‘ĪNANA

Vuelta a la vida

En junio de 1959 Hawái se constituyó en Estado, y en julio un nativo hawaiano se convirtió en el primer vicegobernador. Ese día la gente salió orgullosa a la calle, pero durante los años siguientes volvería a retirarse hacia el silencio, el argot de los pobres, de los invisibles. En agosto, Hawái fue oficialmente nombrado el quincuagésimo Estado de la Unión, y durante un breve y eufórico espacio de tiempo, los políticos locales cumplieron sus promesas.

Las sierras eléctricas talaron los árboles que flanqueaban las calles de Kalihi. Con malsana rapidez, de pronto la calle de Keo pareció respirar y expandirse. Vinieron obreros con cubas de brea hirviendo y camiones cargados de grava, y la gente tuvo que pasar de puntillas por pequeñas planchas de madera colocadas sobre alquitrán del que emanaba un amargo olor a carbón. A Keo le asombró la visión repentina del cielo, echaba de menos la bóveda de palmeras y helechos gigantes que los había mantenido escondidos del mundo.

Ahora la calle estaba negra y recta como el pelo de un jabalí. De pronto las familias adquirieron coches propios, grandes escarabajos brillantes cuyos destellos de cromo capturaban las siluetas de los niños al pasar a su lado. De la noche a la mañana desaparecieron los ritmos rasgados de las parejas paseando. Ahora la gente se sentaba en los coches, aparcados entre las casas, y acampaban allí toda la tarde, bebiendo y compartiendo anécdotas.

Y con la alquimia del tiempo y un ritmo de vida más apresurado, los vecinos dejaron de apoyarse en las vallas para tomar nota del fluir y refluir de la familia Meahuna. Ya no tenían tiempo de murmurar sobre Timoteo y Kiko Shirashi, la viuda elegante del dueño de la funeraria, y cómo él llegaba a casa a altas horas de la noche. Apenas se enteraron cuando tropezó con ese político, Krash Kapakahi, que se subía los pantalones en mitad de la calle al amanecer.

Pasaban las noches delante de las pantallas de los televisores, con rostros extranjeros que se colaban en sus salas de estar, sorprendiéndoles con noticias que los confundían. La gente se sentaba allí, pasmada, y dejaba de estar al tanto de los funerales, los matrimonios y las fiestas para celebrar un nacimiento. Y puesto que cada nueva generación parecía más independiente y abierta, a nadie le pareció raro cuando Baby Jo se cambió el nombre que había tenido de pequeña por el de Anahola. O cuando, después de la universidad, no eligió dedicarse a la medicina ni a la abogacía, sino que se embarcó en un carguero y partió para conocer mundo, para vivir por dos, diría, pues quería vivir en carne propia los sueños de su madre.

Los vecinos estaban tan ocupados que apenas se percataban cuando Anahola volvía a casa cada dos años, causando un estrépito en la calle, porque a la semana siguiente habría otro hijo u otra hija que volvería a casa, arrastrando consigo su equipaje, un título, una esposa o un marido del continente. Los mayores ya no recordaban cuál de los hijos de un vecino estaba en la universidad y cuál recorría Honsu, Fujian o las Azores con la mochila a cuestas siguiendo las huellas de sus orígenes ancestrales.

Los años en los que Hawái había sido un Territorio y no un Estado quedaban atrás, y la gente prestaba menos atención a las idas y venidas de Keo, que todavía surcaba el mar con su trompeta, todavía tocaba su piano a medianoche. Algunas noches se sentaba con Anahola, riéndose y hablando sin parar. Otras noches, los vecinos creían verlo hablando con una silla vacía. A nadie le sorprendía. El mundo era ahora tan confuso que mucha gente se pasaba toda la noche discutiendo con su sombra y apuntando con su dedo índice a la luna.

Una noche, mientras Keo reflexionaba sobre la disonancia y el ritmo de una composición para piano, alguien avanzó con paso decidido por la calle.

—¡Hawaiano! ¿Cómo va? Hace mucho tiempo que no te veía —dijo Ugh, plantándose ante él con un sombrero vaquero, botas y pantalones Levi’s.

—Oh, Dios mío —exclamó Keo, poniéndose en pie y riéndose—. ¡No me digas que ahora eres un vaquero!

Ugh entró en el garaje y se subió a una silla para abrazar a Keo.

—No, qué va. Esta ropa es solo para un espectáculo. Vendo entradas para el rodeo en Wahiawa. Mon ami, he oído decir que estás haciendo cosas realmente buenas. Les estás enseñando música de verdad a los estudiantes.

Keo metió la mano en un refrigerador y sacó dos cervezas.

—Bueno, empezó con el jaleo de la votación para convertir Hawái en un Estado. Krash me introdujo. ¿Sabes? enseñar a los chicos me anima. Me mantiene en forma.

El enano se quitó el sombrero y levantó la mirada hacia su amigo.

—Y, mientras, sigues siendo un magnífico trompetista.

—Sigo tocando. Pero el jazz está desapareciendo, Ugh. La mayoría de mis actuaciones son apoyos con piano. Mira, quiero que me cuentes cómo te va a ti.

Ugh dio un trago de su cerveza y entrechocó las puntas de sus botas.

—Tengo un auténtico trabajo de ensueño, Keo. Viajo con los chicos del rodeo. A ellos les gusta mi estilo, me ponen en un quiosco para vender entradas.

Keo meneó la cabeza con impaciencia.

—¿Cuándo vas a conseguir un trabajo que se corresponda con el cerebro superior que Dios te ha dado?

—¡Eh! Te olvidas de una cosa —dijo Ugh—. Siempre quise que la gente tuviese que levantar la cabeza para mirarme, ¿recuerdas? Como a un juez. ¡Provocando ansiedad con su mazo! —Se puso en pie e imitó a un juez para explicar la dramaturgia de la intimidación—. En este trabajo me siento en un taburete alto dentro del quiosco, ¿sabes? ¡y parece que mido más de dos metros! La gente se acerca en su coche y tiene que levantar los ojos para mirarme. Y yo les digo: «De acuerdo, hay sitio para ustedes», o «¡Lo siento! Está lleno.» ¡Empiezan a suplicarme! A veces les dirijo una mirada de desdén y compruebo cuántos van en el asiento de atrás, e incluso en el maletero. Entonces les digo: «¡Eh! Tienen que pagar veinte dólares extra, porque van demasiados en el coche.» A veces les tomo el pelo: «Si no pagáis, os tiro al redil del toro.» ¡Es graciosísima la cara que ponen! Keo, tienes que venir a verme trabajar. Todo altura y autoridad. ¡Es lo mejor!

—Lo prometo —dijo Keo, riéndose a carcajadas—. Ahora, cuéntame, ¿cómo está tu padre?

La voz de Ugh se volvió suave y amable.

—Papá. ¡Vaya un tipo! Me está enseñando a hacer redes, a majar el ñame. A cómo escuchar cuando suenan las calabazas. Cuando ciertos vientos silban en el interior de calabazas vacías significa que es momento de la pesca de altura. Y también me está enseñando nuestras estrellas errantes secretas, La Estrella que sigue al Jefe, La estrella roja, La estrella que gotea agua, y lo que significan sus travesías por el cielo.

—¿Y qué haces tú a cambio?

Ugh le miró y sonrió.

—Un día me vio escribiendo una carta a ma mère, a Shanghái. Papá se puso a llorar. Me contó su historia. Ella llegó aquí como novia por correspondencia, vendida ya a otro hombre. Pero cuando su barco atracó en el puerto, lo único que vio entre la multitud que aguardaba en el muelle fue a mi padre, sus anchos hombros bronceados, sus mejillas doradas y su dentadura. Ninguno de los dos hablaba el idioma del otro. Pero cuando él extendió su mano, ella puso la suya encima, y cuando él salió de entre el gentío, ella le siguió…

»Se amaban mucho el uno al otro. Pero, con el tiempo, ella se marchó y me llevó con ella de vuelta a China, a Shanghái. ¿Por qué? Porque era una mujer avariciosa, quería más, no se conformaba con ser la esposa de un hombre de campo. Y él era demasiado orgulloso como para aprender a leer y escribir. Eso es lo que le estoy enseñando yo ahora a mi padre. A leer. A escribir. Incluso una pizca de francés. ¡Quizá consiga convertirlo en un agricultor de ñame con estudios! Él me está convirtiendo en un hijo campestre, un auténtico kua‘āina.

Keo movió la cabeza a uno y otro lado.

—Eres sorprendente. Hasta quedándote quieto encuentras aventuras.

—Esta es la más excitante de todas —dijo Ugh—. La familia. El misterio. Descifrar el acertijo. Amo a este kānaka más que la vida misma. Me está enseñando incluso a amar a ma mère, ¡a esa vieja cabra especuladora!

Keo echó hacia atrás la cabeza y soltó una sonora carcajada. Al otro lado de la calle, Noah Palama, el vecino que tenía doce dedos en las manos, se asomó por la ventana de su dormitorio. Le dio la impresión de que Keo hablaba con un sombrero.

Ugh se levantó dándose aires de importancia.

—También estoy aprendiendo a tocar el tambor de calabaza y la flauta nasal de bambú.

—Eh, a ver si vas a acabar siendo más kānaka que yo.

—No creo que pueda hacer eso nunca, mon ami. Tú eres más hawaiano de lo que te das cuenta. Al final, somos lo que se suponía que habíamos de ser. —Ugh volvió a sonreír al pensar en su madre—. Ahora ayudo a mi padre a escribirle cartas a ma mère. Sigue siendo un kānaka orgulloso, pero en un sentido mejor. Sé que no pueden volver atrás en el tiempo, pero quizás estén construyendo algo nuevo. Creo que hay un pedazo de Wai‘anae tomando forma en Shanghái, y en los campos de ñame de Wai’anae se oye la risa de una chica demasiado joven a quien su padre vendió a cambio de una tetera…

»Ella sigue siendo muy taimada. Pero veo manchas de lágrimas en las cartas que llegan desde Shanghái. Y veo a mi padre llorar cuando le leo las cartas en voz alta. Entonces dejo la carta y le soplo con suavidad, como si le enviase besos, para secar sus lágrimas. Cuando las mejillas están húmedas, los besos de aire tienen un tacto frío. Él se estremece y los dos nos reímos. Dice que ma mère también solía besarle así. ¿Quién sabe? Tal vez yo sea un puente para volver a unirlos. Los sentimientos de papá y el dinamismo de mamá.

—Ugh —dijo Keo, inclinándose hacia delante—, creo que te estás volviendo un sentimental.

—Oh, sí. Quizá todos seamos enanos, los sentimentales del mundo. Estoy aprendiendo lo bueno que es sentir, no ser siempre cínico e inteligente. Incluso he superado mis pesadillas. Las de despertarme enjaulado y convertido en el souvenir de alguien. Papá también me enseña lo bueno que es estar solo. Hay muchas cosas en la vida en las que nunca nos fijamos. Para eso necesitamos soledad. Para llenarla con nosotros mismos.

»¡Pero hay más que eso! No todo es… ¿cómo lo llamas? un lecho de rosas. Ma mère sigue siendo una bruja especuladora, ¡desde luego que sí! Sus cartas están manchadas de lágrimas, pero también están llenas de exigencias. Envíame esto, envíame aquello. Cartones de cigarrillos. Jack Daniels. A cambio ella nos envía desperdicios. Cajas de chocolate vacías, de antes de la guerra, llenas de prendas de ganchillo manchadas de sangre y deterioradas. ¿Qué se supone que vamos a hacer con eso? Probablemente las ha sacado de sus burdeles después de que fueran bombardeados. Un mantel sucio del viejo Cathay. Grillos muertos. ¡Dios mío! Y, mientras, ella sigue vistiéndose con sedas y jades.

»Así que papá y yo nos pusimos a conspirar. Recogimos ciempiés gigantes, de diez o doce centímetros de largo. Se los enviamos por correo aéreo. Dos docenas de demonios horribles y venenosos. Tienes que amarla, y admirarla. Ahora vive en el Shanghái comunista, pero sigue siendo tan negociante como un faraón. ¿Qué fue lo que hizo? ¿Se sintió insultada? ¡No!

»Secó los bichos, los pintó y los barnizó con laca. Los arregló como si fueran objetos decorativos preciosos para llevarlos como broches, brazaletes o amuletos. Los vendió carísimos. Ahora nos pide cajas y cajas… ¡sí, más cajas de ciempiés! Oh, ¿qué se puede hacer con ella? Hasta papá lo dice, con orgullo, que mi madre continúa siendo una akamai wahine. —Ugh bajó de pronto la mirada, con cierta vergüenza—. Hawaiano, sin ti quizá yo nunca habría vuelto a mis raíces. Tú estabas intentando volver a tu hogar y, al ayudarte, yo encontré mi propio camino. Solo lamento que hiciera falta una guerra para ello.

Keo suspiró al pensar en todo lo que habían perdido.

—Un amigo gitano decía que la raza humana era vil y miserable, todos y cada uno de sus miembros. Decía que la guerra era lo que nos hacía humanos. La guerra nos hace más amables, nos hace pensar más.

—¿Y tú, mon ami? ¿Tú fuiste amable?

—Un poco. Durante un tiempo.

Ugh le tiró del brazo.

—Dios mío, ¡no hables como si todo hubiera acabado! Aún somos jóvenes, apenas tenemos cincuenta años. Hacen falta cincuenta años solo para tomar carrerilla antes de comenzar a vivir.

Keo hizo un gesto vago de negación.

—No creo…

—¡Eh! No pienses que ya estás muerto. Relájate, deja que la vida te moldee para perfeccionarte. Habrá epifanías, momentos de una belleza que te dejará sin aliento. Y estará también el lento goteo de lo cotidiano. Déjalo venir. Abre tus brazos. De vez en cuando habrá incluso alguna mujer que se cruce en tu camino. Toca tu trompeta para ella.

—Hay veces en las que creo que tocar la trompeta solo es una forma de gritar pidiendo ayuda.

—Hawaiano, cuando quieras gritar, quédate callado. Quédate callado. En tu interior, en lo más hondo, hay un lugar en el que todo está bien. Y por lo que respecta a tu música… tu música articula la vida. La hace soportable. —Le dio unas palmadas en el brazo—. Y debes prestarle atención a Anahola. Igual que tu amada, Sun-ja, ella también estará siempre buscando, empujada a los extremos. Quizá sea por los años que pasó sin padre. Se hará daño a sí misma una y otra vez, dejándose guiar por la intuición y el instante, volando a ciegas hacia el corazón helado de las cosas.

—Ahora tiene padres. Los buscará a ellos cuando necesite a alguien.

—¡Nunca! Es demasiado orgullosa. Y puede que te quiera a ti más que a nadie. Un día, le salvarás la vida. ¿No es eso algo por lo que vale la pena vivir?

—Es extraño —dijo Keo, bajando la mirada—. Siempre que estoy con ella, me llaman la atención… sus semejanzas. Se parece mucho a Sunny, es como si Sunny hubiera vuelto a mí.

Ugh asintió con gesto pensativo.

—Hay muchas voces que nunca oímos. Muchos significados que nunca conseguimos interpretar. Quizá todos estemos perdidos, y nos encontremos, y nos volvamos a perder otra vez. Quizá solo el asombro nos mantenga vivos. —Echó un vistazo a su reloj y se incorporó de un salto. Luego le dio un abrazo a Keo—. Ven a verme al rodeo. Y, Hawaiano, sé fuerte. Recuerda que, después de todo, sigue estando ahí la familia, ‘ohana. ¡Y todo esto! —Extendió su mano hacia la noche y después se lanzó calle abajo, cantando—: Hi’ipoi ka ‘āina aloha! Conserva la tierra amada.

Noah Palama, con sus doce dedos en las manos, se levantó de nuevo para asomarse a la ventana. Vio a un vaquero en miniatura que pasaba corriendo y cantando. O, tal vez, solo estuviera soñando.