CAPÍTULO IV

Las motas de polvo seguían cayendo a través de la negrura, cayendo y cayendo, mientras aumentaban en brillo, incrementando su tamaño rápidamente hasta tocarse, cabalgando unas sobre otras, haciendo que la negrura se desvaneciese hasta que solamente quedó blancura.

¡Blancura!

La fresca blancura del suelo embaldosado, la dureza de la superficie pulida y la aspereza que yacía tras ella. Se encontraba echado en el suelo, y no había razón para ello. ¿Por qué debía él, Harold Newman, estar echado en el suelo del lavabo?

Se alzó hasta sentarse, parpadeó varias veces y encontró que su cabeza estaba sorprendentemente clara. Y había algo más también, algo muy satisfactorio y placentero, pero que de momento se le escapaba.

Ahora lo recordaba todo claramente, hasta el dolor que estalló dentro de él. Un rayo de dolor quebradizo y brillante que había partido su cerebro.

Se levantó, y observó con sorpresa que no estaba tan débil como había esperado. Pero con deferencia servil a la costumbre se dirigió hacia la palangana y salpicó de agua su cara, a pesar de saber que no era en absoluto necesario.

Se miró en el espejo, vio que su cara había perdido su palidez, se dio cuenta con sorpresa de que había un color de salud en sus mejillas y una viveza vigorosa en sus ojos que no había observado antes.

Era extraño que el rayo de dolor que le había quitado su conciencia no hubiese dejado sobre él una marca más indeleble.

Extendió hacia adelante sus manos, y observó que se mantenían firmes, sin el menor vestigio de temblor. Y de nuevo sintió un placer y un alivio, cuya causa no podía comprender.

Y de repente se dio cuenta de lo que lo ocasionaba.

Su dolor de cabeza había desaparecido, el persistente y mortificador dolor que durante las últimas semanas se había ido haciendo más y más intolerable se había evaporado milagrosamente.

El alivio era enorme. La conciencia de la ausencia de aquel dolor era puro éxtasis.

Recordó de nuevo aquel rayo de dolor, aquella explosión en el interior de su cerebro y las motas de polvo brillante que derivaban a lo largo de la obscuridad.

Y ahora se encontraba delante de la palangana, mirándose en el espejo y sintiéndose un hombre nuevo en un nuevo mundo.

Se dio cuenta de hasta qué punto el dolor había embotado sus sentidos. Libre de dolor, percibió inmediatamente cuántas cosas aquel dolor le había impedido observar.

El ruido, por ejemplo; el suave murmullo del agua en las cañerías, el gorgoteo casi musical de las burbujas de aire, el fuerte olor a desinfectante que su olfato percibía ahora fuertemente, y la fresca y lisa superficie pulida de las embaldosadas paredes.

Y recordó luego al gerente del banco, el tiempo que había ido pasando mientras yacía inconsciente, y a su incorrecto balance que había que corregir.

De repente todo pareció tan sencillo. Podía recordar muy bien las cantidades que había estado sumando, y las veía internamente. Estaba casi seguro de saber dónde se había equivocado, al añadir dos veces el mismo total en la misma columna, en lugar de compensarlo en el lado del «haber».

El peso de la desesperación se alzó de sus hombros, la desgracia de su dolor se había desvanecido y podía ahora caminar con paso firme, sentir la libertad mental, tal como un esclavo pueda sentir la libertad física, cuando se libran sus tobillos de las cadenas de la servidumbre.

Al regresar a su escritorio sus agudos ojos notaron muchas cosas que no recordaba haber observado antes. Le impresionó el hecho de que el banco no estaba tan limpio ni tan elegantemente amueblado como siempre había creído. De un modo extraño e indefinible, el banco le aparecía deslucido, mal iluminado y falto de eficiencia.

Pero su balance era lo importante, y lo primero era ahora ocuparse de ello. Un balance correcto era de importancia primordial, el objeto principal en la vida de Harold Newman.

Mientras se subía a su elevado taburete observó a Hardiman, el pagador a su izquierda. Evidentemente estaba en dificultades. Fruncía profundamente el entrecejo y estaba garrapateando febril, sumando con rapidez, mientras con su boca formaba silenciosamente palabras. Lanzó una ojeada preocupada al reloj, se inclinó con mayor determinación sobre su escritorio y Newman se dio cuenta inmediatamente de que Hardiman había tropezado con una de aquellas dificultades que desafían las comprobaciones corrientes y rápidas y que hacen necesario comprobar desde el principio todas las partidas de la hoja de balance.

Newman se instaló cómodamente y se sorprendió al no sentirse confuso ni sudoroso. Su chaqueta ya no le apretaba bajo los sobacos, y sus serenos dedos se sentían expertos y ágiles al recoger los trozos de papel sobre los cuales había estado escribiendo antes, y mientras los ordenaba con precisión entre los de su mano izquierda.

Vio con satisfacción que su suposición había sido correcta, y puso inmediatamente su dedo sobre el error. Era un error infantil y estúpido. No podía comprender cómo había podido nunca cometer tal error.

El haber encontrado tan fácilmente su error significaba que solamente tenía que hacer nuevas sumas, comparar los nuevos totales y verificar que el balance concordaba.

Tal como lo había hecho otras cien mil veces antes, Newman comenzó en la cabeza de la columna de números y principió a sumar hacia abajo.

Cuando hubo llegado a la mitad de la columna de cantidades sintió la convicción repentina de que sabía el total. Naturalmente eso era una tontería. ¿Cómo podía nadie saber el total de una suma con sólo dar un vistazo a las largas columnas?

Pero aquella impresión era tan fuerte que, a pesar de que una parte de su cerebro criticaba su estupidez, anotó débilmente con lápiz el total al pie de la página.

Luego se forzó a sí mismo a sumar la columna, desplazando su vista de línea a línea y adicionando con estudiada precaución. Necesitó concentrarse, porque una parte de sí mismo protestaba impacientemente de la lentitud y estupidez de tan pedestre método, puesto que el total se hallaba ya escrito más abajo en lápiz.

Se obligó a continuar añadiendo sistemáticamente y no sintió sorpresa cuando las cantidades que había laboriosamente añadido igualaron el total que había ya escrito en lápiz. No sintió ninguna sorpresa debido a su convicción interior de que ya sabía la respuesta exacta. Pero sintió en sí cierta inquietud.

Rápidamente pasó a la siguiente hoja rayada, deslizó la vista a lo largo de las largas columnas de números, comprobando en el acto que no se habían incluido cantidades que debían haber sido omitidas.

De repente se encontró con una cantidad en su mente. Un total. Un total que sabía, con la misma extraña convicción interna, que era la suma de aquellas cantidades.

Naturalmente, era una necedad. Siempre le había costado mucho acertar un balance. ¿Cómo podía ser posible que con tan sólo echar una ojeada a una larga columna de números pudiese saber instantáneamente su total?

Sentía en su interior un conflicto mental. Una parte de él, una nueva, extraña y confiada parte, aceptaba tal posibilidad como cosa normal, mientras que otra parte protestaba ante tal desatino, insistiendo en que, sencillamente, era imposible.

Lo extraño era que ambas partes de sí mismo estaban tan profundamente convencidas de que tenían razón que se sentía indeciso.

Newman respiró profundamente, tornó su atención hacia una nueva y larga columna de cantidades, las ojeó tan rápidamente que no tuvo tiempo ni de leerlas todas, y sintió en su cerebro una extraña sensación, como si pudiese absorber mentalmente todo lo que alcanzaba a ver.

Esta vez había ya casi acabado de escribir el total antes de que se hubiese dado cuenta de lo que estaba haciendo. Y esta vez no había usado lápiz blando. ¡Con positiva seguridad había escrito el total en tinta!

La guerra mental continuó en su interior, como si su cerebro fuese rápidamente adquiriendo ascendencia sobre su parte de sentido común que protestaba —ya sin convicción—, afirmando que era imposible sumar de un vistazo una columna de números.

Esta vez Newman no pudo soportar el esfuerzo sostenido que se requería para sumar cuidadosamente una cantidad tras otra. Le pareció menos cansado dirigirse a la máquina calculadora y teclear velozmente, recorriendo rápido los botones con sus dedos.

Eso era también sorprendente, porque antes sus dedos habían sido siempre torpes, manejaban mal los botones y con frecuencia registraban incorrectamente, de modo que siempre prefería sumar mentalmente a usar la máquina calculadora.

Y también observó otra cosa extraña: mientras sus dedos recorrían los botones, marcando libras, chelines y peniques, no leía los números de sus listas. Las cantidades le llegaban a la cabeza como si las supiese de memoria. Tenía que detenerse y forzarse a comprobar los números después de haberlos marcado en los botones.

Cuando oprimió el botón totalizador y la suma quedó limpiamente impresa al pie de la larga columna de cifras, apenas si la miró. Aquella parte de él que iba rápidamente ganándose el respeto de su parte dubitativa, sabía sin duda alguna que el total concordaría.

Volvió a su pupitre con los totales, rellenó las cantidades que faltaban y que completaban su hoja de balances y supo, sin posibilidad de duda, que su hoja de balance era correcta.

En realidad era todo tan sencillo. Era mucho más difícil comprender cómo era posible que se hubiese equivocado tantas veces. Era en verdad tan sencillo que podía haberlo hecho un niño.

Echó una ojeada a Hardiman, observó cómo la preocupación le hacía fruncir el entrecejo y sintió un repentino deseo de ayudarle, recordando cuantas veces había experimentado el mismo pánico desazonador.

Se levantó y, dirigiéndose hacia Hardiman, miró por encima de su hombro.

Hardiman le miró con irritación.

—No pida que le ayude —dijo violentamente—. Yo mismo tengo dificultades.

—He terminado —dijo sencillamente Newman.

Hardiman no pareció sorprendido.

—Si fuese usted, lo repasaría —le aconsejó—. Ya sabe que la última vez que le salió bien el balance fue debido a una compensación de errores.

—Esta vez está bien —dijo Newman.

Inclinó hacia un lado la cabeza para poder ver bien la hoja de balance de Hardiman.

Exasperado, Hardiman dijo ásperamente:

—Por lo que más quiera, déjeme en paz. ¿Cómo voy a trabajar con su resuello por mi cogote?

—Estoy tratando de ayudarle.

—La mejor manera de ayudarme es marchándose —miró nuevamente al reloj—. ¡Voy ya muy retrasado!

Newman se estiró tras él, señalando con su índice.

—Compruebe eso otra vez —dijo suavemente, sin querer ofender al otro.

Hardiman apartó violento su mano.

—Déjeme en paz —rugió furiosamente—. Me está complicando y aturdiendo.

—Y también la agrupación de los cheques pagados —le dijo Newman imperturbablemente—. Ha puesto los chelines en el lugar de los peniques y viceversa. Eso hace una diferencia de nueve chelines en el total general.

Hardiman se enderezó en su asiento, aspiró profundamente y dijo lenta y amenazadoramente:

—Escúcheme, Newman. Si no me deja inmediatamente, pediré a Gloss que le aparte de mí. —Había en sus palabras una amenaza transparente—. Estoy seguro de que ya ha tenido suficientes dificultades con Gloss.

Hardiman sonrió torcidamente.

—No trataba sino de ayudarle. ¿Por qué no hace lo que le sugiero? Compruebe nuevamente esas dos cantidades.

Regresó a su propia banqueta, reunió limpiamente sus hojas de cuentas y encendió con calma un cigarrillo. Otros tres pagadores habían terminado ya su trabajo y estaban también esperando, pero nadie podía marcharse hasta que todos ellos hubiesen ajustado sus balances.

Pasaron diez minutos. Hardiman se dirigió a Newman deteniéndose junto a su lado, y dijo ceñudamente evitando su mirada:

—Siento haberle hablado de aquella manera, Newman. Estaba preocupado y acalorado porque no me salía bien.

—No importa; ya sé lo difícil que resulta a veces. —De nuevo aquella sonrisa—. Probablemente conozco la sensación mucho mejor que usted.

Hardiman le miró de arriba abajo.

—Hay algo que no comprendo —dijo—. Acertó usted las dos veces. Lo había repasado tres veces, pero usted no hizo sino lanzar una ojeada, y puso en seguida el dedo en la llaga.

—Mi punto de vista era objetivo —explicó Newman—. Para mí era nuevo. No me ocurría como usted, que estaba demasiado metido en ello para verlo. Me pareció tan claro como la luz del día. Pude ver el error desde un kilómetro de distancia.

—Gracias de todos modos —dijo Hardiman ásperamente, recordando de repente que había sido ayudado por el tonto de la oficina, y sintiéndose embarazado por ello. Volvió a su banqueta y juntó sus papeles con un sujetador.

Veinte minutos más tarde los empleados se alejaban apresuradamente del banco; el conserje les dejaba salir de uno en uno a medida que estaban listos.

Newman decidió volver a pie a su piso de soltero. Caminaba enérgica pero pensativamente, tratando de comprender por qué disfrutaba ahora de esa nueva confianza y claridad de pensamiento.

Un grupo de mirones obstruía la acera enfrente de él, y cuando llegó junto a ellos miró distraídamente y vio que estaban estudiando los números premiados en la lotería, que figuraban escritos sobre una pizarra exhibida en el escaparate de una tienda.

Cada uno de los números de la lotería consistía | de entre diez y catorce cifras, y había más de veinte | de ellos marcados con tiza sobre la pizarra.

Newman supo instantáneamente la astronómica suma de todos aquellos números, con la misma certidumbre con que sabía que dos y dos son cuatro. Esta vez ni tan sólo sintió una sensación extraña ante la sorprendente aptitud que le acababa de ser revelada. Le pareció muy natural.