Se encontraron en la escalera de la biblioteca exactamente dos minutos antes de la hora, y el corazón de Newman latía ilusionado cuando tomó la mano de la chica y miró en sus azules ojos.
—He tenido miedo todo el día —confesó—. Todo el día he temido que quizá no la volvería a ver.
Los ojos de ella estaban serenos y reposados.
—Pero le dije que vendría —dijo, y él supo inmediatamente que debía haberla creído, no debía nunca haber dudado de que estaría aquí para encontrarse con él.
—¿Quiere usted cenar conmigo? —preguntó ansiosamente, queriendo, ahora que ella estaba cerca de él, asegurarse en alguna forma de sus derechos, cerciorarse de que no se le volvería a escapar.
Se dibujó una sonrisa al extremo de la boca de la chica y arqueó coquetamente la ceja izquierda.
—Es un poco temprano para cenar, ¿no es verdad? —dijo suavemente.
—Primero aperitivos, naturalmente —dijo él apresurado—. Aperitivos y una oportunidad de conocernos mejor.
—Me parece buena idea —dijo suavemente, y la sangre comenzó a pulsar rápidamente a través de las venas de Newman, quien al mismo tiempo perdía el aliento sin saber por qué.
La llevó a un bar de moda, y se sentaron en una mesa, tan lejos como pudieron de la muchedumbre desocupada, parlanchína y elegante.
Discutieron filosofía mientras sorbían sus Martinis. Ella le dijo que la ayuda de él le había sido de un valor inapreciable. Explicó algunas de las dificultades que encontraba al explicar filosofía a adolescentes realistas, de sentido común, que sentían una resistencia naturalmente inhibida a aceptar un punto de vista objetivo.
Por ser un Grupo Seis poseía una intuición asombrosa para la filosofía y discutía sobre ella con animación; sus ojos azules brillaban al esbozar algunas de sus propias teorías filosóficas y un tratado que había preparado recientemente para la Facultad de Pensamiento Filosófico.
Newman descubrió que podía hablar con ella, escuchar sus teorías, estar de acuerdo con algunas de ellas y contradecir otras, mientras que al mismo tiempo podía criticarla y admirarla como si fuese un observador desapasionado.
Era su voz lo que más le entusiasmaba. A su alrededor resonaban las voces de las demás gentes, las voces ásperas, raspantes de los hombres, y las voces agudas, monótonas, hirientes, de las demás mujeres. Por contraste, su voz sonaba como música. ¡Y la textura de su piel! No tenía fallo. Era absolutamente perfecta. La camarera que les servía era considerada bonita. Podía darse cuenta por la forma en que otros hombres la miraban con ojos de aprobación que expresaban admiración, o bien lanzándole miradas lascivas. Y sin embargo no encontraba belleza en la camarera, ni simetría en sus facciones. Un ojo era medio milímetro mayor que el otro, y el color de sus pupilas era diferente, de modo que sus ojos no hacían juego. Y su piel era terrible. Los poros de su cara estaban obstruídos por crema facial, y gruesos puntos negros se escondían bajo la superficie de su piel. Cuando se encontraba cerca, el olor natural de su cuerpo le parecía insoportable.
Pero la muchacha que estaba frente a él era diferente. Era la simetría personificada, su piel resplandecía de salud y su íntimo aroma casi imperceptible, dulce y femenino.
Fue entonces cuando percibió la penetrante influencia de la chica en su sangre, y cuando empezó a pensar en ella así, como mujer.
Fue fundamentalmente eso lo que hacía su soledad más aguda. El darse cuenta de que las mujeres que otros hombres encontraban fascinadoras, atractivas y estimulantes, le parecían a él nauseabundas y repugnantes.
Pero en ella todo era diferente. Su feminidad y la textura de sus dedos, largos y elegantes. El suave subir y bajar de su busto, claramente dibujado bajo su vestido de plástico sedoso, tirante y revelador. Y también su olor, la íntima fragancia sutil de su cuerpo, que le prendía los sentidos y le hacía respirar más rápidamente.
Y de improviso dijo ella:
—Hasta que no le dejé anoche, no me di cuenta de que no nos habíamos presentado.
—Soy Tony Martin —dijo él en seguida, no deseando ver en los ojos de ella el principio del descubrimiento de quien era en realidad.
Sus ojos azules eran asombrosamente suaves y líquidos.
—Soy Mary Brown —dijo sencillamente.
—Mary —dijo él, como si solamente pronunciar su nombre le proporcionase un exquisito placer—. ¡Mary!
La muchacha se ruborizó ligeramente y sus ojos brillaron.
—Por favor —le advirtió—. Los demás le oirán.
—¿Y qué importa si me oyen?
Se ruborizó aún más.
—No es solamente mi nombre —dijo suavemente—. Es la manera como lo dice.
—Si pueden deducir tanto solamente por el sonido de mi voz, es una suerte que no haya telépatas en derredor.
—¿Cree usted en telepatía? —preguntó ella soñadoramente.
—Nadie ha proporcionado aún una demostración convincente de ello —dijo con indiferencia.
—En la ciencia nadie niega la posibilidad de la telepatía —dijo la chica pensativamente.
—Absolutamente nadie —asintió él—. Pero también hay muy poco en su apoyo.
La chica levantó su vaso y bebió. Al depositarlo nuevamente sobre la mesa, delante de ella, aquel ligero movimiento tensó el corpiño de su vestido de tal manera que su silueta se dibujó aún más claramente.
Harold trató de no mirarla de aquel modo, y sin embargo se sintió irresistiblemente fascinado. Las palmas de sus manos se humedecieron y la chaqueta le oprimió.
—No creo que la telepatía sea imposible —dijo pensativamente, y sus ojos azules miraron repentinamente los de Harold, dominándolos, sujetándolos, impidiendo que la acariciasen.
A él le avergonzaron sus pensamientos, haciéndole decir con sinceridad.
—Piense lo embarazoso que sería si hubiese por aquí telépatas, gente que pudiese contemplar la mente de uno cuando quisiesen, y poner al descubierto nuestros pensamientos más íntimos.
—Todo depende del conocimiento y de la comprensión —dijo la muchacha seriamente—. Si todo el mundo tuviese un fondo adecuado y la experiencia social correcta no tendrían pensamientos inarmónicos, no tendrían ideas desagradables y no temerían que nadie mirase en sus mentes.
—¿Podría usted ser una de esas personas?
—Así lo creo: —dijo serenamente.
—Supongamos que hubiese aquí un hombre que fuese telépata —continuó—. Supongamos que estaba sentado allá. Supongamos que ahora mismo pudiese leer su mente. ¿Se opondría usted?
—No creo —dijo pensativamente—. No; estoy segura de que no me importaría —añadió con confiado impulso—. No creo que haya nada en mi mente que me importe que todo el mundo sepa.
—Es usted diferente de mí —dijo, y a pesar suyo sus ojos se deslizaron por ella, entreteniéndose acariciadoramente.
—¿En qué sentido? —preguntó con firmeza. Harold levantó los ojos lentamente, y dijo despacio y sosegado:
—No quisiera que todo el mundo supiese lo que estoy pensando ahora. ¡Lo que estoy pensando de usted!
La muchacha le contempló sin expresión durante dos largos segundos. Y abruptamente se levantó y cogió su bolso.
Él también se levantó.
—Por favor —suplicó—. Estábamos hablando francamente. Entre dos personas que se sienten tan cercanas como nosotros no se puede justificar la ceguera. En algún momento tendrá usted que saber lo que siento.
—Quiero irme —dijo la chica, con voz ahogada y entrecortada.
Fue una repetición de la noche anterior. Pagó a la camarera y salió tras la muchacha. Llegaron a la acera juntos, pero ya ella había llamado un taxi. Cuando se detuvo junto a la acera, él abrió la puerta y la chica subió, se sentó en el fondo y le miró con ojos de expectación.
Harold permaneció sujetando la puerta, sintiéndose avergonzado y preguntándose qué podía hacer para arreglarlo.
Y ella dijo en aquella misma voz ahogada y entrecortada:
—¿No viene usted?
Como en un sueño, subió al taxi y cerró la puerta tras de sí. Se sentó junto a ella, mientras la chica se inclinaba hacia adelante y daba una dirección al conductor. Una dirección particular.
Y ella estaba sentada junto a él, y sus largos y elegantes dedos tomaron los de Harold, anidando en su húmeda palma.
—¿No está usted enojada conmigo? —preguntó con voz seca Harold.
—No parece que acabe de conocerle —dijo ella—. Parece que nos hayamos conocido desde hace años.
—Quise ser sincero con usted —trató él de explicar—. Quería que usted supiese lo que siento. No quise ofenderla y…
—Ahora habla como si todo fuese diferente —dijo ella, con voz casi violenta—. No siga hablando de ello.
—Pero quiero explicarme —contestó Harold.
Y de repente ella se “lanzó contra él con violencia inesperada. Harold sintió el violento latir del corazón de la muchacha y la presión salvaje de su cuerpo.
—¡Mary! —exclamó, comprendiendo repentinamente.
Trató de dominarse, sabiendo que nunca había habido nada como aquello antes, que nunca habría nadie como ella en su vida.
—¿Qué me estás haciendo? —exclamó anhelante—. ¿Qué tienes que me haces sentir de este modo?
—Somos nosotros —susurró ella—. No es sino nosotros dos, juntos.
Harold pagó al conductor del taxi con trémulos dedos, algo asustado ante la violencia de su propia emoción. Se habían detenido ante un pequeño bloque de pisos que carecía de ascensor. Era al anochecer, y no habían encendido aún las luces de la escalera. La atracción que la muchacha ejercía sobre él era tan irresistible que al pie de la escalera la atrajo hacia sí.
Pudo sentir cómo el corazón de la chica aleteaba violentamente.
—Espere —suplicó desesperadamente—. Por favor, espere. —Parecía como si no tuviese fuerzas para resistir—. Ahora no. Espere un poco más aún.
Fue esa falta de resistencia en ella que dio a Harold la fuerza de voluntad necesaria para soltarla. La chica se apartó de él, asió el pasamanos de la barandilla de la escalera y comenzó a subir lentamente.
—Vivo ahí arriba —dijo con voz cálida y ahogada.
Harold la siguió, sintiendo en sus rodillas la misma debilidad que ella. Y en aquel momento quiso saber más de ella. No solamente deseó conocer su cuerpo, sino también su mente.
Recordó las palabras de la muchacha. No le importaba que nadie contemplase su mente y casi antes de que él mismo se diese cuenta extendía ya su sonda mental, tocando con suavidad y amor.
Entrar en aquella mente era entrar en algo bueno y puro. Algo tan diferente de las demás mentes en que había entrado. Todo lo que había en ella era honrado y limpio, sin pensamientos mezquinos ni amargos.
Era agradable entretenerse en aquella mente. Era una experiencia calmante, un santuario tranquilo, pacífico. Y sin embargo también vagamente extraña, pues aquella mente no tenía la profundidad que había supuesto. Y entonces, mientras se preparaba para calar más hondo en el subconsciente de ella, la chica se volvió a medias y dijo por encima del hombro:
—Cuidado con el último tramo, Tony. Hay una barra suelta.
—¿Queda mucho aún?
—Este es el último tramo —dijo ella con alivio. Y rebuscó en su bolso, mientras tanteaba la escalera con sus altos tacones.
Ya se veía el fin de la escalera y la puerta que debía ser la de su piso. Aquella puerta que tanto iba a significar para él.
Harold se preguntó si el deseo que sentía era puramente físico, o si era también parcialmente una afinidad mental que existía entre ellos dos. ¿Sentía ella también una afinidad mental?
Y otra vez proyectó una sonda mental. Y la sonda estaba allá en la mente de ella, entrando suave y dulcemente, para no perturbarla. Y entonces, de repente, la chica tropezó, perdió el equilibrio y se agarró desesperadamente con una mano al pasamanos para evitar caer. Y en aquel mismo momento fue como si una puerta se hubiese abierto de par en par en su mente, como si se hubiese descorrido un cerrojo mientras estaba distraída. Durante una fracción de segundo Harold pudo contemplar lo que había tras la puerta antes de que se cerrase nuevamente de un portazo.
En aquel momento se encendieron las luces, y la muchacha se volvió desde lo alto de la escalera y miró hacia donde estaba él. En los labios de Harold había una amarga sonrisa y dolor en sus ojos.
—¿No vienes? —murmuró ella, sin aliento.
—No, Mary —contestó quedamente—. No voy.
La muchacha continuó mirándole, mientras su modesto rubor y el brillo de sus ojos se iba desvaneciendo lentamente.
—¿Qué te pasa, Tony? —dijo entrecortadamente—. ¿Por qué no vienes? —Había ahora ansiedad en su voz, como si tuviese miedo de él.
—Aquel momento en que resbalaste —le dijo—. Estabas desprevenida.
Imperceptiblemente pareció como si sus facciones se endurecían.
—¿De qué estás hablando?
Harold la contempló durante largos segundos. Y luego lentamente le volvió la espalda y se dirigió al pie del tramo. Allá se detuvo y miró hacia arriba, hacia ella.
—Hay un bar al otro lado de la calle. Te esperaré allá —dijo—. Baja y tráelos contigo. A los tres.
La chica no respondió y siguió contemplándole mientras humedecía sus labios con la punta de su sonrosada lengua.
—En un bar no tendré miedo —dijo él amargamente—. También vi eso en tu mente. Tenéis que cazarme a solas, ¿no es verdad? Nadie más tiene que saberlo, ¿verdad?
La muchacha continuó contemplándole y sintió cómo su mente trataba de alcanzar la de él, sintió el contacto de la sonda mental y corrió una barrera a través de sus propios pensamientos. Y al mismo tiempo proyectó su sonda mental hacia la muchacha, pero la sintió retroceder, incapaz de penetrar la barrera que aquella había levantado.
—Estaré esperando, Mary —dijo en voz baja.
La chica quedó allí en pie, tristemente, escuchando los pasos que se dirigían hacia el pie de la escalera, a través del rellano.