Había tres agentes de Seguridad de paisano, esperando a la entrada de la cámara donde Newman trabajaba con los Cerebros Electrónicos.
Se adelantaron hacia Newman, a la par que este detenía su paso.
—¿Qué hace usted aquí, compañero? —preguntó uno de ellos.
—Trabajo aquí —explicó sencillamente.
—¿Se llama usted Newman?
—Efectivamente.
—Muestre sus credenciales.
Examinaron cuidadosamente sus documentos, y arquearon las cejas cuando presentó su certificado del Grupo Doce. Era el primero que veían en su vida.
—Puede usted pasar, pero no debe tocar nada —le advirtieron.
No estaba solo en la cámara con aquellos Cerebros Electrónicos. En el interior esperaban otra media docena de agentes de Seguridad. Le miraron con sospecha, pero también con interés, y supo, sin necesidad de utilizar la sonda mental, que habían sido instruidos acerca de él.
Se desplazó hacia su escritorio, donde las fórmulas con que tenía que alimentar el Cerebro pasaban a través de él a la máquina teleimpresora. Pero no le esperaba ningún trabajo, y uno de los agentes de Seguridad le advirtió con voz opaca:
—No hay nada que hacer hasta que lleguen los peces gordos, de modo que siéntese y espere.
Esperó una hora, ajetreándose inquieto e impaciente ante tal pérdida de tiempo, irritado por la indiferencia de los agentes de Seguridad, que permanecían sentados alrededor de la cámara, fumando descuidadamente, como si les encantase pasarse así la vida.
Finalmente se abrió la puerta, que los agentes de Seguridad mantuvieron abierta, mientras un grupo de hombres severos, de aspecto serio, entró en la cámara. Con ellos entraron secretarios y subsecretarios, seguidos de ayudantes que llevaban cartapacios de papel y carteras de aspecto oficial.
Se dirigieron directamente al escritorio de Newman, y un hombre ya mayor, de aspecto serio, cuya estrella de plata prendida de la solapa indicaba que era un administrador de elevada graduación, dijo con voz perentoria:
—¿Es usted Newman?
—Así es —concedió Newman. Se reclinó cómodamente hacia atrás en su silla, rehusando dejarse impresionar por la importancia del momento, y sin siquiera interesarse en indagar en la mente del Administrador.
El Administrador dijo severamente:
—El trabajo de hoy es de la mayor importancia. Hemos llegado al punto culminante del trabajo en que Ryder ha estado ocupado durante estos últimos meses. Hoy no debe haber ningún error. Hay que hacerlo todo con extremo cuidado y exactitud. Como hombre del Grupo Doce, se le considera muy adecuado para efectuar estos ensayos finales.
Un hombre de amplios hombros y negra barba, que se encontraba detrás del Administrador, se adelantó y miró cuidadosamente a los ojos grises de Newman.
—¿Es este el hombre de quien me han hablado? —preguntó—. ¿Es este el individuo que pasó al Grupo Doce en un día?
—Él es —dijo el Administrador con determinación, y Newman percibió cómo las mentes que le observaban le espiaban mientras se sentaba cómodamente, analizando cada una de sus acciones con ojos de águila, con sospecha y vigilancia.
Barbanegra preguntó a bocajarro:
—¿Fue una trampa? ¿Consiguió usted enterarse de las respuestas?
Newman le miró fijamente.
—Me presenté a las pruebas, y las pasé —dijo fríamente—. ¿No es eso bastante?
El hombre de la barba negra dijo:
—Yo también soy un Grupo Doce. Al final de una hora solamente había resuelto las tres cuartas partes de los problemas. Pasé muy justo. Según me han dicho, usted respondió correctamente todos los problemas en menos de diez minutos. Esto permite solamente dos conclusiones: o bien ha encontrado usted la manera de burlar los ensayos, o es usted un tipo más listo que yo.
—¿Y quién es usted? —preguntó Newman.
—Soy Ryder —dijo el hombre de la barba negra—. Soy director de investigación en este laboratorio. Usted ha estado trabajando en las eliminaciones finales de mis variaciones matemáticas.
Newman inclinó la cabeza, mientras una sonrisa irónica se dibujaba en sus labios.
—Me siento muy honrado —dijo.
Ryder le miró con furia, y dijo con voz áspera:
—Ayer estuvo usted pasando mis fórmulas al cerebro. Tuvo una oportunidad de ver parte de mi trabajo. ¿Dedujo algunas observaciones?
—Sí —admitió Newman con precaución—. Deduje algunas conclusiones.
—¿Qué conclusiones? —preguntó bruscamente Ryder.
—Está usted trabajando por un sistema de eliminación —dijo Newman—. Está usted desmenuzando todas las variables matemáticas para encontrar una nueva combinación de escisión. Por lo menos eso está bien claro.
Ryder le contempló con sospecha, miró intencionadamente hacia los agentes de Seguridad, y preguntó ferozmente:
—¿Con quién ha estado usted hablando?
—¿Puedo permitirme sugerir que dirija usted esa pregunta al Administrador? —dijo suavemente Newman—. Los hombres que me han estado siguiendo día y noche desde que pasé la prueba del Grupo Doce, podrán dar un informe más completo y más detallado acerca de las personas con quienes he conversado, que lo que yo mismo pueda recordar.
El Administrador se sofocó, sacó apresuradamente un pañuelo de su bolsillo y se sonó ruidoso. Luego dijo duramente:
—Creo que no debemos perder más tiempo, Ryder. Vamos a ello, ¿no le parece?
—En seguida —asintió Ryder, e hizo una señal a sus ayudantes.
Se abrieron los cartapacios y las carteras, y su contenido fue extendido sobre el escritorio de Newman. Cuando las complicadas fórmulas matemáticas estuvieron en orden, Ryder contempló a Newman con ojo acerado.
—Ahora llega el punto culminante de todas nuestras investigaciones —dijo severamente—. Aquí tenemos…-y esgrimió un archivador de complicadas fórmulas matemáticas —… el resumen de nuestro trabajo de investigación hasta la fecha. Si mi teoría es correcta, las respuestas a estas últimas fórmulas nos darán los nuevos electrones de escisión y el standard neutrón que he estado buscando. La etapa final de este trabajo es de importancia vital. Quiero que ustedes se den cuenta de lo importante que es. De modo que usted y yo juntos, Newman, suministraremos estas fórmulas a los cerebros electrónicos, y cada uno de nosotros comprobará al otro. ¿Comprendido?
—Como usted desee —dijo Newman.
Se desplazaron todos conjuntamente al primer cerebro electrónico. Newman tomó las páginas de la primera fórmula matemática, y después de ojearlas comenzó a teclear, transformando los símbolos de infinitas ecuaciones matemáticas en impulsos eléctricos.
—Espere un momento. Espere un momento —saltó Ryder violentamente. Inspeccionó su copia de las fórmulas, consultó el tablero de control del cerebro electrónico y asintió mansamente con la cabeza—. Está bien —admitió de mala gana—. Está bien. Pero vaya más despacio. No hay prisa. Vaya más despacio.
Newman ni tan sólo sonrió condescendiente. Se limitó a aparecer aburrido, mientras lenta y pacientemente tecleaba las fórmulas matemáticas, observando constantemente a Ryder, a fin de asegurarse de que no iba demasiado de prisa para que el científico pudiera comprobarle.
Al cabo de una hora el primer cerebro electrónico daba los resultados de las primeras fórmulas, que eran entonces transferidas por Newman a un segundo cerebro electrónico, el cual analizaba la respuesta y la reagrupaba en términos de la fórmula original. Al cabo de tres horas el Administrador estaba aburrido como una ostra, y los ayudantes, los secretarios y los secretarios de los secretarios se habían cansado de observar las relampagueantes luces, y se habían sentado formando grupos alrededor de la cámara. Ryder se instaló entre Newman y una cinta de fórmulas impresas que salía del último de los cerebros electrónicos, y arrancó un pedazo de papel con un gesto de triunfo. Se volvió, enfrentándose con los demás y anunció con voz vibrante y satisfecha:
—Señoras y caballeros: tengo que anunciar algo importante. El trabajo en que hemos estado ocupados durante los últimos meses se ha visto coronado por el éxito. El análisis final de hoy demuestra de forma concluyente que la hipótesis sobre la cual hemos estado trabajando es fundamentalmente exacta.
El Administrador no se iba a dejar desplazar de su importante posición sin intentar desesperadamente mantener su autoridad. Se adelantó rápido, y tomó la cinta de papel de las manos de Ryder.
—¿Es esto? —preguntó sin aliento—. ¿Está seguro?
—Los cerebros electrónicos no pueden equivocarse —dijo Ryder con satisfacción—. Lo hemos comprobado y vuelto a comprobar. No queda ya ninguna duda.
Hubo una oleada de aplausos, y algunos de los ayudantes más inmediatos de Ryder se precipitaron a estrecharle la mano.
El Administrador dijo en voz alta y vibrante:
—Estoy seguro de que todos nos damos cuenta de que este es un momento histórico. Encontrar la manera de descomponer la base de escisión de los elementos ordinarios de la vida cotidiana ha sido desde hace tiempo la ambición de los científicos. Con laborioso esfuerzo y decidida determinación, Ryder ha conseguido una gran victoria sobre la naturaleza. Una victoria, no para sí mismo, sino para la Humanidad. Una victoria, no solamente para los que hoy vivimos, sino para todos los que vengan detrás de nosotros. Los pocos que estamos hoy aquí reunidos hemos visto cómo se hace la historia. El nombre de Ryder y el de todos los asociados a su trabajo pasará a la historia como los de aquellos vitalmente relacionados con uno de los puntos cruciales del progreso del hombre.
Se escuchó otra oleada de aplausos, y mientras Ryder sonreía con satisfacción, el Administrador levantó la mano para hacerse oír nuevamente.
—Nuestro Gobierno no ha sido remiso en darse cuenta de la laboriosidad del señor Ryder. Ahora que su teoría ha sido demostrada, puedo asegurar a ustedes, y puedo asegurar a la Prensa, que el Gobierno ofrecerá al señor Ryder toda su colaboración. Se encuentran ya instalados laboratorios científicos modernos, provistos de plantas modernas de separación por escisión, que esperan conocer los resultados del ensayo final del señor Ryder. En cuanto me ponga en contacto con mis superiores inmediatos se procederá a actuar. Se experimentará inmediatamente. La fórmula del señor Ryder se pondrá en acción inmediatamente. —La voz del Administrador se hizo más sonora—. Lo que hoy es teoría será mañana realidad. Hoy el señor Ryder ha demostrado sus teorías en forma abstracta. La semana próxima, quizá incluso mañana, nuestros laboratorios demostrarán el valor práctico del trabajo del señor Ryder.
Se produjo otra oleada de aplausos, y mientras el Administrador y Ryder se dirigían hacia la puerta, sofocados de excitación, y con sus hordas de secretarios y ayudantes tras ellos, los agentes de Seguridad se acercaron a Newman.
—No se meta usted en eso —le advirtieron.
Newman se encogió de hombros, se dirigió a su escritorio y se sentó tranquilamente. Sentía una sensación extrañísima de aislamiento, como si todo aquello no tuviese nada que ver con él. El egotismo mezquino del Administrador y la alegría infantil de Ryder se asemejaban tanto a las reacciones de los niños que no quiso preocuparse de sus ideas.
Pero antes de desaparecer a través de las puertas, rodeado por un rebaño de admiradores, Ryder se volvió y contempló frente a frente a Newman.
—La carpeta verde —dijo— contiene mis fórmulas subsidiarias. No le ocasionarán ninguna dificultad, pero con fines de archivación, hágalas pasar por el cerebro, compruébelas y confirme que son correctas.
Cuando todos se hubieron ido, la cámara del cerebro electrónico quedó tranquila. Los agentes de Seguridad también se habían ido, lo que proporcionó a Newman una sensación de alivio. Tomó el archivador verde, lo ojeó distraídamente y pensó en la muchacha.
No sabía ni su nombre, pero era como si la hubiese conocido desde hacía muchos años. Podía representársela claramente, cada detalle de su cara, cada semitono de su voz musical y cada faceta de sus hermosas facciones.
Llevó la carpeta verde al cerebro electrónico más cercano, tomó la hoja superior de fórmulas y comenzó a transcribirla al tablero. Y entonces vaciló, mientras un rayo de dolor agónico rojo blanco le abrasaba el cerebro.
Se llevó las manos a la cabeza y gimió mientras luchaba para evitar que sus sentidos se desvaneciesen en lo gris.
Y entonces volvió, esta vez mucho más fuertemente, un haz grande, penetrante, agónico, que le quemó su mente con una fuerza tal que le arrojó de rodillas al suelo, mientras en un paroxismo de dolor arañaba con destrozadas uñas la superficie del suelo.
Cinco minutos más tarde, pálido, y con sudor en la frente, se levantó, se apoyó sobre el cerebro electrónico y escuchó el golpeteo frenético de su corazón.
Había vuelto. La amenaza de que había escapado una vez había vuelto con renovado rigor. Aquellos dolores interminables de cabeza volvían a comenzar de nuevo.
El dolor era más intenso, más extremado. Ahora sus centros nerviosos eran mucho más sensibles que antes. Podía sentir el dolor de un modo cien veces más agudo, podía distinguir gradaciones de padecer agónico, del mismo modo que podía distinguir las sutilezas de tonalidad de una voz musical.
Pálido, esperó que el siguiente rayo agónico viniese a atravesar su cerebro y, cuando no llegó, se fortaleció para poder soportar el monótono dolor del interior de su cerebro.
Debe ser una enfermedad crónica, se dijo a sí mismo. No era ni un tumor ni una presión sobre un nervio lo que producía esas jaquecas, pues el examen médico lo hubiese revelado. Debe ser una característica inhibida, sus jaquecas deben ser una parte integral de sí mismo, lo mismo que su sentido del tacto.
Trató de no hacer caso del dolor, procuró concentrarse en su trabajo de modo que el dolor fuese secundario, existiendo en su interior sencillamente como una parte de sí mismo que aceptaba. De nuevo tomó las fórmulas matemáticas de Ryder, y esta vez más lentamente, comenzó a transcribirlas sobre el tablero del cerebro electrónico. Y al terminar su día de trabajo estaba escribiendo la última fórmula sobre el tablero del último cerebro electrónico y efectuando la comprobación final.