Reloj de arena
Las miradas fijas de su hija, como alguien que le tosiera en la cara. Malia se estremeció al imaginar las oscuras manías que le aguardaban de ahora en adelante. La chica intentaría matarla mientras dormía. O, peor, la ignoraría. La ignoraría totalmente.
Ahora sabe quién soy, y quién es él, y ahora lo voy a pagar. Yo la crie, le di calor y la alimenté. Siempre hubo alguien que la abrazase y la adorase. Puede que no fuera yo quien lo hiciera, pero siempre estaba ahí, vigilando como un perro guardián desde las sombras. Todas las noches de su infancia cuando estaba enferma, rezando, suplicándose a la Diosa Madre que me diera a mí el dolor y la fiebre. Me sacrifiqué, le di una educación. Ahora puede irse con él si lo que quiere es glamour. Puede odiarme todos los días.
Hubo largas noches de llanto. De algún modo, Malia había enlazado su existencia con la de aquella niña; se había convertido en una madre. Ahora era ella la que miraba desde fuera, la que se quedaba a un lado para mirar sin tomar parte, mientras padre e hija se iban juntos. A solas, hablaban de libros y de la vida y de cómo Baby Jo quería ser cirujana. O jueza. Quería impresionarle.
Al oír la historia de sus costillas y del pulmón que le habían extirpado, cuando oyó la respiración raspada de su padre, deseó cuidarle, abrazarle y acariciar su frente. Y cuando Krash la llevó de vuelta a casa y la dejó en la entrada de la calle, ella caminó más erguida que de costumbre porque sabía que él seguiría mirándola hasta que llegase a la casa. En momentos como aquel, Baby Jo mostraba orgullo al aguantarse las ganas de echar a correr por toda la calle gritando «¡Mirad, ese es mi padre!». Y una vez dentro de la casa, se comportaba de forma más tranquila, más cariñosa, pues ahora sabía que la querían y que todas las personas que le importaban la conocían.
Bajó el tono de su voz para que no resultase tan chillona. Cuando hablaba en jerga lo hacía de forma más suave, cantarina, con el ritmo elegante del habla isleño. Todavía llamaba a Keo «Tío Papa». Y Timoteo seguía siendo, siempre, Abuelo. Su tío DeSoto aún la asombraba y la impresionaba con su calma, su displicente conocimiento de hechos curiosos (que el pulpo estaba estrechamente relacionado con el camello, que los ciempiés corrían más rápido que los guepardos).
Solo ante su madre representaba el papel de rencorosa, cada uno de sus gestos hacia ella era frío y como ausente. Sus ojos apuntaban al mismísimo centro, dardos dirigidos al corazón de Malia. Desde el día en que había cogido la mano de su padre, Baby Jo no solo se había apartado de ella, sino que parecía haberse borrado por completo a sí misma de la vida de Malia.
Un día, Malia entró en su habitación y cruzó aquel abismo salvaje que se abría entre ellas.
—Adelante, ódiame. Por esperar dieciséis años para contártelo. Ódiame por ser orgullosa. Y por hacerte a ti orgullosa. Por darte buenas prendas de ropa que hacen juego, y por matricularte en tu colegio privado. Ódiame por ahorrar de aquí y de allá para que puedas ir a la universidad y no a la calle o a la cárcel. —Se acercó un poco más a su hija—. No importa si mi juventud ya es cosa del pasado. O si me odias. Mientras tú no tengas que trabajar en la fábrica de conservas o dejarte los brazos en los campos de caña. Gracias a mí, hay cosas que tú nunca tendrás que hacer. ¡Ve! Vete con tu padre. Quizás él pueda enseñarte nuevas maneras de odiarme.
—Mentiste —le espetó Baby Jonah.
—Nunca mentí. Nunca lo dije. Hay una diferencia.
La chica se sentó, y con ella pareció que toda la habitación hiciera lo mismo. Era como estar dentro de un armazón.
Por la noche, Malia rondó por toda la casa, deteniéndose ante la puerta del dormitorio de su hija, que la despreciaba abiertamente y la miraba alzando el mentón y con gesto insolente. Caminaba por la calle como si la hubieran despojado de todo, recordando la otra razón por la que había empujado a Baby Jonah hacia su padre: para que tuviera un campeón, un protector, para que la vida no la mutilase y la convirtiera en una mujer con un bastón.
Una noche se despertó de repente, gritando:
—¡Sunny! —Aún quería creer que la mujer y el bastón habían sido un sueño.
Al día siguiente, en la tienda, no podía trabajar. La tela se descosía, las tijeras se abrían solas y atacaban el aire. Pensó en Pono incluso antes de que la Singer cosiera el nombre. Al ver las letras, Malia apoyó la cabeza contra la superficie esmaltada y fría de la máquina, como si se apoyase contra lava dura y negra. Olió el azufre y la niebla mezclada con humo de la isla grande de Hawái, la isla de los volcanes, donde Pono la esperaba.
Cogió de nuevo el barco que unía unas islas con otras y vio cómo Honolulú iba disminuyendo de tamaño en la lejanía, y sintió un alivio enorme al alejarse de aquella ciudad que era su prisión, un lugar donde se sentía estancada. Entonces experimentó una punzada de terror al imaginarse cómo sería ver que Honolulú desaparecía para siempre. No volver nunca a ver los campos de caña borlados de plata, o a oler el aroma dulce y pegajoso de las piñas de las fábricas, o a ver desgajarse las nubes sobre los Ko‘olaus. No volver jamás a oír los ronquidos y ronroneos de su hija, ni a oler la herrumbre de la mosquitera que su padre cerraba con llave cada noche para mantenerlos a salvo.
Un pequeño cerrojo oxidado. ¡Oh, papá! No era suficiente. El cerrojo no evitó que el mundo entrase en casa.
Al atracar en el puerto de Hawái, a Malia le llamó la atención una vez más el paisaje de lava negra en el que la corteza de la tierra aún eructaba y se abría, donde su cuerpo todavía se desbordaba, como si diera a luz un nuevo trozo de tierra. Luego sintió el tacto de Pono, sus manos alargándose todo el camino hasta la costa, sus dedos oliendo a eucalipto, a tierra, a gardenias y flores de cafeto. Hasta el clima coincidía con la personalidad de Pono: cambiante, tempestuoso, con truenos que retumbaban en el cielo. Luego las nubes se abrieron y el sol, con majestuosidad, salió, cegador, saqueándolo todo.
Malia miró hacia las colinas del cinturón de café, cubiertas de una niebla azulada, donde se asentaban las viejas poblaciones con nombres como Holualoa, Kainali‘u, Kealakekua. Y Captain Cook, donde aguardaba Pono, un mujer inflexible que no permitiría que el mundo la atravesase. Durante el interminable ascenso hacia aquellas colinas de otra época, Malia se sintió como drogada, el aire estaba tan cargado de aroma a jengibre que los caballos galopaban de lado. Notó que la tensión se plegaba tras ella como un abanico, se sintió calmada, como una niña.
Luego le llegó a la nariz un ligero olor a quemado, el olor de la isla a bruma y ceniza volcánica, a azufre, un olor de otro mundo. En algún lugar de aquella isla, las montañas se estremecían y vomitaban; en algún punto la tierra se descosía y mostraba sus venas de lava hirviendo. Malia llegó a la rocosa entrada a Nap‘opo‘o Road. A través de un silencioso pasadizo entre árboles, se adentró una vez más en el mundo de Pono. Sobre el césped se alzaba, siniestra, la casa.
Aquella mujer enjuta y fuerte llamada Run Run, con su pequeño rostro jovial de niña, estaba en el umbral de una de las puertas. Salió al porche, dio una profunda calada de su cigarrillo y luego frunció los labios para expulsar unos anillos perfectos de humo.
—¿Quién eres tú?
—Malia. Ya vine antes.
—¿Y? ¿Qué quieres ahora?
—La última vez que estuve aquí le di a Pono un viejo kimono de seda…
Los ojos de la mujer se movieron de un lado a otro con gesto travieso.
—¿Qué era, un regalo de ida y vuelta? ¿Quieres recuperarlo?
—¡No, no! —gritó Malia—. Necesito pedirle que me explique lo de la cara, había una cara…
De repente, Run Run se inclinó hacia delante meneando un dedo.
—¡Eres tú! Ese kimono hizo que Pono se volviera realmente loca. Estuvo maldiciendo todas las noches, lloriqueando y arrancando las costuras de la cara de la vieja para coser una nueva cara. Luego cambió de idea y volvió a arrancar las costuras una y otra vez. Nunca la había visto así. Pono no es mujer que se siente tranquilamente en un rincón para coser. Ella pertenece al mar y al cielo. Es una wahine de cuidado.
Malia dio unos pasos para acercarse a la mujer.
—Run Run. Tengo que verla. Por favor. Dile que he visto ese rostro en persona… es Sunny Sung.
La mujer miró calle abajo, hacia el océano, un tapiz de tonos de índigo y jade.
—Ve por esa carretera. Hasta el acantilado. Si ella quiere verte, lo sabrás.
Malia recorrió Napo‘opo‘o Road y luego se desvió por un bosque hacia un acantilado que se alzaba sobre el mar. Paseó la mirada por la superficie del agua, sin ver a nadie. Pero entonces descubrió a Pono emergiendo en medio del mural roto de azules y verdes, saliendo de una ola. Caminó por la arena, murmurando un cántico dirigido al cielo. Se echó su larga melena negra hacia atrás y se desató el pareo, desnudando su cuerpo dorado al sol.
Se arrodilló y se restregó los brazos, los pechos y las caderas con sal de mar que había recogido en un cuenco de lava. La sal suavizaba la piel, la mantenía firme, sedienta de océano. Malia contuvo el aliento al ver que Pono volvía corriendo hacia el agua. La vio inclinar la cabeza, unir las manos y beber, como los antepasados habían bebido para cicatrizar sus heridas de guerra, o como incluso ahora hacían los ancianos para restablecer su salud con tragos diarios. Se adentró de nuevo en aguas profundas, sumergiéndose y emergiendo con un estilo elegante e hipnótico.
Malia perdió el sentido del tiempo. Una vez le pareció verla emerger, dotada de aletas y morro. Después de una hora, o quizá de varias horas, Pono reapareció en la arena de la playa. Entonces, girando lentamente, levantó la mirada hacia Malia, una mirada que parecía cargada de piedras negras. Malia cayó en un sueño.
Era mediodía, cuando las sombras se adentran en la profundidad de cada ser humano, cuando el mana es más fuerte. En el sueño de Malia, Pono ascendió por el acantilado inclinada hacia atrás de un modo que desafiaba a la gravedad y se plantó ante ella, envuelta en un olor a fósil calcáreo antediluviano. No obstante, de sus pantorrillas cubiertas de arena, sus muslos y sus hombros bañados por el sol emanaba una sensación de calidez.
Malia se enderezó. Es decir, se vio a sí misma enderezándose en la espiral de un sueño. Pono le mostró el kimono que Malia le había dado con la cara de la vieja.
—Mírala de cerca, el dolor que había en la cara se ha borrado. Puedes distinguir diminutos agujeros en la seda, ahí donde estaban las costuras. El descosido se curará con el tiempo.
Malia miró la prenda, sin comprender. En el kimono, la cara de la mujer había desaparecido, como si la tela la hubiera digerido. Lo que estaba ahora cosido era la parte trasera de la cabeza, un cuello esbelto, elegante como el de una geisha. Parecía estar mirando el océano. Era un paisaje tan simple que la confundió.
—¿Qué hay de las pesadillas de Sunny? —preguntó—. ¿Cómo saldrá adelante?
Pono respondió lentamente, pues había sufrido por aquella mujer, había cosido y descosido hasta que la historia y el futuro de Sunny Sung parecían verdaderos.
—¡Frena! El Tiempo no ha terminado. Será lo que el Tiempo imponga.
Malia volvió a dormirse, y al despertar se encontraba en la hacienda, en una habitación de líquido viscoso en la que nada estaba quieto. Las paredes color sepia se estremecían como si la madera tuviera fiebre. Estaba tumbada en una cama de columnas, percibiendo el resplandor de un calor vivo, sintiendo que había llegado a un lugar habitado por un gentío turbulento. La habitación poseía un millar de lenguas.
Pono sostenía el mismo kimono, y Malia reanudó la conversación como si hubiera vuelto a caer en el sueño.
—¿Qué pasa con el mal que rompió a Sunny en pedazos?
La mujer miraba fijamente el mar a través de la ventana.
—Habrá un ajuste de cuentas.
—La vi —susurró Malia—. Yo estaba allí. Se lo contó todo a mi madre moribunda. ¿Cómo puedo ayudarla? ¿Qué debería hacer?
Pono se sentó frente a ella con una expresión en la cara en la que no había ningún temor. Parecía haber aumentado de estatura y en astucia. Malia sintió que estaba mirando el rostro de un petroglifo, que estaba respirando la piel de los antiguos.
—Ahora escúchame, Malia. Vas a ayudar a Sunny Sung de modos que no puedes ni imaginar. Permitiendo que el aire se vuelva aire. Por no encadenar cada día, fustigando cada momento. Por no pasar más del vacío al vacío. —Malia se incorporó hasta quedar sentada, mientras Pono se le acercaba un poco más—. Yo tenía cuatro hijas. Se han ido. Tenía un marido, se ha ido. Es decir, la vida no me permitirá tenerle. Castigué a mis hijas, queriendo a su padre en su lugar. Las amaba con un amor tan fuerte que pensé que era odio. Cometí errores terribles. Los errores nos dicen quiénes somos…
»Ahora todo lo que tengo son sueños. Y, de vez en cuando, a un hombre que la vida continúa trayéndome, porque es ma‘i pākē. Le he herido profundamente al llevarme a nuestras hijas lejos de él. Por encadenar cada día, fustigando cada momento. Por amargura y orgullo. He destruido las semillas que sembramos juntos. Quizás algún día las hijas de mis hijas me perdonarán. Si estoy preparada para ser humana. —Tocó el cabello de Malia, y luego su mejilla. Nunca había tenido tanta paciencia con otra mujer, excepto con su amiga y guardiana, la pequeña Run Run—. Mira tu vida, Malia. Está vacía. El orgullo mantiene la pasión cerrada en el armario de tus medianoches.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con Sunny Sung?
—En tu juventud, la rechazaste. Hubiera sido una estupenda amiga.
—Pero me he tragado el orgullo. Incluso he entregado mi hija a su padre.
—La has medio entregado. Te mantienes apartada del padre. Y así, romperás lo que te ata. —Pono se alzó por completo—. Te lo digo ahora. Coge tu orgullo y trágatelo. ¡Ingiérelo! Y excrétalo. Coge las costillas que tanto adoras. Sácales brillo con aceites de determinación. Pídele que te perdone. Si apartas de ti a ese hombre, perderás para siempre al padre y a la hija. Y yo misma te condenaré.
Malia negó con la cabeza.
—No puedo. Él me humilló.
—¡Mujer, tú has vivido! ¿Creías que podías vivir día tras día solo con unos cuantos arañazos? Eso no es vida. Eso es esconderse.
—Entonces me esconderé. No confío en el amor. Te abres a alguien, y te matan.
—Escucha. Todas las decisiones que tomamos, la de amar o la de no amar, son una muerte. El amor no mata ni castra. Nosotros lo hacemos. Pensamos demasiado. Hablamos demasiado. Siente, Malia, siente. Nosotras somos mujeres de blasfemia y temeridad. La vida nos hace pagar. Así, tú has pagado. Ahora, recoge tu vida pieza a pieza. Recuerda lo que te enseñé. Busca patrones que hagan juego, conecta las costuras. Obtendrás diseños brillantes. —Su voz se suavizó al proseguir—: ¿Te has olvidado? El padre de tu hija también ha sufrido. ¿Quién sabe lo que los hombres sufren y no pueden expresar? Todavía hay un sentimiento vivo entre vosotros. Es poco frecuente. Es muy poco frecuente. Te insisto, acéptalo de nuevo. Deja que la vida empiece.
Malia libró una lucha interior, queriendo decir algo, pero sin ser capaz de hacerlo. Cómo había intentado ser una persona honrada. Preocuparse, atender y alimentar a aquellos que le habían dado la vida. Y a aquella a quien ella había dado a luz.
—Lo sé todo —dijo Pono—. Tus padres vivieron con dignidad gracias a ti. Nunca tuvieron que pedir limosna. Un día tu niña lo sabrá. Su padre se lo contará con el tiempo. ¿Puedes creer que incluso ahora ella llora creyendo que te has marchado? Tu cama está hecha. Tu tienda está cerrada. Comienza a comprender que eres lo mejor que jamás le va a ocurrir.
»Y, por lo que respecta al padre, está cansado, Malia, físicamente agotado. Puede que no sea un amante tan fuerte como era antes. Sin embargo, es un hombre valiente que lucha por nuestra gente. Si lo alejas de ti, recorrerás los años convertida en una mujer destrozada. Insisto, sé extravagante. ¡Atrévete!
Malia volvió a pensar en Sunny Sung.
—¿Cómo puedo ayudarla? ¿Cómo puedo deshacer los años en los que fui demasiado orgullosa?
—No hay necesidad de hacer o de deshacer. El mundo nos cambia a nosotros mucho más de lo que nosotros cambiamos el mundo. Simplemente quédate quieta. Las cosas se desarrollarán por sí solas.
Malia se quedó pensativa. Cuando al fin habló, su voz sonaba muy segura:
—Pono. Mi hija es ya una jovencita. El nombre de «Baby» ya no le cuadra. Nunca la bendije con un nombre al nacer. Todavía tengo su cordón umbilical envuelto en un trapo de lino. —Pono sonrió, sabiendo lo que iba a decir antes de que lo hiciera—. Quiero llamarla… Anahola. Como la hija de Sunny y de mi hermano. La sangre de mi hija fluye por las venas de mi hermano. Keo también es su padre. Él la crio. Puede que sea la persona a la que más quiere mi hija.
Pono la cogió de la mano.
—¿Lo ves? Ya te estás poniendo tierna. Ese nombre alegrará a tu hermano. Y tocarás el corazón de lo que queda de Sunny Sung. —Se puso en pie y volvió a mirar hacia el mar—. Anahola… reloj de arena. Será una mujer inquieta. Siempre estará buscando algo. Os pertenecerá a cada uno de vosotros. Y a nadie.
Malia sintió la necesidad de preguntar otra vez:
—¿Qué hay de los que mutilaron a Sunny?
—Ya te lo he dicho. Habrá un ajuste de cuentas.
—¿Y qué pasa con… Rabaul, donde estuvo prisionera? Continúa existiendo.
La voz de Pono se volvió despiadada.
—Representa demasiada maldad para existir. Llegará el día en que Pele reclamará ese lugar.
Entonces, con delicadeza, como si Malia fuera una niña pequeña, Pono la arropó con una sábana hasta los hombros.
—Descansa. Hoy he sido generosa. Piensa profundamente, Malia. Suelta tu látigo. Deja que la vida comience.
Un soplo de brisa, como el aliento tímido y fragante de un animal, tocó la cara de Malia, acariciándola hasta que se quedase dormida.
—¡Pono! —murmuró, soñolienta—. ¿Cuándo me perdonará mi hija?
—¿Cuándo te perdonarás tú misma? —repuso Pono, con una sonrisa.