No le permitieron apartarse mucho.
Sintió como las mentes de los agentes de Seguridad seguían de cerca su pista, pero no sintió a los otros hasta que Ogden y Nash le alcanzaron, uno a cada lado, ajustando su paso al suyo.
—Estoy seguro entre la multitud —se aseguró a sí mismo—. No se atreverán a hacer nada hasta que me cojan solo.
Y dijo en voz alta:
—¿Supongo que debería sentirme adulado?
—Solamente queremos que sea razonable —dijo Ogden.
—Díganme quiénes son —dijo Newman—. Díganme de ustedes y por qué son diferentes de los demás. ¿Por qué soy yo diferente? Díganme eso, y quizá cooperaré.
—Esas cosas no son para que las sepa usted.
—Entonces déjenme tranquilo —dijo con cansancio. Ahora el dolor pulsaba más violentamente en su cerebro, y quería descansar. Y entonces vio por la esquina del ojo el coche particular que marchaba junto al bordillo junto a ellos, reduciendo su velocidad hasta igualar la suya, y los ojos de Mary que le miraban suplicantes.
—Dejadme tranquilos —dijo ásperamente—. Es todo lo que pido. Dejadme en paz —y sintió la advertencia en las mentes de los agentes de Seguridad que seguían la pista, mientras Ogden y Nash se acercaron a él y le asieron suavemente por los brazos.
—Demos un paseo juntos —dijo Ogden suave—. Discutámoslo tranquilamente.
Ya sabía que los reflejos de los otros eran rápidos, más rápidos aún que los suyos, pero no se había dado cuenta de que la fuerza física de aquellos era mucho mayor que la suya.
—Por aquí —dijo Ogden, y a pesar de que su voz era amable, su presa en el brazo de Newman era como de acero, cuando le atrajo hacia el automóvil.
Unos dedos como garfios de hierro se cerraron en torno de sus brazos, haciendo imposible la resistencia. En aquel momento de pánico alcanzó a ver la mente de uno que pasaba, y supo que parecía como si dos amigos estuviesen persuadiendo a un tercero para que entrase en el automóvil, mientras sonreían suave y persuasivamente. La mente que pasaba perdió inmediatamente interés en el incidente, y Newman vio que se abría la puerta del auto, mientras Richards sonreía animándole, en tanto que se acercaba y clavaba otra esposa de hierro alrededor de su muñeca y lo arrastraba hacia el sombrío interior.
Todo iba sucediendo muy rápido y suavemente. Las alegres expresiones en las caras de los raptores acallaban las sospechas de los transeúntes, y supo que al cabo de un momento el automóvil aceleraría con él a la merced de aquellos hombres, y sujeto a su determinada voluntad, cualquiera que esa fuese.
Hizo un último y desesperado esfuerzo para escapar. Al abrirse la puerta del automóvil frente a él, apoyó la suela de su zapato contra el marco de la puerta y empujó hacia atrás con sus hombros tratando de resistir la irresistible y despiadada fuerza de los otros. En aquel momento dejó caer hacia atrás su cabeza, llenó sus pulmones de aire y gritó pidiendo auxilio.
Las reacciones de Ogden fueron instantáneas. Un golpe rápido y preciso al cuello de Newman ahogó el grito casi antes de nacer, y mientras gemía tratando de recobrar el aliento, otro preciso golpe bajo la rodilla le aterió la pierna, privándola de su fuerza de resistencia.
Entonces comenzaron a meterle en el automóvil rápida y expertamente, mientras los tensos músculos crujían al resistirse él automáticamente. No le quedaba sino una leve esperanza. La vio mientras la rápida y despiadada tracción ejercida sobre sus brazos le arrastraba hacia el interior del automóvil.
De repente dejó de resistir e invirtió sus esfuerzos, empleando su fuerza para ir con ellos, en vez de contra ellos. Se lanzó como una bala contra el pecho de Richards, rebotó, se lanzó al mismo tiempo hacia un lado y extendiéndose sobre el asiento sus frenéticos dedos trataron de asir la llave del contacto. Fue un milagro. Sus dedos tocaron la llave, la hicieron girar y, mientras se detenía el motor, la sacaron y la tiraron por la ventana.
Por lo menos, tal fue su intención. Pero los reflejos de la muchacha fueron casi tan rápidos como los suyos. Su mano se alzó, alcanzó la llave a mitad de camino, casi la cogió y la dejó caer.
Le tenían firmemente sujeto, asido de los brazos, oprimiéndole fuertemente entre todos, mientras Ogden cerraba la puerta y daba la vuelta para ir a sentarse junto al conductor.
Pero los preciosos segundos iban pasando. La llave había caído sobre el suelo del automóvil, resbalando hasta ir a parar a una oquedad tras el asiento del conductor; Ogden y Mary la buscaban, mientras los segundos iban pasando sin tregua.
—No pueden hacer esto —jadeó Newman—. No pueden salirse con la suya. —Seguían sujetándole con férrea mano, mientras los dedos iban tanteando los centros nerviosos y extrayéndole la fuerza de los miembros.
—Ya la tengo —jadeó Mary. Su cara estaba sofocada, cuando se enderezó e insertó la llave en el tablero de mando.
El silencioso motor de turbina produjo una vibración casi imperceptible, y el automóvil se puso en marcha. A medida que iba adquiriendo velocidad, un pánico ciego se apoderó de Newman, revolviéndole el estómago. Se sintió mareado y supo instintivamente que aquellos hombres iban a hacerle algo terrible…
Si solamente tuviese la fuerza necesaria. Si solamente pudiese moverse. Si solamente…
Las mentes estaban allí, siguiéndole aún, pero ahora estaban ansiosas y alarmadas. Las mentes se movían rápidamente hacia él y, al mismo tiempo que se daba cuenta de ello, sus raptores también se apercibieron. Miraron, sorprendidos y alarmados, al ver que un coche particular requisado les alcanzaba y les iba arrinconando hacia el bordillo. Mary se mordió los labios, apretó los frenos y se detuvo, quedando el coche requisado cruzando por completo su camino.
Casi inmediatamente rodearon al coche media docena de agentes de Seguridad de paisano y otros cuatro de uniforme.
Newman sintió cómo el alivio le inundaba, mientras la dolorosa presa se fundía en sus brazos, y la sensación volvía a sus miembros. Se abrió bruscamente la puerta del auto y una cara enérgica los contempló.
—Newman, ¿está usted bien?
—No —respondió jadeante, sin aliento por su alivio—. Quiero…, sáqueme de aquí.
Bajó apresuradamente y descubrió que estaba temblando, ante su escapada por los pelos. Jadeó acusadoramente.
—Esos hombres. Están tratando de…
—Lo vimos —dijo severamente el agente de Seguridad—. ¿Intentaban raptarle?
—Efectivamente —dijo Newman. Pasó sus ojos de Mary a los otros, tratando de encontrar señales de alarma o consternación en sus facciones.
Ogden descendió del asiento delantero del automóvil e ignoró a los agentes de Seguridad que se le acercaron rodeándole amenazadoramente. Y sonrió agradable y placentero.
—Estoy seguro de que se trata de un error, agente.
—Me han forzado —jadeó Newman—. No quería ir. Me han metido en su coche a la fuerza.
—Newman es un viejo amigo nuestro —explicó Ogden sencillamente—. Le estábamos convenciendo para que viniese a tomar un trago. Ya se sabe lo que ocurre con los amigos; a veces es necesario persuadirlos. —Su sonrisa seguía siendo encantadora—. Es ridículo decir que le forzamos.
—Nosotros opinamos que sí —dijo el agente de Seguridad secamente. Miró a Newman, y luego nuevamente a Ogden—. Iremos todos juntos a la Central, y ya veremos lo que hay en el fondo de todo esto —dijo con determinación.
Ogden se encogió de hombros y sonrió con aprobación.
—Como usted quiera, agente. Mis amigos y yo estamos plenamente de acuerdo.
La seguridad y la confianza de Ogden preocuparon al agente de Seguridad. Pero siguió decidido.
—Ustedes cuatro, al fondo —ordenó—. Dos de mis hombres enviarán el coche a la Central.
—Naturalmente —accedió Ogden en seguida, como si la sugerencia del agente de Seguridad fuese lo más lógico. Hizo una seña a Mary para que le siguiese, y apretándose un poco se metieron en el fondo del coche, junto con Nash y Richards.
Dos agentes de Seguridad uniformados subieron al asiento delantero y esperaron mientras Newman era escoltado al coche requisado, donde se sentó detrás, con un agente de Seguridad a cada lado. El agente de Seguridad que mandaba subió al asiento de delante junto al conductor, y el automóvil comenzó a rodar.
Newman miró por encima del hombro y vio que el otro coche les seguía de cerca. Pero no estaba convencido. Se inclinó hacia adelante, y dijo en son de advertencia:
—Quizá sería más seguro si les siguiésemos en vez de que sean ellos quienes nos sigan.
—¿Quiere usted decir que Thomas no sabe el camino de vuelta a la Central? —preguntó el agente de Seguridad.
Newman suspiró, se instaló cómodamente en el asiento, y no se tomó la molestia de seguir discutiendo. Realmente, no importaba las precauciones de que pudiese persuadirles, pues de nada servirían. Con los poderes que poseían, ni siquiera un ejército de agentes de Seguridad conseguiría sujetar a Ogden, si no quería que le sujetasen.
La prueba llegó unos minutos más tarde, cuando el agente de Seguridad junto a Newman dijo con un tono de interés en su voz:
—Thomas ha dado la vuelta, se va por el camino largo alrededor del bloque.
—A por un vaso de cerveza de paso —dijo cínicamente el agente que mandaba.
En la Central condujeron a Newman a la sala de investigaciones, y se dieron instrucciones para que Thomas se les juntase en cuanto llegase. El oficial de guardia se sentó al borde de la única mesa de que disfrutaba la habitación, y miró fijamente a Newman.
—Usted pasa, por ser especial —dijo en tono de charla—. Muy especial. Le hemos estado observando continuamente. Ya lo sabe, ¿verdad?
Newman sonrió torcidamente.
—Tenía esa impresión —admitió.
—¿Quién es ese fulano, Ogden?
—No lo sé.
El hombre frunció el entrecejo.
—¿De modo que no quiere hablar, eh?
—No sé quién es Ogden —dijo Newman con fatiga, y sintió el insistente dolor en su cabeza, que latía a cada pulsación de su sangre.
—Tan pronto como aquellos otros tres lleguen, pronto averiguaremos lo que hay en el fondo de todo esto —dijo el agente de Seguridad. Su voz expresaba determinación, y sus ojos eran duros. Esperaron en silencio. Esperaron cinco minutos. Esperaron diez minutos.
El agente de Seguridad estaba de pie, paseándose intranquilo por la habitación, cuando por fin Thomas y su compañero abrieron la puerta de la sala de investigaciones, y entraron. El agente de guardia los contempló asombrado. Los otros le sonrieron, confiados y alegres.
—Vinimos directamente, Jefe, tan pronto como recibí su mensaje —dijo Thomas. Y miró de reojo a su compañero—. Fuimos demorados camino de la Central. Encontramos un coche abandonado en la carretera cuarenta y cinco, y lo trajimos. El Departamento de índices está ahora averiguando su propietario.
En el largo segundo de sorpresa y alarma que siguió a sus palabras, Newman comprendió inmediatamente lo que tenía que hacer. Con la delicadeza de un puñal, su sonda mental les hirió uno tras otro.
La sorpresa desapareció de sus facciones, se relajó su tensión, y el agente de guardia se volvió a Newman con una sonrisa de excusa.
—Siento que le hayan molestado, Newman —dijo—. Nuestros hombres encontraron un coche abandonado en la carretera cuarenta y cinco, y por un error estúpido pensaron que era usted. Realmente siento haberle causado tanta molestia.
—No importa —dijo suavemente Newman—. No fue molestia ninguna. —Y se dirigió hacia la puerta—. Supongo que ya no me necesitan.
—No. Naturalmente que no. Y lamento la equivocación. —El agente de Seguridad vaciló, con ansiedad en los ojos, y preocupación en sus facciones—. Teóricamente no tenemos que cometer errores.
—Todo el mundo puede equivocarse —dijo Newman—. Es humano.
Pero los ojos del agente expresaban todavía preocupación.
—No se preocupe —le tranquilizó Newman—. Le prometo que me olvidaré de todo, si es que así lo desea.
El agente sonrió de alivio.
—Puede estar seguro de ello —dijo—. Lo olvidaremos.
—Adiós agente —dijo Newman, con leve sonrisa en sus labios, y al cerrar la Puerta tras sí no dudaba de que lo olvidarían.
¡Lo olvidarían por completo!