El empleado de las PRUEBAS DE GRUPO frunció el entrecejo al ver la tarjeta que había descendido por el tobogán, cayendo en su bandeja de «entradas».
Leyó con desagrado la información inscrita sobre la tarjeta. «Harold Newman. Pagador de Banco. Su superior informa que está probablemente por debajo de su grupo. Recomendado para degradación».
Las pruebas de degradación eran molestas y pesadas, pues perturbaban la rutina de su trabajo. Suspiró enojado. El resultado era casi siempre el mismo. Los recomendados para una prueba de degradación resultaban casi siempre haberse retardado, al embotarse con el tiempo, perdiendo su máxima habilidad.
Dio un golpe de pulgar al interruptor de su televisor, y se halló contemplando la cámara de ensayo, muchos pisos más abajo, en la planta baja.
Ver a Harold Newman fue una sorpresa. Newman era joven, y no era frecuente que los jóvenes compareciesen para ensayos de degradación. Quienes acostumbraban a sufrirlos eran hombres más viejos que, debido a su edad, estaban perdiendo la agudeza de sus facultades.
Para asegurarse, dijo por el televisor:
—¿Es usted Harold Newman? —y se sorprendió al observar la fría confianza de la actitud de Newman y la clara viveza de sus ojos, cuando dio la vuelta para enfrentarse con la pantalla del televisor.
—Así es —dijo despreocupadamente—. Soy Harold Newman.
—Recomendado para un ensayo de degradación por Hector Gloss —dijo el empleado, mirando la tarjeta para asegurarse de que se había hecho cargo del asunto.
—Exactamente —dijo Newman.
El empleado suspiró.
—Probablemente recordará usted el método de ensayo —dijo monótonamente—. Usted estuvo aquí por última vez… —y miró nuevamente la ficha—… hace cinco años. Comience por la mesa A y vaya siguiendo hasta la mesa L. ¿Está todo claro o desea hacer alguna pregunta?
—Todo está perfectamente claro.
—Bien —dijo el empleado con satisfacción—. Ya conoce usted las condiciones. Tiene exactamente una hora. Si termina usted antes de la hora, oprima el botón sobre la mesa L.
El empleado cerró bruscamente su televisor y dirigió su atención al resto de su más importante trabajo, aliviado porque Newman ya no le molestaría por lo menos hasta al cabo de una hora.
En el cuarto de ensayo de más abajo, Newman se dirigió a la mesa A, contempló el conjunto de figuras formadas por recortes coloreados y sonrió condescendientemente.
En los últimos años la práctica de seleccionar por medio de pruebas de inteligencia se había convertido en una costumbre aceptada.
Especialistas médicos y psicológicos habían dedicado todo su ingenio a la confección de pruebas de agrupación que habían demostrado en la práctica su excepcional utilidad. Servían para segregar y clasificar eficientemente a todos, de modo que quedaban automáticamente asignados al tipo de trabajo para el cual presentaban la mayor aptitud.
Lo más hermoso de tales pruebas era que los conocimientos y la sabiduría no eran condiciones necesarias. No era preciso que ningún sujeto supiese leer, escribir o tuviese conocimientos de filosofía, ciencia, ninguna otra rama del saber. Los ensayos habían sido ideados para determinar la inteligencia natural básica de la gente, aparte de cualquier conocimiento adquirido que pudieran poseer y que no hubiese sido heredado naturalmente.
Harold Newman ya se había enfrentado antes con esas pruebas. Durante los primeros años después de salir de la escuela había realizado las pruebas anualmente. Como es natural, todo el mundo tenía la esperanza de que después de terminados sus estudios, su grado sería elevado. Incluso ahora recordaba su amarga decepción cuando se enteró de que su graduación indicaba que era adecuado para empleos de poca importancia.
Cinco años después de su clasificación ejercitó su derecho de presentarse para el ensayo final de agrupación. Entonces se disiparon finalmente sus esperanzas. No terminó el ensayo peor, pero tampoco mejor. Los ensayos rara vez fallaban, y había sido clasificado en el Grupo Cinco muchas veces. Sabía que sería su clasificación para toda su vida.
Ahora, mientras contemplaba la Mesa A, recordaba divertido sus temores y sus esperanzas durante su último ensayo. Se había sentido ansioso y aprensivo, decidido, pero al mismo tiempo temeroso. Había resuelto el primer problema con vigoroso entusiasmo, pero solamente había llegado a la mesa H cuando se terminó su hora, y se encontraba agotado y sudoroso, tratando de concentrarse, mientras el dolor de cabeza anublaba sus pensamientos.
Ahora todo aquello parecía tan lejano, y había sido un Harold Newman verdaderamente diferente quien había sufrido la prueba.
Newman contempló un momento la primera mesa. El problema había variado en sus detalles, pero el ensayo fundamental del problema era el mismo. Apenas si era necesario lanzar más de una ojeada a los dibujos irregulares de recortes multicolores para darse cuenta de qué era lo que estaba mal. Alargó la mano, reajustó cinco de los recortes de modo que el dibujo quedó estéticamente reformado, y pasó a la mesa B.
La mesa B era el mismo tipo de problema, pero enunciado con pequeñas piezas de alambre metálico que presentaban un aspecto visual distinto. Varió la posición de tres de las piezas de alambre antes de pasar a la mesa C.
La mesa C estaba cubierta por una hoja de plástico rojo y blanco. Newman supo de una sencilla ojeada que había mil quinientos de aquellos cuadrados rojos y blancos. En el interior de cada uno de los cuadrados había un número recortado movible. Números que en apariencia no tenían relación entre sí debían formar un esquema. Con sólo mirarlos, Newman supo cuáles cinco de aquellos números estaban incorrectamente colocados, y los ajustó antes de pasar a la mesa D.
«Todo aquello era tan infantil», pensó mientras resolvía un problema de triángulos y cuadrados, y pasaba a la mesa E. Que eso fuese un ensayo era una triste consideración sobre la habilidad mental de muchos. Porque su categoría, la de los escribientes, era la del cuarenta por ciento superior, lo cual significaba que el sesenta por ciento de la población no podía pasar ni siquiera una prueba tan infantil como aquella.
Resolvió la mesa F al paso, se detuvo sólo dos segundos ante la mesa K.
El empleado de los Ensayos de Agrupación puso sus iniciales al pie del documento que estaba leyendo, miró hacia arriba con irritación, cuando el zumbador iluminó una luz coloreada en el tablero de su escritorio.
Molesto, frunció el entrecejo. Aquel individuo que estaba en el cuarto de Ensayo había oprimido el botón final. Miró al reloj, y mostró su disgusto con más irritación aún. Solamente cinco minutos. Algo ha debido marchar mal. Quizá aquel tipo estaba enfermo, o le pasaba algo.
Accionó el interruptor del televisor, y se encontró contemplando los ojos grises y claros de Harold Newman.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿No se encuentra usted bien?
Newman dijo con voz queda:
—Obedezco las instrucciones. Me dijeron que oprimiese el botón cuando hubiese terminado.
—Es cierto —gruñó el empleado—. Primeramente tiene usted que terminarlo. Cuando haya acabado puede apretar el botón.
—He terminado —dijo Newman suavemente.
El empleado puso mala cara. Aquel individuo le estaba haciendo perder el tiempo. La única solución era sacárselo de encima. Habría que ensayarlo a un grado inferior y ver qué resultados lograba allí.
Sabiendo que no era sino perder el tiempo, oprimió el botón del ensayo y observó el resultado en la pantalla sobre la pared a la izquierda de su escritorio. Al iluminarse la pantalla, que indicaba diez respuestas correctas, la contempló incrédulamente, sabiendo perfectamente que no podía ser posible, sabiendo por años de experiencia que un hombre a quien se recomendaba para ser degradado, no lograba nunca igualar su resultado anterior, ni mucho menos terminar el ensayo de su propio grupo en cinco minutos. El récord eran cuarenta y dos minutos y medio.
De repente se dio cuenta de que el televisor estaba aún encendido, y cuando dirigió sus asombrados ojos hacia Harold Newman observó en los de este un vestigio de divertida ironía.
—¿Cómo lo hizo? —dijo, asombrado el empleado—. Cómo sabía usted las soluciones?
—Las resolví yo mismo —contestó Newman tranquilamente, mientras la viveza de sus ojos afectaba al empleado de forma tan extraña que se dio cuenta de que aquel hombre era diferente, de que realmente poseía habilidad y de que podía haber pasado con éxito la prueba.
Teóricamente el empleado debía estar desprovisto de emociones. Una cosa esencial en su empleo era que no debía mostrar interés ni emoción ante los resultados obtenidos por los que pasaban las pruebas. Trató de dominarse y dijo con una voz que confiaba carecía de entonación:
—Ha pasado el ensayo satisfactoriamente. Le daré un certificado que demostrará que su degradación no está justificada. Si se espera cinco minutos le prepararemos el certificado necesario.
—No es eso lo que deseo —dijo Newman con calma. Y nuevamente sus perspicaces ojos mostraron algo de ironía, como si estuviese jugando con niños, y le divirtiesen mucho sus travesuras.
El empleado tragó saliva.
—¿Qué más quiere?
—Hay un reglamento de reagrupación, ¿no es verdad? —dijo Newman suavemente—. Todos los que son recomendados para ser degradados sufren el ensayo y son reagrupados según los ensayos.
—Es cierto —dijo el empleado—. ¿Qué diablos querrá este hombre? —se preguntó.
—Acabo de pasar el ensayo número cinco —dijo Newman con calma—. Ahora quiero pasar el número seis.
El empleado estaba ahora realmente enojado. Aquel hombre estaba deliberadamente perdiendo el tiempo. Todos los que sufrían la prueba de degradación fracasaban o pasaban muy justo por su grupo. Nunca nadie pasaba ni siquiera intentaba pasar los ensayos superiores. Si no alcanzaban un grupo superior durante sus primeros ensayos, ciertamente nunca esperaban alcanzarlos cuando se les recomendaba para degradación.
—Lo siento —dijo bruscamente—. Estamos muy ocupados. No tenemos tiempo que perder, y ya hemos estado perdiéndolo. No había necesidad de que fuese usted recomendado para ser degradado y…
Newman le interrumpió con calma pero firmemente:
—He pasado el quinto ensayo, ¿no es cierto?
El empleado se atascó.
—Sí —admitió salvajemente.
—Entonces ¿tengo derecho a pasar el ensayo número seis? —insistió con firmeza Newman.
El empleado respiró profundamente. Sabía que había perdido la partida.
—Sí —dijo a través de los dientes—. Tiene derecho a sufrir la prueba número seis. Pero es una pérdida de tiempo. Debería tener suficiente sentido común para no solicitar un ensayo superior.
—¿Tengo derecho a solicitar el ensayo número seis? —insistió Newman firmemente.
—Supongo que sí —masculló el empleado con irritación—. Supongo que sí. Espere a que alguien le acompañe a otra cámara de ensayo.
Cinco minutos más tarde contemplaba a Newman por el televisor. Era un cuarto diferente donde había otras diez mesas, otros diez problemas que Newman tenía que resolver.
—Las condiciones son las mismas de antes —gruñó el empleado—. Tiene usted una hora para resolverlas. Oprima el botón cuando haya terminado.
Cerró el televisor; estaba enojado consigo mismo y trataba de raciocinar, de comprender por qué estaba enojado.
Y lo comprendió inmediatamente. Él mismo era del Grupo Seis, habiéndolo conseguido por un pelo. Y lo que en el fondo le endurecía era el impudor de un hombre de quinta categoría que quería tratar de pasar el ensayo para la sexta.
Sin embargo, era algo poco corriente, se dijo. Newman no parecía en absoluto pertenecer a la categoría cinco; tenía aspecto de categoría seis o incluso siete. Después de trabajar durante tantos años en los ensayos, había llegado a juzgar a la gente por su aspecto facial, a adivinar a qué grado probablemente pertenecían. Sí, después de bien pensado, Newman parecía por lo menos de categoría seis o siete. Y solamente había tardado cinco minutos en resolver el quinto ensayo. Eso, naturalmente, había sido por pura casualidad. El récord para el quinto ensayo eran cuarenta y dos minutos y medio. Aquel hombre había probablemente recibido una educación avanzada, o cuando había previamente sufrido aquella prueba, había conseguido conservar en su mente los principios, incluso a pesar de que las condiciones y circunstancias del ensayo habían sido modificadas.
Quizá se trataba de algo de lo que debía dar parte. Pasar el ensayo para la categoría quinta en cinco minutos era algo desacostumbrado.
¡Verdaderamente desacostumbrado!
Pensó nuevamente en Newman. Había muchas cosas poco corrientes en Newman. Podía ser que se había cometido un error en su anterior agrupación. Tales errores habían ocurrido. Había sucedido antes otra vez, hacía diez años. Se había clasificado un categoría tres como categoría dos.
Se había armado un escándalo cuando se descubrió. Pero aquello fue un caso de grado inferior, que no era realmente importante porque la diferencia entre la categoría dos y la tres no era muy grande.
¡Pero confundir un categoría seis o siete con un categoría cinco! Eso podría tener consecuencias. Quizá representase una investigación departamental. Podía significar que un útil ciudadano había pasado muchos años en una clasificación inferior cuando sus aptitudes podían haber sido utilizadas en beneficio de la sociedad en una categoría muy superior.
El empleado comenzó a sudar al pensar en lo que aquello podría representar.
Harold Newman podía ser realmente importante. Un hombre importante que podía ser de interés para los superiores del empleado. Un aleteo de alarma vibró en su interior cuando pensó en lo cerca que había estado de dejar escapar a Newman entre sus dedos, y en que había estado a punto de certificar a Newman en su presente grupo.
Excitado ya, tomó un memorándum interdepartamental y comenzó a escribir furiosamente.
Escribió en la cabeza del papel: «Asunto Harold Newman. Clasificación S5721/38976. Escribió un momento lenta y cuidadosamente y se detuvo pensativo.
Sonó un zumbador sobre su escritorio. No hizo caso.
El zumbador sonó de nuevo, urgente e imperativamente.
Levantó la vista con irritación, vio la oscilante luz azul y quedó boquiabierto. Esta vez no conectó el televisor. Primeramente encendió la pantalla de resultados, la contempló con las manos recubiertas de sudor y una sensación de cosquilleo en los cabellos de su cogote.
Solamente seis minutos. ¡Solamente seis minutos!
No podía ser. El ensayo número seis terminado correctamente en seis minutos. Nunca había nadie completado aquel ensayo tan rápidamente, ni siquiera los especialistas, los técnicos o los de máximo grado, que llegaban hasta el grado undécimo.
Conectó el televisor y se encontró contemplando los ojos grises y claros de Newman, y nuevamente vio aquel indicio de burlona sonrisa.
—¿Qué hace usted? —dijo con asombro—. ¿Quién le ha estado enseñando…?
—Nadie me ha estado enseñando nada —dijo Newman con calma—. Y ahora deseo probar el ensayo número siete.