El dolor le hirió nuevamente antes de que hubiese alcanzado la calle. Esta vez no fue inesperado y por lo tanto más soportable. Se apoyó contra la pared, flaqueándole las rodillas, y con el corazón desbocado, esperando que las oleadas de dolor retrocediesen y haber recogido sus fuerzas para enfrentarse con el siguiente haz de dolor agónico.
Pero no llegó. En su lugar era como si algo se dilatase en su cabeza, destrozando la estructura de su cerebro. El dolor sordo era una expansión continua, que crecía y se hinchaba sin cesar, hasta el punto en que volvía a destrozar los tejidos que se oponían.
Enjugó su rostro del sudor producido por el dolor, se metió el pañuelo en el bolsillo y siguió andando con paso vacilante hasta la acera.
El aire fresco hizo que se sintiese mejor, cruzó cuidadosamente la calle, entró en el bar de enfrente y se sentó en una mesa bien a la vista de los demás consumidores y de cara a la puerta.
El dolor sordo y persistente era ahora más agudo. Y mientras estaba allí sentado esperando pacientemente se iba dando cuenta de muchas cosas. Los agentes de Seguridad seguían vigilándole. Había cuatro de ellos ahora, dos al otro lado de la calle, uno de pie junto a la puerta del bar y otro estaba entrando.
Newman continuó observando mientras el hombre se dirigió a una mesa cerca de la puerta, y se sentó con sus hombros en dirección de Newman, de tal modo que podía observarle de reojo, sin que la vigilancia resultase demasiado obvia.
Seguía teniendo mucho dolor de cabeza; levantó la mano a la frente, y encontró de nuevo que su piel estaba empapada de sudor. Se enjugó, fatigado dio su encargo a un camarero que pasaba y sintió cómo nuevamente se posaba sobre él el peso de su soledad. Esta vez la soledad era mayor, y estaba mezclada con la amargura de la traición.
Había sido un golpe muy amargo, enterarse de la verdad tan repentinamente, y en momento tan cercano a la culminación de su felicidad. Y era también un rudo golpe saber que, al fin y al cabo, no era el único. Ella también poseía por lo menos algunos de sus poderes, y ya había aprendido algo de ella. Cuando él había cerrado de un golpazo su mente para esquivar la sonda mental de la muchacha, había sentido su saber. Una vez había bajado su barrera mental, no era posible abrirla a la fuerza. ¡Si es que estaba completamente cerrada!
La muchacha había ensayado su barrera mental, buscando un punto débil, una pequeña abertura a través de la cual insertar su sonda mental y forzar la entrada.
Era algo que valía la pena de ser sabido. Y más ahora cuando eran cuatro los aliados en contra de él. Mentalmente corrió el postigo sobre sus pensamientos, y comprobó todos los puntos para asegurarse de que estaba cerrado herméticamente.
También ellos debían haber cerrado sus mentes, porque no los sintió venir. Lo primero que supo de ellos fue cuando los vio entrar tras Mary, a través de las puertas oscilantes.
La muchacha se dirigió directamente a la mesa de Harold, y los demás la siguieron, altos, fuertes, hombres de facciones inteligentes, frentes altas y ojos que eran como los de Mary, ojos tan diferentes de los del hombre medio, pero de una diferencia tan sutil que solamente aquellos que poseían poderes de percepción muy desarrollados eran capaces de reconocerla.
Se sentaron a la misma mesa sin decir palabra, y cuando sus sondas tantearon las defensas mentales de Harold y abandonaron la esperanza de penetrarlas, percibió la consternación del agente de Seguridad que estaba de vigilancia.
La chica dijo con sinceridad, mientras le contemplaba seriamente con sus ojos azules:
—Lamento todo esto, Newman. No había querido que fuese así. Mi procedimiento hubiese sido mucho mejor, te lo prometo. No creas que ha sido una traición.
Harold apartó de ella sus ojos, temeroso de no poder ocultar el desprecio que sentía. Miró uno tras otro a todos los hombres, y su sonda rebotó en sus corazas mentales, de la misma manera que las sondas de ellos habían rebotado en la suya propia.
Y preguntó con voz tensa, incierto de sí mismo, ahora que podía reconocer la superioridad de aquellos hombres.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí?
El hombre que estaba sentado enfrente de él dijo despacio:
—Mi nombre es Ogden, pero no significará nada para usted. A María ya la conoce. Este es Nash y aquel Richards. Lo que queremos no es fácil de explicar. Levante su coraza mental, déjenos entrar en su mente, y se lo explicaremos claramente.
El labio de Newman se plegó.
—Eso es un ardid mezquino —contestó con desprecio—. Cuatro de ustedes con sondas mentales en mi mente, controlándome y dominándome, teniéndome; por completo a su merced. —Y luego, dirigiéndose a la muchacha—: Mary, tu método era mejor, aunque fuese más primitivo. Por poco más me trago el anzuelo.
El hombre a la izquierda de Ogden dijo con indignación:
—Ni que lo diga. En el lugar de donde venimos piensan que Mary es un plato suculento…
Ogden le interrumpió con firmeza:
—Entonces, Newman, nos fuerza usted a una pesada comunicación por medio de la palabra hablada.
—Así es —concedió, y se sintió aprensivo. Aquellas gentes no eran corrientes. Incluso eran superiores a él. Y no necesariamente en poder cerebral, ni en habilidad, sino en saber. Sabía instintivamente que tenían conocimientos que él no había tenido ocasión de adquirir.
Newman preguntó otra vez:
—¿Quiénes son ustedes y qué quieren de mí?
—Somos amigos que hemos venido a ayudarle —dijo Ogden, y había sinceridad en sus ojos.
Newman gruñó despectivamente.
La muchacha se inclinó hacia él con ojos suplicantes.
—Estamos aquí para ayudarte. Tienes que creernos.
Harold no le hizo caso y miró a Ogden a los ojos, con audacia y desafío.
—¿Cómo pueden ayudarme?
—Podemos ayudarle de muchas maneras —dijo Ogden—. Sabemos muchas cosas que usted no sabe. Sabemos la alteración profunda que le ha afectado en estos últimos días. Y es más, sabemos la naturaleza de esa alteración, que es lo que usted no sabe. ¿Por qué no piensa en nosotros como en médicos que han venido a ayudarle?
Harold les contempló calculadoramente.
—¿Y cómo intentan ayudarme?
—Tiene usted que ponerse en nuestras manos —dijo Ogden—. Otórguenos toda su confianza y se lo prometemos —dijo, mientras sus ojos resplandecían de sinceridad—. Haremos por usted lo que usted no puede hacer para sí mismo.
—¿Y qué les hace creer que necesito su ayuda? Por ahora me las arreglo muy bien.
—¿Es eso cierto? —preguntó dubitativamente Ogden.
—¿Hay alguna razón para que no lo sea?
—Puedo pensar en muchas razones —dijo Ogden pausadamente, mientras la muchacha le seguía contemplando con ojos suplicantes.
—¿Tales cómo? —dijo Newman con precaución.
—La forma en que se siente ahora —dijo Ogden con penetración—. Está muy solo. Terriblemente solitario. A medida que vayan pasando los días, su soledad se irá haciendo mucho más intensa. Está apartado del resto de los hombres. Los extraños y maravillosos poderes de que se encuentra poseído le han separado de la humanidad. No puede compartir la vida de los hombres porque está por encima de su vida. No puede compartir sus pensamientos, porque los de usted están por encima de los de ellos. Está condenado a la soledad y a la amargura, a una frustración constante, y muy probablemente al martirio, porque la humanidad se une frente a los que son diferentes.
—No creo que vaya a estar tan solitario —dijo Newman—. Ahora mismo hay cuatro de ustedes que son gente de mi clase. Tienen ustedes la misma clase de poderes que yo tengo. Piensan como yo pienso, y tienen percepciones tan agudas como las mías. Con seguridad hay otros como ustedes, y yo los encontraré. Y no será difícil encontrarlos, porque si son como yo, también estarán buscando compañía.
—No hay otros como usted dijo solemnemente Ogden. —Usted está solo. Terriblemente solo.
—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Newman—. ¿Por qué medios puede usted saberlo?
—Sencillamente, lo sé —dijo Ogden quedamente.
—Pruébemelo —le retó Newman—. Abra su mente, déjeme sondear y descubrir la verdad por mí mismo.
—La verdad no puede saberla.
—Entonces estamos perdiendo el tiempo —dijo con fuerza Newman, y se reclinó bruscamente hacia atrás en su silla, como si ya no tuviese interés en la discusión.
Los demás continuaron sentados contemplándole en silencio. Había algo pavoroso en la forma en que estaban allí sentados contemplándole. Y entonces se le ocurrió una idea verdaderamente cómica. Eran como cuatro gatos sentados alrededor de una pecera, observando cómo el cebo se jactaba delante de ellos, pero incapaces de hacer nada, sabiendo por experiencia que el grueso cristal era una barrera impenetrable entre ellos y su presa.
—Están perdiendo el tiempo —dijo descuidadamente—. Abran sus mentes y permítanme saber quiénes son y qué es lo que quieren de mí, y entonces estaré dispuesto a considerar cualquier proposición que quieran hacerme.
—No le hacemos proposiciones —dijo Ogden suavemente—. Le ofrecemos la oportunidad de que se ponga en nuestras manos, para curarle de su soledad y de su frustración.
—¿O bien? —preguntó.
—O bien tendremos que hacerlo sin su cooperación, lo cual será bastante más desagradable para usted.
—Y más difícil para ustedes —respondió.
Ogden asintió con la cabeza.
—Y más difícil para nosotros —admitió.
—¿No hay nada más que desee decir?
—¿Y qué más puede haber que decir? —preguntó Ogden, extendiendo sus manos.
Newman se levantó.
—La próxima vez ni siquiera olfatearé el cebo —dijo, y sin volverlos a mirar salió rápidamente del bar, dejando que las puertas oscilasen hacia atrás en las narices del agente de Seguridad que le siguió.