CAPÍTULO V

Ogden hizo su informe por televisor, y fue inmediatamente llamado a comparecer ante el Consejo Mundial.

La seriedad con que el Consejo Mundial consideraba la emergencia quedaba demostrada por tal acción. No se contentaron con esperar a que un pesado cohete mensajero llevase a Ogden a su destino, sino que pusieron a su disposición un cohete particular de gran velocidad con un piloto de insignia «A».

Pareció solamente cuestión de minutos desde que Ogden subió al cohete hasta que se hicieron sentir los efectos de los chorros de deceleración silenciosa. Y, sin embargo, al menos debía haber transcurrido media hora.

El piloto calculó su trayectoria con misteriosa habilidad, se precipitó hacia abajo en amplio semicírculo, dominando perfectamente el cohete mientras sus dedos tecleaban por los botones del tablero de mando.

A través de las transparentes y cristalinas ventanas, Ogden vio sobre el horizonte cómo se alzaba rápidamente el borde de la superficie de la Tierra y desaparecía de la vista, mientras el cohete trazaba su arco descendente en regulada trayectoria.

La Tierra giró lentamente, el marrón de las montañas se fundió con el verde y el gris de los valles que se precipitaban a su encuentro hacia arriba, a una velocidad cada vez mayor, dilatándose rápidamente, a semejanza de una fotografía que se hinchase automática y continuamente.

La alocada caída comenzó a retardarse, y los blandos muelles bajo Ogden se fueron haciendo más y más duros hasta dejarse sentir dolorosamente en los huesos de sus ancas. Y luego repentinamente disminuyó la presión y se encontraron flotando, flotando con movimiento suave y oscilante sobre la tierra que no estaba ni a treinta metros por debajo de ellos.

El piloto hizo descender el cohete como si fuera una pluma, flotando silencioso y yendo a posarse suavemente mientras redes antigravitatorias cuidadosamente ajustadas permitían que la acción de la gravedad actuase sobre ellas suave y progresivamente.

No era la primera vez que Ogden había sido llamado a la Reserva Platón. Y, no obstante, como en otras ocasiones, salió del cohete y miró en derredor con tranquila satisfacción, percibiendo inmediatamente la paz, la tranquilidad y la prueba de las alturas a que había llegado la civilización.

La Reserva Platón era un enorme parque natural que cubría muchos kilómetros cuadrados de idílica belleza natural. La hierba era verde y lozana, los árboles viejos, nobles y sabios, de nudosas ramas que formaban un dosel foliáceo de refrescantes sombras. Antiguos y estrechos senderos serpenteaban a través de los claros y los valles, sobre colinas recubiertas de verdor y junto a arroyos donde el agua cristalina murmuraba musicalmente a lo largo de orillas recubiertas de esbeltos sauces.

El piloto respiró profundamente con aprecio y sonrió a Ogden.

—Hermoso, ¿no es verdad? —dijo con admiración—. Se siente dentro de uno, ¿no cree? Hay riqueza y bondad en derredor, incluso en el mismo aire que se respira.

—Casi demasiado bueno —dijo Ogden—, casi demasiado rico.

Los ojos del piloto miraron con sorpresa la burbuja controlada por radar que flotaba hacia ellos.

—Ciertamente tienen prisa en verle a usted —comentó—. Ni siquiera pueden esperar a que vaya usted andando hasta allí. Ogden frunció el entrecejo.

—No debería haber prisa ni urgencia —criticó—. ¡No en la Reserva Platón!

Contemplaron cómo la burbuja flotaba hasta detenerse junto a ellos, donde permaneció inmóvil a menos de medio metro por encima del suelo. La burbuja era transparente y en su interior había dispuesta acomodación para dos pasajeros. Ogden manipuló la superficie externa de la burbuja, abrióse en ella un panel corredizo, se hundió el asiento bajo su peso y el panel volvió a cerrarse. Solamente tuvo tiempo de despedirse con la mano del piloto antes de que la burbuja se pusiese nuevamente en marcha. No había sensación ni de movimiento ni de velocidad. Parecía como si la burbuja fuese a la deriva, como un globo de gas infantil. Y, sin embargo, su deriva tenía un objetivo.

Nunca estaba a mucho más de un metro por encima del suelo, y no obstante localizaba los obstáculos como si estuviese viva y tuviese ojos. Se alzaba para rozar ligeramente un matorral, trenzaba su camino entre los árboles, flotaba ligeramente sobre las aguas cristalinas de un arroyo, enhebrándose con delicada exactitud por las curvas y sobresalientes orillas.

Por fin Ogden vio frente a sí los verdes y frescos céspedes, los anchos escalones y columnas de mármol, los tejados rojos de la casa de Platón. Engastada como una piedra preciosa y centelleante sobre un fondo de terciopelo negro, esa réplica bellamente construida de una antigua ciudad griega hallaba su verdadero fondo entre aquella hermosa naturaleza. Solamente una cosa perturbaba la visión. Muy en lo alto, una mancha negra que era un Regulador de Meteorología se movía silenciosamente emitiendo rayos invisibles que disolvían nubes, contrarrestaban vientos y regulaban la temperatura.

Con impulsos direccionales infalibles la burbuja le transportó, más rápidamente ahora, subiendo los anchos escalones que brillaban blancamente bajo el caliente sol. Le llevó a una marmórea sala circular de asamblea, donde las túnicas de brillantes colores de los miembros del Consejo Mundial formaban una agradable nota de color.

La burbuja se movía ahora más velozmente, dirigiéndose hacia el centro del redondel, y se detuvo, flotando inmóvil justo por encima del suelo casi en el centro del círculo de hombres que la esperaban.

El círculo era pequeño y en él no había más de cincuenta de los miembros del Consejo Mundial esperándole. Le complació que ninguno de ellos mostrase señales de ansiedad o preocupación.

Era un gran privilegio conocer a tales hombres. Eran los mayores pensadores de la Tierra, hombres altruistas que pasaban la mayor parte de su vida en discusión filosófica, realizando grandes progresos en el conocimiento por medio de simple discusión. Reunían el producto de su pensamiento y llegaban a conclusiones que los científicos comprobaban luego por medio de experimentos.

Al verlos allí sentados perezosamente al suave sol, con sus miembros bronceados y sus reposados movimientos, Ogden bien podía creer que los antiguos discípulos griegos, con Platón de guía, tenían la costumbre de pasar gran parte de su tiempo en discusión dialéctica que era de provecho para la humanidad.

Pero ¡tantas cosas habían cambiado en los miles de años transcurridos desde la muerte de Platón! Lo que parecía ser un pavimento de mármol bajo los pies de Ogden era blando plástico, duradero pero elástico. Aquellos que yacían sobre lo que | parecían ser bancos de piedra, estaban en realidad sobre cómodos muebles. Sin duda la capacidad de pensar había también experimentado transformaciones progresivas.

Un hombre algo más viejo que los otros, de agudos ojos azules y cabello gris, observó penetrantemente a Ogden. Y dijo con una benevolente voz musical:

—Le he visto a usted antes, ¿no es verdad, Ogden?

—Fue hace algún tiempo —confirmó Ogden, mientras estudiaba cuidadosamente a su interlocutor, tratando de comprender en qué se diferenciaba de los otros miembros del Consejo Mundial. Era en verdad un privilegio conocer al Presidente del Consejo Mundial, el hombre más respetado de la Tierra. Y, sin embargo, lo mismo que antes, experimentó una ligerísima decepción, se descubrió a sí mismo tratando de encontrar una calidad que no existía, una calidad diferencial que situase al Presidente del Mundo aparte de los demás hombres.

—Nos han sido expuestos todos los hechos referentes a este asunto, Ogden —dijo el Presidente del Mundo—. Lo hemos considerado cuidadosamente, y lamento decirle que estamos muy inquietos.

Ogden miró lentamente en derredor, se humedeció los labios con la punta de la lengua, y se preguntó si esperaban que dijese algo. No muy lejos corría una fuente, salpicando el agua a la luz del sol. El Presidente cogió un frasco de un líquido ambarino y, levantándolo sobre sus entreabiertos labios con la facilidad de la costumbre, dejó que un delgado chorro penetrase en su boca.

—Nos encontramos con un problema que en muchos aspectos está por encima de nuestra capacidad para resolverlo por el ejercicio del pensamiento puro —dijo el Presidente, dejando a un lado el frasco.

—No creía… —comenzó Ogden.

El Presidente le interrumpió suave, pero firmemente. Había, incluso algo de brillo bien humorado en sus ojos.

—Llega un momento, Ogden, cuando el pensamiento puro y mental no es suficiente. Un momento en que los hombres de acción son vitalmente necesarios. —Y ahora una sonrisa amarga se dibujó en sus labios—. Usted se ha especializado en esa esfera de acción, Ogden. Es para eso que le hemos llamado.

Ogden frunció el entrecejo.

—Lo siento —dijo entrecortadamente—. No comprendo.

—Es muy fácil de comprender —dijo suavemente el Presidente—. Usted, Ogden, va a retroceder en el Tiempo.