CAPÍTULO II

Faltaban unos cuantos segundos para las tres, y el conserje había cerrado la mitad de las puertas del banco, cuando el corpulento y rubicundo caballero de la frente perlada de sudor colocó triunfalmente su pie en la entrada.

Harold Newman, pagador de banco y de veinticuatro años de edad, se detuvo aprensivamente con el cajón de la caja a medio cerrar. Cuando vio entrar a este cliente del último segundo, las palmas de sus manos se humedecieron y sintió con desesperación que era la última gota que venía a hacer rebosar el vaso.

Los otros pagadores del banco también estaban observando esta llegada de última hora, pero lo hacían con un desinterés frío y confiado que les colocaba a enorme distancia de Harold Newman.

El corpulento caballero se detuvo tan pronto como hubo traspasado el umbral, encajó su cartera más firmemente bajo su brazo, sacó un gran pañuelo blanco de su bolsillo y se enjugó la frente. El conserje cerró de un portazo sonoro la puerta del banco tras él y corrió los cerrojos que mantendrían alejados a todos los demás que pudiesen llegar.

Esa era la hora del día que Harold Newman más temía. Era el momento fatal de la cuenta, cuando el dinero en la caja y los cheques tenían que ser sumados. Cada pagador tenía que presentar un balance, y un balance correcto era de importancia primordial. Si al fin de la jornada los balances no coincidían, el trabajo del banco se complicaba mucho.

Y lo peor era que los balances de Harold Newman tenían la persistente costumbre de ser incorrectos.

Newman lanzó una ansiosa ojeada al reloj, vio que habían pasado preciosos segundos y sintió en su estómago aquella sensación familiar de mareo que acostumbraba a ser una advertencia de que su balance no iba a salir bien.

El caballero grueso escondió su pañuelo blanco, rebuscó en su cartera durante un tiempo irritante por lo largo, parpadeó a través de sus gafas sin armazón y se dirigió como una flecha al pagador que estaba a la derecha de Newman.

Harold Newman suspiró de alivio, retiró el cajón del dinero y entonces sintió de nuevo la sensación de mareo; y esa vez fuertemente, porque el corpulento caballero había cambiado de dirección y se dirigía directamente a la reja de Newman.

Sus manos estaban húmedas de sudor mientras volvía a meter el cajón del dinero debajo del mostrador, y sintió el alivio de los otros pagadores, los cuales, satisfechos, sacaban sus cajones y empezaban a comprobar sus ingresos.

El grueso caballero parpadeó como una lechuza a través de la reja.

—Deseo retirar efectivo —explicó.

No era uno de los clientes más importantes del Banco. Newman le había visto algunas veces y probablemente le había entregado dinero anteriormente.

Y dijo con voz ronca y ansiosa:

—Entrégueme su cheque, por favor.

El grueso caballero hizo pasar el cheque por debajo de la reja, de un empujón rápido, con lo cual resbaló sobre el mostrador, se deslizó por debajo de los dedos de Newman y revoloteó hacia el suelo.

Newman se precipitó hacia el cheque, furioso contra el cliente y perturbado por los segundos que iban pasando aún más rápidamente, ahora que la puerta del banco estaba cerrada. Era necesario que hoy le saliese bien el balance. Tenía por fuerza que hacerlo salir bien, y necesitaba todos sus preciosos segundos para trabajar en él antes de que el gerente del banco viniese a espiar por detrás para ver qué era lo que demoraba, y ponerle aún más nervioso y acalorado.

Se enderezó con el cheque en su caliente mano, lo examinó y lo lanzó, de vuelta bajo la reja.

—Se ha olvidado usted de firmarlo, señor —dijo con acerba cortesía, mientras el cliente respiraba fuertemente, rebuscaba torpemente una pluma estilográfica en su cartera y firmaba el cheque con una lentitud exasperante. Newman sacó el dinero del cajón, lo contó y lo puso a punto a un lado.

—Lo siento —resopló el cliente—. Es mi culpa que llegué tarde.

Se entretuvo atornillando el capuchón de su estilográfica mientras Newman maldecía silenciosamente:

—¿Y de quién, si no, será la culpa de que sea tarde, idiota? —Y luego añadió en voz alta—: ¿Quiere usted hacer el favor de entregarme el cheque? —Sí, sí, naturalmente— dijo el grueso caballero, y con acalorada prisa escondió su pluma en la cartera, antes de pasar por segunda vez el cheque por debajo de la reja, esta vez con un cuidado y una lentitud irritantes.

Newman leyó el cheque, vio que estaba correctamente fechado y firmado, y tomó el dinero que tenía ya contado y preparado.

—Veintisiete libras con quince chelines —dijo.

El cliente le miró con sorpresa en los ojos.

—Treinta y siete libras con quince chelines —contradijo.

Newman echó nuevamente un vistazo al cheque, y lo volvió de modo que el cliente pudiese verlo.

—Aquí dice veintisiete libras. El grueso caballero contempló el cheque como si no pudiese dar crédito a sus ojos. Luego dijo con voz indignada:

—Deberían ser treinta y siete.

Su tono sugería que quizá el mismo Newman había alterado el cheque.

Newman respiró profundamente.

—Usted mismo puede verlo, señor —dijo con peligrosa calma—. Escrito de su propia mano.

—Pero está equivocado. Debería ser treinta y siete. No sirve de nada. Habrá que destruir el cheque.

El cliente estaba ahora furioso con Newman. Tomó el cheque, lo hizo añicos, profundizó en su cartera con exasperante lentitud y sacó su libro de cheques y su pluma estilográfica.

Newman le observaba en la agonía de una impaciencia contenida, con el cuello de su camisa húmedo e incómodo. En su estómago la náusea premonitoria y aprensiva era ahora tan fuerte que tuvo que estrujarse las manos para evitar temblar. Sabía que las constantes jaquecas de que sufría eran la causa fundamental de su ineficiencia, y el dolor hacía ahora de su pesada cabeza, oprimente sobre sus hombros, una carga intolerable.

A derecha e izquierda los demás pagadores trabajaban tranquila y fácilmente, sintiendo el ruido de los billetes a través de sus dedos, o inscribiendo con eficiente mano un guarismo pulcro en los márgenes rayados.

Este iba a ser uno de sus peores días. Lo sabía instintivamente. No era solamente su dolor de cabeza, sino su nerviosismo que intensificaba sus errores. Mientras los otros empleados tranquila y fríamente compensaban su efectivo, él se perdía en una confusión de números, en tanto que el dolor de su cabeza le martilleaba cada vez más fuertemente, al tratar de dominar matemáticas tan sencillas.

El cliente escribía con laboriosa lentitud y como no podía comenzar a trabajar ahora, tendría que tascar el freno hasta que le hubiesen entregado su último cheque del día. Newman se inclinó hacia adelante apoyándose en sus codos y observó el lento movimiento de la plumilla sobre la superficie del cheque.

La fecha resonó en la mente de Newman: 1975. Trescientos años de banca sin apenas cambio alguno en su sistema. Durante aquellos trescientos años los viajes y los transportes habían sido revolucionados, se había cambiado la faz de la Tierra, y la naturaleza fundamental del hombre había cambiado también. Pero a semejanza del paso regular del tiempo, el sistema bancario había continuado inalterado e inexorable.

El cliente terminó de escribir su cheque. Por la razón que fuese había decidido alterar el efectivo que necesitaba a cuarenta y una libras, siete chelines y seis peniques.

Newman escrutó el cheque, extrajo de su cajón la cantidad que faltaba, la entregó y apenas si lanzó un gruñido de despedida al cliente mientras sacaba el cajón del dinero y comenzaba febrilmente a contar.

Había entonces en el banco un silencio atareado y la frescura del local pavimentado de mármol, las persianas bajas y afuera el sol brillante y caliente.

De vez en cuando sonaba una máquina calculadora. Detrás de él, en sus escritorios, los empleados trabajaban silenciosamente como si se diesen cuenta de la necesidad de una atmósfera de trabajo en aquel momento.

A ambos lados de Newman sus compañeros pagadores trabajaban tranquila e industriosamente, con confianza y eficiencia.

Newman se defendió de otra punzada de dolor que hendía su cerebro, trató de afianzarse al número que estaba en su mente, lo perdió, sintió el sudor perlar su frente mientras su cerebro enfermizo y ardiente comenzaba a contar por tercera vez. El reloj de la pared marchaba sólida y regularmente, marcando el tiempo como una correa de transmisión acelerada. El pagador a la derecha de Newman cogió su libro de cuentas y en su interior se inflamó el pánico al darse cuenta de que Dexter había ya casi acabado.

Los totales que había emborronado en su hoja de balance provisional aparecían desordenados, y su mano sudorosa dejó una mancha húmeda a través del papel. Entonces, al alcanzar el papel secante, su pluma estilográfica comenzó a salirse manchando sus húmedos dedos y dejando un borrón azul de tinta a través del blanco papel.

La náusea en su estómago le hizo sentirse desfallecido. Podía imaginarse la dura y granítica cara del gerente del banco, con su cabeza lisa y calva resplandeciente como una bola de billar y sus ojos penetrantes tras las gafas de concha. Por un instante casi pudo imaginarse que el gerente del banco hablaba: «Eso no vale nada, Newman. La base misma del negocio bancario es la exactitud. Se comprende que de vez en cuando los pagadores cometan errores. Nadie es perfecto. Pero usted es una excepción, Newman, y debe darse cuenta de que a menos que haga UN ESFUERZO MUY CONSIDERABLE para rectificar esos constantes errores, tendremos que recomendarle a Servicios de Empleo para una prueba de reagrupación».

La camisa de Newman se pegaba a sus hombros cuando recordaba aquella entrevista. Eso fue cuando había explicado aquellos terribles dolores de cabeza, las jaquecas que le mantenían despierto por la noche y que de día en día drenaban sus fuerzas.

Sólo había dejado un recurso al gerente del banco y pronto le había sido recomendado a Newman un examen médico.

El examen médico no había sido la inspección superficial de la otra vez. Había significado dos o tres días en la clínica, ensayos respiratorios, rayos X, rayos V y esquemas de conformación. Cuando hubieron terminado, los médicos sabían cien veces más sobre el cuerpo de Newman de lo que sabía él mismo. Su informe fue remitido directamente al gerente del banco y Newman lo vio poco después, mientras su jefe de penetrantes ojos le observaba cuando leía, al tiempo que un rojo rubor le subía a las mejillas.

Newman debía haber estado satisfechísimo de su informe médico. Físicamente tenía defectos, pero no muchos. Su corazón, pulmones, hígado, riñones y cerebro estaban sanos. Los doctores predecían que viviría mucho tiempo. Tenía una salud robusta, poseía un fuerte sistema digestivo, dientes que eran sanos y sangre de primer orden. Sus defectos eran pocos y apenas valía la pena mencionarlos, una fea mota en su hombro derecho, un callo en el dedo pequeño del pie, una vena dilatada en su pierna derecha y un ligero espesamiento en el hueso del antebrazo derecho.

La opinión de los médicos sobre la causa de sus jaquecas se expresaba en forma clara y sucinta:

«No hay vestigio ninguno de presión de clase alguna sobre el cerebro, ni causa física alguna que pueda ocasionar las jaquecas de que Newman se queja. Al ser interrogado sobre cuándo experimentó esas jaquecas por vez primera, Newman apareció incierto y confuso. No podemos encontrar evidencia que soporte la corroboración de los síntomas que menciona».

Cuando Newman terminó de leer aquellas duras y despiadadas palabras se avergonzó de levantar la vista y de contemplar aquellos penetrantes ojos.

El gerente del banco dijo quedamente, pareciendo como si su misma reserva cargase de amenazas sus palabras: «Ha perdido usted días preciosos al ser examinado médicamente, Newman. Eso, sobre su incompetencia, hace que todo sea mucho más serio. Por lo que a mí se refiere me desagradaría muchísimo enviar a un joven como usted a un nuevo ensayo de reagrupación. Pero tengo mis responsabilidades, lo mismo que usted tiene las suyas. Solamente puedo decir que espero que hará usted todo el esfuerzo posible para mantener su trabajo paralelo al de los otros pagadores».

Recuerdos ardientes y vergonzosos giraban en torbellino por la mente de Newman mientras tanteaba con números, escribía con torpeza y sentía su chaqueta incómodamente apretada bajo sus sudorosos sobacos.

Lanzó una mirada rápida y acalorada a Hardiman que estaba a su izquierda y se confortó al ver que su cara normalmente fría y confiada mostraba una mueca reconcentrada. El hecho de que además de él mismo, otros pudiesen cometer errores, le pareció a Newman satisfactorio y tranquilizador.

Dirigió nuevamente su atención a su propio trabajo y encontró que había estado escribiendo aplicadamente mientras su mente había vuelto a vivir el ultimátum del gerente. Con náuseas que le atormentaban el estómago, reunió sus desaliñados trozos de papel, anotó los totales y sintió que la agitación se alzaba en su interior mientras comprobaba los totales por tercera vez.

Llegaba ahora la fase final. Al comparar esos totales con el efectivo que tenía, debían equilibrarse.

Sus dedos temblaban al completar la suma final y mientras la comparaba con su balance.

Al mismo tiempo una punzada, más fuerte que todas las que hasta entonces había experimentado hirió su cerebro como un taladro, haciendo que casi aullase de dolor, torturándole, mientras al mismo tiempo su mente se daba cuenta de la amarga conclusión.

¡El balance estaba equivocado! ¡Equivocado otra vez!

Se levantó incierto, mientras todo en derredor suyo resplandecía temblorosamente como en el desierto.

Avanzó rápidamente tropezando a través de la sala, sin preocuparse por las sorprendidas miradas de los demás empleados, se lanzó furioso hacia la puerta del lavabo, se detuvo en su interior solamente lo necesario para cerrar con llave la puerta y se dirigió directamente hacia la taza.

Vomitó violentamente durante interminables minutos, con arcadas tan violentas que parecía como si sus mismas entrañas fueran a desprenderse y ser expelidas. Luego puso su cabeza bajo el grifo durante varios minutos, y después levantó su pálida cara para contemplar su reflexión en el espejo.

Una gran pesadez le oprimía, el dolor de su cabeza se había reducido a la familiar pulsación, pero los vómitos le habían debilitado. El continuo dolor y la desesperación hacían que quisiese morir.

Permaneció largos minutos sentado en un taburete, con la cabeza entre sus manos, espantado por lo que sabía tenía que suceder. Volvería a su escritorio, forcejearía entre trozos de papel y sumas totales, mortalmente mareado, sudando tanto que sus ropas se le pegarían al cuerpo, en espera del momento, inevitable y terrible, en que unos ojos perforadores mirarían por encima de su hombro, y una cabeza calva y resplandeciente se sacudiría con impaciencia. Casi podía oír cómo la voz aguda y zumbante restallaba: «¿Qué le ocurre, Newman? ¿Por qué tarda tanto?».

Le habían dado su última oportunidad. Su próximo error representaba una prueba de reagrupación, y que le encontrasen por debajo de su grado actual. Le incluirían en un grupo de trabajo inferior, lo cual para un hombre de su fortaleza física representaría con seguridad alguna forma de trabajo manual.

No se trataba tanto de que le importase el trabajo físico. Lo que le espantaba era la ignominia y la humillación social de ser rebajado de grado, el terror de ver que los amigos de su grupo actual se apartarían de él, no deseando reconocerle cuando estuviese por debajo de su grado. Y luego sufriría la humillación de tener que explicar a Sally, con quien estaba prometido, que le reagrupaban en un grado inferior.

Se imaginaba los ojos azules y pensativos de Sally, y sabía que no diría nada que le hiriese; incluso quizá pretendiese durante un tiempo que no importaba, a pesar de que tendría que aislarse de sus propios amigos para poder continuar viéndole.

En aquel momento una determinación inflexible se alzó dentro de él. No podría soportar tal deshonra. Sencillamente, no permitiría que ocurriese.

Valerosamente trató de ignorar su pulsante dolor de cabeza, se secó con una toalla su húmedo cabello, se peinó cuidadosamente y se dirigió hacia la puerta del lavabo, decidido a regresar a su escritorio, a batallar con aquellas elusivas cifras y de un modo u otro forzar orden en el caos y sacar un balance correcto de una confusión de números.

Había puesto ya la mano en el pomo de la puerta, hacía ya girar la llave en la cerradura, cuando le atacó de nuevo el dolor.

Fue un cegador rayo de agonía tal como no lo había nunca conocido. Se precipitó sobre él como un meteoro, entró en su cerebro abrasándolo y estalló. Todo estalló dejando sólo unas motas de polvo que resplandecían brillantemente, flotando en la negrura de la noche.