CAPÍTULO XXVIII

Newman consiguió evadir a los agentes de Seguridad. Ahora podía sentir sus mentes, que se alejaban mientras él regresaba nuevamente al Centro de Investigación Práctica.

Las paredes eran altas, y las ventanas más cercanas bastante por encima de su cabeza y provistas de alarmas electrónicas que avisarían por todo el edificio cualquier intento de entrada ilegal.

En algún punto de aquel edificio estaba Ryder. En algún punto de aquel edificio estaba el único hombre que podía evitar el desastre que se cernía más cercano a cada momento. De un modo u otro, cualquiera que fuese el costo, tenía que entrar en contacto con Ryder y hacerle comprender el peligro en que estaba sumiendo al mundo.

Newman sintió más bien que oyó el murmullo de las huellas del automóvil que se detuvo junto al bordillo, detrás de él. Se volvió, dirigió una mirada sorprendida a los ocupantes del auto, y comenzó a correr alocadamente.

Oyó cómo se cerraba la puerta del auto, oyó el ruido de pies que corrían tras él, y aceleró su marcha.

Enfrente de él había una carretera muy concurrida. Sabía que si conseguía mantenerse enfrente de los otros, y mezclarse con la muchedumbre, Ogden no se atrevería a meterse con él.

Newman no se arriesgó. Corrió como un loco atrayendo deliberadamente la atención sobre sí mismo, y llegó a mezclarse con la muchedumbre antes de detenerse y volverse para sonreír a sus perseguidores.

Pero esos no vacilaron. Se dirigieron directamente hacia él, y sus manos extendidas le sujetaron los brazos inmovilizándole con acerada presa.

Un momento más tarde le hacían caminar entre ellos, y su automóvil daba la vuelta en la carretera, dirigiéndose al grupo.

El pánico le dominó, y echando hacia atrás la cabeza gritó pidiendo auxilio.

Las caras asombradas de las gentes que les rodeaban expresaron súbita alarma. Un hombre de anchas espaldas se plantó en la acera directamente enfrente de ellos, y preguntó:

—¿Qué ocurre, Mac? ¿Está en dificultades?

—Ayúdenme —jadeó Newman—. Estos individuos me están raptando. ¡Ayúdenme, por amor de Dios!

El hombre de las anchas espaldas hizo una señal a dos compañeros de espaldas igualmente anchas, y dijo con cierta satisfacción en la voz:

—Vamos, muchachos. Este hombre necesita ayuda.

Ogden no esperó a que se le acercase el peligro, sino que fue a su encuentro. Se dirigió rápidamente hacia el hombre de anchas espaldas y sus muy desarrollados reflejos le permitieron actuar tan velozmente que ninguno de los asombrados presentes se dio cuenta de lo que ocurría hasta que el hombre de las anchas espaldas rodó por el suelo. Para entonces, Ogden había vuelto a desplazarse como una mancha en movimiento, y los dos otros hombres vacilaron retrocediendo, derribados como muñecos.

Todo sucedía con tal rapidez, que parecía haber sido ensayado una docena de veces. Los presentes lo contemplaban estúpidamente con la boca abierta, cuando el auto se aproximó silenciosamente, se paró y Ogden subió instalándose tras el volante. La puerta trasera del auto se abrió, y Newman que protestaba y forcejeaba desesperadamente, fue izado hacia adentro, mientras los testigos seguían contemplándolo todo con gran perplejidad, incapaces de comprender que todo aquello estaba sucediendo bajo sus propios ojos.

No tenía escapatoria posible. Sus brazos estaban sujetos con acerada presa, y unos dedos sutiles oprimían los delicados centros nerviosos vitales, privando sus miembros de la capacidad de movimiento.

Ogden puso el auto en marcha, y Mary miró a Newman por encima del hombro, con ojos tristes y pensativos.

Nash dijo quedamente:

—Hay cuarenta y siete personas que lo han visto.

—Yo me concentraré al salir de aquí —dijo Ogden—. Tomad un tercio cada uno, y haced raspaduras mentales.

Newman sabía que no había esperanza. Por la razón que fuese no estaban ya obligados a guardar el secreto de su captura. Sus muy desarrollados poderes eran demasiado para que él pudiese luchar solo, y lo único que le quedaba era esperar y conocer su siniestro propósito.

Ogden conducía espléndidamente, mientras que Mary y los dos hombres que flanqueaban a Newman cerraban los ojos y se concentraban.

Nash fue el primero en terminar, y dijo casi con desprecio:

—Con esa gente se podría hacer cualquier cosa.

Ahora Ogden conducía rápidamente. Y dijo con una nota de curiosidad en su voz:

—¿Quién se ocupó de los hombres a quienes tuve que golpear?

—Fui yo —dijo Richards riéndose en voz baja—. Uno cree que tropezó, el segundo se figura que se desmayó, y el tercero supone que perdió el equilibrio al tratar de evitar que su compañero se rompiese la cabeza sobre la calzada.

—¿Adónde me llevan? —preguntó Newman con desesperación en su voz.

—No se preocupe —dijo Ogden—. No tiene por qué preocuparse por nada. Eso es lo mejor que podía haberle sucedido.

Mary volvió nuevamente sus ojos hacia Newman. Ojos azules que estaban tristes y eran sinceros.

—Es cierto —le aseguró—. Es lo mejor que podía sucederte. Créeme. ¡Lo sé!

—Bueno —dijo Newman entre dientes—. Hagan lo que quieran conmigo. Tortúrenme, mátenme, o háganme pedazos. Pero concédanme cinco minutos primero. Quédense conmigo todo el tiempo, pero denme esos cinco minutos.

—¿Cinco minutos para hacer qué? —preguntó Ogden.

—Tengo que ver a Ryder —dijo con desesperación—. Si no veo a Ryder y le advierto, hará saltar el mundo en pedazos.

Sintió su repentina rigidez. Nash dijo quedamente:

—Esta es la razón por la cual está usted aquí. No tiene que interferir con Ryder.

La frustración era tan amarga que le hizo querer retorcerse. De un modo u otro era necesario que les hiciese comprender.

—Escuchen —jadeó ferozmente—. Ustedes son hombres inteligentes. Tienen la capacidad de comprenderlo por sí mismos. Ryder ha cometido un error fundamental en sus cálculos. Se le tiene que hacer presente para que pueda ajustar su fórmula.

Ogden dijo con determinación:

—Usted no va a entrar en contacto. Nadie va a entrar en contacto con Ryder. Queremos que siga adelante y que complete su trabajo.

—Entonces llévenme al Centro del Laboratorio de Investigación —exclamó Newman—. Pasen diez minutos conmigo revisando las fórmulas matemáticas sobre las cuales ha estado trabajando Ryder. Tienen la inteligencia necesaria para verlo por sí mismos. No tienen sino que concentrarse un rato y todos verán claramente dónde se ha equivocado Ryder.

—Lo siento —dijo Ogden firmemente.

Newman miró a Mary.

—¿No puedes convencerles? —suplicó—. Haced lo que queráis conmigo, pero primero comprobad aquellas fórmulas.

Ogden dijo pacientemente, como si estuviese tratando con un niño pesado:

—No hay nada a hacer, Newman. Ha sido lo bastante difícil echarle mano. No vamos a empezar a jugar y arriesgarnos a que se nos escape.

Había resolución en las palabras de Ogden. Una resolución absoluta.

Ya no quedaba esperanza. No se podía hacer nada para evitar el desastre. Newman se hundió en el asiento y abandonó toda esperanza.

Y entonces le hirió de nuevo; un haz de dolor que le partía el cerebro, de modo tal que el impacto y el dolor agónico le hicieron alzarse en el asiento, a pesar del peso conjunto de Nash y de Richards.

Aquel espasmo de dolor pasó en pocos minutos, pero le dejó pálido, tembloroso y débil.

Ogden dijo, con una nota de simpatía en su voz:

—Ciertamente está sufriendo. Yo mismo he percibido una bocanada de dolor.