Vivo en completa soledad, pero no me siento sola
Cuando oscureció, se sentó en la silla del balcón y se puso a observar el pequeño parque infantil situado al otro lado de la calle. Aquello se había convertido en la tarea más importante de cada jornada y en el pilar de su vida. Todos los días, hiciera buen tiempo, estuviera nublado o lloviera, vigilaba sin descanso. Llegado el mes de octubre, el aire se fue volviendo más fresco. En las noches frías, se abrigaba con varias capas de ropa, se echaba encima una mantita y bebía chocolate caliente. Hasta las diez y media observaba el tobogán; después, entraba en calor con un largo baño, se metía en la cama y dormía.
Cabía la posibilidad, por supuesto, de que Tengo acudiera de día, a plena luz. Pero estaba segura de que no sería así. Si se dejase ver por allí, lo haría al anochecer, cuando la farola estuviera encendida y la Luna brillase nítida en el cielo. Aomame se tomaba una cena frugal, se vestía, para poder salir corriendo en caso de que fuera necesario, se peinaba y, sentada en la silla de jardín, clavaba la mirada en el tobogán del parque. Tenía siempre al alcance de la mano la pistola y los pequeños prismáticos Nikon. No bebía más que chocolate caliente, por miedo a que Tengo apareciese cuando estuviera en el baño.
Montaba guardia sin tregua. Miraba exclusivamente el parque, prestando atención a los ruidos de la calle, y no leía ni escuchaba música. Apenas cambiaba de postura. A veces, si la noche estaba despejada, erguía la cabeza, miraba al cielo y comprobaba que todavía pendían dos lunas. Luego volvía de nuevo la vista al parque. Aomame vigilaba el parque y las lunas la vigilaban a ella.
Pero Tengo no aparecía.
Pocas personas iban al parque a aquellas horas. De vez en cuando aparecía alguna pareja de jóvenes. Se sentaban en un banco, se tomaban de la mano y se daban besitos nerviosos, como parejas de avecillas. Sin embargo, el parque era pequeño y estaba demasiado iluminado. Al cabo de un rato, intranquilos, acababan marchándose a otra parte. También había quien se acercaba con intención de utilizar los aseos públicos, pero al ver que estaban cerrados con candado daba media vuelta decepcionado (o quizá cabreado). Otras veces se veían oficinistas que regresaban a casa, después de haber bebido con los compañeros, y que se sentaban en un banco y permanecían quietos con la cabeza gacha. Tal vez esperaban a que se les pasara la borrachera, o quizá no les apetecía volver a casa de inmediato. En ocasiones, ancianos solitarios paseaban a su perro. Perros y amos parecían igual de taciturnos y de desesperanzados.
No obstante, de noche, la mayor parte del tiempo el parque estaba vacío. Ni siquiera había gatos que lo cruzaran. La luz impersonal de la farola iluminaba el columpio, el tobogán, el cajón de arena y los aseos públicos cerrados. Al observar aquella imagen durante largo rato, Aomame a veces tenía la impresión de haberse quedado sola en un planeta inhabitado. Como aquella película sobre un mundo tras una devastadora guerra nuclear. ¿Cómo se titulaba? La hora final.
A pesar de todo, Aomame, muy concentrada, seguía vigilando. Como el marinero que desde lo alto del mástil acecha un banco de peces o la sombra funesta de un periscopio en el ancho mar. Sólo que las pupilas atentas de Aomame acechaban a Tengo Kawana.
Quizá, quién sabe, Tengo vivía en otro barrio y aquel anochecer había pasado por allí por pura casualidad. En ese caso, la probabilidad de que volviera a pisar el parque era prácticamente nula. Pero Aomame no lo creía así. Por cómo iba vestido, y por su actitud cuando se había sentado en lo alto del tobogán, Aomame intuía que había salido a dar un paseo sin alejarse demasiado de su casa. Entonces se había acercado al parque y había subido al tobogán. Tal vez para admirar la Luna. Por lo tanto, su casa no debía de encontrarse muy lejos de allí.
En el barrio de Kōenji no era sencillo encontrar un lugar desde el que se avistara la Luna. Casi todo el terreno era llano y apenas había edificios elevados a los que subir. El tobogán de un parque no era mal sitio para contemplarla. Era tranquilo y nadie lo molestaría. Si le apetecía ver la Luna, volvería allí. Eso se decía esa noche Aomame.
Pero, al instante siguiente, se le ocurrió que quizá las cosas no saldrían como ella quería. Quizás había encontrado un lugar mejor desde el que contemplar la Luna, como la azotea de algún edificio.
Aomame sacudió la cabeza con firmeza. «No debo darle tantas vueltas. No tengo más opción que esperarlo y confiar en que regrese en algún momento. No puedo alejarme de aquí, porque este parque es, en estos momentos, el único vínculo que existe entre nosotros dos».
Aomame no había apretado el gatillo.
Era a principios de septiembre. Estaba en el espacio de estacionamiento de emergencia de la Ruta 3 de la autopista metropolitana de Tokio, en pleno atasco, bañada por el cegador sol matinal, con el cañón negro de la Heckler & Koch metido en la boca. Vestía un traje de Junko Shimada y calzaba unos zapatos de tacón de Charles Jourdan.
La gente que iba en los coches cercanos la miraba sin comprender en absoluto lo que ocurría. Una mujer de mediana edad en un Mercedes-Benz Coupé plateado. Bronceados conductores de camiones cargados de mercancías que la contemplaban desde lo alto de sus asientos. Delante de sus ojos, Aomame pretendía volarse la tapa de los sesos con una bala de nueve milímetros. La única manera de desaparecer de 1Q84 era quitándose la vida. A cambio, le salvaría la vida a Tengo. Al menos eso le había prometido el líder. Este se lo había jurado y luego había exigido su propia muerte.
A Aomame no le apenaba tener que morir. «Todo debió de decidirse en el momento en que fui arrastrada a 1Q84. Yo sólo sigo el guión. ¿Qué sentido tiene seguir viviendo sola en un mundo carente de lógica, un mundo con dos lunas de diferente tamaño y donde esa Little People gobierna el destino de todos?».
Con todo, al final no apretó el gatillo. En el último segundo, aflojó el índice de la mano derecha y se sacó el cañón de la pistola de la boca. Entonces inspiró profundamente, se llenó de aire los pulmones y luego lo expulsó, como quien emerge de las profundidades marinas. Parecía querer renovar todo el aire contenido en su cuerpo.
Una voz lejana la había disuadido de matarse. Cuando ocurrió, Aomame estaba inmersa en el silencio. Desde el instante en que presionó el gatillo, todo el ruido que la rodeaba se apagó. La envolvió una honda calma, como si se hallara en el fondo de una piscina. En medio de esa calma, la muerte no era algo oscuro ni temible. Era algo natural, evidente; igual que el líquido amniótico para un feto. «No es tan malo», pensó Aomame. Incluso casi sonrió. Entonces oyó la voz.
La voz parecía provenir de un lugar y un tiempo distantes. No lograba identificarla. Llegaba hasta ella después de doblar muchas esquinas, y había perdido su tono y su timbre originales. Sólo quedaba un eco vacío desprovisto de significado. Aun así, Aomame percibió en ese eco un calor añorado. Le pareció que la voz la llamaba por su nombre.
Aflojó el dedo en el gatillo, entrecerró los ojos y prestó atención, intentando entender lo que le decía. Pero lo que oyó a duras penas, o lo que creyó oír, fue únicamente su nombre. Después sólo se escuchó el silbido del viento al atravesar una cavidad. Al poco, la voz se alejó, perdió ya todo su significado y quedó absorbida por el silencio. El vacío que la rodeaba se desvaneció y, de golpe, como si hubieran quitado un tapón, volvieron los ruidos. Cuando se dio cuenta, la determinación de suicidarse había desaparecido de su interior.
«Tal vez vuelva a encontrarme con Tengo en el parquecillo. Después ya habrá tiempo para morir. Volveré a apostar por esa oportunidad. Vivir —y no morir— significa que quizá vuelva a verlo. Quiero vivir», decidió con todas sus fuerzas. Era un extraño impulso. ¿Había experimentado en alguna otra ocasión algo así?
Bajó el martillo percutor, puso el seguro y guardó la pistola en el bolso. Entonces se enderezó, se puso las gafas de sol, caminó en sentido contrario al del tráfico y se dirigió al taxi que la había llevado hasta allí. La gente observaba en silencio cómo, con los zapatos de tacón, caminaba a zancadas por la autopista. No tuvo que andar mucho. El taxi, que atrapado en el denso atasco avanzaba a paso de tortuga, se encontraba a poca distancia.
Aomame dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor y el taxista la bajó.
—¿Podrías llevarme otra vez?
El conductor titubeó:
—Oiga, eso que se estaba metiendo en la boca parecía… una pistola…
—Eso es.
—¿Era de verdad?
—¡Qué va! —exclamó Aomame frunciendo los labios.
El taxista abrió la puerta y Aomame subió. Tras descolgarse el bolso del hombro y dejarlo a su lado en el asiento, se limpió la boca con un pañuelo. Aún notaba el sabor del metal y del lubrificante.
—¿Qué? ¿Había escaleras de emergencia? —preguntó el taxista.
Aomame negó con la cabeza.
—Ya decía yo. Nunca he oído hablar de que hubiera escaleras de emergencia por esta zona —dijo el taxista—. Entonces, ¿la dejo en la salida de Ikejiri, como me había dicho al principio?
—Sí, ahí está bien —contestó ella.
El conductor abrió la ventanilla, sacó el brazo y se pasó al carril de la derecha, delante de un gran autobús. El taxímetro marcaba la misma cantidad que mostraba cuando ella se había apeado.
Aomame apoyó la espalda en el asiento y, respirando con calma, observó el familiar cartel publicitario de Esso. El tigre la miraba de perfil, sonriente, con la manguera en la mano. «Ponga un tigre en su automóvil», rezaba.
—Ponga un tigre en su automóvil —murmuró Aomame.
—¿Qué dice? —preguntó el taxista mirándola por el espejo retrovisor.
—Nada. Hablaba conmigo misma.
«Voy a vivir un poco más aquí y ver qué sucede. La muerte siempre puede esperar. Quizás».
Al día siguiente de que abandonara la idea del suicidio, cuando Tamaru la llamó, ella le comunicó su cambio de planes.
—He decidido que no voy a moverme de aquí. No me cambiaré de nombre ni me haré la cirugía estética.
Al otro lado de la línea, Tamaru se quedó callado. Necesitaba reordenar en su mente algunas teorías.
—En otras palabras, que no quieres mudarte a otro lugar, ¿no?
—Eso es —respondió parcamente Aomame—. Quiero quedarme aquí por un tiempo.
—Ese piso no está pensado para que alguien se esconda durante un periodo largo.
—Mientras no salga del piso, no me encontrarán.
—No deberías subestimarlos. Investigarán a fondo y te seguirán los pasos. Además, quizá no seas la única que corra peligro. Tal vez yo también me vea en apuros.
—Lo siento muchísimo, de verdad, pero quiero quedarme un poco más.
—¿Un poco más? ¿No podrías ser un poco más concreta? —pidió Tamaru.
—Disculpa, pero es lo único que puedo decir.
Tamaru reflexionó. Sin duda había percibido la determinación de Aomame en su voz.
—Yo antepongo mi seguridad y la de Madame a todo. O a casi todo. Ya lo sabes, ¿no?
—Lo sé.
Tamaru volvió a guardar silencio.
—Está bien —dijo al fin—. Sólo quería evitar malentendidos. Si tanto insistes, será porque hay algún motivo.
—Sí, lo hay —dijo Aomame.
Tamaru carraspeó al otro lado del hilo.
—Como ya sabes, elaboramos un plan y lo dispusimos todo. El plan consistía en llevarte a un lugar apartado y seguro, borrar tus huellas y darte una identidad nueva, utilizando incluso la cirugía estética. Íbamos a convertirte en alguien diferente. No por completo, pero casi. Eso habíamos acordado.
—Sí, lo sé. No tengo nada que objetar al plan. Simplemente, me ha ocurrido algo inesperado y necesito quedarme aquí un poco más.
—No estoy autorizado a darte un sí o un no —dijo Tamaru. A continuación emitió un ruidito que parecía brotar del fondo de la garganta—. Necesito algo de tiempo para darte una respuesta.
—No me moveré de aquí —dijo Aomame.
—De acuerdo —respondió Tamaru, y la llamada se cortó.
A la mañana siguiente, antes de las nueve, el teléfono sonó tres veces, se interrumpió y volvió a sonar. No podía ser otro que Tamaru. Fue al grano, sin saludar siquiera.
—A Madame también le inquieta que te quedes demasiado tiempo ahí. No hay suficientes medidas de seguridad. Sólo es un lugar de paso. Los dos creemos que deberías irte a un lugar lejano y seguro cuanto antes. ¿Me entiendes?
—Sí, claro.
—Pero eres una chica serena y prudente. No cometes errores tontos y tienes aplomo. Confiamos en ti.
—Gracias.
—Debe de haber algún motivo para que quieras quedarte ahí «un poco más». Sea cual sea el motivo, no puede ser un mero capricho, así que Madame ha decidido satisfacer tu deseo.
Aomame, que escuchaba con atención, no dijo nada.
—Puedes permanecer en el piso todo el tiempo que quieras hasta finales de año. Pero ése es el límite.
—Es decir, que por Año Nuevo tengo que marcharme, ¿no?
—Comprende que hacemos lo posible por respetar tu voluntad.
—De acuerdo —dijo Aomame—. Me quedo escondida este año y luego me marcho a otro sitio.
No estaba siendo sincera. Se quedaría escondida en el piso hasta que lograra encontrarse con Tengo. Pero explicárselo sólo complicaría las cosas. Le habían dado un plazo: hasta finales de año. Ya pensaría luego qué haría.
—Bien —dijo Tamaru—. A partir de ahora, una vez por semana te aprovisionaremos de alimentos y de todo lo que necesites. Los encargados del abastecimiento visitarán el piso cada martes a la una del mediodía. Tienen llave, así que abrirán ellos, pero no pasarán de la cocina; no entrarán en las demás habitaciones. Mientras, tú esperarás en tu dormitorio con la puerta cerrada con pestillo. No te asomes. No les hables. Cuando acaben, saldrán del piso y llamarán al timbre una vez. Entonces ya podrás salir del dormitorio. Si necesitas alguna cosa en especial, dímelo ahora mismo y te lo llevaremos en el próximo abastecimiento.
—Estaría bien que me trajerais algunos aparatos para trabajar la musculatura —pidió Aomame—. Sin ellos apenas puedo hacer ejercicios y estiramientos…
—No podemos conseguirte aparatos como los que hay en los gimnasios, pero sí de esos para el hogar, que no ocupen espacio.
—Me vale cualquier cosa sencilla.
—Una bicicleta estática y material para potenciar la musculatura. ¿Qué te parece?
—Estupendo. Si fuera posible, también querría un bate de sóftbol de metal.
Tamaru permaneció unos segundos en silencio.
—Los bates sirven para muchas cosas —siguió Aomame—. Tener uno a mano me relaja. Para mí es de lo más natural.
—De acuerdo, te lo mandaremos —dijo Tamaru—. Si se te ocurre algo más que puedas necesitar, apúntalo en un papel y déjalo sobre la encimera de la cocina. Te lo llevaremos en el siguiente suministro.
—Gracias, pero por ahora creo que no necesito más.
—¿Libros, cintas de vídeo…?
—No se me ocurre ningún título, ninguna película en particular.
—¿Qué te parece En busca del tiempo perdido de Proust? —sugirió Tamaru—. Si aún no lo has leído, quizás ahora sea un buen momento.
—¿Tú la has leído?
—No. Nunca he estado en la cárcel, y tampoco he tenido que esconderme durante mucho tiempo. Dicen que, si uno no se ve en situaciones como ésa, difícilmente lee En busca del tiempo perdido.
—¿Conoces a alguien que lo haya leído entero?
—Bueno, hay personas cercanas a mí que han pasado largas temporadas entre rejas, pero no son la clase de gente a la que le interese Proust.
—Voy a intentarlo. Si tienes los libros, envíamelos con el próximo abastecimiento.
—En realidad, ya los tenía preparados —dijo Tamaru.
El martes, a la una en punto, llegaron los «encargados del abastecimiento». Aomame se metió en el dormitorio, como le habían indicado, cerró la puerta con pestillo y trató de no hacer ruido, ni siquiera al respirar. Se oyó cómo abrían la puerta del piso y entraban varias personas. Aomame desconocía quiénes podían ser los «encargados de abastecimiento». Por el ruido dedujo que eran dos, pero no se oía voz alguna. Introdujeron varios bultos y trajinaron en silencio. Oyó cómo lavaban algunos alimentos bajo el grifo y cómo los guardaban en la nevera. Debían de haber acordado de antemano de qué tareas se encargaría cada uno. Luego oyó cómo desembalaban algo y cómo doblaban las cajas y el papel. También debieron de recoger la basura de la cocina. Aomame no podía bajarla al contenedor, así que alguien tenía que hacerlo por ella.
Trabajaban con agilidad, sin un solo movimiento superfluo. No hacían más trajín del necesario, e incluso amortiguaban el ruido de sus pasos. La operación terminó en unos veinte minutos y luego abrieron la puerta y se marcharon. Oyó cómo cerraban con llave. Tocaron al timbre una vez, a modo de señal. Por si acaso, Aomame esperó quince minutos. Después salió del dormitorio, comprobó que no había nadie y le echó el pasador a la puerta.
La enorme nevera estaba repleta de alimentos; había más que de sobra para una semana. Esta vez, la mayoría no eran platos precocinados, para calentar en el microondas y comer al instante, sino alimentos frescos: frutas y verduras variadas; carne y pescado; tofu, algas wakame y nattô;[3] leche, queso y zumo de naranja; una docena de huevos. Le habían quitado los envoltorios a todo, para evitar producir demasiada basura, y lo habían envuelto con destreza en film transparente. Los encargados tenían una idea bastante precisa de los alimentos que ella necesitaba para cada día. ¿Cómo lo sabrían?
Junto a la ventana habían instalado una bicicleta estática. Era pequeña, pero de buena marca. La pantalla registraba la velocidad, la distancia recorrida y el consumo calórico; controlaba, asimismo, las revoluciones por minuto y el número de pulsaciones. Había también un aparato con forma de banco para trabajar abdominales, tríceps y deltoides. Era fácil de montar y de desmontar. Aomame sabía bien cómo utilizarlo. Era un modelo nuevo, y su mecanismo, aunque sencillo, era muy efectivo. Con esos dos aparatos no tendría problemas para mantenerse en forma.
También habían dejado un bate metálico guardado en una funda. Aomame lo sacó de la funda y lo blandió varias veces. El bate, completamente nuevo y de brillo plateado, cortaba el aire con un silbido. El familiar peso del bate la relajó. Al notarlo entre sus manos evocó su adolescencia, los momentos pasados con Tamaki Ōtsuka.
Sobre la mesa se apilaban los volúmenes de En busca del tiempo perdido. No eran nuevos, pero tampoco estaban ajados; nadie parecía haberlos leído. De los siete, cogió uno y lo hojeó. También le habían dejado revistas, algunas semanales y otras mensuales. Había cinco cintas de vídeo nuevas, todavía con su precinto. No sabía quién las había elegido, pero eran películas recientes que ella no había visto. No solía ir al cine, por lo que tenía siempre muchas películas por ver.
En una gran bolsa de papel de un centro comercial había tres jerséis nuevos, recién comprados, cada uno de distinto grosor. Dos camisas gruesas de franela y cuatro camisetas de manga larga. Todas eran lisas y de líneas simples. Eran de su talla. También había medias y calcetines gruesos. Si se quedaba allí hasta diciembre, los necesitaría. La habían equipado perfectamente.
Llevó la ropa al dormitorio y la guardó en los cajones o la colgó de las perchas del armario. Luego regresó a la cocina y, mientras se tomaba un café, oyó sonar el teléfono. Primero tres veces, luego se cortó y de nuevo volvió a sonar.
—¿Te ha llegado todo? —preguntó Tamaru.
—Sí, muchas gracias. Creo que han traído todo lo que necesito. Los aparatos para hacer ejercicio me irán muy bien. Ahora sólo me falta sumergirme en Proust.
—Si ves que nos hemos olvidado de algo, dímelo sin miedo.
—De acuerdo —dijo Aomame—. Pero me costará encontrar algo que os hayáis olvidado…
Tamaru carraspeó.
—Aunque quizás esté de más, ¿te importa que te dé un consejo?
—Claro que no.
—No es fácil vivir sola y encerrada en un espacio reducido durante largo tiempo, sin ver a nadie. Cualquier persona, por fuerte que sea, acabaría rindiéndose. Sobre todo si alguien va tras sus pasos.
—Tampoco es que haya vivido en espacios muy amplios hasta ahora…
—Eso, seguramente, es una ventaja. Aun así, deberías tener cuidado. En una situación de tensión prolongada, los nervios, sin que uno se dé cuenta, acaban por convertirse en una especie de goma flácida. Y entonces es difícil devolverlos a su estado original.
—Tendré cuidado —dijo Aomame.
—Eres una chica muy prudente, y también práctica y sufrida. Y cautelosa. Pero cuando alguien pierde la concentración, por muy cautelosa que sea, comete algún error. La soledad se convierte en un ácido que te corroe.
—Yo no me siento sola —confesó Aomame. Se lo confesaba a Tamaru, pero también, en parte, a sí misma—. Vivo en completa soledad, pero no me siento sola.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio. Tamaru debía de estar considerando la diferencia entre vivir en soledad y sentirse solo.
—De todos modos, en adelante intentaré ser más precavida. Gracias por el consejo —añadió Aomame.
—Quiero que sepas que cuentas con todo nuestro apoyo. Pero si te vieras en alguna situación de emergencia, ahora no puedo imaginar exactamente cuál, quizá tengas que enfrentarte a ella tú sola. Por más que yo corriera, quizá no llegaría a tiempo. O a lo mejor ni siquiera podría ir a socorrerte. Por ejemplo, si juzgásemos que inmiscuirnos en tus asuntos fuera poco recomendable.
—Lo sé. Estoy aquí porque quiero, de modo que tendré que protegerme a mí misma. Con el bate y eso que me has conseguido.
—Este mundo es jodido.
—Porque allí donde hay una esperanza, siempre hay una prueba —dijo Aomame.
Tamaru volvió a quedarse callado. Luego dijo:
—¿Has oído hablar de la prueba final que debía pasar un interrogador de la policía secreta de Stalin?
—No.
—Lo metían en una sala cuadrada. En la sala sólo había una pequeña silla de madera, sencilla, normal y corriente. Entonces un superior le ordenaba: «Consigue que la silla confiese y redacte el acta de su confesión. Hasta que lo logres, no darás un paso fuera de esta sala».
—¡Qué historia más surrealista!
—No, no es en absoluto surrealista. Es una anécdota verídica, muy real. Stalin erigió un sistema paranoico, y ese sistema se cobró la vida de unos diez millones de personas, en su mayoría compatriotas suyos. En realidad, nosotros vivimos en ese mundo. Deberías grabártelo bien en la cabeza.
—Conoces muchas historias alentadoras.
—Tampoco tantas. Sólo he acumulado algunas; nunca sabes cuándo vas a necesitarlas. No he recibido una educación rigurosa, así que he ido aprendiendo sobre la marcha lo que podía valerme para cada ocasión. Allí donde hay una esperanza, siempre hay una prueba, como bien has dicho. Eso está claro. Sin embargo, albergamos pocas esperanzas y, en su mayoría, son abstractas, pero pruebas hay a montones, y son bien concretas. Esa es otra de las cosas que la vida me ha enseñado.
—Y dime, ¿qué clase de confesión podían arrancarle a la silla de madera los aspirantes a interrogadores?
—Esa es una pregunta sobre la que merece la pena reflexionar —dijo Tamaru—. Como un kôan[4] del budismo zen.
—El zen de Stalin —añadió Aomame.
Tras una breve pausa, Tamaru colgó.
Por la tarde, Aomame hizo ejercicio con la bicicleta estática y el aparato en forma de banco. Hacía tiempo que no disfrutaba de una sesión moderada de ejercicio como la que le proporcionaban esos aparatos. Luego, se dio una ducha. Escuchaba la radio mientras se preparaba algo sencillo para comer. Se sentó a ver la edición vespertina del telediario (aunque ninguna noticia atrajo su interés). Después, cuando se puso el sol, salió al balcón y vigiló el parque. Como siempre, cogió la mantita fina, los prismáticos y la pistola. Y ahora también el bate metálico, nuevo y de hermosos destellos.
«Si Tengo no aparece por el parque, tendré que seguir llevando esta vida monótona en el barrio de Kōenji hasta que este enigmático año de 1Q84 llegue a su fin. Cocinaré, haré ejercicio, veré las noticias y leeré la novela de Proust a la espera de que acuda al parque. Esperarlo será el eje de mi vida. Esa delgada línea es lo único que me permite seguir viviendo. Igual que la araña que vi cuando bajé por las escaleras de emergencia de la metropolitana. Aquella diminuta araña negra había extendido su mísera tela en una esquina de la sucia armazón de hierro y se agazapaba allí, al acecho de alguna presa. La telaraña, mecida por el viento que soplaba entre los pilares de la autopista, estaba deshilachada y sucia. Cuando la vi, me dio pena. Sin embargo, ahora me encuentro en una situación parecida a la de la araña.
»Tengo que conseguir un casete con la Sinfonietta de Janáček. La necesito para cuando haga ejercicio. Esa música me une con un lugar, un lugar indeterminado, no sé cuál. Es como si me condujera hacia algo. Lo añadiré a la lista de provisiones para Tamaru».
Es octubre y ya sólo quedan tres meses de prórroga. Las agujas del reloj avanzan imparables. Instalada en la silla de jardín, Aomame sigue vigilando el tobogán y el parque por el resquicio entre el antepecho de plástico y el barandal. La luz de la farola tiñe de un tono pálido el escenario del pequeño parque infantil. Ese escenario la lleva a pensar en los pasillos desiertos de un acuario cuando llega la noche. Los invisibles peces imaginarios nadan en silencio entre los árboles. No interrumpen sus movimientos mudos. En el cielo se alinean dos lunas que buscan el reconocimiento de Aomame.
—Tengo —susurra Aomame—, ¿dónde estás?