CAPÍTULO XVIII

Harold Newman se sentía solo. Era una soledad áspera y amarga que le envolvía como una mortaja al cerrar el último libro y colocarlo a un lado junto con los demás.

Leer la ciencia acumulada de la historia y el progreso del hombre, tal como se resumía en unos cuantos libros, intensificaba su soledad, y le mostraba aún más claramente el inmenso abismo que yacía entre él y los demás hombres.

Esa soledad era una frustración, un dolor ante la percepción de su aislamiento.

Miró al reloj, y el bibliotecario le devolvió una mirada de malhumor.

La soledad era el precio que Newman tenía que pagar por su habilidad recién hallada. Sabía lo que era el bibliotecario; un necio idiota, duro de mollera, lento de ideas. En forma extraña el bibliotecario percibía la superioridad de Newman, la resentía y le odiaba sin causa ni razón.

Dondequiera que fuera, con quien quiera que se encontrase, siempre sería lo mismo; resentimiento subconsciente. Nadie reconocería su superioridad a menos de que la demostrase. Pero todos la percibirían, ciega e instintivamente. La percibirían del mismo modo que un perro percibe el movimiento durante la noche, y se eriza de miedo y rencor, doblando hacia atrás el hocico, enseñando sus feroces dientes, odiando aquello desconocido que no comprende.

Lentamente se levantó, y paseó sus ojos por las paredes de la biblioteca. Había allí tan poco para él, y lo que había le frustraba, como si se le hubiera abierto el apetito para el saber, y ahora ese saber no le fuese concedido.

Atravesó el piso de la sala de referencia, y saludó distraídamente al bibliotecario, que salió de detrás de su pupitre y le siguió hasta las puertas de cristal.

—Se marcha pronto esta noche —gruñó el bibliotecario—. Aún falta un minuto para cerrar. ¿Está seguro de que no quiere hojear las páginas de otra media docena de libros durante ese último minuto?

—Ya he visto todo lo que deseaba ver, gracias —dijo Newman, y sintió que le ahogaba la soledad, y que el anhelo por una cálida compañía humana se hacía intolerable.

—No se preocupe por mí —burlóse el bibliotecario—. Me gusta servir a tipos como usted. Me gusta trepar por las escaleras, carreteando montañas de libros para que pueda hojearlos. Vuelva, le estaré esperando con los brazos abiertos.

Fue un alivio agradable bajar las escaleras sintiendo que aquellos maliciosos ojos se quedaban atrás. Durante un instante sintió la tentación de extender una sonda mental, de tocar los pensamientos profundos de aquel hombre, qué clase de desórdenes psicológicos eran los que le producían tal amargura interior. Pero resistió la tentación, como si sintiese el peso de un código moral que le prohibiese escudriñar las mentes de los demás sin una causa justificada.

Llegó al pie del tramo de la escalera, dobló la esquina, y descendió el siguiente tramo. Oyó el ruido de los altos tacones de ella por los escalones de más abajo antes de que diese la vuelta y se precipitase contra él.

Se hizo a un lado para dejarle paso, pero en el último momento ella le sintió, vaciló, tropezó y se agarró a la barandilla para no caerse. El libro que llevaba bajo el brazo resbaló, cayó por la escalera, y acabó abriéndose sobre el rellano inferior.

Automáticamente la agarró del brazo para sujetarla, y ella le miró con sus claros ojos azules sonriendo tristemente; el impacto fue, sobre él, instantáneo. Porque la muchacha era realmente hermosa. ¡Realmente hermosa! Tan hermosa como Sally lo había parecido al inmaduro, atolondrado y estúpido Newman de hacía algún tiempo.

—Gracias —respiró, susurró musicalmente, mientras le brillaban los ojos—. Casi me caí.

—Le iré a buscar el libro —dijo, y mientras descendía los escalones y se inclinaba para recoger el libro recordó a la muchacha del parque, sus facciones de avispa y sus labios de solterona. También ella había dejado caer un libro, planeando la reacción de él con la deliberación estudiada del pescador que ceba su anzuelo de modo que se arrastre a la profundidad debida.

—Por favor, no se moleste —dijo—. Es mi culpa. Debería haber mirado adónde iba.

Estaba ya tras ella, cerrando el libro y ofreciéndoselo, y observando disimuladamente el título.

—No debía haberme apresurado tanto —dijo desalentada, y tomando el libro con dedos que eran largos y elegantes.

Newman escuchaba la voz de ella, musical y sonora, rica en dulces tonalidades que su sensible oído percibía y aprobaba.

—¿Va usted a la sala de referencia? —preguntó.

—Sí —dijo sencillamente, mientras sus ojos azules miraban hacia lo alto de la escalera—. Tendré que apresurarme.

—Puedo evitarle la molestia —le dijo—. El bibliotecario estaba cerrando cuando yo salí.

Su cara se entristeció, y sus ojos azules expresaron amarga decepción.

—Solamente necesitaba un cuarto de hora. Creí que llegaría a tiempo.

Había ya dado la vuelta, y comenzaba a bajar. Él descendió a su lado.

—La biblioteca se cierra pronto —dijo excusándose, como si tuviese la culpa. Al mismo tiempo pudo sentir que el dolor de la soledad cedía en su interior.

—Es una lástima —dijo la chica haciendo un mohín—. Deseaba mucho aclarar un punto.

—Perdóneme —dijo él, y supo que estaba maniobrando para continuar la conversación, pues solamente escuchar aquella voz era un placer desusado—. Es posible que pueda ayudarla. Es quizá posible que sepa algo de lo que usted busca. —Es filosofía— explicó ella, hablando rápidamente, de modo que las palabras fluían como un arroyo musical. —Soy una profesora del Grupo Seis, que educa adolescentes. El tema es Platón, y he extraviado mi copia. Quería citar textualmente de la Justicia de Sócrates.

—Da la casualidad —dijo lentamente, que he leído muchas veces aquel capítulo. Si puede servirle de algo, estoy seguro que puedo darle el esquema completo del argumento de Sócrates, cuando no las palabras mismas.

Los ojos de ella resplandecieron.

—¿De veras? —dijo—. ¿Podría usted hacerlo? ¿Podría encontrar tiempo para ello?

La República de Platón había sido uno de los muchos libros que había hojeado aquella tarde. Todas las páginas de la República estaban impresas en su mente con precisión fotográfica. Podía citar a Sócrates palabra por palabra con la misma facilidad y seguridad con que podía efectuar cálculos astronómicos mentales.

—Sería realmente maravilloso —gorjeó—. Sería una ayuda tan grande. —Sus ojos azules eran tan sinceros y suplicantes, su piel tan sana y clara, su cara tan hermosa en su simetría.

—Me complacería mucho hacerlo —le aseguró él sinceramente.

Fueron a la cafetería más próxima, donde él se encerró en un quiosco, metió unas monedas en la ranura de la caja, y habló rápidamente por el micrófono, mientras la máquina de escribir electrónica registraba exactamente sus palabras. Al cabo de diez minutos sacó de la máquina la última de las hojas mecanografiadas y se dirigió rápidamente hacia la muchacha.

—¿Qué tal servirá esto? —preguntó.

La chica echó un rápido vistazo a las páginas, y sus azules ojos examinaron velozmente las líneas. Y levantó los ojos hacia él con admiración.

—Tiene usted una memoria maravillosa —dijo—. Es exactamente tal como recuerdo haberlo leído. ¿Pero cómo lo hace usted?

Era consolador ver la admiración en sus ojos, y oírla en su voz. Sabía que era la debilidad del antiguo Harold Newman la que disfrutaba de aquella admiración, pero la sensación era tan agradable que no hizo nada por reprimirla.

—Es un don que tengo —admitió algo incómodo—. Hay ciertas cosas que recuerdo con mucha facilidad. Es una memoria fotográfica.

—Pero es un don maravilloso —dijo, y su voz era suave y melódica, como música distante sobre tranquilas colinas.

—He leído Platón muchas veces —explicó torpemente—. Si hubiese sido otra cosa lo que usted buscaba, probablemente no hubiera podido ayudarla.

—Bueno, lo cierto es que me ha ayudado usted apreciablemente —admitió ella. Miró en derredor suyo, y de improviso él se dio cuenta de que no había ya razón para retenerla a su lado. Ahora ella le daría nuevamente las gracias, él respondería cortésmente, la muchacha desaparecería, siguiendo su camino.

Negra soledad se precipitó sobre él, siniestra sombra envolvente, y antes de que pudiese darse cuenta brotaron las palabras, tímidas, embarazosas, pero sinceras.

—Ya sé que es una impertinencia, y espero que no se ofenderá usted, pero ¿no quisiera usted tomar algo conmigo? Soy persona solitaria, y el haberla encontrado a usted así, y haberla hablado hace que desee seguir hablando. Por favor, ¿quiere beber algo conmigo?

Las palabras habían sido dichas. Sintió que las puntas de sus orejas se enrojecían, observó ansiosamente cómo los ojos azules de la chica se volvían serios y le miraban solemnemente.

—Por favor —dijo, tratando de evitar que la persuasión de su voz sonase demasiado suplicante.

Ella dudaba, pensándolo aún. Harold podía sentir aquella indecisión, sus dudas sobre él, y la tensión en espera de su respuesta le suspendió agónicamente entre las profundidades de la soledad y las cumbres de la felicidad.

—Muy bien —dijo al fin, un poco a su pesar—. Sólo por un rato.

Harold estaba animado y ansioso como un escolar que vuelve a su casa con el primer premio.

—¿Dónde querría usted ir? —preguntó ansiosamente.

—Depende de usted. Adonde quiera.

Escogió un tranquilo bar, no muy lejos, que una inteligente iluminación suave hacía cálido e íntimo. Se sentaron en una mesa, y un camarero se les acercó silenciosamente para tomar el encargo.

—¿No se ha ofendido usted porque la he invitado a beber algo? —preguntó, explorando sus ojos azules, y temiendo que pudiese haberse arrepentido de su decisión.

—Fue inesperado —admitió, mientras sus ojos azules contemplaban solemnemente los de él. Eran ojos honestos, y le retuvieron—. Pero usted es diferente de otros hombres —dijo—. Hay algo en usted. Algo que me gusta. Es como si… como si nos hubiésemos encontrado antes. Como si hubiese algo que nos separara de los demás. —Bajó los ojos, se ruborizó, y dijo—. Naturalmente, eso son tonterías. ¿No me doy a entender, verdad?

—Pero sí, desde luego —dijo ansiosamente, inclinándose hacia ella a través de la mesa—. Porque eso es precisamente lo que siento por usted. Usted es diferente. No es como las demás personas. Usted es… Usted es…-Censuró las palabras que acudían a su mente y deliberadamente escogió una frase de uso corriente. —Usted es de los míos.

Los ojos azules se alzaron, contemplándole tímidamente, mientras en lo profundo de ellos brillaba una tenue chispa.

—¿Sabe usted lo primero que me llamó la atención? ¿La primera cosa que noté?

—Dígamelo.

—Su voz —dijo ella—. Es tan distinta de las demás. Es clara. Tiene tonalidades resonantes y sutiles de que carecen la mayor parte de las demás voces.

Continuaron mirándose a los ojos, como si aquel sencillo contacto fuese una maravillosa unión. Él sintió repentinamente la tentación de extender una sonda mental hacia la mente de la chica, pero un censor mental movió su dedo amonestador.

—¿Le gusta la filosofía? —preguntó Harold.

—Mucho —contestó la chica—. Es aventura. La realidad siempre me ha parecido irreal. El estudio de lo que aparece ser realidad es algo que me fascina.

Newman olvidó su soledad, olvidó el abismo que se abría entre él y el resto de la humanidad. Solamente sabía que en ella encontraba amistad y compañía.

El camarero se encontraba de pie junto al mostrador, sosteniendo la bandeja y los dos vasos, mientras el barman vertía la bebida.

La puerta se abrió admitiendo a dos nuevos clientes. Eran hombres altos y bien plantados, de altas frentes y ojos despiertos. Sin vacilar se dirigieron al bar y mientras uno de ellos hacía su pedido con voz firme y autoritaria, el otro apoyaba los codos sobre el mostrador, junto al camarero.

El barman asintió con la cabeza, dándose por enterado de su pedido, mientras terminaba de servirlo.

—Dos whiskies a la antigua —repitió.

—En seguida.

El barman se enderezó y se volvió para devolver la botella a su estante. El camarero cogió su bandeja y se volvió para dirigirse a la mesa donde Newman estaba hablando.

Durante una fracción de segundo los ojos del camarero se fijaron en el lugar a donde se dirigía, apartándose de la bandeja. Aquella fracción de segundo fue suficiente. El hombre que estaba junto a él se movió rápidamente, tan rápidamente que sus movimientos no eran sino un centelleo. Su mano planeó sobre la bebida ambarina destinada a Newman, y un pequeño comprimido cayó en el líquido, disolviéndose instantáneamente.

—Nunca he sentido antes una cosa así —dijo la muchacha—. No con un completo extraño. Es como si fuésemos viejos amigos, a pesar de que solamente hace unos minutos que nos conocemos.

—Espero que continuaremos siendo amigos —dijo Newman—. Espero que llegaremos a ser verdaderos «viejos amigos».

—Brindemos para que así sea —dijo ella, y se miraron a los ojos mientras levantaban los vasos.