. El cambio de aires, trabajar en un lugar desconocido, lejos de su vida ordinaria, tampoco estaban tan mal. Oía el ruido monótono de los motores de los barcos que regresaban al puerto. Le gustaba ese sonido.

Escribía una historia que transcurría en el mundo de las dos lunas, el mundo de la Little People y la crisálida de aire. Lo había tomado prestado de La crisálida de aire de Fukaeri, pero ya lo había hecho suyo por completo. Mientras se enfrentaba a los folios en blanco, su mente se hallaba en ese otro mundo. Incluso después de dejar la pluma y apartarse de la mesita, su mente seguía allí. En esos momentos experimentaba una sensación peculiar, como si su cuerpo y su mente estuvieran a punto de separarse, y él se sentía incapaz de discernir dónde terminaba el mundo real y dónde empezaba el mundo imaginario. El protagonista del relato titulado «El pueblo de los gatos», que había leído hacía poco, experimentaba algo muy similar. Era como si, de repente, el centro de gravedad del mundo se hubiera desplazado. Y el protagonista de la historia (quizá) no podía subir nunca al tren que partía del pueblo.

A las once tenía que dejar la habitación libre para que la limpiaran. Llegada esa hora, abandonaba la escritura y caminaba lentamente hasta los alrededores de la estación, entraba en una cafetería y se tomaba un café. Muy de vez en cuando también comía un pequeño sándwich. Luego, cogía el periódico y buscaba con suma atención algún artículo que le concerniese. No obstante, nunca encontraba ninguno. Hacía ya tiempo que La crisálida de aire había dejado de aparecer en la lista de best sellers. El primer puesto en el ranking lo ocupaba ahora el libro de dietas Cómo adelgazar comiendo todo lo que se quiera y cuanto se quiera. Un título fascinante. Probablemente se vendería bien aunque en su interior estuviese en blanco.

Una vez acabado el café y terminado de leer el periódico, Tengo cogía el autobús e iba a la clínica. Solía llegar entre la una y media y las dos de la tarde. En recepción, charlaba un rato con las enfermeras. Como Tengo se había instalado en el pueblo para visitar a su padre todos los días, las enfermeras lo acogían con un poco más de amabilidad y simpatía que a otros. Como una familia que diera la bienvenida a un hijo pródigo.

Había una enfermera joven que, cuando lo veía, sonreía con cierta turbación. Parecía sentirse atraída por él. Era bajita, de ojos grandes y mejillas sonrosadas, y solía recogerse el cabello en una coleta. Tengo calculó que tendría poco más de veinte años. Sin embargo, desde que había visto a la niña durmiendo en el interior de la crisálida de aire, sólo pensaba en Aomame. Las demás chicas no eran más que sombras tenues que pasaban al azar por su lado. Aomame siempre estaba presente en un rincón de su mente. Algo le decía que ella vivía en algún lugar de aquel mundo. Además, estaba convencido de que también ella lo buscaba a él. «Por eso vino a mi encuentro aquel atardecer». Aomame tampoco se había olvidado de él.

Eso en el caso de que lo que había visto no hubiera sido una alucinación.

En ocasiones se acordaba de Kyōko Yasuda, la mujer mayor que él con la que se había visto durante un tiempo. ¿Qué estaría haciendo ahora? El marido le había dicho por teléfono que ya se había perdido y que, por lo tanto, no volvería a verse con Tengo. «Se ha perdido». Esas palabras todavía le causaban desasosiego. Sin lugar a dudas, albergaban un eco funesto.

Su presencia, sin embargo, también había ido diluyéndose poco a poco. Las tardes que habían pasado juntos eran sólo, en su memoria, acontecimientos que habían quedado atrás y que ya habían cumplido su función. Eso le remordía la conciencia, pero el centro de gravedad había cambiado de pronto y las agujas de las vías del tren, definitivamente, ya se habían desplazado. Las cosas ya no volverían a ser como antes.

Cuando entraba en la habitación de su padre, se sentaba en un taburete, junto a su cama, y lo saludaba con pocas palabras. Luego le contaba de manera ordenada todo lo que había hecho desde la noche del día anterior hasta ese momento. Naturalmente, no era gran cosa. Regresaba al pueblo en autobús, cenaba algo sencillo en un restaurante, se tomaba una cerveza, regresaba a la fonda y leía. A las diez se acostaba. Por la mañana daba un paseo, desayunaba y escribía unas dos horas. Siempre hacía lo mismo. Y, sin embargo, cada día se lo describía con detalle a su padre inconsciente. Este, por supuesto, no reaccionaba. Era como hablar con una pared. Se había convertido en una rutina. Pero tenía la sensación de que era importante repetir cada día lo mismo.

A continuación, Tengo le leía en voz alta el libro que llevaba consigo. No era una lectura que hubiera escogido; simplemente, le leía páginas de lo que él estaba leyendo en ese momento. Si por casualidad hubiera tenido en sus manos el manual de instrucciones de un cortacésped, se lo habría leído. Lo hacía despacio y con una voz lo más clara posible, para que a su padre le resultara fácil de entender. Era lo único que tenía en cuenta.

«Fuera, los relámpagos se intensificaron paulatinamente y, durante un rato, los rayos azules iluminaron la calle, aunque no se oían truenos. Quizá tronase, pero tenía la impresión de que no los oía porque estaba ensimismado. El agua de la lluvia corría por la calle formando arrugas. Parecía que, tras chapotear en el agua, más clientes iban a entrar uno tras otro en el local.

»Como el amigo con el que había acudido no hacía sino mirar a las caras de la gente, me pregunté qué le ocurría, pero siguió sin abrir la boca. El barullo que nos rodeaba y los apretones de los clientes que teníamos sentados al lado y más allá me asfixiaban.

»Oí un ruido extraño, como si alguien hubiera carraspeado o tosido al atragantarse con la comida, pero, bien pensado, el ruido parecía el gruñido de un perro.

»De pronto un rayo pavoroso inundó el edificio con su luz azul e iluminó a los clientes que estaban en la zona sin entarimar del local. Cuando, en el mismo instante, retumbó un trueno que parecía que iba a rasgar el tejado y me levanté asustado, los rostros de los clientes apiñados se volvieron a la vez hacia mí; y no sé si eran caras de perro o de zorro, pero todas las bestias iban vestidas y, entre ellas, había algunas que se relamían el hocico con sus largas lenguas.»[7]

Al llegar a ese punto, observó el rostro de su padre.

—Fin —dijo.

La obra se terminaba ahí. No hubo reacción.

—¿Alguna impresión?

Como cabía esperar, su padre no contestó.

A veces le leía lo que había escrito por la mañana. Tras leerlo, corregía con un bolígrafo las partes que no le convencían y releía los pasajes corregidos. Si aun así no se daba por satisfecho, los revisaba otra vez. Entonces volvía a leerlos.

—Corregidos mejoran mucho —comentó en dirección a su padre, buscando su aprobación.

Pero, naturalmente, éste no manifestó su parecer. No le dijo si, en efecto, mejoraban; si la versión anterior tampoco estaba tan mal o si los cambios realizados no eran muy relevantes. Sus párpados seguían cerrados sobre aquellos ojos hundidos. Como una casa infausta cuyas pesadas persianas estuvieran siempre bajadas.

De vez en cuando, Tengo se levantaba del taburete, se estiraba para desentumecerse y observaba el paisaje por la ventana. Tras unos cuantos días nublados, llovió. La lluvia cayó durante toda la tarde, empapando y oscureciendo el pinar de protección. Ese día no se oía el oleaje. No soplaba viento y la lluvia se precipitaba recta desde el cielo. Una bandada de pájaros negros volaba en medio de la cortina de agua. Los corazones de las aves también estaban húmedos y oscuros. De igual manera, la humedad había entrado en la habitación. Calaba la almohada, el libro, la mesa, todo. Sin embargo, su padre seguía en coma, ajeno al tiempo, a la humedad, al viento o al ruido del oleaje. La parálisis envolvía su cuerpo como una túnica piadosa. Después de tomarse un respiro, Tengo siguió leyendo en voz alta. Era lo único que podía hacer en aquel cuarto húmedo y angosto.

Cuando se hartaba de leer, se quedaba sentado en silencio y observaba cómo su padre dormía. Luego conjeturaba sobre lo que pasaría por su mente. ¿Qué clase de conciencia se ocultaba en aquel tozudo cráneo semejante a un viejo yunque? Quizá ya no quedara nada en su interior. Quizá, como en una casa abandonada, los antiguos inquilinos hubieran desaparecido sin dejar rastro, llevándose todos los enseres. Pese a todo, ciertos recuerdos e impresiones debían de haberse quedado grabados en las paredes y el techo. Lo que se ha cultivado durante largo tiempo no desaparece así como así, tragado por la nada. A lo mejor, mientras permanecía tumbado en aquella sencilla cama de la clínica, su padre, en esa oscura y silenciosa casa abandonada que albergaba en su interior, atesoraba escenas y recuerdos que los demás no veían.

Al cabo de un rato, volvía la enfermera joven de mejillas sonrosadas y, tras dirigirle una sonrisa a Tengo, le tomaba la temperatura al padre y comprobaba cuánto suero quedaba, así como la cantidad de orina recogida. Con un bolígrafo anotaba algunas cifras en una hoja. Sus gestos eran ágiles y mecánicos, como si aplicara las instrucciones de un manual. Mientras seguía sus movimientos con la mirada, Tengo pensaba cómo sería su vida, trabajando en una clínica de un pueblecito en la costa y cuidando a ancianos dementes sin posibilidad de curación. Era una chica joven y sana. Bajo el uniforme blanco almidonado, sus pechos y sus caderas, aunque prietos, eran generosos. En su terso cuello brillaba un fino vello de color dorado. La tarjeta de plástico que llevaba en el pecho ponía «Adachi».

Tengo sabía que era una enfermera muy trabajadora y eficiente. De haberlo querido, no le habría sido difícil encontrar trabajo en un centro médico de otra clase, más animado e interesante. ¿Por qué había ido a parar a un lugar tan aislado, en el que reinaban el olvido y el lento camino hacia la muerte? No acababa de entender cuáles podían ser las razones y las circunstancias que la habían llevado allí. Y tenía la impresión de que, si se lo preguntaba, ella le respondería abiertamente. No obstante, prefería no saberlo. Después de todo, Tengo estaba en el «pueblo de los gatos». Y, algún día, tendría que subir al tren que le llevaría al mundo del que procedía.

—No se ha producido ningún cambio. Todo sigue igual.

—O sea, que está estable —dijo Tengo en el tono de voz más alegre que pudo—, siendo positivos.

Ella sonrió, como si lo lamentara, y ladeó ligeramente la cabeza. Luego miró el libro cerrado sobre el regazo de Tengo.

—¿Se lo estás leyendo?

Tengo asintió.

—Sí, aunque no sé si me oye…

—Aun así, me parece muy bien —opinó la enfermera.

—Bien o mal, no sé qué más puedo hacer.

—No todo el mundo hace lo que puede.

—Porque, a diferencia de mí, la mayoría de la gente está demasiado ocupada con sus vidas —contestó Tengo.

La enfermera abrió la boca para decir algo, pero titubeó. Al final no dijo nada. Se volvió hacia el padre inconsciente y luego miró a Tengo.

—Espero que se recupere.

—Gracias —dijo Tengo.

Una vez que la enfermera Adachi se fue, tras una pausa, Tengo retomó la lectura.

Al atardecer, cuando se llevaron al padre a la sala de análisis en la camilla de ruedas, Tengo bajó al comedor, se tomó un té y llamó a Fukaeri desde el teléfono público que había allí.

—¿Alguna novedad? —le preguntó Tengo a la chica.

—Ninguna en particular —contestó ella—. Lo mismo de siempre.

—Tampoco yo tengo nada que contarte. Hago lo mismo cada día.

—Pero el tiempo pasa.

—Cierto —dijo Tengo. El tiempo avanzaba día a día. Y lo que pasa ya nunca puede volver atrás.

—Hace un rato apareció un cuervo —comentó Fukaeri—. Un cuervo grande.

—Ese cuervo viene todas las tardes a nuestra ventana.

—Hace lo mismo cada día.

—Eso es —dijo Tengo—. Igual que yo.

—Pero él no piensa en el tiempo.

—Los cuervos no tienen por qué pensar en el tiempo. Los únicos que poseemos la noción del tiempo debemos de ser los humanos.

—Por qué.

—El ser humano concibe el tiempo como una línea recta. Como si fuera un palo largo y recto en el que tallara muescas. En plan: aquí delante está el futuro, aquí atrás el pasado y ahora nos encontramos en este punto. ¿Lo entiendes?

—Quizás.

—Pero, en realidad, no es una línea recta. Carece de forma, en todos los sentidos. Pero como nosotros somos incapaces de concebir algo sin forma, por conveniencia lo imaginamos como una recta. Los seres humanos somos los únicos que podemos transponer de ese modo los conceptos.

—Pero quizá nos equivocamos.

Tengo reflexionó sobre lo que acababa de oír.

—¿Quieres decir que quizá nos equivocamos al concebir el tiempo como una línea recta?

Fukaeri no respondió.

—Claro, es posible. Puede que nosotros estemos equivocados, y el cuervo tenga razón. Quizás el tiempo no sea en absoluto una línea recta. A lo mejor tiene forma de donut retorcido —siguió Tengo—. Pero el ser humano seguramente lleva miles de años viviendo de esta manera. Es decir, siempre ha actuado bajo la premisa de que el tiempo es una línea recta que se extiende hasta el infinito. Y hasta ahora nunca se ha detectado algo que lo refute o lo contradiga, así que, en base a las leyes empíricas, debe de ser correcto.

Las-leyes-empíricas —dijo Fukaeri.

—Después de someterla a numerosas pruebas, se puede determinar si una premisa es correcta, si funciona o no en la realidad.

Fukaeri permaneció callada. Tengo no sabía si lo había entendido.

—¿Estás ahí? —preguntó para asegurarse de que seguía al aparato.

—Hasta cuándo te vas a quedar —preguntó Fukaeri sin entonación interrogativa.

—¿Que hasta cuándo me voy a quedar en Chikura?

—Sí.

—No lo sé —se sinceró Tengo—. Lo único que puedo decirte es que voy a quedarme mientras sea necesario. Y ahora mismo lo es. Quiero ver cómo evolucionan las cosas durante un tiempo más.

Fukaeri volvió a quedarse callada. Cuando se callaba, todo indicio de su existencia desaparecía.

—¿Estás ahí? —volvió a preguntar Tengo.

—No pierdas el tren —le advirtió Fukaeri.

—Tendré cuidado —dijo Tengo—. No voy a perderlo. ¿Tú estás bien?

—Hace un momento vino alguien.

—¿Quién?

—Una persona de la ene-hache-ca.

—¿Un cobrador de la NHK?

Cobrador —preguntó ella sin entonación interrogativa.

—¿Le dijiste algo? —inquirió Tengo.

—No entendí de qué hablaba.

Ni siquiera sabía lo que era la NHK. La chica carecía de ciertos conocimientos generales básicos.

—Como no quiero eternizarme, no te lo puedo explicar con detalle por teléfono, pero básicamente hay una organización muy grande para la que trabajan muchas personas. Van por todas las casas de Japón recaudando el dinero que hay que pagar cada mes. Pero tú y yo no tenemos que pagar, porque no recibimos ningún servicio. De todas formas, no abriste la puerta, ¿verdad?

—No. Hice como me dijiste.

—Bien.

—Pero dijo: «Sois unos ladrones».

—No te preocupes —dijo Tengo.

—Nosotros no hemos robado nada.

—Claro que no. Tú y yo no hemos hecho nada malo.

Fukaeri se quedó callada al aparato.

—¿Estás ahí? —volvió a preguntar Tengo.

La chica no contestó. Tal vez ya había colgado. Pero no se oyó ningún ruido que lo indicase.

—¿Hola? —dijo Tengo, esta vez un poco más alto.

Fukaeri carraspeó débilmente.

—Esa persona dijo que te conocía.

—¿El recaudador?

—Sí. El de la ene-hache-ca.

—Y nos llamó ladrones, ¿no?

—No hablaba de mí.

—¿Hablaba de mí? —preguntó Tengo.

Fukaeri no respondió.

—Sea como sea, en casa no tengo televisión y yo no le he robado nada a la NHK.

—Pues se enfadó porque no le abrí.

—No importa. Si se enfada, allá él. Diga lo que diga, ni se te ocurra abrirle.

—No abriré.

Dicho eso, Fukaeri colgó de repente. Aunque quizá no fue de repente. A lo mejor, para ella colgar el auricular en ese momento era algo lógico y natural. Sin embargo, a oídos de Tengo sonó un tanto brusco. En todo caso, Tengo sabía perfectamente que era inútil conjeturar sobre lo que Fukaeri podía pensar o sentir. Se lo decían las leyes empíricas.

Tengo colgó y regresó a la habitación del padre.

Aún no lo habían devuelto al cuarto. Vio el hueco que su cuerpo había dejado marcado en las sábanas. Sin embargo, tampoco ese día había ninguna crisálida de aire. En la habitación que iba tiñéndose de una penumbra fría, sólo quedaba un leve vestigio de que alguien había permanecido allí hasta hacía unos minutos.

Suspiró y se sentó en el taburete. Se colocó las manos sobre las rodillas y observó el hueco en las sábanas. Después se levantó, se acercó a la ventana y miró fuera. Una nube de finales de otoño se extendía recta sobre el pinar. Se intuía una hermosa puesta de sol, la primera en largo tiempo.

Tengo no comprendía que el recaudador de la NHK hubiera dicho que «lo conocía» a él. Ya hacía un año que no venía. La última vez, Tengo le había explicado amablemente que no veía la tele; ni siquiera tenía televisor. Aunque el recaudador no se quedó convencido, refunfuñó y se marchó sin añadir nada más.

¿Sería el mismo recaudador de la última vez? Recordó que, en efecto, también le había llamado «ladrón». Aun así, que el mismo recaudador se presentara al cabo de un año y dijera que «conocía» a Tengo no dejaba de ser extraño. Los dos habían hablado apenas cinco minutos en la puerta del piso.

«¡Bah!», pensó Tengo. Lo importante era que Fukaeri no había abierto la puerta. El recaudador no regresaría. Los cobradores tenían que cumplir una cuota de trabajo asignada y acababan hartos de discusiones desagradables con usuarios que se negaban a pagar, así que evitaban a éstos para ahorrar esfuerzo y tiempo y se dirigían a los usuarios que pagaban sin problemas.

Tengo volvió a mirar el hueco que su padre había dejado en las sábanas y pensó en todos los zapatos que su padre había gastado. A fuerza de recorrer las rutas de recaudación una y otra vez, había destrozado una barbaridad de zapatos. Todos estaban cortados por el mismo patrón: negros, de suela gruesa, muy prácticos y baratos. Acababan hechos andrajos, con los talones tan gastados que se deformaban. Cada vez que veía aquel calzado deforme, al joven Tengo le dolía en el alma. Más que pena por su padre, sentía pena por los zapatos. Le hacían pensar en unos desdichados animales de carga agonizantes tras haber sido explotados hasta la extenuación.

Con todo, bien pensado, ¿no era su padre en ese momento como un animal de carga moribundo? ¿Acaso no era igual que un zapato de cuero desgastado?

Volvió a mirar por la ventana y contempló cómo el arrebol oscurecía el color del cielo hacia el oeste. Pensó en la crisálida de aire, que despedía una tenue luz azulada, y en la Aomame niña que dormía en su interior.

¿Volvería a aparecer algún día esa crisálida de aire?

¿Tenía el tiempo, realmente, forma de línea recta?

—Mucho me temo que estoy en un callejón sin salida —dijo Tengo dirigiéndose a la pared—. Se han producido demasiados cambios. Ni siquiera un niño prodigio podría obtener respuestas para tantos enigmas.

La pared, claro está, no contestó. Ni expresó su opinión. Sólo reflejaba el color del arrebol en silencio.