CAPÍTULO VII

En el centro de la habitación se encontraba una joven sentada en una cómoda silla, en una postura tensa y rígida, como si el examen de los numerosos ojos que la observaban le resultase dolorosamente penetrante.

Era una mujer hermosa e inteligente, de ojos vivos y separados, y de frente alta y despejada. Llevaba un vestido convencional, una sencilla y corta túnica sujetada sobre el hombro, y lucía alrededor de su tobillo derecho la cadenilla de oro que denotaba su condición de soltera.

—Usted es Marilyn Rose Jetner —preguntó uno de los jueces con voz suave y casi desinteresada. Pero aunque su voz era suave, tenía un aire sutil de autoridad que hizo estremecer a la muchacha.

—Es cierto —dijo—, y sus palabras al flotar a través del aire eran capturadas eléctricamente y registradas al instante en otra habitación, pasando acto seguido a ser impresas.

El Juez dijo lentamente:

—Usted entiende que aparece ante un Comité de Investigación que debe juzgarla. ¿Lo comprende?

La muchacha asintió descuidadamente, mientras sus grandes ojos reflejaban su vergüenza y su aprensión.

—Todas las preguntas y respuestas se llevarán a cabo verbalmente, y quedarán por completo registradas. ¿Entiende usted eso?

Ella asintió de nuevo.

—Sí —murmuró en voz baja.

El juez movió la cabeza con satisfacción y se recostó cómodamente en su butaca. Y mirando hacia el abovedado techo dijo:

—¿Es usted una Ayudante en el Laboratorio de Investigación de la Máquina de Tiempo?

—Sí —murmuró.

—¿Está usted empleada en el departamento vitalmente relacionado con el viaje por el Tiempo?

—Sí.

—Tiene usted un elevado I. Q., y se ha calificado para el quinto grado de estudio en la teoría de la física. Durante mucho tiempo ha estado usted ocupada en los escasos experimentos efectuados con la máquina de Tiempo.

—Efectivamente —murmuró.

—No puede por lo tanto mantenerse que ignora los peligros que pueden seguir a una interrupción en la causación normal del pasado.

Levantó un poco su cabeza y enderezó valerosamente los hombros.

—No —concedió—, no es posible.

—Quiere por lo tanto explicar por qué dio usted a Banister una oportunidad para que operase la Máquina de Tiempo.

Contempló al Juez durante largo rato. Los ojos azules de este se clavaron despiadadamente en los de ella. Un rojo rubor coloreó sus mejillas y, bajando los ojos, dijo con voz avergonzada:

—Supongo que es porque soy una mujer.

—¿Quiere usted aclararlo?

Aspiró profundo, juntó apretadamente sus dedos y murmuró:

—Dentro de dos meses Bannister y yo tenemos que casarnos. Hemos pasado los ensayos característicos y los resultados demuestran que concuerdan. Ambos somos, G —7.

Hizo una pausa, levantó esperanzadamente la vista, miró en derredor, como tratando de encontrar simpatía, y luego, al no hablar nadie, volvió a bajar la vista, mirando sus nerviosos dedos:

—Hemos pasado mucho tiempo haciendo proyectos de matrimonio; además trabajamos juntos en el laboratorio de investigación. Eso nos proporciona una mayor oportunidad para relacionarnos de la que disfruta la mayoría de los demás.

—Es posible —dijo secamente el Juez.

Se ruborizó aún más y prosiguió apresuradamente:

—La máquina de Tiempo constituía para él una obsesión. Siempre estaba pensando en ella y haciéndome preguntas. Cuando estábamos juntos era de la máquina de Tiempo de lo que me hablaba siempre, hasta que un día, hace unas semanas, me preguntó si podía ver la máquina. Eso fue todo lo que me pidió; ver la máquina.

—Naturalmente, él sabía que usted era uno de los ayudantes delegados para sellar la cámara de la máquina del Tiempo —interpuso el Juez.

Se mordió el labio.

—Se lo dije —admitió, y percibió el enojo contenido de sus Jueces ante el hecho de que había traicionado la seguridad oficial. Solamente uno de los más depravados miembros de la sociedad podía cometer tal crimen.

—Tienen ustedes que comprender —añadió rápidamente, sin aliento—. No es como ustedes creen. Era tan infantil, tan entusiasta, reía siempre ansiando aprender algo nuevo.

Pero incluso mientras hablaba sentía que era un caso desesperado. ¿Cómo podía una simple mujer esperar convencer a unos hombres inteligentes y calculadores de lo que representaba verle sonreír a ella, ver aquellas bailarinas chispas doradas en sus ojos, y escuchar la vibración de su voz cuando la alababa, diciéndole: No le pediría a nadie sino a ti que lo hiciese por mí.

—Y así fue que accedió usted a dejarle ver la máquina de Tiempo, —dijo el Juez, y su voz, aunque todavía era suave, permitió que las palabras se desgranasen lentamente, de una en una, como guijarros.

—Sabía que era contra el reglamento —admitió honestamente—. Escogí un momento cuando no había nadie más cerca del laboratorio. Y tuve buen cuidado de prevenirle. Le dije una y otra vez que por ningún concepto tenía que tocar ninguno de los mandos.

—¿Y permitió usted que llegase hasta la máquina y se subiese en ella? —preguntó el Juez. Quería estar bien seguro de su culpabilidad, oírsela admitir.

Ella hubiese querido gritar: ¡No! Habría deseado negarlo todo. Pero sabía lo inútil que hubiese sido, sabía que hubiesen sabido que mentía, de la misma manera que ahora sabían que deseaba mentir.

—Sí —admitió con voz débil y desolada.

—¿Y entonces…? —la animó el Juez.

Levantó la vista, se enfrentó con él categóricamente, con la cabeza echada hacia atrás y valor en sus ojos.

—Fue un accidente —dijo—. No lo hubiese hecho deliberadamente. Fue un accidente. Era siempre curioso como un niño; sencillamente, no sabía contenerse. E inmediatamente después de tocar el botón… ¡desapareció!

Se ahogó su voz y estuvo a punto de romper a llorar.

Otro juez se incorporó hacia adelante, y la tanteó con penetrantes ojos.

—¿Bannister llevaba un paquete? —preguntó—. ¿Un paquete sellado en plástico?

Le miró fijamente y asintió silenciosa con lágrimas en sus ojos.

—¿Y entonces qué ocurrió? —preguntó el primer Juez.

—Ya saben lo demás —exclamó ahogándose—. Me di cuenta de que había tocado accidentalmente un botón y de que era transportado hacia el pasado. Hice sonar la alarma e informé de inmediato al jefe de mi departamento.

—¿Hay algo más que desee usted añadir? —dijo fríamente el Juez—. ¿Algo más que desee decirnos?

Inclinó su cabeza.

—No —murmuró—. Nada más.

Y levantó rápidamente la cabeza. Leíase una ansiosa súplica en su cara.

—Pero tienen que hacerle volver —rogó—. De un modo u otro, tienen que hacerle volver. No importa lo que pueda ocurrirme a mí, pero a él tienen que encontrarle. No le pueden dejar morir allá en el pasado, solo y sin amigos.

El Juez dijo secamente:

—La desaparición de Bannister en el pasado es ya objeto de consideración. De lo que se trata en este momento es de la parte de usted en su desaparición. Ya no hay duda de su culpabilidad, y lo único que falta es encontrar el castigo adecuado.

La chica permaneció sentada, con la cabeza inclinada, esperando el veredicto.

El Juez resumió tristemente, con consideración, pero con pena.

—Para una ofensa contra la seguridad del mundo no puede haber castigo adecuado. Hace muchos, muchísimos años, para una ofensa como la que usted ha cometido se hubiese aplicado la pena de muerte. En estos tiempos cultos no puede ni pensarse en tan bárbaros castigos; a decir verdad no es casi nunca necesario castigar un crimen de tal naturaleza.

Respiró muy hondo, y prosiguió, escogiendo muy cuidadosamente sus palabras.

»Los castigos que aún existen son necesariamente de naturaleza psicológica. No es ya táctica de la humanidad causar dolor ni adoptar tales métodos de represión primitiva y bestial, y por tal razón los castigos que quedan son extraños y desgraciadamente permanentes.

Hizo otra pausa, aspiró profundamente de nuevo y dijo claramente:

—Míreme y escuche la sentencia que yo y los demás Jueces hemos decidido que debe serle aplicada.

Despacio y tímidamente levantó los ojos y le miró implorando.

—Su crimen fue que era una mujer —dijo—. Ha cometido aquel delito porque es una mujer y tiene las debilidades de una mujer. Es por lo tanto justo que el castigo corrija sus debilidades.

Ella le miró fijamente, y su labio temblaba mientras esperaba el veredicto.

—De aquí será usted conducida a Investigación Médica —le dijo—. No habrá dolor ni recibirá ninguna herida física. Pero desde este momento en adelante, aunque tendrá el cuerpo de una mujer carecerá de sus deseos. Sus debilidades quedarán eliminadas, y cuando reanude su trabajo será mentalmente más fuerte. Pero ya no le interesará Bannister ni ningún otro hombre, y no encontrará satisfacción ninguna en el matrimonio.

Un gran silencio siguió a las palabras fatídicas de la máxima sentencia que podía ser impuesta a una mujer.

La muchacha miró alocadamente en derredor, con ojos incrédulos, y luego su labio inferior comenzó a temblar violentamente mientras sollozaba.

De uno en uno los Jueces apartaron de ella la vista, siendo esta vez ellos quienes no pudieron soportar su mirada.