Cuando Harold Newman salió de la Estación de Agrupación Social sentía interiormente una placentera sensación de excitación. Había pasado en la Estación de Agrupación más tiempo de lo que había supuesto. No por el tiempo que necesitó para pasar los ensayos, sino por los formulismos a que tuvo que someterse más tarde; la reinspección de su ficha, su firma en los documentos Estatales y finalmente la preparación de su nuevo certificado de clasificación.
La mariposa de excitación que sentía en su estómago no tenía nada que ver con la facilidad con que había pasado las pruebas y llenado de estupor a los funcionarios. Su excitación era debida a la idea de encontrarse con Sally, a quien no había visto desde hacía tres días.
Nunca había llegado tarde a una cita con ella, y su placentera excitación estaba amortiguada por el temor de que llegase demasiado tarde y de que quizá no le hubiese esperado.
Llamó a un taxi, y permaneció incómodamente sentado en el asiento, impacientándose a cada demora debida a la circulación.
El taxi ronroneaba serena y silenciosamente, su motor de turbina marchaba sin ruido y avanzaba sin parecer apenas que tocaba al suelo.
Miró al pasar la esfera de un reloj y se sintió preocupado al darse cuenta de que llevaba ya seis minutos de retraso.
Me esperará, se prometió a sí mismo. Seguro que me esperará. Nunca he llegado tarde antes.
Y entonces le asaltó un pensamiento alarmante que le hizo agitarse nerviosamente y contemplar fijamente el cogote del conductor, como si sus ojos pudieran acuciarle para que condujese más de prisa. Nunca había llegado tarde a una cita con ella. Ni una sola vez. De modo que al no encontrarle esperándola creería que habría ocurrido algo desusado, o que se había olvidado de la cita. De modo que no se habría esperado. Se habría ido y esperaría que él la buscase más tarde.
Esa idea le preocupaba y trató de sacársela de su imaginación.
Habría esperado, se tranquilizó. Se habría dado cuenta de que algo me había retrasado. Me habría esperado.
Trató de calmar su impaciente nerviosismo pensando en ella. Sí, no más pensar en ella le calmaba, y le hacía sentir más confianza en que le habría esperado. Y valía la pena de pensar en Sally. Era hermosa, realmente hermosa. Cuando ella le miraba había tal suavidad en sus ojos que la hacía diferente de todas las demás muchachas. Su cabello era largo y natural y caía por debajo de sus hombros; tenía un modo especial de erguirse, con su cabeza levantada de modo que el viento pudiese cogerle el cabello, y que al mismo tiempo dibujaba las finas y armoniosas líneas de su cuerpo.
Sally era la única muchacha que había conocido que significase algo para él. Ambos sentían que habían sido destinados el uno para el otro por selección natural. Se comprendían mutuamente y habían llegado a esa comprensión mutua desde el primer momento en que se conocieron. No más estar con ella era un dulce placer y una satisfacción.
Era una lástima que a pesar de que su Clasificación de Grupo era la misma que la de él —o lo había sido hasta hoy—, ella estaba en una Escuadra Sanitaria y trabajaba en un hospital, a horas indeterminadas. Eso significaba que a veces pasaba hasta una semana sin que sus tiempos libres coincidiesen.
Pero ahora ya no estaban en el mismo Grupo. Rechazó ese pensamiento. ¿Qué importaba? Era natural que una mujer no tuviese una Clasificación tan elevada como su esposo natural. Lo contrario era lo intolerable, cuando el hombre era degradado a un Grupo inferior al de su esposa.
Al acercarse el taxi a su punto de reunión, se inclinó ansiosamente hacia adelante. Bajó el cristal de la ventanilla, miró angustiosamente, y su corazón casi saltó de alivio cuando la vio que esperaba en la esquina de la calle, de pie en su seductora actitud, con la cara levantada, el cabello ondulando en la ligera brisa y golpeando impacientemente el suelo con su lindo pie.
Saltó del taxi y puso el dinero en la mano del conductor casi antes de que se hubiese detenido el taxi. Se adelantó hacia ella rápidamente, con ojos de admiración, pronto a excusarse fervorosamente por su tardanza.
Ella le vio, se quedó muy quieta y le miró enojada mientras se acercaba.
Y entonces Harold Newman casi se tambaleó ante el impacto.
No era hermosa. Era como cualquier otra muchacha. Los críticos ojos de Harold vieron de un golpe todos los defectos de ella; la piel, obstruida de un modo malsano con crema química, los mortecinos ojos azules faltos de brillo, de animación y de viveza, y un cabello lacio que pendía tristemente a pesar del continuo cepillado y peinado.
Dijo ella con irritación y acusadoramente:
—Llegas tarde —y él vaciló al oír aquella voz que había perdido su calidad musical y argentina, y se había hecho áspera, dura y destemplada.
—Lo siento —se excusó confusamente—. Fui retenido y…
—¿Qué va a ser? —dijo secamenteOgden—. ¿Pasear por el parque o el cine?
—Me gustaría pasear —dijo—. Me gustaría tomar algo de aire fresco.
En realidad quería tiempo para reflexionar.
Ella se mordió el labio, se volvió y comenzó a caminar rápidamente mientras él se mantenía a su nivel.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó ásperamente—. ¿Has sacado la lotería o qué?
Nuevamente vaciló bajo su voz, y se preguntó cómo se podía haber comprometido con aquella criatura que apenas conocía, que era prácticamente un extraño para él.
Y entonces la explicación apareció bien clara. No era la muchacha la que había cambiado; era él quien había cambiado. Había estado pensando en ella y recordándola con la devoción, el entusiasmo y los valores del Harold Newman de ayer.
Pero era el nuevo Harold Newman que ahora veía a Sally. Y el nuevo Harold Newman poseía percepciones sensoriales que eran agudas y cortantes como una navaja.
—He visitado la Estación de Agrupación Social —le dijo, sabiendo que tenía que decir algo, y preguntándose por qué ya no le interesaba explicárselo. En el taxi había planeado excitadamente cómo se lo diría, jactándose como un orgulloso escolar, esperando que sus ojos azules se iluminasen de admiración y oír el asombro de su suave y dulce voz.
Ahora sabía que aquellos ojos no podían nunca iluminarse, que aquella voz no podía nunca ser la música que ansiaba oír.
Se volvió a medias hacia él y disminuyó su marcha. Sus ojos se abrieron anchos de alarma y consternación.
—No te habrán degradado a un grupo inferior, ¿verdad? —murmuró—. ¡No me lo digas! No me digas que has sido reagrupado.
Dijo él, escogiendo cuidadosamente sus palabras:
—Sufrí nuevamente el ensayo de mi grupo. Pasé el grupo quinto.
Ella lanzó un suspiro de alivio.
—No me asustes de esta manera, Harold —reprendió—. Sería terrible. Sencillamente, no podría soportarlo, si fueses degradado. Después de tanto tiempo; cuatro años, y nuestro matrimonio a sólo dos meses.
—No tienes nada de qué preocuparte —dijo cuidadosamente—. No he sido degradado.
—Magnífico entonces —dijo con alivio, y tomándole del brazo se puso a su paso.
Se preguntaba qué haría con ella. Todo hombre necesita una esposa, naturalmente. Pero se daba cuenta instintivamente de que aquella no era esposa adecuada para él. Incluso sólo pasearse juntos era un engorro y un esfuerzo. La muchacha le irritaba. No tenía nada que decir que le pudiese interesar, y él tampoco tenía nada de qué hablar que ella pudiese comprender.
—Creía que podríamos haber ido al cine esta noche —dijo ella, despreocupadamente.
—Necesito ejercicio —dijo él. La idea de un cine le repugnaba. Un esfuerzo aburrido, tan deprimente como la compañía de la chica.
—Como quieras —dijo esta secamente, y retiró el brazo, poniéndose a caminar con expresión de enfado y enfurruñamiento.
Cada vez que nos encontramos ocurre lo mismo, pensaba. Nunca quiere ir al cine. Siempre quiere pasear. Está loco por pasear. Quizá es el dinero. Quizá es mezquino y no quiere gastar. Pero pronto veremos quién es el que maneja el dinero. Dentro de dos meses. Todo lo que tengo que hacer es aguantarme dos meses más, y entonces habrá un cambio. Tantas cosas que modificar. Su costumbre de pasear, por ejemplo. Después de casarnos ya no iré nunca de paseo. Sólo ver un parque me enfurece. Pasear dando vueltas y más vueltas, con los pies que siempre me duelen, de modo que es un alivio ir a un bar y tomar algo. Y ¡cómo me duelen los pies! Pero no puedo estar quejándome de los pies cada vez que salimos de paseo.
—¿Te gustaría ir a un bar y tomar algo? —dijo Harold. Podemos sentarnos un rato.
La chica le lanzó una mirada desconfiada.
—Lo que quieras —dijo con despego, no queriéndole hacer sentir que había hecho algo que a ella le gustaba.
—Hay un bar aquí cerca —dijo él.
Beberé algo flojo. Algo que quite la sed y que no sea alcohólico. Una de aquellas bebidas bonitas, de color verde —¿cómo se llaman?—, no puedo recordarlo…
—Vidoline —dijo él.
—Tienes razón —dijo ella—. Vidoline. No podía recordarlo.
Se imaginaba sentada sobre un alto taburete junto al mostrador, sacando furtivamente los pies de los zapatos que le apretaban, sin que nadie se diese cuenta.
«Eso es lo que todas las mujeres se figuran —dijo él—. Pero se equivocan siempre. Cuando una mujer se quita los zapatos, apenas si hay un solo hombre en derredor suyo que deje de notarlo. Es como si se desnudase».
—» ¿En qué piensa ahora? —se preguntó ella—. ¿Por qué tiene que decir que es simbólico, como una mujer que se desnuda? Es que…».
—No sugiero nada —dijo él bruscamente.
La chica se paró de repente, dio media vuelta enfrentándose con él, le agarró fuertemente del brazo y le atrajo hacia sí, sin aliento.
—¿No te das cuenta de lo que estás haciendo, Harold Newman? Estás leyendo mi mente. ¡Estás leyendo mi mente!
Se volvió hacia ella con una expresión de sorpresa.
—¡Leyendo tu mente! —repitió asombrado.
Podía haber sido una coincidencia o quizá había hablado en voz alta. Pensar era realmente lo mismo que hablar con sí mismo. Y él era en tantas cosas un necio…
Harold se enrojeció enojado.
—¿Por qué crees que soy un necio? —preguntó.
Ella se quedó mirándole con aprensión.
—Lo estás haciendo de nuevo —murmuró—. Estás leyendo mi mente.
—¿De veras? —Su voz era perpleja y expresaba curiosidad, como si la chica le estuviese sugiriendo una interesante teoría.
—No hice sino pensar —explicó ella—, pero tú me contestaste en palabras, en voz alta.
Se hallaban de pie en el centro de la acera, y los que pasaban les miraban sorprendidos. Dijo:
—Espera un momento —y la miró fijamente.
Era la sensación más extraña. Como si dentro de ella hubiese una sombra, un Censor, que filtraba sus pensamientos, los clasificaba y descartaba. Se sintió repentinamente humillada, como si le hubiesen desnudado frente a los ojos de una burlona muchedumbre, y le gritó asustada:
—Párate; deja de mirar en mi mente.
Una pareja que pasaba la miró sorprendida, y luego se miraron entre sí maliciosamente. Oyó cómo se reían al pasar.
Él dijo en voz baja:
—¿Cuántos años tienes, Sally?
—Deberías saberlo —respondió amargamente—. Nos casaremos dentro de dos meses. Eso significa que me faltan dos meses para la edad del matrimonio.
Había tristeza en los ojos de Harold y tristeza en su voz.
—¿Y eso es todo, Sally? —preguntó—. En todos esos años, ¿eso es todo?
La chica le miró sin comprender.
—¿Es todo qué?
—No importa —dijo él.
«Le pasa algo raro esta noche» —pensó—. Un pánico loco se apoderó de ella. Ocurría a veces. Quizá sufría un colapso cerebral.
—No, Sally —dijo tranquilamente—. No estoy loco. No es más sino que…
«Entonces debo ser yo quien está loca —pensó—. Quizá esto no está ocurriendo. No puede estar sucediendo. La gente no anda por el mundo leyendo los pensamientos de los demás. Y Harold menos que nadie. Está bien como marido, pero como pensador no es gran cosa. Y ciertamente no podría…».
—Pero sí que puedo, Sally —dijo quedamente—. Puedo leer tu mente. Estoy haciéndolo ahora. ¿No te das cuenta?
Aquella sombra vaga estaba otra vez dentro de su cabeza, manipulando sus pensamientos. Instintivamente se apartó de él.
—¿Qué me estás haciendo? —dijo como ahogándose, empavorecida—. ¿Qué me estás haciendo?
Y entonces, de repente, tres o cuatro hombres se reunieron en derredor suyo, apartándola hacia un lado, para poder enfrentarse con él.
—Oiga, usted es Newman, ¿no es verdad?
Harold Newman se apartó de ellos retrocediendo y lanzó una ansiosa mirada a ambos lados de la calle.
—Seguro, este es nuestro tipo —dijo el segundo hombre—. Vi su fotografía en la Estación de Agrupación. —Sacó un libro de notas de su bolsillo y aprontó una estilográfica—. ¿Qué tiene usted que decir de las pruebas, hermano? Esta es la noticia bomba de los últimos meses. Los tipos de la Estación de Agrupación andan como locos, sin saber lo que les pasa. ¿Qué nos cuenta, eh? ¿Cómo se las arregló para cambiarlos?
Newman dijo tranquilamente:
—No sé de qué me hablan. Sin duda me toman por otro.
—De ningún modo —dijo un tercero, tratando de enfrentarse con Newman—. Un individuo del grupo cinco que se traga todas las pruebas hasta la más alta en una tarde, no es fácil de confundir.
Usted es Newman y la gente quiere saber cosas de usted.
Los ojos de Newman percibían más que los de los demás, y vieron el taxi antes que ellos. Y sus reacciones eran también más rápidas, mucho más rápidas. Había ya dado la vuelta alrededor de los demás, y se estaba desplazando por la acera, mientras ellos estaban aún contemplando el lugar donde se encontraba una fracción de segundo antes. El taxi pasaba por delante rápidamente y, sin embargo, fue casi sin esfuerzo que consiguió mantener la misma velocidad que aquel, corriendo paralelamente mientras abría la portezuela.
Los reporteros se dispersaron por la acera, tratando de encontrar otro taxi, furiosos consigo mismo y con Newman.
—¿Viste cómo se movía? —dijo uno que se ahogaba—. Era increíble; parecía un relámpago.
—No le vi moverse hasta que ya estaba subiendo al taxi —dijo otro—. Debe tener reflejos tensados.
—Esto nos plantea un problema —gruñó un tercero—. ¿Dónde vamos a encontrarle ahora?
Sally se metió entre ellos. Sus ojos azules les contemplaron sin malicia.
—¿Es Harold Newman quien les interesa? —dijo inocentemente.
Los demás la contemplaron con súbito interés.
—¿Le conoce usted?
—Supongo —dijo jocosamente. Bajó sus ojos modestamente—. Nos casaremos dentro de dos meses.
Se percibió una profunda aspiración de todos los reunidos, quienes a un tiempo la rodearon, y se la llevaron consigo.
—¿Adónde vamos? —preguntó desalentada.
—Adonde podamos hablar, hermana —le dijeron—. Y, señora mía, por cierto que tenemos mucho qué hablar.