Era tarde, demasiado tarde para visitas de sociedad. Pero tan pequeño detalle no preocupó a Newman. Oprimió firmemente el timbre de la puerta, esperó impaciente y decidido hasta que fue abierta, y aparecieron las facciones cortésmente indignadas del mayordomo.
—¿El señor Price, el Administrador? —requirió Newman—. Tengo que verle. Es asunto de gran importancia.
—¿Tiene usted cita?
—Le digo que es importante —rechinó Newman.
—Nadie visita al señor Price, si no es por previa cita —dijo con firmeza el mayordomo—. Y además —añadió con reproche—, es muy tarde.
—¿Está en casa el señor Price? —preguntó Newman.
El mayordomo asintió.
—El señor Price está en casa, pero como ya le he dicho antes, no recibe a nadie sin previa cita.
Newman estaba cansado de tantas discusiones y tantas dificultades. Esta vez no vaciló.
De repente el mayordomo se puso a sonreír amablemente, abrió la puerta, y esperó que pasase Newman para cerrarla tras él.
No dijeron ni una palabra. Parecía como si todo hubiese sido cuidadosamente ensayado; el mayordomo iba delante, a lo largo de pasillos, alfombradas escaleras y, finalmente otro pasillo, hasta que se detuvo ante unas puertas firmemente cerradas.
El mayordomo llamó.
La voz del Administrador sonó irritada desde dentro.
—¿Quién es?
—Jenkins, señor.
—¿Qué quiere?
—Es cuestión de cierta importancia, señor. ¿Podría verle un momento, por favor?
Se oyó el ruido de una silla que se desplazaba, y unos instantes más tarde una llave giraba en la cerradura. La puerta se abrió, y al momento de entrar Newman, el Administrador le contempló primeramente a él, y luego a los hombros en retirada del mayordomo.
—Jenkins —dijo con voz dura y severa.
El mayordomo no le oyó.
—Jenkins —aulló.
Los hombros del mayordomo continuaron retirándose con la serenidad y la confianza de un hombre que ejecuta sus deberes bien y con eficiencia.
—Jenkins —aulló el Administrador, y miró impotente, mientras el mayordomo continuaba avanzando imperturbable y desaparecía tras un recodo del pasillo.
—No se preocupe —dijo Newman con indiferencia—. Puedo salir solo. —Estaba de pie en el centro de la habitación, observando al Administrador con solamente un vestigio de buen humor en sus ojos.
El Administrador hinchó sus carrillos.
—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Por qué se mete usted de esta manera a estas horas de la noche en mi casa, Newman?
—Tengo que ponerme en contacto con Ryder —dijo Newman—. Es un asunto de la mayor importancia.
—¿Qué quiere usted decir? ¡Un asunto de gran importancia! —rugió el Administrador, pero al mismo tiempo sus ojos se hicieron astutos y cautelosos, pues recordaba que Newman era hombre lo suficientemente hábil para haberse burlado de los ensayos de Grupo.
—Las fórmulas matemáticas sobre las que estábamos trabajando esta mañana —explicó rápidamente Newman—. Hay un error fundamental en la teoría matemática básica. Tengo que explicárselo a Ryder antes de que comience a hacer experimentos prácticos. Es un error serio, y en consecuencia Ryder está sobre una pista completamente falsa. Si no le encontramos pronto, quizá inicie una explosión de reacción en cadena que no podrá ser reprimida.
—¿Qué le hizo usted a Jenkins? —preguntó imperativamente el Administrador—. ¿Por qué le hizo pasar aquí en contra de mis órdenes?
—Nos ocuparemos de eso más tarde —dijo Newman con cansancio—. Todo lo que necesito saber ahora es dónde puedo encontrar a Ryder. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?
El Administrador dejó cuidadosamente abierta la puerta de la biblioteca, y pasó al centro de la habitación.
—No puedo probarlo —dijo con enojo—. Pero usted debe de haber hipnotizado a mi mayordomo. Eso equivale a una entrada por la fuerza. De modo que a menos de que me dé una explicación adecuada de su presencia aquí, tendré que llamar a los agentes de Seguridad.
—Haga usted lo que le plazca —rugió Newman—. Pero primeramente dígame dónde puedo encontrar a Ryder. Tengo que entrar en contacto con él antes de que cometa un terrible error.
—Y además, si persiste usted en esa subversiva tontería sobre que el trabajo de investigación de Ryder es erróneo, no tendré más remedio…
Newman dejó escapar un suspiro de exasperación, y no se detuvo ya más. Durante una fracción de segundo el Administrador le contempló como si estuviese congelado, y en seguida Newman se dirigió hacia la puerta sabiendo con certeza el paradero de Ryder.
El Administrador le vio marchar, sintiendo al mismo tiempo algo muy raro en su interior. Por un instante le pareció como si una mano invisible le hubiese sondeado el cerebro, y hubiese extraído un pensamiento.
Frunció el entrecejo, preocupado por la salida inesperada de Newman, se dirigió a su escritorio, y conectó el vizafono.
—Deme la Central de Seguridad —dijo con voz preocupada.
Durante años Ryder había vivido alimentando su sueño de aislar variaciones moleculares por exclusión matemática. Era un hombre que, después de pacientes años de ansioso y enervante trabajo, había descubierto que el premio a que aspiraba estaba al alcance de su mano.
Ryder estaba impaciente por poner sus teorías en práctica, y a Newman no le sorprendió enterarse por el Administrador de que Ryder se había ido a vivir al Centro de Investigación Práctica, a fin de estar a mano en cualquier momento, y en el supremo de todos, cuando el resultado práctico final sería comprobado en su laboratorio.
El Centro de Investigación Práctica estaba en las afueras de la ciudad, y Newman tardó quince minutos en llegar allí, en un taxi conducido por un chófer inspirado por la propina.
Pagó el taxi, y cuando los agentes de Seguridad de servicio le cortaron la entrada y le pidieron su certificado de empleo, metió su mano en el bolsillo y sacó el primer pedazo de papel que encontró.
Durante una fracción de segundo su sonda mental penetró en las mentes de aquellos, quienes asintieron complacidos y le permitieron entrar en el edificio, convencidos de que era un investigador de elevada graduación.
También aquí el empleado de recepción era un Grupo Seis, pero se trataba de un hombre joven, de inquisitiva mente y que verdaderamente deseaba ayudar. Newman dijo desalentado.
—Quizá ha oído usted hablar de mí. Mi nombre es Newman. Soy un Grupo Doce, y necesito ver inmediatamente a Ryder.
El empleado asintió:
—He leído acerca de usted —dijo—. Pasó las Pruebas de Agrupación en un tiempo récord.
—Necesito ver a Ryder.
—Nadie puede verle sin razón —explicó—. Y tiene que ser una buena razón.
—Tengo una buena razón —dijo Newman con decisión—. Esta mañana estuve trabajando con Ryder en los finales de sus fórmulas matemáticas. —Aspiró profundamente—. Hay un error. Un serio error. Tengo que ver a Ryder antes de que prosiga, basándose en una suposición falsa. Si no se avisa a Ryder a tiempo, el resultado puede ser desastroso.
El empleado deseaba ayudar, pero estaba perplejo.
—No lo comprendo —dijo—. Los resultados fueron comprobados por los Cerebros Electrónicos.
—Los factores básicos estaban equivocados —explicó Newman.
La frente del empleado se arrugó, perpleja.
—Pero todas las etapas del proceso fueron comprobadas por los Cerebros Electrónicos.
—Los Cerebros Electrónicos habían absorbido el error —dijo Newman con impaciencia.
Por vez primera la cara del empleado reflejó una duda.
—Pero se empleó más de un Cerebro.
—Cuatro —confirmó Newman.
—Un Cerebro podría cometer un error. Es incluso concebible que dos Cerebros cometiesen por casualidad el mismo error. Pero no cuatro Cerebros Electrónicos. Sería demasiada coincidencia.
Newman respiró profundamente.
—Es el concepto matemático que está equivocado —explicó—. Se necesitaría un ejército de Cerebros Electrónicos para calcular los fundamentos de] error, de modo que voy a proporcionarle una analogía. Si usted dividiese diez por tres, ¿cuál sería el resultado?
—Tres coma tres, tres, tres, hasta el infinito —dijo prontamente el empleado.
—Eso es un ejemplo evidente de lo que quiero decir —dijo Newman—. Divida diez por tres, y tendremos la respuesta tres coma tres, tres, tres, hasta el infinito. Pero los matemáticos no pueden trabajar con números que se extienden hasta el infinito. De modo que, por comodidad, los matemáticos se han puesto de acuerdo para llamarla tres coma tres, cuatro, o tres coma tres, tres, cuatro.
—Naturalmente —accedió el empleado, arrugando la frente mientras trataba de comprender a dónde iba a parar Newman.
—Ahora procure imaginar lo siguiente —dijo Newman—. Usted construye un Cerebro Electrónico. Ese Cerebro es tan capaz y eficiente como los que lo construyeron, sabe tanto, y solamente tanto, como los que le dieron la capacidad de pensar. Si usted incorpora a tal Cerebro Electrónico la información de que diez dividido por tres es tres coma tres, tres, cuatro, entonces el Cerebro Electrónico no tiene otra alternativa sino considerar eso como un hecho básico.
El empleado comenzaba a percibir vagamente lo que quería decir Newman. Pero sólo vagamente. Asintió dubitativo.
—Y ahora supongamos que en un momento dado —prosiguió Newman—, se pide al Cerebro que resuelva un problema que requiere el empleo de diez dividido por tres hasta el infinito, hasta el puro infinito. El Cerebro Electrónico cometerá el sencillo error de suponer que tiene que dividir diez por tres con cuatro o cinco decimales.
El empleado frunció el entrecejo.
—Pero no se habrá construido un Cerebro Electrónico con una limitación matemática tan sencilla.
Newman suspiró pacientemente.
—Naturalmente que no —dijo—. Pero puede haber errores fundamentales en conceptos matemáticos que usted no comprendería aunque me pasase una semana explicándoselos. Le he dado una analogía. He tratado de hacerle comprender cómo puede ocurrir un serio error. Pero si hablo a Ryder se lo puedo explicar y hacérselo comprender.
El empleado dudaba aún. Y sin embargo, se daba cuenta de la agitación de Newman y deseaba ayudar.
—Espere un momento —dijo—. Veré a ver si puedo ponerme en contacto con el secretario de Ryder.
El secretario quedó impresionado por la importancia que el empleado de recepción daba a la visita de Newman. El secretario se puso en contacto con el hombre que era secretario de otro secretario más importante. Siguieron una serie de conferencias por el vizafono, las cuales dieron por resultado final que el mismo Ryder fuese llamado al vizafono.
—¡Cómo! —rugió—. ¿Newman aquí? Que lo echen.
—Parece ser urgente —dijo su secretario personal con frialdad.
—Ese hombre está loco —gritó furioso Ryder—. Que lo echen.
—Asegura que se trata de una cuestión de gran importancia. Algo que solamente usted puede comprender.
Unos momentos antes Ryder había conferenciado durante diez minutos con el Administrador. Se había enterado de la visita de Newman a casa del Administrador, y de la actuación por completo inexplicable del mayordomo.
Ryder respiró profundo, y dijo lenta y distintamente:
—Que salga Newman de este edificio. Échenlo. No lo quiero ni a un kilómetro de aquí. Y si no es capaz de comprender una orden cuando la recibe, váyase usted también.
El empleado de recepción, del Grupo Seis, regresó a su escritorio desde la oficina anterior, y sonrió torcidamente a Newman.
—Lo siento —dijo—. Ryder no quiere verle —y bajó la voz confidencialmente—. Entre usted y yo, parece estar enojado con usted por alguna razón u otra.
Newman frunció el entrecejo.
—Apenas conozco a Ryder —dijo—. Esta mañana le vi por vez primera.
El empleado miró rápidamente en derredor de la habitación.
—Creo que debería usted marcharse, Newman —le aconsejó—. Ryder ha dado instrucciones de que no se le permita la entrada al edificio. Creo que en este momento están vitafonizando a los agentes de Seguridad para que le escolten a usted afuera.
Newman le contempló un instante, y luego, dándose cuenta de la imposibilidad de todo, dijo tristemente:
—De todos modos, gracias por tratar de ayudarme. —Y mientras giraba sobre sus talones, los agentes de Seguridad entraban por uno de los corredores.
Newman se desplazó rápidamente, mucho más rápidamente de lo que hubiera parecido posible. Había salido por la puerta mucho antes de que los agentes de Seguridad pudieran verle ni alcanzarle.
Cinco segundos más tarde, cuando el eco de las botas de los agentes de Seguridad se había desvanecido, dejando al empleado de recepción encorvado culpablemente sobre su mostrador, se abrió la puerta.
El empleado de recepción no se dio cuenta de la presencia del hombre, ni de su aguda mirada, pero se agitó levemente, levantó la vista y miró en derredor suyo, como si esperase ver a alguien.
Pero eso fue después que el hombre alto y bien conformado había salido tan silenciosamente como había entrado.