CAPÍTULO VI

Harold Newman se encontraba sentado en un rincón aislado de la biblioteca de consulta, esperando impacientemente que el auxiliar bibliotecario desenterrase los libros que había solicitado.

Hacía ahora tres horas que vivía con el secreto conocimiento de su nueva habilidad. Casi le parecía que empezaba a vivir por vez primera.

Su dolor de cabeza no había vuelto, y la sorda molestia que recordaba ahora haber sido siempre parte de sí mismo había desaparecido como por arte de magia.

La ausencia de dolor hacía que las cosas fuesen para él totalmente diferentes. Antes el dolor le había encenagado el cerebro, paralizado su mente y nublado sus pensamientos de tal modo que había sido mentalmente lento.

Era extraño cómo, después de haber desaparecido el dolor, podía comprender tanto más claramente qué carga había sido, en realidad, aquel dolor tan profundo.

Era como si durante aquellos años anteriores el pensamiento hubiese estado constantemente dilatándose en el interior de su mente, creciendo y tratando de expresarse, mientras el tejido cerebral lo sujetaba apretadamente en derredor, resistiendo al crecimiento, gimiendo y doliéndose con el esfuerzo de aquella resistencia durante todos aquellos años hasta el día de hoy, cuando, con una ruptura final y agónica, algo se había dividido en su cabeza, permitiendo que nuevos pensamientos rebosasen hacia una libertad esplendorosa, dilatándose exuberantemente, casi como si respirasen con inmenso alivio, al encontrarse libres por vez primera.

Cuando pensaba en los años durante los cuales el sordo dolor había ido aumentando constantemente, realmente imperceptible al principio, se dio cuenta de que el dolor se había hecho normal, casi parte integrante de sí mismo, y recordó al Harold Newman del pasado como un Harold Newman diferente.

Ahora había dos Harold Newman. El nuevo Harold Newman, libre de dolor, cuya mente era brillante y clara, y sin el opresivo dolor, que pensaba sobre el viejo Harold Newman con una simpatía no exenta de ligero desprecio.

El viejo Harold Newman había hecho tantas estupideces. Tantas cosas ignorantes, necias y ridículas, que ahora se sentía embarazado al recordar cuán estúpidas tales acciones debían haber parecido a los demás.

El bibliotecario apareció en su pupitre, resoplando con el esfuerzo de transportar tantos libros. Estaba clasificado en el mismo grupo que Newman y resentía que se solicitasen tantos libros. Dijo con una inflexión sarcástica en su voz:

—Falta una hora para cerrar. ¿Le bastarán estos o querrá algunos más?

Newman le lanzó una ojeada, vio unos ojos apagados que reflejaban más bien una emoción primitiva que el pensamiento puro, comprendió lo cerrada y limitada que era la mente de aquel hombre y sintió irritación, más bien que compasión, hacia él. Dijo rápidamente:

—Está bien. Deje aquí los libros. No necesitaré ninguno más esta noche —y mientras hablaba, el nuevo Harold Newman se vio obligado a extender una mano mental para contener al viejo Harold Newman y darle un golpecito en la espalda para que no se ruborizase y quedase embarazado y confuso.

Esa fue quizá la más extraña experiencia de aquel agitado día. Descubrir que era como dos personas unidas en una, la una cien veces más prudente y más sabia que la otra, tratando de educar a la otra para que permaneciese apartada y adquiriendo cada vez más una serena confianza. Harold Newman tomó el primer libro. Hacía solamente tres horas que había descubierto su portentosa capacidad para sumar largas columnas de cifras, aparentemente sin tomarse el trabajo de adicionarlas.

Parecía ser un curioso truco mental que había descubierto instantáneamente, y que parecía coincidir con aquel último rayo de agonía que le había dejado inconsciente. Newman deseaba saber la razón de aquel fenómeno, y del catálogo de la biblioteca de referencia había solicitado una larga lista de obras científicas que quizá le explicarían aquel fenómeno mental.

Había libros de medicina que trataban de la actividad física del cerebro. Los leyó, saltándose los largos y difusos párrafos no informativos y absorbiendo las líneas generales de la teoría médica. Encontró que los libros de medicina eran, en forma extraña, poco satisfactorios, y con resentimiento irracional se dedicó a los libros de psicología.

Le sorprendió que existiesen tantas escuelas diferentes de psicología. Mantenían puntos de vista diametralmente opuestos, y percibió que muchas de las teorías eran asombrosamente ridículas. Esos volúmenes eran aún más difusos que los de medicina, y repetían el mismo tema con diferentes palabras, como si los autores tratasen de rellenar todo lo posible. Una y otra vez se descubrió anticipándose al punto que el autor deseaba probar en un capítulo, y ojeando rápidamente las páginas podía confirmar que su suposición era correcta.

Ni los libros médicos ni los de psicología le dieron la explicación de su nuevo poder, ni a decir verdad aprendió en ellos nada importante. Pasó luego a los libros sobre lo oculto, clarividencia, telepatía e hipnotismo, los cuales le proporcionaron alguna información, le enseñaron mucho acerca de las opiniones de sus autores, pero no le dieron explicación tangible ninguna sobre su propia y extraña transformación mental.

Finalmente suspiró, y comenzó con el último grupo de libros, aquellos que trataban de las matemáticas. Ojeó el primer volumen, que era de matemáticas para principiantes y explicaba sencilla teoría matemática que aburría por su pedestre método. Volvió rápidamente las páginas, llegó al final del libro antes de haberse dado cuenta, suspiró, dejó el libro a un lado y cogió el volumen segundo, que comenzaba donde el otro había terminado.

Harold Newman se detuvo entonces pensativo, volvió a tomar el primer volumen y lo hojeó rápidamente.

Hacia la mitad del libro encontró el capítulo que trataba de logaritmos. Antes había pasado rápidamente aquel capítulo, dándose cuenta de él, pero continuando hasta el fin del libro con la sensación de que no había aprendido nada nuevo.

Pero ahora el viejo Newman que había dentro de él le apremiaba, recordándole un hecho desagradable que no le gustaba creer. El viejo Harold Newman había estudiado matemáticas en la escuela, pero solamente hasta los logaritmos. Incluso los logaritmos habían sido un problema con el que se había enfrentado sin confianza, sin estar nunca seguro de su terreno, y perdiéndose por completo al tratar de seguir sus estudios más allá de aquel punto.

Pero para el nuevo Newman toda la teoría de los logaritmos y las teorías matemáticas expresadas en la siguiente mitad del libro aparecían de una claridad meridiana, e incluso infantiles en su simplicidad.

Frunciendo el ceño con perplejidad, el nuevo Harold Newman cogió el segundo volumen de teoría matemática. Estaba ahora pensativo, analizándose a sí mismo, mientras pasaba rápidamente las páginas, y en tanto sus ojos capturaban y percibían cada uno de los pasos matemáticos sucesivos con la misma facilidad con que un niño escoge bolas coloreadas, una tras otra.

Estaba todavía analizándose a sí mismo cuando se volvió al tercero y último libro de matemáticas. Supo entonces exactamente lo que le estaba ocurriendo. Estaba absorbiendo teoría matemática con la misma facilidad con que el papel secante absorbe la tinta. No tenía que pensar. Sólo tenía que leer una teoría para comprenderla inmediatamente. No tenía que consultar los ejemplos. Entendía de una ojeada las fórmulas y ecuaciones matemáticas.

Era como si la lectura sirviese para estimular a su mente a fin de que recordase algo que ya sabía instintivamente, algo así como el impulso que un recién nacido recibe del pecho de su madre y que produce en él la reacción instintiva de alimentarse.

Llegó al final del tercer y último volumen y lo cerró con un sentimiento extraño de frustración. Miró hacia el pupitre del bibliotecario y vio que este le estaba mirando con amargo resentimiento.

Le hizo una señalOgden, y el bibliotecario salió de detrás de su pupitre y se dirigió hacia Newman con los labios contraídos en una amarga sonrisa.

—Los libros son para ser leídos —gruñó—. Cuando quiera dar vuelta a unas hojas puede hacerlo en su casa con cualquier libróte que no se estropee con el uso.

Aquel hombre era un torbellino de confusas emociones, que resentía su clasificación por su convicción errónea de que debía ser más elevada, y que odiaba y odiaba a todos los de su propio grupo que trataban de aumentar sus conocimientos.

No era posible discutir con tal hombre. Newman golpeó con su dedo índice el último de los tres volúmenes sobre matemáticas.

—Quisiera los tomos que siguen a este —dijo suavemente.

El bibliotecario le miró con odio.

—Faltan diez minutos para cerrar —dijo desagradablemente—. ¿No va usted a leer en diez minutos la siguiente docena de libros sobre teoría matemática?

—Eso es —dijo Newman con calma.

No valía la pena enojarse con aquel individuo. Por mucho que le molestase ir a buscar los libros, aquel era su trabajo. Y si no realizaba su trabajo eficientemente, podría producirse una queja y una degradación de grupo por un período de castigo.

La voz del bibliotecario era hiriente y sardónica.

—De modo que usted quiere los libros siguientes de matemáticas —rióse despectivamente—. Quiere saber todo lo que hay que saber sobre matemáticas. De modo que ya ha leído todos los estudios de Einstein, Wolff y Tomkins, y quiere más.

—Eso es —concedió Newman tranquilamente.

—¿Y a quién querrá para después de Tomkins? —preguntó el bibliotecario con sarcasmo.

—Las fórmulas matemáticas de aquellos que han desarrollado el trabajo de Tomkins —dijo Newman tranquilamente, incapaz de sentirse molesto por aquel hombre, pero irritado por su pérdida de tiempo.

—¿Y quién viene después de Tomkins? —rugió de mala manera el bibliotecario—. Dígamelo.

—No lo sé —dijo honestamente Newman—. Pero usted debería saberlo.

El bibliotecario silbó a través de sus dientes.

—¿Y después de Tomkins? ¿Qué? —preguntó en son de burla.

—Eso es lo que quiero saber.

La cara del bibliotecario se retorció feamente al tratar de disimular su rabia contra todo el mundo.

—¿A quién quiere usted engañar? —rechinó—. Sentado aquí pasando páginas sin ni siquiera leerlas, haciéndome ir y venir, pidiendo libros que nadie quiere nunca leer y luego pidiendo las teorías avanzadas sobre Tomkins.

Newman miró tranquilamente al reloj.

—Ha malgastado usted tres minutos —observó racionalmente—. ¿Quiere usted tener la amabilidad de traerme en seguida los libros siguientes a estos?

El bibliotecario aspiró profundamente. Su voz era desagradable.

—No engaña a nadie —dijo—. Porque no sabe lo suficiente para engañar a nadie. Solamente un pedante pediría los libros que siguen a Tomkins. Porque hasta los chicos de la escuela saben que Tomkins es lo más alto, y que solamente dos o tres de los mejores matemáticos del mundo pueden comprender las teorías de Tomkins.

Después que el bibliotecario hubo regresado a su pupitre, reinó el silencio en la biblioteca de consulta.

Newman permaneció sentado contemplando el montón de libros enfrente de él, y su ansia por saber le produjo un dolor.

Era el dolor amargo de un ansia sin esperanza. Porque toda la teoría matemática se encontraba allí, delante de él, resumida en aquel delgado volumen.

¡Y era tan lamentablemente pequeña! ¡Tan melancólicamente pequeña!