CAPÍTULO XV

Había una larga cola de hombres en pie, que esperaban en la alta cámara abovedada, junto al elevado estrado, por encima del cual vibraba una orgía de revoloteantes colores. Aquellos hombres llevaban traje de calle de color obscuro, al estilo del siglo veinte, y sonreían torcidamente a los dos especialistas de la máquina de Tiempo, que estaban cómodamente sentados y que vestían túnicas de alegres colores.

Los colores que giraban locamente sobre el estrado se confundieron formando la silueta esquemática de un hombre, que casi inmediatamente se convirtió en tangible realidad.

Vestido con un traje de lanilla, y llevando un sombrero de fieltro blando, Ogden bajó de la máquina de Tiempo y se apartó hacia un lado, mientras que el hombre que estaba a la cabeza de la fila se adelantó para ocupar su puesto en los mandos. Y nuevamente la máquina de Tiempo se precipitó retrocediendo en el Tiempo.

Ogden parecía cansado. Tenía ojeras bajo los ojos, y se notaba en sus hombros el cansancio.

Lewis preguntó con simpatía:

—¿No ha habido suerte?

—No ha habido suerte —confirmó hoscamente.

Ogden se encogió de hombros tristemente.

—No es fácil encontrar una pista. La mayor parte de los desplazamientos se han de hacer a pie o en máquinas anticuadas. ¡Y aquellos taxis a turbina! Son el sistema de transporte más lento y más maloliente que se ha inventado desde el coche de caballos. Y también uno se enreda. Tienen tantas costumbres extrañas que uno no sabe por dónde anda.

—¿Por ejemplo? —le animó Lewis.

—Aquello de fumar —dijo Ogden asqueado—. ¿Pueden imaginárselo? Todos, hombres y también mujeres metiendo deliberadamente humo en sus pulmones en lugar de aire fresco. Algo así como ponerse una bolsa sobre la cabeza y luego apretar la cuerda. No se puede respirar. En el aire hay más humo que oxígeno.

Lewis asintió con interés.

—Me gustaría probarlo —dijo—. Solamente una vez. Algo bueno debía tener cuando tantos millones de personas acostumbraban a fumar.

—Yo no lo probaría si fuese usted —le advirtió siniestramente Ogden—. Yo lo he hecho. —Sonrió melancólicamente—. No dejé de toser durante cinco minutos. No podía respirar. Creía que me moría.

—¿Y qué más? —preguntó ansiosamente Lewis—. Son los detalles los que me interesan. ¿Qué más hay?

—Estos trajes, por ejemplo —dijo Ogden con repugnancia. Se señaló a sí mismo—. Mi cuerpo tampoco puede respirar. Parece como si aquella generación hubiese odiado el aire fresco. Mire esto. —Tiró del cuello de su camisa—. Llevan un cuello estrecho, de modo que el aire no puede llegar a su cuerpo por arriba. Llevan camisas apretadamente abrochadas por los puños, y aquellos pantalones largos impiden que el aire les alcance las piernas. Es una manía. Le diré; parece como si quisiesen morir ahogados.

—Y las mujeres —preguntó Lewis.

Una luz más suave apareció en los ojos de Ogden, e incluso un pequeño resplandor.

—Eso es bastante diferente —admitió—. Sus cuerpos pueden respirar con más libertad.

La máquina de Tiempo resplandeció tras él haciéndose realidad, mientras el hombre que un minuto antes había salido hacia el tiempo bajaba del estrado, demacrado y cansado de una larga búsqueda, y el hombre siguiente en la cola tomaba su puesto en los mandos.

Ogden volvió su cara hacia el recién llegado.

—¿Ha habido suerte? —preguntó.

El hombre se sonrió torcidamente, se pasó la mano por la barbilla, ahora cubierta de un pelo que no había estado allí hacía un minuto.

—Ni señales —dijo—. Leí todos los diarios de hoy, revisé todos los informes de la radio, y todas las universidades. Ni señales.

Ogden frunció el entrecejo.

—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo a Lewis—. Cada minuto enviamos a un hombre hacia el pasado, por todo un día. Es decir, que cubrimos sesenta días en una hora. Un año en cinco horas. Hemos cubierto ya doce años y medio y aún no hay ni señales. Pero no podemos hacer otra cosa, sino ir comprobando sistemáticamente y esperar que ocurra algo.

El segundo especialista de la máquina de Tiempo, que había estado escuchando sin hacer ningún comentario, miró fijamente a Ogden.

—Quizá algo ocurrirá antes —dijo Ominosamente—. Quizá cuando encontremos un vestigio de lo que estamos buscando será demasiado tarde. Quizá entonces se habrá alterado ya la concatenación de causa y efecto.

Ogden no dijo nada. Esa era la posibilidad que todos temían en lo más profundo de sí mismos.

La máquina de Tiempo resplandeció tras ellos, parándose: un hombre en un traje de sarga marrón bajó de ella, y otro ocupó su lugar.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Ogden—. ¿Qué más no es dable hacer?