Harold Newman estaba sentado en el banco de un parque, a la sombra de un árbol. Rayos de sol atravesaban el dosel de hojas que le cubría, y le espolvoreaban de motas de oro.
Era la hora del almuerzo, y las oficinistas aprovechaban el descanso para pasear garbosamente en vestidos delgados de brillantes colores. Sus agudas y jóvenes voces molestaban los oídos de Harold, y frunciendo el ceño ajustó sus percepciones auditivas ahogando el sonido hasta que no fuese más que un murmullo distante. Las paseantes apenas si le miraban al pasar junto a su lado, con zapatos que hacían crujir la gravilla, sin darse cuenta de que el hombre que estaba allí sentado tan quieto y recatado, era el hombre que había sido la noticia más importante de aquella mañana.
Newman decidió que no había manera de comprenderlo. Había ocurrido instantáneamente en el momento en que había sufrido aquel rayo final de dolor. Antes había sido común, uno de la masa, un grupo quinto medio.
Y ahora era diferente, muy diferente. Era como si aquel haz final de dolor hubiese sido el dolor del nacimiento de un nuevo cerebro en su interior. Un cerebro superior, capaz de vencer pensando a los hombres más inteligentes del día. Un ensayo de agrupación lo había probado. Había llegado fácilmente al nivel más alto, sin casi detenerse ante problemas intelectuales que habían constituido barreras casi infranqueables para los mayores pensadores de la época.
Y luego, la noche anterior, había descubierto una nueva calidad, su capacidad para leer mentes. Una habilidad que le alarmaba y que le hacía evitar el contacto con otros hombres, mientras pensaba seriamente sobre ella.
Oyó unos pasos suaves sobre la gravilla, y levantó la vista cuando llegó al extremo más apartado de su banco. Ella le miró con altivez, como desafiándole a que iniciase una conversación, y se instaló cuidadosamente; sacó un libro de debajo del brazo, y comenzó a leer.
La estudió cuidadosamente: era joven, pero no demasiado joven. Hubiese sido vagamente bonita si no hubiese dejado que su cara adquiriese aquella agudeza de avispa. Era el tipo de muchacha que probablemente poseía muchas buenas cualidades, pero a quien le sería difícil encontrar un compañero. Era el tipo complejo que había estudiado mucho, pero no con suficiente cuidado, y cuyas emociones estaban entremezcladas con una falsa sabiduría.
Mientras está ahí sentada, pensó él, podría leer su mente. Podría introducirme en su mente, manipular sus pensamientos, y saber lo que pensaba y lo que sentía.
La tentación era avasalladora. Se avergonzaba interiormente, como si estuviese a punto de cometer una acción despreciable. Era algo así como mirar por la hendidura de una cortina en un cuarto iluminado, y observar cómo una muchacha se cambiaba de ropa interior.
Pero a ella no le haría ningún daño, pensó para tranquilizarse. No se enteraría. Y él tenía que ensayar su nueva habilidad, descubrir sus limitaciones.
Miró premeditadamente a través del camino de gravilla, hacia los distantes macizos de flores, y dejó que su mente alcanzase la de ella.
Era fácil penetrar; sorprendentemente fácil, y era también sorprendente que no hubiese barrera mental, ninguna lucha para evitar que examinase sus pensamientos.
No estaba leyendo. Las palabras no eran sino un borrón sin sentido en frente de sus ojos. Estaba pensando: Es bastante guapo. Y es joven. Aunque pretende mirar enfrente de él, me está estudiando. Lo noto. Pero no será fácil. Si quiere dar un paso, no encontrará que caiga fácilmente en sus brazos. Nadie será capaz de decir que soy fácil. Tendrá que perseverar. Pero lo malo es que no tiene ninguna excusa para hablarme. Quizá dentro de un rato dejaré caer el libro y permitiré que me lo recoja. Eso le dará una oportunidad de entrar en conversación. Pero tendrá que perseverar, y me mostraré despegada con él Nadie va a decir que soy fácil.
Newman suspiró. Esos eran sencillamente sus pensamientos superficiales, los pensamientos fugaces e intrascendentes de la generación presente.
Quería profundizar más, aprender más sobre el pensamiento.
En cierto modo era como una operación quirúrgica. Levantó la capa superficial de los pensamientos y penetró más profundamente en su mente; en la capa superior de su subconsciente que no pensaba con palabras, sino en símbolos.
Era caliente allí, húmedo y pegajoso. Un deseo caliente y anhelante que era como un dolor. El dolor de un objetivo único, la amargura de la frustración, y un resentimiento inquieto para con una conciencia que mantenía una vigilancia demasiado estricta sobre básicos anhelos.
Newman se sonrojó, agitándose incómodo. Era peor que ser un espía. Porque lo que ahora entreveía eran emociones y deseos que la muchacha ni siquiera sabía que eran suyos.
Suspiró profundamente y se preparó para penetrar más hondo aún en su mente. Había tanto más que explorar, tantas capas y más capas de subconsciente que levantar, adentrándose más y más en el subconsciente.
Fue tanteando con su mente, levantando una capa tras otra, y su mente se encogió, como herida de un latigazo.
Miró a través del camino de gravilla, hacia los macizos de flores, con sudor en la frente y una sensación de incomodidad, al oprimirle la chaqueta bajo los sudorosos sobacos.
No se trataba de que no pudiese investigar los escondrijos más profundos de la mente de la chica. ¡Es que no quería! No quería profundizar ya más, lo mismo que un hombre normal no desea vadear, hundido hasta la barbilla, un lago de aguas residuales.
Aquel sencillo contacto le causaba náuseas. Había visto como la materia desnuda y básica del pensamiento humano hervía a semejanza de un caldero venenoso y maloliente, con los odios desatados y los deseos primitivos, y el burdo material del pensamiento que había surgido de las humeantes y hediondas marismas de la Tierra cuando la vida no era sino una sencilla célula.
Se permitió mirar de reojo a la muchacha, pareciéndole difícil creer que su joven cara de avispa pudiese ser una máscara que cubriese la hedionda y cancerosa obscenidad que era su subconsciente.
Y entonces, como si pudiese sentir los ojos de Harold sobre ella, dejó que el libro se le escapase de las manos.
Él se inclinó rápidamente para recogérselo.
—Muchas gracias —dijo paulatinamente—. No debía haberse molestado. —Pero estaba pensando: No debo ser fácil. Debo mostrarme fría.
—Espero que no habrá usted perdido el lugar —dijo.
Tendrá que perseguirme, se advirtió a sí misma. No voy a ceder. No voy a ser fácil.
—No importa —dijo descuidadamente—. No importa lo más mínimo.
Él se sentó nuevamente en el banco, pero esta vez más cerca de ella. La chica podía percibir su proximidad, mientras permanecía sentada contemplando, sin verla, la página impresa.
Tiene una sonrisa agradable y sus manos son fuertes y morenas. También tiene buenos hombros; buenos y anchos. Sus manos son bonitas. Manos suaves y sensitivas, y puedo percibir su proximidad. Hay como un aura en derredor suyo. Es un hombre, y lo noto. Es como una nube que rodea a todos los hombres, que se extiende y me toca.
Y entonces ocurrió lo que ella temía. Sintió una tentación irresistiblemente avasalladora de volverse y sonreírle, de incitarle a hablar, con todas las consecuencias que seguirían inevitablemente a aquella sonrisa.
Tengo que contenerme, se advirtió a sí misma. No debo ser fácil. Nunca he sido fácil. Tengo que mostrarme fría y apartarme de él. No debo dejar que se acerque mucho, porque nunca he sido fácil y ahora percibo su sonrisa, sus manos sensitivas, su masculinidad.
Harold se movió ligeramente y la mente de la muchacha gimió. Concéntrate, sollozó para consigo misma. Piensa en otra cosa. No pienses en él. No pienses en sus manos. Eso no sirve. Estás pensando en él, y no debes hacerlo.
Newman la miró compasivamente, y extendió hacia ella un dedo mental de sondeo.
Inmediatamente quedó calma y serena, y sus emociones en lucha, atemperadas y armónicas. Era un día de sol, y a pesar de las emociones violentas que se agitaban en su interior, podía sentir la seguridad reconfortante del mundo, la paz de la verde hierba, la suavidad del aire, y el aura amistosa e inofensiva del joven que estaba sentado a su lado.
Newman vio como se modificaban sus facciones, como se posaban sobre ellas la calma y la paz, incluso hasta obliterar parcialmente su aspecto habitual de avispa.
Newman había descubierto otra cosa sorprendente sobre sí mismo. No solamente podía leer otras mentes, sino que podía influenciarlas. Había calmado a la muchacha, y había resuelto temporalmente la eterna batalla interior que se libraba entre su gazmoñería y sus deseos naturales.
«¿Cuánta influencia podía realmente ejercer sobre las mentes humanas?» —se preguntó.
Revoleteó una mariposa, roja y oro sobre las blancas páginas del libro. La muchacha levantó la vista, vio sus maravillosos colores y lanzó una breve exclamación de sorpresa.
La mariposa describió unos círculos y se posó sobre su libro, permaneció allí estremeciéndose, mientras sus bellas alas coloreadas vibraban ligeramente.
Con cara extática se inclinó hacia adelante y contempló fijamente la mariposa. Trató de tocarla con el dedo, para sentir la textura de sus alas.
La mariposa perdió el equilibrio, cayó de costado y permaneció extendida, agitando una ala desamparadamente.
Alarmada, y temiendo que una criatura tan hermosa pudiese sufrir daño, la levantó cuidadosamente entre el índice y el pulgar, la dejó caer entre sus dedos, y observó con alivio cómo tomaba el vuelo, aleteaba vigorosamente, describía un círculo dos veces y se alejaba veloz hasta perderse rápidamente de vista.
Solamente Harold Newman la observaba.
Si hubiese habido alguien más presente, hubiese creído que la muchacha estaba completamente loca.
Porque la única mariposa que había existido era la mariposa mental que Newman había puesto en su mente.