Taparse la nariz y zambullirse en el conocimiento
Con la posibilidad de convertirse en Estado amenazando Hawái, dio la impresión de que hasta la naturaleza se oponía con virulencia. El mar se volvió más agresivo. Cada noche, el océano se tragaba las playas artificiales de Waikiki y, cuando llegaba el amanecer, las olas lamían las terrazas de los hoteles elegantes. Mientras los turistas dormían en sus carísimas habitaciones, varios camiones traían más arena que el mar volvía a tragarse rápidamente.
Los encargados de rastrillar la arena abandonaron sus empleos, jurando que habían visto un calamar gigante saliendo del agua y aspirando la arena, haciendo desaparecer medio malecón. A la luz de la luna llena, tres camareros filipinos vieron el edificio del Hotel Arrecife, de diez plantas, balanceándose como un bailarín al ritmo que le marcaba el océano. Todo eran avisos de que Waikiki se encontraba al borde del colapso. El número de los que apoyaban el NO fue aumentando paulatinamente.
Con temblores de inseguridad, Keo hablaba ante estudiantes de instituto y universitarios. Incluso hablaba a los miembros de orquestas y de coros de iglesia para animarles a que convencieran a sus mayores para que votasen NO. Los que componían la generación más joven, tanto los hawaianos nativos como los otros, ponían en duda sus argumentos.
—Tío, ¿por qué quieres negarnos la opción de ser americanos de primera clase? Nuestra gente paga un montón de impuestos federales. Y ha luchado en la Segunda Guerra Mundial y en Corea.
Un joven chino se puso en pie.
—Deberíamos votar nosotros a nuestro gobernador, y no que lo elijan en Washington D.C. Deberían permitirnos votar para elegir al presidente de Estados Unidos. ¡De lo contrario, seremos ciudadanos de segunda!
—Queremos dignidad y autoridad —añadió un portugués—. Cuando vayamos a la universidad en el continente, queremos ser aceptados como iguales, no como habitantes de un Territorio.
Cuando Keo intentó rebatir, lo acallaron a gritos.
—¿Quieres que volvamos a ser una monarquía? ¿Que vivamos en un sistema de clases y con tabúes?
A veces, cuando les hablaba, notaba una pesadez en el estómago y el corazón subiéndole por la garganta. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo, solo sabía que quería salvar la vida de todos aquellos que le escuchaban.
—¿No lo veis? Solo pueden convertirnos en Estado de forma ilegal, porque nos convirtieron en Territorio también de forma ilegal. El gobierno de Estados Unidos debería devolvernos oficialmente nuestras tierras. Y luego darnos el derecho a elegir si queremos ser un Estado.
El público que atendía sus charlas era muy joven, ni siquiera sus padres recordaban la monarquía ni la anexión forzosa. El pasado era pasado. Lo único que querían era una mejor educación y mejores trabajos.
—Sigue con ello —le dijo Krash—. Háblales hasta que estén tan aburridos que empiecen a escucharte.
Siguió dando charlas, en estadios de atletismo, en aparcamientos, en cualquier lugar donde se reunieran los jóvenes. Su voz sonaba honesta y descarada. Mostraba lo que había aprendido, lo que había visto, lo que pensaba que era el progreso y también lo que no era. A veces había veteranos de guerra entre el público. Uno de ellos, que utilizaba su mano de plástico a modo de cenicero, lanzó sus colillas al rostro de Keo.
—¿Me estás diciendo que no puedo ser un ciudadano estadounidense con derecho a voto? ¿¡Para qué perdí mi jodida mano!? Si voto por lo que tú dices, ¿qué vas a hacer tú por mí? ¿Me devolverás mi mano?
—No —respondió Keo, cepillándose la ceniza del pelo—. Pero siendo una nación independiente quizá podamos devolverte tu orgullo, para que puedas limpiarte tú mismo el trasero.
Un día, una chica hawaiana se puso en pie.
—¿Qué diferencia puede suponer lo que voten nuestras familias? Somos un porcentaje muy pequeño, lo que voten los otros nos aplastará de todas formas. Excepto nosotros, la mayoría quiere ser un Estado.
Era una chica esbelta y encantadora. Tenía la edad que habría tenido la hija de Keo. Algo empezó a desplazarse por su mente: imágenes garabateadas en su retina. No quería mirar. El pasado se alimentaba de imágenes, siempre rondándole. Regresó al aquí y al ahora, y se inclinó hacia la chica.
—Chica, solo puedo responderte desde el corazón. Al gobierno de Estados Unidos no le importan un rábano los hawaianos. Nosotros los avergonzamos, serían felices si desapareciésemos. Votar SÍ alentará a los políticos y a los ricos a borrarnos del mapa. Así lo creo, de corazón.
Con el tiempo, la suma de todos aquellos pequeños actos, la formulación de argumentos y el hecho de creer en ellos, sirvió para unificar las cosas en su interior. Empezó a verse a sí mismo en los ojos de los jóvenes que le escuchaban. Era mayor que ellos, quizá fuese incluso más sabio. Eso resultaba más obvio con los jóvenes que buscaban un consejo. Aunque la mayoría no estaba de acuerdo con él en lo concerniente a convertirse o no en Estado, poco a poco, con cierta cautela, se le acercaban para preguntarle sobre otros temas.
¿Deberían estudiar música clásica haole? ¿O auténtica música hawaiana, antiguos cánticos acompañados de maracas y tambores? ¿Deberían concentrarse en los rasgueos de guitarra tan populares, en cantar en falsetto? ¿Deberían tocar rock and roll? ¿Deberían siquiera estudiar música? ¿O salir al exterior y aprender de la vida?
Keo hizo un pacto con ellos. Si prometían que se sentarían con sus familiares y amigos y discutirían las ventajas y desventajas de ser un Estado, si prometían que se informarían y mantendrían el equilibrio en sus puntos de vista, él les enseñaría todo lo que sabía sobre música. La mayoría aceptó, y muy pronto estaban centrados en ritmos de toma y daca.
Keo comenzó a sentir una extraña sensación de renovación, un resurgimiento del amor por la música, por los instrumentos musicales y la relación humana con ellos. Intentó transmitir a los estudiantes que todas las cualidades que un ser humano poseía, todos los pensamientos malvados o nobles que pudiera tener, se reflejaban en cada una de las notas que tocaba.
A veces, mientras hablaba, la gente mayor iba amontonándose en el fondo de los auditorios y las iglesias. Sus días eran muy largos. Ahora que había terminado el almuerzo, era hora de dar la cabezadita del mediodía. Se sentaban en sillas plegables y sus cabezas iban lentamente inclinándose. Un viejo gritaba en sueños, cambiaba de postura y volvía a roncar. Una mujer vieja se sentaba algo apartada. Tenía las manos artríticas y cubiertas de cicatrices, los codos como cucuruchos de arrugado tofu. Mientras Keo hablaba, ella se inclinaba hacia delante, apoyándose sobre su bastón, escuchando.
—Estamos perdiendo —dijo Krash, en un lateral del escenario mientras la multitud iba en aumento—. El ochenta por ciento de todos los grupos que nos han escuchado votarán por el SÍ. —Realizó un gesto de negación con la cabeza, agotado—. Tal vez tengan razón. Si tenemos que vivir en la pobreza, bien podríamos ser un Estado de «bienestar social». —Señaló hacia un grupo de críos que correteaban y saltaban, con algo que echaba a perder sus sonrisas. Dientes podridos hasta las encías por culpa de la desnutrición. Piernas caligrafiadas de llagas abiertas—. Refrescos en polvo y carne en conserva, eso es todo lo que conocen.
Había perdido peso. Su atractivo rostro estaba ahora macilento. Los periódicos habían resucitado su nombre de campaña, el abogado lū‘au, y lo acusaban de estar intentando mantener a su gente iletrada y pobre. Ahora había organizado un festival a favor del NO en la ciudad de Wai‘anae. Media docena de bandas se ofrecieron voluntarias. La noticia se extendió por toda la costa de Wai‘anae, y ni siquiera aquellos que pensaban votar por el SÍ querían perdérselo.
El patio de una escuela estaba dispuesto como para celebrar una feria. Había puestos de comida y de juegos, y un escenario para espectáculos. Keo contó una veintena de grupos diferentes en la lista de actuaciones. Músicos de blues y rock. Guitarras rasgadas. Cantantes de melodías kāhiko y bailarines de danza tradicional hawaiana. Conjuntos enteros de bailarines vestidos con atuendos japoneses, coreanos y filipinos. Incluso había grupos que iban a realizar la danza circular japonesa, el tanko bushi. El ambiente estaba cargado de electricidad. Lo quisiera o no, la gente sentía que su historia estaba cambiando.
Al mediodía los asistentes ya se contaban por cientos. Paseando por el recinto, el público escuchaba a músicos veteranos armonizando sus voces en dulces falsettos con guitarras y ukeleles. Se miraban unos a otros, preguntándose qué votaría cada cual, sin que nadie estuviera realmente seguro de querer convertirse en Estado, lo único que tenían claro era que querían tener la certeza de que lo que fuese a ocurrir fuese tan bueno como lo que dejaban atrás.
Al contemplar la caótica multitud, los empujones y sacudidas de unos cuerpos contra otros, Keo regresó bruscamente a otro paisaje en el que había guardias, torres de vigilancia y presos destrozados y famélicos. El borboteo de las letrinas. Las muchedumbres siempre tendrían ese efecto: en su subconsciente recordaría Woosung una y otra vez, eternamente. Se sentó y se puso a acariciar su trompeta hasta que logró volver al presente, a aquello por lo que tenía que seguir yendo hacia delante.
Un presentador pidió a la gente que se acercase al escenario. Saciados ya de comida y bebida, todos se fueron sentando sobre esterillas y mantas, con los hijos con las mejillas manchadas de azul y púrpura. Alguien hizo sonar una concha marina. Una cantante tradicional salió al escenario, tocando su tambor de calabaza al tiempo que veinte bailarines se colocaban delante de ella.
Empezó a cantar y agitar la calabaza a la vez que los bailarines inclinaban las rodillas, bailando al unísono. La mujer cantó, con tonos suaves y controlados, sobre los campos y los valles que los rodeaban, antes yermos y ahora bendecidos con el ñame. Contó que la palabra sagrada ‘āina, tierra, provenía de la raíz ‘ai, que significaba «alimentar», y que la palabra sagrada ‘ohana, familia, venía de la raíz ‘oha, que significaba «brotes de planta de ñame», el alimento de primera necesidad y el alma de los hawaianos, cada familia era una ramificación de un grupo más numeroso. De ahí que ‘āina alimentase a las ‘ohana.
Cantó alabanzas a los akua, los dioses que vivían en las piedras para observar y en los árboles para escuchar. Eran los guardianes del suelo seco y duro de Wai‘anae y ayudaban a reblandecerlo con las lluvias y a rendirse ante las manos de los indígenas hawaianos. Con su voz monótona alabó las manos y las espaldas doloridas de los kānaka que habían trabajado durante generaciones construyendo terrazas de ñame. Alabó los peces que habían pescado, los ‘opihi que habían recogido y habían servido para fortalecer sus músculos.
Los bailarines seguían el ritmo de sus palabras, moviéndose al estilo nativo del siglo XIX, con las rodillas dobladas y los talones levantados. No eran los balanceos perezosos de la danza del siglo XX, sino los de la hula ‘ōlapa, la danza acompañada de cánticos, cuyos movimientos eran enfáticos y profundos. Finalmente, la cantante plegó sus manos, dando por terminado el baile.
Luego fue el turno de bandas kachi-kachi y banduria. Mientras montaba el escenario con sus compañeros de la banda Hana Hou! Keo se detuvo un instante, contemplando los rostros jóvenes y viejos, muchas de aquellas personas vivían dependiendo de la asistencia social, algunas dormían en las playas o los parques.
Se inclinó hacia el micrófono y comenzó a hablar:
—¡Eh! ¿Cómo estáis?
Hubo silbidos y aplausos, y gente coreando su apodo de Hawaiano.
—¡Estoy muy orgulloso de estar hoy aquí con vosotros! —gritó Keo—. Primero, os voy a decir una cosa. Quiero que os lo penséis muy bien cuando vayáis a votar, ¿de acuerdo? Si votáis SÍ, puede que estéis votando por un futuro realmente desagradable. ¡De acuerdo! ¡Basta de política! —Se relajó y levantó su trompeta—. Bueno, algunos de vosotros me conocéis como un músico de jazz. Pero lo que voy a hacer ahora es… voy a intentar hacer que esta trompeta hable por vosotros, ¡al estilo hawaiano!
El público le aplaudió un poco y se quedó en silencio en cuanto comenzó a hacer sonar su trompeta con suavidad, tocando canciones con reminiscencias de los días antiguos, de piedras que se entrechocan y flautas de bambú que se tocan por la nariz, sonidos que recordaban al viento entre los cocoteros o murmurando a través de montes cubiertos de hierba. Después tocó «Papakolea», compuesta por el ciego Johnny Almeida, en homenaje a una comunidad empobrecida de Honolulú. Tocó luego «E Hulihuli Ho‘i Mai» («Date la vuelta y vuelve»), una canción de nostalgia y romance popularizada por Lena Machado.
Oyó a la multitud respondiendo, coreando la letra mientras él tocaba. Sintió lo que el público sentía, la vieja tristeza hawaiana, voces alzándose y alzándose como si pretendieran apagar algún fuego. Cuando acabó, se hizo el silencio.
Keo tomó aire y se inclinó de nuevo hacia el micro.
—Ahora viene algo especial. Difícil de tocar. Es de una ópera, Turandot, de ese tipo llamado Puccini.
¿Ópera? Se oyeron unos abucheos tremendos.
—Sí, sí. Lo sé. Pero escuchad, esta parte se llama «Nessun dorma». Lo que el tipo canta es: «¡VINCIRÀ! ¡GANARÉ!». Es un buen tema para los hawaianos, ¿verdad?
La música de su trompeta empezó a subir de volumen, extendiéndose por el recinto, por los prados y las llanuras, por los valles y las cumbres de las montañas de Wai‘anae. Keo continuó subiendo el volumen hasta que los sonidos se volvieron tan desoladores que la gente se puso a llorar sin saber por qué. Terminó poco a poco, como alguien que va alcanzando el entendimiento. Luego él y la banda introdujeron canciones de pop y rock and roll.
A medida que una banda seguía a otra, la mirada de Malia se centraba en un puesto concreto. En un intervalo se requirió la presencia de Krash en el escenario para que le explicase a la gente cómo y por qué votar. Salió del interior del puesto, con una amplia sonrisa. Mientras lo miraba dirigiéndose hacia el escenario, Malia vio que sus grandes hombros estiraban las costuras de su camisa. Al ver a los dos hermanos juntos, Krash giró con brusquedad y se detuvo ante ellos.
—Eh, muy buen concierto, Keo… Hola, Malia.
Malia sintió que un nervio se le ponía a temblar debajo del ojo. Imaginó que la piel se le estaba oscureciendo con vetas azuladas. Algo en su interior se ralentizó y comenzó a dolerle. Hizo un gesto lento de asentimiento y apartó la mirada. Krash meneó la cabeza, derrotado, y se sumergió en la multitud. Al observarlo, Malia pensó que se estaba imaginando que su espalda se arqueaba y sus brazos se alzaban al aire. Pensó que se estaba imaginando que Krash se doblaba sobre sí mismo a cámara lenta. No pensó que se trataba de un disparo hasta varios segundos después.
Empujó a Baby Jonah al suelo y la cubrió con su propio cuerpo. Keo se lanzó sobre las dos, y luego Malia luchó por volver a ponerse en pie.
—¡Quédate con ella! —gritó.
Sin tener conciencia de lo que hacía, se abrió paso hasta llegar junto a Krash. Cuando vio la sangre que manaba de su cabeza, se arrodilló, pensando en todo lo que habían perdido, en toda la vida que deberían haber visto. No tuvimos cuidado. No supimos cómo vivir con plenitud cada nuevo día.
Levantó la mirada hacia el cielo, suplicando piedad para el padre de su hija. En ese momento, oyó el tic-tac del reloj de Krash, mintiendo, como si aún tuvieran tiempo de cortejarse y arreglar las cosas. Estaba tumbado boca abajo sobre el suelo cubierto de polvo. Malia vio que la sangre se extendía entre sus piernas. Debe haber habido dos disparos. En la cabeza y en la espalda. Oyó las sirenas. Coches patrulla cercando el recinto.
Y entonces ya no era sangre lo que olía. Con el shock, el cuerpo de Krash se había soltado. Delicadamente, Malia le movió el brazo para apartarlo del charco que estaba formándose y le giró la cabeza para apoyarla sobre su regazo. Deslizó una mano sobre su pecho, tratando de apretarle el corazón y mantenerlo así con vida. Para entonces, todo el recinto de la escuela estaba alfombrado de cuerpos, todos inmóviles.
La policía rodeó a un hawaiano enjuto y lo tiró al suelo.
—¡Sucio comunista! —gritó el tipo—. Está intentando que Hawái no sea un Estado, quiere que sigamos tan mal como estamos ahora.
Una mujer se incorporó y chilló:
—¡Mirad a ese! Ha disparado a Krash.
Malia rasgó un trozo de su falda y trató de envolver la cabeza de Krash. La tenía sobre su regazo, pero no estaba segura de lo que había allí, si hueso, sangre o un hombre muerto. Krash gimió, y el sonido reverberó en las costillas de Malia. Al girarle la cabeza, el resto del cuerpo se las ingenió para seguir el movimiento y quedar boca arriba. Excrementos húmedos le manchaban la falda.
Lo abrazó y sintió que sus excrementos le caían por la mano y la muñeca, se deslizaban por su antebrazo hasta el codo. La sangre de la cabeza de Krash goteó sobre la palma de su mano. Le limpió las mejillas con saliva.
Krash alzó la mirada y su cuerpo entero se estremeció.
—Malia… ¿es grave?
—Por favor —sollozó ella—, no te mueras.
La gente se fue poniendo poco a poco en pie. Unos agentes de policía arrastraron al detenido hacia un coche patrulla mientras otros ordenaban al público que se echase hacia atrás. Los médicos llegaron a la carrera con una camilla.
—Con cuidado. Puede tener una conmoción cerebral. ¡Vaya un pedazo de piedra!
—¿Un pedazo… de qué? —murmuró Malia.
—Ahí está. Mira qué tamaño. Vaya un loco.
Malia negó con la cabeza.
—Oí la pistola. Vi las balas impactándole.
—Malia —dijo Keo, llegando junto a ella—, un camión. El tubo de escape de un camión.
Malia supo entonces que nunca podría librarse de él. No podía mancharse con la sangre y los excrementos de un hombre y no quedar hechizada por él. Se inclinó sobre él, acercándose tanto que Krash pudo sentir el calor de su frente.
—Krash, ha sido una piedra. Solo una piedra…
Él la miró fijamente, haciendo un esfuerzo por asimilarlo.
La gente empujó hacia delante y al mismo tiempo fue empujada hacia atrás. Después de un rato, Krash logró ponerse en pie, con sumo cuidado. Por un momento se limitó a quedarse allí, sorprendido de estar vivo. Rechazó la camilla y se apoyó en su padre para dirigirse lentamente hacia un remolque de primeros auxilios. Unas mujeres llevaron a Malia detrás de uno de los puestos, donde la limpiaron con una esponja y le dieron ropas limpias.
Durante casi una hora, la gente se condensó en pequeños grupos en los que los hombres abrazaban a sus esposas y los padres abrazaban a sus hijos. Un tipo anunció que Krash estaba bien, y sus palabras reverberaron en un eco por el sistema de megafonía.
«… una piedra. El petardeo de un camión-mión-mión… Nadie está malherido. El susto ha pasado-sado-ado… Ahora es buen momento para la música. Dentro de poco Krash subirá para dirigirse al público-lico-lico…»
Malia lo vio bajar del remolque vestido con otras ropas. Tenía la parte de atrás de la cabeza vendada y temblaba un poco cuando se dirigió hacia el escenario, con los brazos extendidos hacia la gente. Al ver a Malia, se apartó de los policías que lo escoltaban por ambos lados y se detuvo ante ella.
—Gracias.
Malia sostenía la mano de su hija. Bajó la mirada, porque mirar a Krash sería rendirse por completo. Todavía podía oler lo que había impregnado su cuerpo, su sangre y otras cosas. Olió la curva de su espalda, sus delicados lóbulos con forma de corazón. Sintió su sangre, coagulándose bajo las uñas de sus propios dedos.
Krash suspiró y se volvió hacia el público, que lo esperaba. En ese momento Malia oyó que algo la llamaba. Algo distante, imposible de ignorar. Sintió que su vida se abría de nuevo ante ella. Apretó la mano de su hija con tanta fuerza que Baby Jonah hizo una mueca de dolor.
—Ve con él. Camina a su lado.
La chica la miró, sin comprender.
—¡Ve!
Baby Jonah se giró hacia Keo.
—¿Por qué? ¿Por qué tengo que ir con tío Krash?
Keo la cogió del brazo y la instó a moverse.
—Ve. Camina junto a tu padre. ¡Sí! Es él.
Baby Jo se volvió y miró a Malia, mientras su rostro se contraía por la sorpresa ante semejante revelación. Su boca había quedado abierta, pero muda. Acto seguido, como si estuviera en trance, empezó a moverse y se colocó al lado de Krash. Él se paró y la miró. Ella se irguió un poco.
Krash subió los escalones que conducían al escenario y contempló las caras de la gente, consciente de que había perdido, de que su gente había perdido. La mayoría de Hawái votaría por el SÍ. Aun así, cogió el micrófono y habló. De los años por venir. De la siguiente generación, que haría renacer a los hawaianos y los unificaría.
—La gente piensa que nos estamos muriendo. ¡Pero no! Solo estamos descansando.
No la presentó, pero durante todo el tiempo que estuvo hablando, Krash cogió a Baby Jonah de la mano. La suya era enorme y cálida. Baby Jo la sentía sudorosa, notaba sus hendiduras y sus pliegues. Se relajó, dejando que todo el peso de su mano, de su cuerpo entero, descansase en la mano de su padre. Él nunca la soltó. Se plantó a la luz del día ante la multitud, y sostuvo la mano de su hija.