CAPÍTULO XVI

Harold Newman se dirigió a la mesa de recepción, y sin decir palabra puso su tarjeta de Agrupación Social y la Tarjeta verde de trabajo bajo las narices del empleado.

Los ojos del empleado contemplaron despectivamente la tarjeta de trabajo, pasaron a la tarjeta de clasificación de la Agrupación Social, y se ensancharon.

Contempló a Newman con respeto y temor en sus facciones.

—Usted es el hombre que… —comenzó.

—Olvídelo —dijo Newman suavemente—. Vengo a trabajar. ¡Por favor, ¿adónde tengo que ir?

Pero su Agrupación Social no le destinaba precisamente a trabajar.

Las autoridades sospechaban mucho de él. La facilidad con que había pasado las Pruebas de Agrupación, sobrepasando todos los candidatos anteriores, les había confundido, sorprendido y, finalmente, antagonizado. Si hubiese sido su primer ensayo, se hubiesen sentido abrumados de placer. Pero aquel había sido su sexto intento, y todos los anteriores habían demostrado que pertenecía al Grupo Quinto. Las autoridades habían decidido que era más probable que un incidente tan poco corriente se debiese a un fallo de su sistema de ensayo que al descubrimiento de un genio, y le estaban observando como gavilanes.

Podía haber fácilmente disipado sus dudas. Podía haber demostrado concluyentemente su super-habilidad y su talento sobrehumano. Pero Newman se sentía aún poco seguro de sí mismo, incierto de su poder y de la mejor manera de emplearlo, y necesitaba tiempo para ejercitar su recién hallada capacidad, probar su fuerza, y poseer un completo conocimiento de sí mismo, antes de que la atención del mundo se concentrase sobre él.

El trabajo era sencillo, pero adecuado. Estaba aislado en la cámara de cálculos de un Laboratorio de Investigación Científica.

Todo en derredor suyo, monstruosos cerebros electrónicos murmuraban suavemente, máquinas complejísimas que podían absorber el trabajo mental rutinario de doscientos hombres. Hora tras hora tableteaban incesantemente sus respuestas a fórmulas matemáticas complicadas, y esas respuestas eran pasadas a otros cerebros electrónicos que las comprobaban una y otra vez.

Le habían indicado que el trabajo era importante. Tan importante que necesitaba un operador del grupo doce para alimentar con preguntas a las máquinas. Solamente un operador del grupo doce tendría la habilidad mental suficiente para desentrañar la montaña de fórmulas matemáticas que habían de ser tratadas, y pasarlas correctamente a los cerebros electrónicos.

Y mientras se lo estaban explicando sabía que mentían.

Y ahora, de pie en la gran cámara, alimentando de preguntas al cerebro electrónico, preguntas que con un ligero esfuerzo hubiera podido responder más rápidamente que el propio cerebro, sintió ojos que le observaban desde agujeros escondidos. Extendió un dedo mental de tanteo, y tocó mentes sospechosas que le observaban como águilas, tratando de descubrir la clave del método que le había permitido engañar con éxito a la Estación de Agrupación.

Le pareció más bien divertido. Y no tenía nada que objetar. Le dejaban solo, permitiéndole el tiempo que necesitaba para experimentar. Y los observadores mismos eran sus conejillos de indias, que no se daban cuenta mientras le espiaban, de que estaba manipulando la textura de sus cerebros, aprendiendo la manera de controlarlos y dominar sus mentes.

Y el trabajo era bastante interesante. Al principio había entrado muy rápidamente, y lo había ido pasando automáticamente a la máquina. Luego, a medida que el trabajo se fue haciendo más lento, comenzó a analizarlo y a comprenderlo parcialmente.

La dificultad era que le faltaban conocimientos científicos acerca de minerales y gases, y de química inorgánica en general. Sin embargo, podía darse cuenta del esquema que seguían las penosamente lentas fórmulas matemáticas. Consistía en la búsqueda sistemática y matemática de una substancia inorgánica que podía ser una entre un millón de variaciones matemáticas. Se probaban todas y cada una de las variaciones, y el trabajo podría tardar meses, o podría tardar años.

Al final del día, Newman había explorado las mentes de catorce hombres y dos mujeres, había controlado sus cerebros y obligado a sus propietarios a que ejecutasen una acción sencilla, tal como sonarse las narices o rascarse la paletilla.

Y ahora comenzaba a considerar una nueva habilidad. La habilidad de calcular lógicamente, descartando unas diez mil variaciones de causa y efecto, y decidiendo correcta y lógicamente cuál sería la siguiente acción de una persona. Podía percibir esa habilidad en sí mismo, y cómo trataba de darse a conocer, jadeante por entrar en acción, como el instinto que un perro tiene de nadar cuando se le echa al agua.

No había sino una desventaja, pensó para sus adentros al salir del laboratorio, y mientras comprobaba mentalmente las mentes que le seguían y le observaban de forma constante. Estaba solo. La soledad de un hombre en un mundo de ciegos. No había nadie con quien pudiese compartir sus gustos, nadie que pudiese comprender sus pensamientos, y nadie que pudiese visualizar las verdades puras que eran parte de su ser.

Las mentes que le seguían se mantenían cerca de él. Una de ellas hasta le siguió escaleras arriba, a la sala de referencia de la biblioteca, y se ocultó tras las páginas de una revista, al extremo opuesto de la sala.

El bibliotecario miró fijamente a Newman, le reconoció y puso mala cara.

—No hemos adelantado más: —dijo secamente—. Por estos barrios, Tomkins es aún lo más alto.

—Deseo los libros más avanzados que tenga sobre química inorgánica —dijo Newman con paciente tolerancia—. Todas las últimas notas de investigación, y todos los trabajos especiales que puedan haber sido descubiertos últimamente.

El bibliotecario puso aún peor cara. Salió lentamente de detrás de su tarima. Inclinó su cabeza hacia la mesa de lectura y gruñó antagónicamente:

—Tendrá que esperar mientras los voy a buscar. ¿Y quién diablos se figura usted que es, Harold Newman, el Cid Campeador de la Agrupación?