HO‘OPA‘I

Venganza

Soñó con mujeres balanceándose boca abajo en el mar, agitado tras la explosión de los barcos en los que iban. Soñó con cadáveres colgados que relucían como si fueran pendientes. Después soñó también con soldados aliados de mejillas sonrosadas que ofrecían comida y penicilina y, más tarde, indirectas e insinuaciones. Ellos eran los vencedores, así que eran dueños de los despojos. Se despertó con un chillido y se pasó toda la noche manteniendo a raya sus sueños con el bastón.

Se levantó y contempló el amanecer. Parecía prometer un nuevo comienzo, como hacía con frecuencia antes de que la luz del día trajera consigo los ruidos de los humanos. Paseó la mirada por su habitación, por las paredes decoradas con liebres de masilla de color jade. Desde fuera el hotel parecía decrépito, la luz del sol se enganchaba en su fachada agrietada. Sin embargo, Sunny se había acostumbrado a estar allí.

Pese a lo temprano de la hora, el día ya estaba cargado de electricidad. Algo la había despertado, haciéndola salir de la cama como si quisiera llevarla a algún lugar concreto en el que iba a ocurrir alguna cosa, aunque no sabía con seguridad de qué se trataba. Permaneció un rato en la ventana. En otra habitación había alguien leyendo: Sunny oyó el sonido de una manga de color marrón pasando una página. Había acabado por imaginarse a su vecina como a una anciana sin lengua. Los silencios de ambas pasaban el tiempo juntos. A veces la mujer se desvanecía en el sopor. Sunny oyó que se le caía el libro de la mano y se estrellaba contra el suelo, e imaginó a la mujer con un ojo dormido y el otro posado en las páginas que habían quedado a sus pies y todavía no había leído.

Desde las pequeñas tiendas que había abajo en la calle ascendía el virulento olor de café recién preparado, bollos dulces de mochi junto a carrilladas de cerdo. Había días en los que olvidaba cuánto tiempo había pasado desde que había regresado a Honolulú. El tiempo ya no formaba parte de su existencia. En el exterior, la luz fue abriéndose paso por la ciudad, prendiendo fuego a las palmeras y haciendo que los tejados de los edificios pareciesen palpitar. Luego todo quedó cubierto de un resplandor, era la alquimia del sol. Cerró las cortinas.

Había pensado que aquel sería otro día más de iglesia, de sentarse en las sombras en bancos incómodos, escuchando a Keo dándoles clase de trompeta y piano a unos críos. Quizá tocaría algo de Ellington, o un poco de Chopin. A veces el olor, como de alquitrán sobrante (el incienso de la misa), le daba dolor de cabeza y abandonaba la iglesia antes de que Keo terminase de tocar. Pero si el hombre jacaranda estaba allí, Sunny siempre esperaba hasta el final. Paciente, atenta.

Incluso aunque estuviera muriéndose, o aunque no tuviera pies, siempre lo seguiría. A restaurantes y tiendas. Hasta que llegase el momento idóneo. Una noche se situó tan cerca de él que pudo oler su aliento y oír una especie de chisporroteo en su interior. No iba a dejar que la vida le achicharrase. Ni permitiría que sus cenizas desaparecieran por una esquina arrastradas por el viento. Eso no sería suficiente.

De tanto en tanto, cuando se cansaba del bullicio del Swing Club, paseaba por las calles de Honolulú. En el interior de pequeñas tiendas asistía al paisaje vivo de la humanidad. Carniceros trinchando aves meticulosamente, panaderos amasando pasta de arroz. Y en las trastiendas, madres amamantando y tarareando canciones a sus bebés. Sunny tocaba la piel apergaminada y triste de sus pechos, que colgaban como si fueran melcocha.

Algunas noches se paraba en la acera opuesta a la tienda de Malia, Diseños Malia. En su interior una mujer manejaba una máquina de coser como si fuera un caballo de carreras, haciendo que la tela se agitase como banderines ondeando al viento. Sunny casi podía sentir el zumbido de la aguja candente mientras Malia hacía trabajar la Singer, llegando a veces incluso a gritarle a la máquina. Observarla le provocaba a Sunny un momento de disfrute, de paz. Se tocaba la etiqueta de su vestido y, en la tienda, Malia levantaba la vista como si alguien le hubiera tocado en el cuello.

Una noche, Malia cogió aire y respiró profundamente, sintiendo un escalofrío. Notó una presencia detrás de ella.

—Perdóname… por molestarte…

Malia soltó un grito al darse cuenta de quién era.

—Por favor. No te des la vuelta.

Malia esperó sin saber qué era lo esperaba. Finalmente se decidió a hablar:

—He llamado a mi hija Anahola. En homenaje a tu niña.

—Lo sé…

—Ella quiere a Keo como a un padre. Él nunca estará solo.

—Venía a darte las gracias, Malia.

Malia mantuvo la cabeza agachada, aterrorizada.

—Sunny, déjame ser tu amiga. ¡Déjame ayudarte!

Sunny le respondió con una profunda ternura:

—Simplemente… recuerda.

La tienda volvió a quedarse en silencio. Sunny continuó recorriendo las calles y solía acabar en el Barrio Chino. Visitó una docena de tiendecitas atiborradas de tarros que contenían especímenes raros y en peligro. Una cabeza de una cobra rey albina. El pene cubierto de pecas de un rinoceronte. Pies vendados que parecían pequeñas pezuñas. Un feto de pigmeo. Viales de venenos mortales bajo la luz de farolillos de papel. ‘Oliana, «adelfa». Nānā honua, «flor trompeta de ángel». Veneno de serpiente. Antídoto para el veneno de serpiente. Y en los silenciosos patios entre unas tiendas y otras, templos, gongs, la visión y el olor del azafrán.

Y los tenderos le contaron que doscientos años atrás los capitanes de barcos cargados de opio y té, ignorando el valor del jade, lo utilizaban como lastre cuando navegaban de regreso desde Oriente. Y los culis descargaban el jade y lo enterraban durante décadas para que los hijos de sus hijos no murieran de hambre. Los hombres y mujeres arrugados que le contaban aquellas historias eran tíos y tías de tenderos entre los que había vivido en Shanghái. El sonido de sus voces le hizo pensar en su hermana, Lili, y se quedó hundida en el silencio. Los tenderos la consolaron, dándole palmadas en el brazo con sus manos agrietadas y llenas de venas, perfiladas con el trabajo de siglos y siglos.

Algunas noches Lili y ella se detenían frente a la casa de su padre, mirando a través de las ventanas.

—Era tan dinámico —susurraba Sunny—. Ahora, mira qué aspecto de holgazán.

Observaban cómo su madre, Butterfly, le cortaba el pelo, le enjabonaba la cara y le afeitaba. Algunas noches ambos jugaban a las cartas y se daban tiernas palmaditas en las manos. Y, a veces, mientras él dormía, sus hijas se internaban en sus sueños y le perdonaban.

Sunny siempre volvía al Barrio Chino y se sentaba en herboristerías y tiendas de semillas en las que había tarros de frutas secas de catorce colores diferentes, li hing mui, si mui, hum lum, semillas de mango, fruta deshidratada salada o agridulce. Los propietarios de las tiendas le sonreían, acostumbrados ya a su presencia, y continuaban con la lectura de sus periódicos. Algunos la invitaban a té y le hablaban con erudición de las cualidades de hierbas y raíces, de venenos y bálsamos. La mayoría de las veces se sentaba en el bar Anti-Mango, frente a cierto hotelito donde veía entrar y salir a un hombre azul.

Ahora estaba sentada en su habitación de liebres de jade, sintiendo escalofríos a causa del aire, cargado de electricidad. Estaba mediada la mañana cuando oyó las campanas y los vítores. Su vecina se incorporó y emitió un grito ahogado. Sunny separó los labios, y se estremeció.

Endo soñó que estaba en casa, en Tokio, que acababa de terminar su entrenamiento para ser oficial. Llevaba puesto su cinturón, finamente bordado, que habían hecho su madre y sus hermanas, y estaba bailando al estilo inglés con una preciosa chica japonesa que hablaba tres lenguas horizontales.

Él fanfarroneaba sobre su entrenamiento.

—… judo, lucha con bayonetas, manejo de la espada, equitación.

La chica se rio en su cara.

—¡Vas a la guerra, no de vacaciones!

En su sueño, la sala de baile fue de repente arrasada por tanques cubiertos con redes que le hicieron pensar en redecillas de chicas glamourosas. Los Aliados le apuntaban con sus metralletas desde las torretas de los tanques. Endo saltó hacia delante con su espada, cortándole la cabeza a uno de ellos. Su pareja de baile se puso a gritar. Él se volvió hacia ella y echó un vistazo a su cuello, sintiendo cómo le temblaba el brazo con el que sostenía la espada. El sonido de los aviones de guerra y las bombas cayendo convertían la ciudad en un infierno.

Se despertó gritando:

—¡Madre! ¡Padre!

Tenía las mejillas azules cubiertas de mocos.

Ya totalmente despierto, seguía oyendo aviones, sirenas y campanas. Se agitó con tanta fuerza que toda la cama dio un bote. Se refugió bajo las sábanas y contó las explosiones. Se quedó allí escondido durante horas. El tañido de las campanas aumentó de volumen, y también las sirenas, mientras en el exterior había ríos de gente corriendo por las calles.

Nos reducirán a cenizas. La ciudad entera arderá, todo arderá en veinte kilómetros a la redonda. Debo salvar a mis padres.

Se puso en pie y alargó el brazo para coger su espada, pero no había nada allí, ni siquiera su uniforme. Ahora había gente gritando por los pasillos. En la calle ya estaba avanzada la tarde y había fuegos encendidos en las colinas y tantas explosiones que la ciudad estaba cubierta de niebla y en penumbra, como si anocheciera. Oyó cañonazos que disparaban barcos de guerra en alta mar, y vio edificios enteros que se estremecían. Salió y corrió en dirección contraria a la marea de gente, intentando llegar junto a sus padres antes de que lo hicieran los Aliados.

Se dirigió al oeste, hacia donde ellos vivían, pero nada de lo que veía le resultaba familiar, no había nadie herido, lo único que veía en las caras de la gente era locura. Parecían tan afectados por lo que sucedía que estaban sonriendo, e incluso bailando. Con cada nueva explosión, Endo se lanzaba contra las paredes. Las campanas de las iglesias continuaban sonando. A lo lejos vio aviones que se acercaban y camiones con soldados.

Tokio está perdido. Ya lo han invadido.

Endo miró hacia el mar en el hueco que quedaba entre dos edificios: destructores, portaaviones, cañones gigantescos dirigidos hacia su ciudad. De tanto en tanto sonaba el estruendo de un ¡BUUUM! que destrozaba calles enteras y tiraba a una multitud de gente contra otra. Sin embargo, los ríos de gente seguían fluyendo y todo estaba envuelto en humo y se oía el martilleo de los disparos por todas partes. Un coche explotó por los aires. La ciudad estaba próxima a su final.

Continuó adelante, tratando de adelantar al fuego que los arrasaría. Llamó a gritos a sus padres, a sus hermanas, sabiendo que nunca podría alcanzarlos. La gente se empezó a echar hacia atrás, asustada por los gritos y por la expresión del rostro de Endo. Sobre sus cabezas se extendían gamas de colores fluorescentes, luces que parecían proceder de joyas rotas. El sol moría horriblemente.

Con el anochecer, vio en la lejanía aviones que soltaban bombas con forma de leños sobre un lugar llamado Sand Island. Y luego todo Sand Island explotó y las llamaradas ascendieron hacia el cielo. Desde algún lugar que no alcanzaba a ver, varias divisiones de infantería dispararon incontables salvas. Endo se tiró al suelo, sobre el asfalto, sin sentir nada mientras la multitud pasaba por encima de él. Se puso en pie apoyándose en una pared.

El tiempo se detuvo. Endo se quedó quieto, con la muchedumbre fluyendo en dirección opuesta a la que él quería ir. Luego se encontró en un puente, observando el horror de Sand Island, un infierno cuyas llamas alcanzaban una altura de treinta metros. Parecía controlado, probablemente lo alimentarían con gasolina hasta convertirlo en un auténtico incendio y entonces lo soltarían sobre la ciudad acompañado de bombas. ¿Dónde estaban sus hombres, sus ejércitos? Vio cada vez más destructores y más buques de transporte de tropas, aproximándose a tierra, y vio cómo los disparos de sus cañones rasgaban la oscuridad. Continuó corriendo hacia el oeste.

Madre. Padre. Moriré con vosotros. ¡El emperador lo ha ordenado!

En una calle que iba hacia las montañas vio, detrás de una valla, un prado, una ladera que se inclinaba hacia un riachuelo. Sed, sentía mucha sed. Bebería, y luego seguiría corriendo. Detrás de él, los Aliados avanzaban por las calles. La gente empezaría a morir a miles. Él solo quería llegar a casa.

Se tambaleó hasta la valla y se rasgó el hombro al arrastrarse a través del alambre de espino. Cruzó el prado y bajó la mirada hacia un terraplén de rocas. Su cuerpo se echó bruscamente hacia atrás, golpeado por un hedor que lo había acechado durante mucho tiempo. La ciudad estaba rasgada por arroyos que descendían de las montañas e iban recogiendo algas, suciedad y aguas fecales a medida que avanzaban hacia el puerto de Honolulú. En medio de aquel hedor, Endo detectó el olor a arcilla roja.

Bajó por el terraplén y se arrodilló en la orilla del sucio riachuelo, unió sus manos y bebió. Luego miró hacia arriba y vio la boca de un túnel abriéndose ante él. Una cañería de metal oxidado y cubierto de arcilla, de tres metros de alto, a través de la cual el agua de la montaña salía a chorros en las estaciones de lluvias y se vertía hacia el puerto y el mar. Endo se puso en pie y se acercó, asomándose por la abertura.

… Nos vamos bajo tierra. Los túneles de Rabaul, el último santuario.

Avanzó dos pasos más. Era un lugar de óxido y descomposición: las paredes parecían cubiertas de sangre, el agua tenía una pátina de verdín.

En el interior, el arroyo se estrechaba, pues apenas bajaba agua desde las cumbres. Solo había un pequeño y silencioso hilo de agua. A pesar de la penumbra se distinguían sedimentos en las paredes, mugre y hierbajos. Endo oyó voces, ecos, paredes detrás de las paredes. Ratas enormes se deslizaban por salientes y le clavaban la mirada. Pensó que si sacaba la lengua, se la arrancarían.

Oyó pasos a su espalda. Una respiración. Se adentró un poco más en el túnel. Había soldados a los que tenía que salvar, oficiales a los que debía avisar. Los Aliados habían llegado y muy pronto se abrirían paso por los túneles. Tropezó con un perro hecho trizas. Vio huesos que parecían formar la figura de un muñeco humano. Sintió una arcada y avanzó con esfuerzo. Dobló un recodo y descubrió lo que se le antojó un nuevo pasadizo bifurcándose del primero.

Ahí abajo comienza nuestra fortaleza. ¡Trescientos kilómetros de túneles escondidos!

—¡Ya vienen! —gritó—. ¡A sus puestos! ¡Preparad las municiones! —Su voz se multiplicó en un eco interminable.

De nuevo oyó pisadas a sus espaldas. Y la respiración. Se volvió y la luz le impactó en la cara.

—¿Quién es? ¿El enemigo?

Ella movió la linterna hacia delante y hacia atrás. Tenía las manos embarradas, porque las había utilizado para apoyarse por el terraplén al seguirle. Se las limpió ahora en su vestido. En el exterior estallaban las bombas y los cañones de los barcos abrían fuego. Las paredes del túnel se estremecían tanto que trozos de herrumbre caían sobre sus rostros. Por encima de sus cabezas había miles de personas corriendo. Endo percibió el olor a fuego que llegaba desde la ciudad. Las campanas continuaban tañendo sin tregua.

—¿Quién es? —volvió a gritar Endo.

Ella se acercó un poco más y dirigió el haz de la linterna a su propio rostro.

—Mírame. ¿Te acuerdas?

Él la miró fijamente, y luego hizo lo mismo con las paredes, que ante sus ojos eran de arcilla. La miró de nuevo a ella. El pasado se abrió ante ellos.

—¡Moriko! —Pues así era como siempre la había llamado.

—Mi nombre es Sun-ja. Moriko era tu puta.

—¿Dónde está?

—Muerta. Igual que yo. —Sunny volvió a enfocarle a la cara—. Llevo mucho tiempo siguiéndote. ¿Quieres saber por qué?

Endo había perdido el juicio, sin embargo, una parte de él consiguió comprender.

—Ya no me queda curiosidad.

Otra explosión, gritos de la multitud. Una brisa cálida recorrió el túnel y sintieron que se les chamuscaba la piel. Calor procedente del fuego que había sobre ellos. De pronto, Endo la cogió de la mano.

—¡Rabaul está acabado! Nos capturarán. Debemos retirarnos hacia el interior. Mira, aquel pasadizo desciende hacia otros túneles más profundos, a cámaras escondidas. Los Aliados nunca nos encontrarán.

¿Estaba fingiendo o se había vuelto loco? Sunny se liberó de su mano y el haz de su linterna se movió hacia los lados, iluminando los ojos de los roedores que los observaban. Desde el exterior llegaba un sonido semejante al de columnas de soldados desfilando con pasos enérgicos. Aviones, bombas. Muertos. Tenía la boca tan seca que no podía tragar. Su lengua parecía un trozo de madera, tenía los labios agrietados y toda su saliva se había evaporado. Sintió que le caían gotas encima. La condensación se acumulaba en las paredes. Era una puta encerrada en un barracón.

… Se levanta con sumo cuidado, temblando como la hierba con el aire húmedo. Se inclina, lame la condensación que se ha formado en la pared, luego gime y trata de oír el mar. Porque eso es lo que echa de menos: las olas precipitándose sobre ella, desmenuzándola…

Se inclinó y tocó la pared pringada de suciedad con su lengua. Las paredes temblaron y se abultaron, como si su lengua estuviese tocando a un hombre. Endo tenía el rostro hundido en sus manos. ¿Estaba sollozando? ¿O emocionado por estar con ella? Sonaban cañones en el puerto, destrozando la ciudad.

—Quedaremos enterrados. El gas nos ahogará, como la otra vez. Mi espada. ¿Dónde está mi espada?

Les impactó otra oleada de calor. Entonces, también Sunny oyó voces en las paredes. Soldados japoneses que lloraban, chicas-pi gimiendo, encerradas en cámaras de arcilla roja donde ya no quedaba aire. Cada cicatriz, cada marca de su cuerpo, gritó. Cada órgano que le había sido arrancado, cada célula que había enfermado y muerto, cada parte de su ser que ya había sido enterrada.

Endo cayó de rodillas.

—Moriko, dame la mano. ¡Rápido! Tenemos que bajar para que nunca nos encuentren.

Bajó la mirada, sorprendido por la erección que tenía. Recordó cuando la penetraba.

Ya desnutrida, enferma, pero aún deseable. Todavía cálida y húmeda, una fruta que se cerraba en torno a mí, aferrándome. Yo me derramaba, no en el momento del orgasmo, sino con la ilusión de lo que estaba por venir. Pensando en que después… ¡oh! después aún tenía su cuello para mí…

Sunny movió el foco de la linterna hacia él. Estaba de rodillas y se cogía el pene con la mano, con una expresión grotesca en la cara.

Estoy tan cansada, pensó. Quizás he llegado demasiado lejos.

Sintió que sus zapatos se hundían. Con un movimiento lento, se sentó entre la suciedad y el barro, agotada y sedienta. Se recostó contra la pared y sintió el frío de la pared en su mejilla, lo que le hizo pensar en arcilla húmeda. Oyó a la multitud cantando a lo lejos. Pensó en chicas demacradas y destrozadas duchándose por primera vez en años. Pensó en ellas tocando azulejos blancos, limpios y relucientes, pasando las yemas de sus dedos por ellos como hacen los ciegos.

Pensó en ellas tocando las pastillas de jabón como si fueran preciosos pedazos de marfil. Enjabonándose y restregándose y volviendo a enjabonarse, canturreando en voz muy baja. Sosteniéndose unas a otras como madres, como niñas, rezando por que el agua bautizase sus rostros, sus cuerpos deshechos, como si pudiera devolverles la juventud y la pureza. Como si el agua pudiera llevárselo todo. Algunas sobrevivirían, otras descubrirían que habían vivido ya bastante. Empezó a llorar. Solo un poco, pues le quedaban muy pocas lágrimas que verter.

El hombre que tenía ante sí suplicaba, azul y balbuceante.

—¡Moriko, ven! Si nos encuentran nos matarán. Tráeme mi espada.

Estaba ido. A Sunny no le quedaba nada por hacer allí. Y, sin embargo, algunas cosas no podían tolerarse sin un desagravio. Pensó una vez más en los barracones del Pacífico. Chozas infectadas de tifus en Yakarta y Manila. Tiendas de campaña congeladas y furgones en Manchuria y Nanking. Chicas secuestradas obligadas a caminar bajo la ventisca y en pantanos, forzadas a entrar en combate para defender a sus propios verdugos. Y cuando eran violadas hasta morir de enfermedad y agotamiento, sus cuerpos eran abiertos en canal y sus órganos utilizados para calentar los pies de los soldados o para alimentar a los animales del ejército. Miles de chicas jóvenes. Cientos de miles.

Sunny hundió la cabeza al recordar a su madre, Butterfly, hablándole de las antiguas koa wāhine, las mujeres guerreras de Hawái. Le contó que aquellas mujeres habían seguido a sus hombres a la batalla, cargando con calabazas llenas de comida y cubos de agua para que repusieran fuerzas, y que sus cánticos y sus esfuerzos habían animado a los guerreros a seguir adelante. Le contó que cuando un hombre moría en la batalla, su mujer o su hija recogían sus armas, sus hachas y sus jabalinas y se lanzaban con feroces gritos de guerra contra el enemigo.

—Así era como una chica se convertía en mujer —había dicho Butterfly—. Cuando aprendía ho‘opa‘i, «venganza».

Ahora las palabras de su madre eran como un ejército que desfilaba tras ella. Sunny dejó la linterna y abrió el bolsillo que tenía en la cintura. Extrajo el vial y la aguja hipodérmica. El herborista chino le había enseñado con tanta paciencia y meticulosidad que podía hacerlo en la oscuridad. Cuando tuvo la aguja preparada, enfocó con la linterna y se acercó. Endo vio la aguja y sus ojos se abrieron desorbitados.

Sunny se la clavó profundamente en el cuello y contempló cómo la carne azul absorbía los mortales jugos de la flor trompeta de ángel. Vio cómo se quedaba congelado, ensordecido por el estruendo de la trompeta. Llevaría tiempo. La muerte llegaría con lentos compases de staccato, agujereándole célula a célula, paralizando primero una extremidad y luego otra. Endo vería cómo su cuerpo se iba muriendo por partes, como un gusano.

Endo se quedó quieto. Vio que Sunny se sentaba ante él, esperando. El hilo de agua que había debajo de él le mordisqueó la piel. Mientras en el exterior las calles explotaban y las personas corrían en oleadas, en las cumbres de los Ko‘olaus comenzó a lloviznar. Las gotas formaron arroyuelos que a su vez formaron riachuelos. Con el tiempo, el hilo de agua que tenía debajo aumentaría de volumen, de forma imperceptible y taimada. Con el tiempo, sus talones, su trasero y sus hombros empezarían a hundirse.

Sunny permaneció atenta, hora tras hora. Con el amanecer, los fuegos de la ciudad se fueron consumiendo, la multitud exhausta inició la retirada, el retumbar de los cañones ya había cesado. En el silencio reinante un trueno más antiguo hizo temblar la tierra. Endo vio a Sunny levantar la mirada en la dirección de la que procedía el sonido. La vio sonreír. Los truenos traerían precipitaciones, lluvias incesantes. Y enseguida dieron comienzo. Llovió un día entero, y también la noche siguiente. Las zanjas quedaron inundadas y los arroyos empezaron a aumentar de caudal.

Endo estaba muriendo desde abajo hacia arriba. Sus piernas eran piedra: la trompeta del ángel hacía sonar sus jugos mortales. Apenas podía sentir sus brazos.

Sunny se subió a un pequeño saliente de la pared del túnel. Endo empezó a comprender a qué estaba esperando. Horrorizado, se puso a gritar, o pensó que gritaba, pero fue algo distinto lo que brotó de su boca. La corriente aumentó de volumen y alcanzó el nivel suficiente para arrastrarlo. Su cuerpo se balanceó de lado a lado y volvió a gritar, e intentó agarrarse a las paredes con sus manos moribundas.

De repente, el hilo de agua se convirtió en un torrente que hacía girar su cuerpo. Su rostro pasó cerca del de Sunny, reducido a una máscara azul en la que había dibujada una mueca espantosa. Sus alaridos eran angustiosos. Entonces la corriente se lo llevó, y el cerebro aún vivo de Endo Matsuharu vio que el océano le esperaba a lo lejos. Rojo, hirviendo, y paciente.

Pasó otro día. Poco a poco, las lluvias amainaron. Una mujer vieja salió de un túnel, cubierta de barro y echando vapor. Se puso en cuclillas y comió pedazos de hierba tan frescos y crujientes que le hicieron daño en los labios. Alzó su rostro hacia la lluvia y luego subió lentamente por el terraplén, agarrándose a raíces de árboles que surgían de la tierra como los tubos de un órgano. De vez en cuando se detenía y reposaba la cabeza contra el tronco de un árbol. Llenó sus pulmones de aire. La corteza olía a limpio, y la tierra también.