CAPÍTULO XXIX

La habitación era grande y estaba brillantemente iluminada, las ventanas selladas y las persianas cerradas. No había muebles, excepto la larga y sencilla mesa sobre la cual yacía.

Y solamente otra vez más envió un impulso regulador de su cerebro a su cuerpo, y conoció la amargura de su derrota total.

Eso era lo peor de todo, la inmovilización de su cuerpo y la pérdida de toda sensación, de modo que pudiera haber sido una cabeza decapitada.

Había sucedido en el automóvil, antes de que se detuvieran al exterior de la casa. El pinchazo agudo de una aguja, un segundo de rigidez mientras todos los músculos y todos los nervios de su cuerpo aullaban su protesta, y luego la pérdida instantánea de toda sensación.

Su cabeza y su cuello era todo lo que todavía le pertenecía. Su cabeza podía moverse, y su cuello sentía la fricción de la camisa. Pero por debajo de su cuello carecía de existencia, era como una cabeza cortada pero viviente, equilibrada sobre el filo de un cuchillo.

No les había sido difícil entrarlo en la casa. Sus músculos eran de acero, y mientras lo sujetaban ligeramente, unos dedos acerados que no podía ver ni sentir sondaban su carne, presionando y estirando centros nerviosos, de modo que cuando miraba hacia abajo veía que sus piernas se movían con las de los otros, en una parodia del caminar, ejecutando las acciones y subiendo las escaleras, si bien a veces parecía que sus pies no tocaban el suelo. Una vez en el interior de la casa, todo había sido diferente. Richards y Nash le habían llevado a aquella habitación, extendiéndole sobre la mesa. «Cuánto tiempo había estado allí», se preguntaba. Parecían horas, pero podían haber sido minutos.

Levantó la cabeza. Era difícil porque solamente podía dominar los músculos de su cuello, y necesitaba toda su fuerza para levantar la cabeza unos cuantos centímetros por encima de la mesa.

Podía ver a lo largo de su cuerpo, sus brazos y sus piernas extendidas, nacidas y deshuesadas.

El esfuerzo le hizo sudar cuando forzó la vista, mirando lentamente alrededor de la habitación, con la vana esperanza de ver algo que le diese esperanzas.

No había nada. Solamente la lisa pared pintada al temple, que le contemplaba.

Débil con la desesperanza de todo, dejó que la cabeza cayese nuevamente sobre la mesa, oyó el leve ruido que su cráneo hizo al chocar con la madera, sintió el leve impacto de dolor y de irritación, mientras el sudor corría por su frente.

Automáticamente alzó una mano para enjugar las gotas de sudor, y se estremeció internamente al no hallar respuesta. Fue entonces cuando conoció la desesperación avasalladora.

La gota de sudor se arrastraba lentamente. La irritación que le producía era diez veces mayor porque no podía hacer nada para aliviarse.

La gota de sudor se adhería enloquecedoramente vibrando a su piel, y el área de irritación, al extenderse lenta y constantemente, hacía que sus nervios se contrajesen y saltasen violentamente.

¡Qué agonía! ¡Qué dolor quebrantador de los nervios!

Con gran esfuerzo, tensando violentamente los músculos en su cuello, volvió la cabeza hacia un lado.

Aquel movimiento hizo que la gota de sudor se canalizase rápidamente a lo largo de su sien y se detuviese sobre su mejilla. Su mejilla era diez veces más sensible que su sien, y el área de irritación irradiaba hacia afuera, de modo que una y otra vez crispó la boca, sufriendo silenciosa agonía.

Yacía con la cabeza hacia la puerta, porque no oyó como se abría. Oyó el suave movimiento de la muchacha, el dulce susurro de su falda, y ya estaban mirándole, sus ojos azules tristes y ansiosos por su suerte.

—¿Estás bien? —dijo.

Los músculos de sus mejillas se contrajeron, y sus dientes rechinaron, mientras la contemplaba con desprecio en los ojos. La irritación era enloquecedora, y de nuevo se contrajo el músculo de su mejilla.

La muchacha se inclinó rápidamente sobre él.

—Lo siento —dijo sinceramente—. No creía…

El olor sutil e íntimo de la chica estaba prendido de su fino pañuelo. La fragancia le atormentó los sentidos cuando enjugó suavemente su cara, calmándole aquella irritación enervante. Pero él seguía mirándola con odio y frustración. Los despiertos ojos azules de la chica estaban extrañamente húmedos. Y dijo con aquella voz musical, que aún ahora, le recordaba amargamente sus primeros momentos de placer con ella:

—Dime si hay algo que necesites.

Volvió hacia un lado su cara, no queriendo ver la dulce de ella, porque el dolor de los recuerdos se hizo repentinamente amargo. La fragancia de la muchacha estaba prisionera en su pañuelo; la música de su voz, y la suavidad de sus ojos azules, todo ello le recordaba las horas pasadas, tan diferentes de sus breves momentos de ilusionada felicidad.

—Yo tampoco quería que sucediese esto —dijo ella, y el tono de tristeza de su voz le afectó tanto que quiso llorar de dolor, con pesar y desesperanza.

—¿Puedes hablar, verdad? —preguntó melancólicamente.

Harold mantenía su cara apartada de ella, contemplando la pared con los labios herméticamente cerrados.

—Lo siento tanto todo —dijo con voz entrecortada.

Harold volvió su cara hacia ella y la contempló con ojos duros.

—¿Qué es lo que sientes? —preguntó brutalmente.

Había mucho en los ojos de la chica que Harold no había visto nunca antes.

—Lo siento porque, porque…-Era como si estuviese repentinamente censurando sus ojos y sus palabras. Sus ojos se velaron, su cabeza se irguió imperceptiblemente, y su voz perdió casi su tono emocionado.

—Siento que hayamos tardado tanto —dijo—. Siento que hayas tenido que esperar así.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Quiénes son esos hombres que están contigo? ¿Qué va a sucederme?

Los ojos de la muchacha miraron por encima de la cabeza de Harold hacia la puerta, y luego le miraron a él.

—Esas son cosas que no debes saber. Harold comprendió la finalidad de su voz, y que era inútil suplicar.

—¿Cuánto tiempo he estado aquí?

—Solamente un corto rato —dijo ella—. Solamente un rato. Ya no hay que esperar mucho.

Harold pudo sentir cómo la muchacha se dominaba, tensando las riendas de sus emociones y de sus pensamientos.

—Mi cuerpo —dijo él, su garganta seca—. ¿Qué le pasará a mi cuerpo? ¿Volverá a la vida?

Ella le contempló largo rato, como si estuviese debatiendo internamente cuánto debía decirle.

—La sensación volverá a tu cuerpo, si decidimos que vuelva —dijo—. No se había comprometido, y ni siquiera estaba dispuesta a proporcionarle el más mínimo indicio de lo que iba a ocurrirle.

Oleadas de enojada amargura le inundaron. Todo ello era tan injusto y tan sin razón. No había hecho daño a nadie. Había tratado de hacer el bien con sus nuevos poderes. Había hecho todo lo posible para evitar que Ryder cometiese un terrible desatino, cuando podía, en lugar de ello, haberse ocupado de su seguridad personal.

—¡Por favor! —jadeó—. ¿No eres humana? ¿No puedes decirme lo que van a hacer conmigo? ¿No me puedes decir de qué se trata? ¿No comprendes la agonía que sufro, al no saber lo que va a sucederme?

En los ojos de ella se percibía el dolor.

—Es mejor que no lo sepas —murmuró—. Hasta eso puedo decirte. Es mejor que no lo sepas.

—¿Cuánto tiempo me queda? —jadeó—. ¿Cuánto tiempo antes de lo que vayáis a hacer?

—Solamente unos cuantos minutos —contestó la muchacha.

Harold respiró profundamente, proyectó una sonda mental para calmar su pánico interior. Y repentinamente se sintió poseído de extraño sosiego.

—No temas por mí, Mary —dijo quedamente—. Quiero saber lo que va a sucederme. Incluso si crees que es mejor que no lo sepa, tú no puedes juzgarlo. Dime lo que vais a hacer.

Los ojos azules estaban perdiendo, sin querer, la fuerza de resistencia.

—¿Es eso lo que verdaderamente quieres? —preguntó la muchacha con voz apagada—. ¿Quieres realmente saberlo?

—Todos los hombres quieren saber su destino, y tratar de encontrar la razón —le dijo.

La muchacha se inclinó sobre él, acercando la cara, y con decididos ojos.

—Si es lo que realmente quieres —susurró—, lo haré por ti.

—Hay otras cosas que deseo aún más —le dijo Harold amargamente—, pero esas cosas no me las concederás.

—No puedo decírtelo con palabras —dijo la chica—. Tendrás que abrir tu mente y dejarme entrar.

Los ojos y la voz de Harold expresaron desprecio.

—Confié en ti una vez —dijo amargamente, y el recuerdo de cuando ella se arrojó sobre él en la escalera, el latido salvaje de su sangre, y su deseo desbocado, le producía una sensación agónica—. ¿Crees que me volveré a fiar de ti jamás?

Lució la vergüenza en los ojos azules de la muchacha, como si no pudiese soportar la amargura en los de él.

—Tienes que confiar en mí —murmuró ella—. Estoy dispuesta a hacer lo que quieres, pero tienes que confiar en mí.

—Otro ardid —dijo con rabia Harold—. Persuadirme para que abra mi mente, sondar en su interior, y llamar a tus amigos para que esté a la merced de vosotros cuatro.

—Por favor, créeme —dijo con sinceridad—. Ahora soy sincera. Te estoy diciendo la verdad.

—Tonterías —dijo con rabia—. Mentiras. —Y se asombró de sí mismo, de su propia presencia de ánimo, ahora que yacía allí, a la merced de sus raptores.

—Confía en mí —dijo ella suplicante—. ¿No vas a confiar en mí?

—¿Hasta qué punto confías tú en mí? —preguntó él intencionadamente.

La chica le contempló largo rato. Y finalmente dijo suavemente:

—Abriré mi mente, si tú abres la tuya. Tú estarás en el interior de mi mente, al mismo tiempo que yo estaré en el interior de la tuya. Estoy preparada a confiar en ti. Accedo a confiar en que conozcas; en que te enteres de más de lo que he acordado decirte.

Harold proyectó una sonda, tocó ligeramente la pantalla mental que la muchacha había corrido sobre su mente. Mary sintió su movimiento, y casi inmediatamente Harold la sintió a ella que planeaba, tocando delicadamente su pantalla mental.

—Estoy dispuesta a abrirme a ti —musitó, con los labios entreabiertos—. No debería hacerlo porque hay tanto que está en juego. Pero estoy dispuesta a confiar en ti. ¿Puedo fiarme de ti?

Harold la contempló largo rato, profundamente en los ojos.

—Puedes fiarte de mí —dijo, y realmente lo decía de veras.

La pantalla que cubría la mente de Mary se alzó casi imperceptiblemente, e inmediatamente la sonda mental de Harold la penetró como una cuña,

forzándola hasta abrirla. Y en el mismo momento él aflojó su propia pantalla mental, y sintió que la sonda mental de ella se insertaba delicadamente. Se detenía en el umbral de sus pensamientos, pudiendo entrar en ellos, pero sin llegar a hacerlo.

—Estoy abierta para ti —pensó ella—. Aprende lo que quieras de mí. No resistiré porque confío en ti.

La sonda mental de Harold parpadeó sobre la estructura neural de la muchacha, vio lo que iba a sucederle, y comprendió por qué era mejor que no lo supiese.

Yacía inmóvil sobre la mesa, con vida solamente en sus ojos y su cara. Entraron los tres hombres y se quedaron de pie junto a la mesa, contemplándole. Entonces Ogden rebuscó por la cartera de plástico que llevaba, sacó una pequeña jeringa hipodérmica, la clavó profundamente en el cuello de Newman, y oprimió el émbolo.

Al entretenerse en la mente de la muchacha, al leer sus pensamientos y conocer el destino que le aguardaba, Newman pudo contemplarse a sí mismo, tal como ella podía contemplarle.

Y vio como su propia cara se alteraba, sus mejillas se hicieron flácidas y sus ojos se fundieron. Y todo él yacía allí, inerte y aparentemente sin vida.

Entonces los tres hombres se pusieron a trabajar rápidamente. No sintió dolor cuando le cortaron con pequeños y agudos escalpelos, describiendo un círculo alrededor de sus sienes, y arrollaron el cuero cabelludo, dejando al descubierto el hueso.

Pequeños taladros operaban con una fuerza que no podía adivinar. Cortaron limpiamente a través del hueso, sacaron un segmento blanco de su cráneo, y descubrieron el área caliente, gris y pulsante de su desnudo cerebro.

Se agruparon a su alrededor con instrumentos quirúrgicos delicados, de los cuales no tenía conocimiento, ni comprendía, brillando en sus manos. Cortaron y sondaron, más y más profundamente, el acero en dirección del núcleo que era su cerebro.

Harold no sabía lo que estaban haciendo, y no podía comprender su objeto. Y de repente, a través de los pensamientos de ella, se encontró nuevamente en el interior de sí mismo. Los cuchillos cortaban y separaban sin dolor, eficientemente. Pero aunque no experimentaba dolor, supo lo que le estaba ocurriendo.

Primeramente fue su muy desarrollado sentido del olfato, aquella percepción tan desarrollada que le permitía percibir la proximidad y la fragancia de ella. ¡Zas!, saltó un nervio, y su percepción se embotó, capaz de apreciar solamente los olores más fuertes, el áspero aroma de las flores, o la acritud de los excrementos.

¡Zas!, saltó otro nervio y la sordera se cerró sobre él. El sonido dejó de existir, salvo por un único tono. Incluso la voz de Mary, que tanto le deleitaba oír, se hizo desafinada y limitada a unas cuantas notas. ¡Zas!, continuó el despiadado cuchillo quirúrgico, y se quebró otro nervio, sus reflejos se retardaron instantáneamente, desapareciendo la gracia, la rapidez y la poesía de su movimiento, dejándole solamente las lentas y pesadas reacciones del hombre medio.

Los despiadados cuchillos cortaron nuevamente, se partió otro nervio, y el vasto mundo de concepción matemática que conocía y comprendía se redujo instantáneamente a sencillos logaritmos que le eran difíciles de comprender.

Nuevamente entró en acción el cuchillo quirúrgico, y su mundo quedó instantáneamente restringido a su pequeño y aislado cerebro, donde el pensamiento mental era limado, y el alcanzar otras mentes una posibilidad ni tan sólo soñada.

Zas, zas, zas, y a cada cuchillazo se sentía despojado de sus nuevas cualidades. Fueron cortando pequeños nervios hasta que solamente quedó uno. Este es tu único consuelo, pensó la muchacha. Esto te salvará de la desesperanza, de la frustración y de la locura. Cortarte este último es el gran servicio que podemos hacerte.

Zas, saltó el último nervio, y con él desaparecieron todos los últimos recuerdos de sus recientemente adquiridas facultades. Harold Newman era nuevamente un Grupo Cinco, despojado de sus extraordinarias habilidades.

Y eso es todo, pensó la muchacha para él, quien obedientemente retiró su sonda mental, sintió que la pantalla mental de la muchacha se cerraba herméticamente de la misma manera que él había cerrado la suya en el mismo instante en que la chica retiró su sonda.

Siguió yaciendo y contemplando los ojos azules, y una vez más el sudor humedeció su frente.

—Ya te advertí que era mejor no saberlo —dijo la chica, con tristeza en los ojos; y nuevamente su delicado pañuelo con su tentadora fragancia enjugó la frente de Harold.

Se sintió mareado. Haber experimentado y sabido tanto, y ser nuevamente lanzado a la obscuridad de la ignorancia era una sentencia de muerte viviente.

—El olvido es tu única compensación —le dijo Mary—. Ampárate en ese pensamiento. Después será como si nunca hubiese sucedido. No tendrás recuerdos de lo que ahora sabes, y no habrá nada que lamentar. —Su voz parecía ligeramente quebrada—. Tendrás a Sally, y será nuevamente todo para ti.

Pareció como si Harold se ahogase cuando la miró con desesperación.

—¿Por qué? —suplicó—. ¿Por qué, por qué, por qué?

—Lo siento —dijo Mary sinceramente, y brillaron las lágrimas en sus ojos.

—Tienes que ayudarme —jadeó Harold—. Tienes que ayudarme. Ryder. Hay que detenerle. ¿No lo comprendes? ¡Hay que detener a Ryder!

—Por favor —suplicó ella—. No me dificultes aún más las cosas.

—Pero Ryder…-jadeó. —No compren…

Un haz inmenso, brillantísimo, abrasó su cerebro como el fogonazo cegador de una explosión de magnesio. El dolor agónico destructor, tajante, desgarrador, diabólico, le hendió la cabeza de tal forma que aulló estremecedoramente.

El mundo se convirtió en cien millones de fragmentos resplandecientes de cegadora luz, y pudo contarlos todos y cada uno de ellos mientras se deslizaban a través de la bóveda de la inexistencia.

Y entonces, repentinamente, existió. Repentinamente se sintió vivo. Repentinamente comprendió.

Contempló los ojos azules de Mary, oyó como la puerta se abría tras él, percibió que los tres hombres se movían junto a él, y se quedaban de pie contemplándole.

Las lágrimas de Mary se deslizaban ahora por sus mejillas sin que ella se avergonzase.

—Hacedlo de prisa —les instó—. Está sufriendo. No le dejéis que sufra más. Por favor, no dejéis que sufra más.