«Brindemos para que así sea» dijo la muchacha, y se miraron a los ojos mientras levantaban los vasos.
Sucedió con tan asombrosa velocidad que le cogió por sorpresa, a pesar de sus afinadísimas reacciones nerviosas.
Sintió, sin verlo, al hombre que apareció a su lado, vio los ojos azules de la chica orientarse hacia el recién llegado, y abrirse de par en par con alarma y sorpresa. Una fracción de segundo más tarde el vaso le era arrebatado violentamente de la mano, proyectado por el aire, y derramado su contenido por el pulido suelo antes de hacerse añicos.
La mano le dolía, y la sorpresa le paralizó de tal modo que no hizo sino contemplar los hombros del intruso que se alejaba, y no hizo movimiento alguno para impedirlo.
El barman vio todo lo que había ocurrido y quedó paralizado por la sorpresa. Permaneció de pie inmóvil, con la boca abierta, congelado en el momento de pulir un vaso con su trapo blanco.
Cuando se habían abierto las puertas, el barman había visto entrar al extraño, y dirigirse como una flecha a la mesa de Newman.
Había habido una rapidez y una decisión extrañas en los movimientos de aquel hombre. No había dudado ni mirado hacia el bar. Entró por las puertas oscilantes, silenciosa y felinamente, atravesando la sala a largas zancadas, antes de que el barman se diese cuenta de que había entrado. La mano del extraño había aparecido como difusa al dar el golpe, y casi antes de que el vaso llegase al suelo el extraño se había nuevamente abierto paso hacia afuera a través de las puertas oscilantes.
Reinó en el bar un silencio de asombro. Los dos hombres bien plantados que estaban sentados junto al bar, y que lo habían presenciado todo, se miraron, como si conversasen silenciosamente. Newman contemplaba estúpidamente las puertas que aún oscilaban, y el barman seguía de pie, como congelado.
La muchacha rompió el tenso silencio. Respiró brevemente con sorpresa, se reclinó hacia atrás en su silla, y miró con abiertos y espantados ojos, de Newman a los agudos y quebradizos fragmentos de cristal que brillaban sobre el suelo.
Newman dijo en voz alta, y en la que empezaba a sentirse su enojo:
—¡Qué diablos! Qué se ha figurado aquel loco… —Y comenzó a levantarse.
Uno de los hombres que estaban junto al bar dijo rápidamente:
—Está bien, hermano, nosotros estamos más cerca. Vamos tras él —y mientras tales palabras resonaban aún, los dos hombres pasaban ya las puertas oscilantes con rapidez y determinación.
Harold Newman se sentó, inseguro. Miró a través de la mesa, a la muchacha, y notó que sus mejillas habían palidecido, y sus ojos azules expresaban preocupación.
—¿Qué le ha parecido? —preguntó él—. ¿Qué le pasó a aquel tipo? ¿Estaba loco, o qué?
Los ojos azules contemplaron los fragmentos de cristal sobre el suelo, se detuvieron sobre ellos, y pareció como si se estremeciese.
—¿Le conocía usted? —preguntó—. ¿Tenía alguna relación con él?
—Ni siquiera le vi —dijo, con mayor furia en su voz—. ¿Puede concebirse algo semejante? Estoy aquí tranquilamente sentado, y un tipo entra, me arranca el vaso de la mano y…
La chica recogió su bolso de encima de la mesa, se lo puso bajo el brazo, y se levantó.
—Por favor —dijo, con voz suave y suplicante, mientras en sus ojos se percibía claramente la preocupación y la alarma. Él se levantó rápidamente.
—No —dijo—. Por favor, no se vaya. No deje que una cosa así destruya nuestra amistad. Se lo aseguro, no tengo la menor idea de lo que se trata.
Las mejillas de la muchacha estaban pálidas, y sus ojos azules evitaban los de él.
—No es lo que ha sucedido —dijo débilmente—. Es que… no me encuentro bien. Ha sido la conmoción que me ha alterado. Por favor, excúseme.
Comenzó a moverse con decisión a través del bar, y como él se dio cuenta de que era inútil discutir, se dirigió rápidamente al mostrador y entregó unas monedas al barman.
—Pago los desperfectos, también —dijo, y sin esperar el cambio, la siguió rápidamente.
Una vez fuera la muchacha se volvió, con una excusa en sus ojos.
—Perdóneme —dijo—. Estaré perfectamente cuando haya descansado. Por favor, llámeme un taxi.
Bajó del bordillo, llamó al primer taxi que pasó, y abrió la puerta para que entrase ella.
—¿Adónde debo decirle que nos lleve? —dijo.
La chica le alargó la mano en forma que no dejaba lugar a dudas.
—No quiero causarle tanta molestia —dijo.
—No sería una molestia, sería un placer. Estaría mucho más tranquilo si la acompañase a su casa.
La elegante mano de la muchacha seguía extendida. Pero, a pesar de la firmeza de su negativa, había una promesa en su voz.
—Esta noche, no —dijo dulcemente—. Esta noche, no.
Se consoló con la música de su voz. A desgana, pero con ilusión y esperanza, tomó la mano de la chica y se la apretó. Y dijo, ansioso:
—¿Cuándo volveré a verla?
Ella vaciló, dejando que sus finos dedos permaneciesen quietos en la mano del hombre, sin intentar retirarlos, como si también ella sintiese la magia sutil de aquel leve contacto.
—¿Está ocupado? —preguntó—. ¿Tiene trabajo?
—¿Mañana? —dijo él ansiosamente—. Mañana por la noche. Trabajo a horas normales, y podría encontrarme nuevamente con usted en la biblioteca de referencia.
La muchacha vaciló dubitativamente, pero el contacto de sus dedos en la mano de Harold persistió.
—No estoy segura… —dijo lentamente.
—Por favor —suplicó él con sinceridad—. Me he sentido tan solitario. Solamente media hora con usted ha sido para mí un maravilloso placer. Le ruego que me vea mañana.
Aquellos ojos azules se fijaron en los suyos; ojos azules, profundos, que a pesar de su inocente amplitud eran extrañamente impenetrables.
—Bueno —concedió con un murmullo—. Mañana, pues. En la biblioteca.
Y se fue antes de que él se pudiera dar cuenta, cerrando la puerta tras sí y dando al chofer una dirección que ni siquiera su agudo oído alcanzó a percibir.
Se quedó contemplando el taxi que se alejaba, mientras la fea sombra de la soledad comenzaba nuevamente a rodearle. Podía recordar perfectamente a la muchacha, la música de su voz, la suavidad de su piel y la pura simetría y belleza de sus facciones. Sabía, sin posibilidad de error, que era quizá la única mujer capaz de proporcionarle la compañía que anhelaba.
¿Qué iba a hacer ahora?
¿Qué podía hacer? La biblioteca de referencia estaba cerrada y ni siquiera aquellos miles de libros eran capaces de darle la recreación mental que necesitaba. La soledad se cerró en derredor suyo como fría neblina. Para él no había sino un placer: aquella muchacha. Y ni tan sólo sabía su nombre. De un modo u otro tendría que pasar las largas horas hasta la noche siguiente; comer, dormir, trabajar y esperar impacientemente el momento en que pudiese volver a mirar en lo hondo de aquellos ojos azules.
Decidió comer solo, acostarse temprano, y tratar de ahogar en sueño su soledad. Al día siguiente ocuparía su mente con el trabajo, de modo que el tiempo que tenía que transcurrir antes de volverla a ver no pasase demasiado despacio.
Sin prisa comenzó a caminar hacia su piso, mientras las mentes rastreadoras le seguían fielmente. Proyectó un dedo mental de sonda para investigar sus pensamientos, y descubrió que se preguntaban quién era la muchacha. Ignoraban el desconcertante incidente ocurrido en el bar.
Miró rápidamente por encima del hombro, y se rio consigo mismo al identificar a uno de los que le seguían a cierta distancia.
Siguió caminando sin apresurarse, y envió una sonda mental hacia la mente que le seguía, tirando delicadamente de los microscópicos centros nerviosos.
El hombre de negocios, de mediana edad, pasó rozando al niño vendedor de diarios que le metía por los ojos el boletín de la tarde, siguió andando otros cuatro pasos, y se detuvo abruptamente. Luego se volvió lentamente, se dirigió de nuevo hacia el muchacho, sacó del bolsillo un billete de banco de elevado valor, y se lo entregó.
Los ojos del muchacho se abrieron, y dijo, algo molesto:
—Oiga, señor. Ya sabe usted que no tengo cambio para una cosa como esta.
—Está bien, muchacho —dijo el hombre de negocios con aire paternal—. No quiero el cambio.
Los ojos del muchacho brillaron de incredulidad.
—¿No quiere usted ningún cambio?
—Y ahora que lo pienso, tampoco necesito el boletín —dijo el hombre de negocios, y girando repentinamente sobre sus talones, se apartó apresurado.
El muchacho le contempló alejarse con ojos de asombro. Luego volvió a mirar el billete de banco, se lo metió rápidamente en el bolsillo, ajustó firmemente los boletines bajo el brazo, y salió en dirección de la calle siguiente tan rápido como podían llevarle sus piernas.
Veinte metros más adelante el presunto hombre de negocios tuvo la extraña sensación de que acababa de hacer una tontería, pero le fue imposible recordar qué era lo que había sido.
Newman, que continuaba caminando delante de él, se sonrió con amargura, al percibir la perplejidad en la mente de aquel agente de Seguridad que le seguía.