CAPÍTULO XXXI

Un instante de negrura, y luego Existencia. Existencia, como nunca la había conocido. Una Existencia amplia, omnisciente, que abarcaba todos los conocimientos.

Un momento de cegadora agonía, y al instante siguiente una Conciencia y una Percepción, como si la Comprensión se hubiese liberado de una prisión.

Les contempló, mientras se movían por encima de él, vio los ojos azules de ella, y las lágrimas que brillaban en sus mejillas. Vio las facciones burdas y pesadas de los hombres, y supo instantáneamente todo lo que había en sus sencillas mentes.

El pensamiento era instantáneo. Lo sabía todo al mismo tiempo, en la misma fracción de segundo. Sabía exactamente cuántas moléculas vibraban en la mesa sobre la que yacía, y podía absorber mentalmente la energía eléctrica que unía aquellas moléculas. Supo quiénes eran aquellas cuatro personas y de donde venían, y supo que Ryder estaba a punto de destruir el mundo.

Miró a Mary, y se preguntó cómo podía haberla encontrado atractiva. Su inteligencia era escasa, sus emociones baratas y primitivas, su piel, de grano áspero y su figura carecía de estética. Los brutos que eran sus compañeros, eran lentos, de inteligencia embotada, y olían mal.

Ryder era la persona importante. Ryder, que estaba infernalmente dispuesto a destruir el mundo, satisfecho en su pequeñez con su errónea convicción de que era su salvador.

Tenía que llegar rápidamente a Ryder.

La droga que le habían inyectado en el cuerpo, entumeciéndole y robándole su fuerza, estaba localizada en el área de la glándula petusa.

Instantáneamente supo donde estaba localizada la droga, lo que era, cómo operaba, su fuerza y sus puntos débiles.

Y al instante siguiente su mente había apresado la droga, anulado sus efectos, ajustado su estructura molecular, y la había absorbido en su cuerpo en forma de sustancia de desecho.

Su cuerpo era nuevamente fuerte, cargado de sensación, pero al mismo tiempo un cuerpo decepcionante, una cáscara, un vehículo totalmente inadecuado para conducirle de un lugar a otro, inepto, y tristemente deficiente en muchos aspectos.

—No le dejéis sufrir —sollozó la muchacha—. Hacedlo ya. Hacedlo rápidamente. No le dejéis que siga sufriendo.

La cara embotada y estúpida de Ogden reflejó sus lentos procesos reflexivos al desplazarse lentamente a la cabecera de la mesa, y rebuscar torpemente en un envoltorio plástico, tratando de encontrar una jeringa hipodérmica.

Y en aquel momento fue cuando Newman entró en acción.

Penetró instantáneamente en sus delgadas corazas mentales, helándolos alrededor de la mesa, sus músculos tensos, sus ojos vidriosos, e incluso con la sangre detenida en su pulsante camino a través de las venas.

Harold Newman se irguió, echó las piernas hacia afuera, se estiró, ensayando la fuerza de su cuerpo, dándose cuenta de sus debilidades y de los numerosos y desgraciados puntos flacos de su construcción.

Durante unos cuantos segundos movió los brazos y tensó sus músculos. Y luego, sin ni siquiera mirar a las cuatro figuras heladas que quedaban tras él, se dirigió hacia la puerta y se precipitó escaleras abajo hasta salir a la calle.

Mientras llamaba a un taxi y dirigía al conductor al Centro de Investigación Práctica, la vida retornó a las cuatro figuras inmóviles del cuarto superior.

La vida, volvió instantáneamente. Contemplaron las tablas desnudas de la mesa sin barnizar con asombrada consternación en sus ojos.

—Se… se… —dijo Mary tragando saliva.

—Ha desaparecido —exclamó Nash ahogándose.

Ogden echó una mirada incrédula alrededor de la habitación.

—No pudo suceder —dijo con incredulidad en la voz—. Desaparecer así. No pudo suceder. Desaparecer bajo nuestros ojos.

Nash se inclinó rápidamente e inspeccionó debajo de la mesa. Se incorporó nuevamente con palidez en el rostro y asombro en los ojos.

—La gente no puede desaparecer cuando quiere. Es contra todas las leyes naturales.

—Yo no le perdía de vista —murmuró Mary—. Desapareció sin más. —Hizo chasquear sus dedos—. Así. Como un relámpago.

* * *

Cinco mil cuatrocientas treinta y siete personas trabajaban en el turno de noche en el Centro de Investigación Práctica.

De pie en la obscuridad, junto a la pared exterior del edificio, Newman supo instantáneamente los pensamientos de cada uno de ellos con la misma certidumbre con que sabía que tenía cinco dedos en su mano izquierda.

Ryder estaba en aquel momento en su oficina particular del piso séptimo, estudiando ansiosamente las instrucciones finales que estaba a punto de transmitir a los Científicos Prácticos.

Newman sabía lo peligrosas que las actividades de Ogden habían sido durante los últimos días. Solamente por un pelo, y por una suerte asombrosa, había Ogden evitado perturbar el fino equilibrio entre la causa y el efecto, y trastornar la línea del futuro.

Había algunos riesgos que Newman no se atrevía a tomar. Un asalto frontal al edificio, y una entrada forzosa a la oficina de Ryder, con todo y ser fácil para un hombre con su poder para dominar mentes, estaría llena de peligros.

Se detuvo unos segundos pensando en la mejor manera de establecer contacto personal con Ryder. Quedó sumido en profunda reflexión. Luego aspiró profundamente y concentró todo el poder de su mente en sus cuerpos y en sus vestidos. Su cuerpo y sus vestidos estaban formados por moléculas, pequeñas partículas giratorias de materia, las cuales, a su vez, podían ser divididas en átomos.

Cada átomo era una partícula microscópica de materia compuesta de cargas eléctricas, electrones protones y neutrones, donde los electrones giraban alrededor de los neutrones de la misma manera que los planetas giran alrededor del sol.

Newman se concentró hasta que tuvo conciencia de cada uno de los electrones protones y neutrones de su cuerpo y de su ropa. En cada instante sabía exactamente la posición de cada uno de aquellos millones de elementos y los conocía a todos individual y precisamente. Del mismo modo conocía la pared de ladrillo enfrente de la cual se hallaba, tenía conciencia de todos sus millones de millones de partículas giratorias que daban a la pared su apariencia de solidez.

Era un ardid. Necesitó unos cuantos segundos para dominarlo, pero entraba de sobras dentro de sus posibilidades. Tentando extendió un dedo y lo introdujo lentamente en la pared de ladrillo.

Su completa consciencia de los electrones y protones y neutrones giratorios de su dedo era tan total como su conocimiento de los de la pared. Su mente era fuerte y dominadora, y ejercía una influencia directriz sobre las alocadas partículas rotatorias. Las partículas de materia que constituían la pared se encontraron con las de su dedo. Pero su rápido y director cerebro, guiabas influía y mezclaba, conociendo un millón de combinaciones en el mismo instante, filtrando hábilmente las pequeñas partículas de la pared a través de las minúsculas partículas que constituían su carne.

Cuando su dedo se hubo mezclado con la pared hasta la muñeca, dominaba ya el ardid, y no dudó más. Su mano, su brazo y su cuerpo siguieron con facilidad, mientras se concentraba en evitar que los electrones protones y neutrones de la pared de ladrillo chocasen con los de su cuerpo.

Se filtró a través de la pared de ladrillo, como agua a través de un colador, se detuvo un momento al otro lado, en un pasillo iluminado, y aliviado ahora de la tensión de haberse de concentrar para filtrarse, supo instantáneamente la dirección que tenía que tomar.

Caminaba con una velocidad y un silencio que le hacían casi invisible. Aquellos trabajadores que le vieron apenas se dieron cuenta de su paso. Los que estaban sentados en las oficinas externas que defendían de intrusos la oficina de Ryder no percibieron sino un momento de letargo mental.

Newman cerró tras de sí la puerta de la oficina de Ryder, echó la llave y permaneció de pie contemplando a lo largo de la habitación hasta donde el hombre de la negra barba estaba sentado reflexionando sobre su escritorio. Pasaron segundos, y finalmente, sin levantar la vista, Ryder gruñó con irritación:

—¿Qué quiere?

—Usted y yo tenemos que hablar —dijo quedamente Newman.

Ryder levantó la vista y sus ojos resplandecieron de furia. Se echó hacia atrás apartándose del pupitre, rugiendo de rabia.

—¿Qué diablos hace usted aquí? ¿Quién le ha dejado entrar?

—Usted Ryder, es una persona importante —dijo Newman con calma—. Es ya famoso, y llegará a ser aún más famoso en años venideros. Pero entre usted y su fama se levanta un pequeño factor. Un pequeño error que actualmente escapa a su comprensión. Usted y su Tiempo no han adquirido aún la habilidad de comprender cómo ha errado. Por lo tanto, yo le proporciono una oportunidad de corregir el error que ha cometido y de asegurar su fama.

Ryder le contempló, tan asombrado por el impudor de Newman, que había momentáneamente enmudecido.

—Usted tiene aquí sus fórmulas —dijo Newman—. Mirémoslas un momento. —Se adelantó hacia el escritorio, con la mano extendida, sonriendo alentadoramente.

La mano grande y carnosa de Ryder cayó sobre sus papeles, como para protegerlos por la fuerza, si era necesario. Su negra barba se erizó, y su cara se enrojeció de enojo.

—¿Cómo se atreve? —rugió. Su voz vibraba con la violencia de sus emociones—. ¿Cómo se atreve a interrumpirme en este momento?

Newman vaciló, con la mano extendida, y la alentadora sonrisa desvaneciéndose en sus labios. Dijo suplicante:

—¿No quiere ni tan sólo intentarlo? ¿No quiere usted ojear conmigo el trabajo?

Ryder emitió un ruido que era a medias gruñido de exasperación, y rugido de rabia, y su dedo fue a pulsar una fila de botones dispuestos sobre su escritorio.

Mucho antes de que su dedo alcanzase el botón, la mente de Newman irradió radios mentales que ensordecieron los atentos oídos de la oficina externa.

—Por fin —gruñó Ryder, respirando fuerte, y con la cara resplandeciente de satisfacción—. Por lo menos, ahora le tenemos. Veamos cómo esquiva a los agentes de Seguridad esta vez.

—Esos papeles —dijo Newman suavemente—. Repasémoslos juntos. ¿Por qué cerrar su entendimiento a la razón? ¿Por qué no estar preparado para aprender algo?

Ryder miró hacia la puerta por encima del hombro de Newman, preguntándose por qué nadie contestaba su urgente llamada. Se inclinó hacia adelante y oprimió nuevamente los botones, sintiéndose intranquilo al ver que Newman aparecía tan despreocupado.

—Solamente unos cuantos minutos de su tiempo —dijo Newman, y se dirigió hacia el escritorio, tratando de alcanzar los papeles.

Instantáneamente Ryder se levantó, su dura cara contorsionada, su negra barba erizada, y su carnosa mano hacia atrás, dispuesta a golpear y a aplastar con fuerza brutal.

—Apártese de mi escritorio —rugió—. Apártese de mi escritorio.

Newman tensó los músculos de su cuerpo, sabiendo que con su dominio sobre aquel armazón débil e inadecuado podía dominar a Ryder por la fuerza física. Pero una lucha violenta sería oída, y se notarían las marcas y las contusiones sobre la cara de Ryder. Habrían comentarios e informes en los periódicos, que influirían sobre la causa y el efecto, hasta un punto que escaparía su control.

No; la manera no era usar de la fuerza física.

Y dijo suavemente, con paciencia, y confiadamente:

—Pruebe, Ryder. Miremos juntos esos papeles.

Ryder dijo furiosamente:

—¡Cielo santo! Ya no puedo soportarlo más. Le sujetaré yo mismo y le entregaré a los agentes de Seguridad.

Dio un paso alrededor de su escritorio, y Newman se dio cuenta de que no podía esperar ya más.

Proyectó su sonda mental, profundizó en el cerebro de Ryder, y tanteó rápida y eficientemente para conseguir su dominio.

Fue una sorpresa.

Una terrible sorpresa de frustración y desesperación. El impacto que recibe aquel hombre entre un millón que sabe que tiene que sufrir la muerte para que los demás puedan vivir.

Recogió su sonda mental y quedó de pie temblando y contemplando la cara asombrada de Ryder. Cualquiera podía tener un cerebro XC. Absolutamente cualquiera. ¡Pero tenía que ser precisamente Ryder! ¡Aquel hombre, entre todos, a quien era imprescindible que pudiese dominar, poseía un cerebro XC indominable!

Ryder dijo roncamente, pálido y sudoroso:

—¿Qué me hizo usted? ¿Qué fue ello?

Newman pasó su mano cansada sobre su húmeda frente. Una mente XC era un atavismo. Era un cerebro como una caja de caudales. Nadie podía operarlo, sino su propietario mismo. Era una peculiaridad mental, una característica con la que alguna gente nacía, como si en alguna época distante sus antepasados hubiesen ideado una defensa contra la telepatía. ¡Y que entre todos, fuese precisamente Ryder quien tuviese tal característica!

Los ojos de Ryder expresaron repentinamente miedo.

—Usted trató de hipnotizarme —acusó—. Y lo sentí aquí. —Y se tocó la sien con el dedo—. Estuvo usted aquí dentro, en el interior de mi cabeza, tratando de dominarme. —Su voz era de susto.

Newman dijo con desesperación:

—Por última vez, ¿quiere hacer lo que le digo? ¿Quiere usted repasar esos trabajos conmigo?

—Usted es peligroso —jadeó salvajemente Ryder—. Es usted una amenaza. Un hombre como usted podría… —Se interrumpió, al tiempo que un destello de alarma le advertía de un peligro en que no había pensado aún. Preso de pánico, giró en torno de su escritorio, abrió furiosamente los cajones y revolvió entre los papeles, buscando su revólver.

Newman sabía que Ryder estaba buscando un arma mortífera. Un arma que pudiese matar y hacer un gran estrépito, atraer gente de todas partes del edificio y proporcionar a los boletines titulares sensacionales.

Y en aquel momento Newman supo lo que tenía que hacer.

No había manera de que pudiese dominar la mente de Ryder. Solamente una persona podía dominar la mente de Ryder. El mismo Ryder. Newman se hizo consciente de los electrones, protones y neutrones de su cuerpo. Se hizo también consciente de los de su ropa y los filtró por su cuerpo. Cayeron al suelo sus ropas, se salió de ellas y se acercó rápida y silenciosamente hacia Ryder. Con la misma concentración intensa dominó los neutrones, protones y electrones de sus dos cuerpos y se fundió rápida y eficientemente con Ryder.

Sintió el impacto de sorpresa en la mente de aquel hombre; y tuvo que esforzarse para filtrar y mezclar su cerebro con el de Ryder. Sintió el pánico y la violenta resistencia de la mente del científico, y ejerció una influencia mental pacificadora.

Ryder y Newman quedaron mezclados en uno, de pie, que contemplaba las fórmulas matemáticas extendidas sobre el escritorio. La negra barba se erizó, los ojos relampaguearon, y una mejilla templó al influjo de la gran lucha interna que se desarrollaba.

Fue una lucha más tenaz de lo que Newman se había imaginado que iba a ser necesaria. El movimiento de las moléculas de un cuerpo humano era mucho más activo que el de las de una pared de ladrillo. Sin momento de descanso, tenía que estar constantemente consciente de los millones de electrones, protones y neutrones giratorios, controlando su alocado movimiento, que excedía con mucho la velocidad de la luz.

El esfuerzo pesaba mucho en su fuerza mental, y el cerebro alocado y frenético de Ryder oponía una resistencia desesperada.

Forzó al pesado cuerpo de Ryder a que se moviese, se dirigió al escritorio, se sentó, y comenzó su interior musitó una protesta frenética, luchó locamente para escapar, desgastó más y más su concentración y su fuerza hasta que el sudor brotó de su frente y tuvo que hacer rechinar sus dientes por el esfuerzo de buscar una pluma.

El error estaba allí, tan claro como el de un escolar en una sencilla suma. Pero aquella cosa alocada que se retorcía y murmuraba en su interior luchaba desaforadamente, de modo que la fuerza se le iba escapando mientras borraba la fórmula errónea y escribía en su lugar los símbolos correctos.

No era suficiente corregir la fórmula. De eso se daba buena cuenta, mientras estaba allí sentado, sujetando los papeles con la mano, y esforzándose en reprimir los violentos esfuerzos de Ryder para escapar.

Lo que él, Newman, había corregido, podía ser nuevamente modificado. Ahora su obligación era asegurarse de que no se haría nunca una segunda modificación.

Lentamente exploró la mente de Ryder, mientras este farfullaba y protestaba. Entonces, pálido, y caminando lentamente por el esfuerzo que le causaba concentrarse, se dirigió hacia la puerta.

Había algo raro en él. Se dio cuenta de ello por la manera en que los secretarios y ayudantes particulares de Ryder le miraban. Pero no les hizo caso, ejerció su fuerza contra el Ryder, que protestaba internamente, y continuó inexorablemente hacia el ascensor.

Descendió a la planta baja, trazó su camino a lo largo de extensos pasillos, pasó a través de muchas más oficinas, hasta que finalmente se enfrentó con un hombre delgado de penetrantes ojos y nariz de pájaro.

Newman, que era Ryder, dijo en voz breve y rápida:

—¿Hasta dónde ha adelantado el primer ensayo?

—A primeras horas de la madrugada.

Ryder depositó el manojo de papeles sobre la mesa, delante del hombre.

—Estas son las finales —dijo—. Ya se dará cuenta de que he verificado modificaciones. Estas modificaciones son importantes. Asegúrese de que son incorporadas al ensayo final. ¿Comprende?

El hombre de la nariz de pájaro ojeó las alteraciones, asintió con la cabeza, y dijo con aire eficiente:

—Haré que se pongan a trabajar en ello ahora mismo.

El Ryder interno realizó repentinamente un violento esfuerzo para escaparse, lo cual hizo que Newman temblase bajo el esfuerzo requerido para dominarle.

Ryder dijo en voz baja:

—No entretenga las cosas. Quizá yo no me encuentre por aquí, pero continúen sin mí. —Hizo una pausa, se enjugó la húmeda frente con la mano, y dijo—: Perdone —y se sentó abruptamente sobre una silla.

El hombre de nariz de pájaro le miró con simpatía.

—Ha estado trabajando demasiado —dijo—. Valdría más que descansase un poco.

—Ya ha comprendido mis órdenes —dijo Newman—. Es imperativo. Nada debe detener el trabajo. Tiene usted todos los cálculos, y no hay nada que deba impedirles seguir adelante.

—Déjemelo a mí —dijo el hombre de nariz de pájaro.

Ryder se dirigió a la puerta. Cuando la alcanzó tuvo que apoyarse contra una de las jambas para no caerse. Los esfuerzos de Ryder se iban ahora haciendo más débiles, pues su propia fuerza estaba también peligrosamente socavada. Después de una pausa momentánea se enderezó, salió al pasillo y por vez primera se dio cuenta de lo peligrosamente que había sido socavada su fuerza.

Durante todo aquel tiempo había estado ejerciendo todo su esfuerzo de concentración para evitar que los elementos de su propio cuerpo se mezclasen con los de Ryder, formando uno solo. Y además había estado accionando el cuerpo de Ryder, controlando el cerebro de Ryder y efectuando cálculos matemáticos que hubiesen derrotado un ejército de cerebros electrónicos.

Ahora, cuando solamente tenía necesidad de controlar los elementos de su propio cuerpo y los de Ryder, podía darse cuenta de lo debilitado que estaba.

¡Porque no podía evitar que se mezclasen! Su fuerza había descendido a un nivel demasiado bajo, y las partículas giratorias de energía se acercaban más y más. Trató de mantenerlas aparte, pero todo lo más conseguía detenerlas un momento. Y en seguida, una vez más, comenzaban a girar más y más cerca unas de otras.

Y ahora no podía separarse de Ryder. Los electrones, protones y neutrones de sus cuerpos estaban demasiado estrechamente unidos. Si descuidaba su vigilancia por un solo instante, sus dos cuerpos se fundirían instantáneamente en uno solo, y estallarían por acción de las fuerzas moleculares desencadenadas, desparramando una evidencia acusadora por todo el laboratorio, que dejaría perplejos a los doctores e iniciaría una nueva rama de investigación médica.

¡Titulares a toda página, fenómenos médicos y una desviación del verdadero camino de la historia!

Calculó rápidamente. No sentía pesar en su interior, ni horror, ni tristeza, porque todo ello era tan lógico. No había alternativa. Tenía que suceder; su fuerza que disminuía rápidamente le permitiría unos cuantos minutos antes de realizar el gesto final.

Se tambaleó a lo largo del corredor, mientras que el Ryder de su interior farfullaba lamentablemente, vagamente, consciente de lo que iba a suceder, pues había alcanzado a ver una reflexión de la mente de Newman, del mismo modo que la vidriera de un escaparate capta la reflexión de un transeúnte.

En el pasillo siguiente volvió hacia la izquierda y entró en la segunda puerta de la derecha. Los hombres de batas blancas que allí trabajaban le miraron con sorpresa, se acercaron a él respetuosamente, y luego retrocedieron mientras les hacía gestos irritados y se dirigía directamente, a través de la habitación, al extremo donde se estaba probando el horno eléctrico.

Quedaba poco tiempo. Ni siquiera su enorme poder de concentración podría mantener separados mucho más tiempo aquellos neutrones, protones y electrones giratorios. Sentía cómo se acercaban más y más, inevitablemente, millones de ellos, girando alocadamente y socavándole su fuerza con despiadada insistencia.

El ingeniero a cuyo cargo estaba el horno eléctrico le miró con ojos sorprendidos.

—¿Desea usted algo?

—Abra el horno —dijo Newman con voz hueca y tensa.

El hombre le contempló atónito.

—Abra el horno, necio —jadeó Newman, mientras el sudor le humedecía la frente, a la par que se asía desesperadamente a la fuerza que rápidamente se le escapaba.

El hombre saltó ante la aspereza de la voz de Newman, manipuló unos mandos y se apartó hacia un lado mientras las grandes puertas giraban alrededor de sus goznes. El calor abrasador que se desprendía podía levantar ampollas a una distancia de veinte metros.

—Cuidado —advirtió el ingeniero—. No se acerque al frente. El calor le arrancará la piel de su cara.

—Eso tendrá poca importancia —dijo Newman, y utilizó lo último que le quedaba de la fuerza que se le escapaba para mantener juntos a Ryder y a sí mismo, al momento de lanzarse de cabeza dentro de aquel azul infierno, que los consumió a los dos en una brillante llama agónica.