HO‘OIKAIKA

Reunir fuerzas

Permaneció un momento bajo la palidez matinal, luego levantó las persianas y de golpe la habitación quedó invadida por la luz. Siempre le emocionaba aquella capacidad de transformar las cosas. Tanto los objetos como el entorno. Enchufó la Singer y sintió cómo cobraba vida. Enseguida estaría castañeteando, conectando puntos, como una llamarada extendiéndose por la hierba.

Últimamente la máquina y ella parecían enzarzadas en una furiosa competición. Su mente y el zumbido de la Singer iban de la mano. A veces se pinchaba en el dedo y sangraba. Un poco de zumo para avivar el fuego, y la tela daba la impresión de chisporrotear. Ahora Malia se echó para atrás en la silla, sujetando el cuello de la máquina como si pretendiera detener a una bestia. La aguja se había puesto en marcha y cosió una palabra en el interior de una costura. KAPAKAHI.

—Sé su nombre. Eso no voy a olvidarlo.

Osborn Kuahi Krash Kapakahi. Recordó cómo había regresado de la guerra cargado de planes. Iba a sacarse un título. Iba a estudiar derecho. Iba a conseguir esto y aquello. Él. Él. Él. Sus palabras habían hecho que la sangre de Malia hirviera. Tan macho. Tan pagado de sí mismo. Pues bien, ella también había conseguido algo por sí misma. Se había quedado con lo mejor de él, la niña. Y no había retrocedido ni un centímetro.

Así que ¿qué importaba si durante meses y años su cama no había tenido que soportar el peso de nadie ni nada aparte de sus costillas, envueltas en lino blanco? ¿Y qué si a veces la soledad la llevaba a acariciar aquellas costillas, a frotarlas con aceite de kukui y de galán de noche y luego pasarlas por sus caderas? Y más aún, ¿qué si en ocasiones el deseo guiaba sus dedos a adentrarse en su propio cuerpo, sosteniendo las costillas contra los espasmos? Sollozando cuando alcanzaba el orgasmo. Las costillas eran huesos, y los huesos permanecían en casa. Podía confiarse en ellos.

Ahora algunas noches se despertaba de sopetón y sentía que Krash estaba soñando con ella, tirando de ella para atraerla hacia su propio sueño. Malia se sentaba en la oscuridad, oliendo la piel salada y oceánica de Krash, sintiendo sus labios humedeciendo sus muslos, los dedos de él extendiéndose por ella como una estrella de mar. Cogía un mango y recordaba el modo en que él los pelaba, formando una larga y resbaladiza espiral que se asemejaba a un dedo que estuviera llamándola por señas, «ven aquí». El modo en que Krash había deslizado sus dedos en la boca de ella para darle de comer un poco de ñame. Cómo le recordaban las ciruelas maduras el color oscuro de su sexo. Hasta los libros ralentizaban el ritmo de su respiración. El paso de una página a otra, el modo en que él le había permitido que lo mirase mientras leía. Algo tan privado como eso.

Cuando Krash se fue al continente a estudiar derecho, Malia se cerró como se cierra un ojo. Y cuando oyó decir que se había casado con una haole, se quedó sumida en la oscuridad, rota en pedazos. Solo Keo conocía su dolor: un día la vio en el centro de la ciudad, arreglada, pero con los zapatos desparejados. Pasaron varios años, su hija creció y ella se fue haciendo mayor, una medio viviendo, la otra medio observando. Ahora Krash estaba de vuelta, y Malia se prometió a sí misma que no le dejaría entrometerse en sus vidas cuando le viniera en gana.

Entonces una vieja con bastón surgió de la nada y se presentó junto a la cama de Leilani. Lo que Malia había visto y escuchado aquella noche la atormentaba. Se convenció a sí misma de que lo había soñado, pero la imagen de la vieja permanecía tosiendo en las sombras. Por la noche observaba a Keo durmiendo y sentía deseos de despertarlo y contárselo. Cada vez que se arrodillaba a su lado, intentando empezar, notaba que la lengua se le hinchaba y no podía hablar.

Fue a una tienda y examinó varios mapas. Allí, en lo profundo del Pacífico, al norte de Guadalcanal: RABAUL. Un escalofrío recorrió su espalda. El vello se le puso de punta en la nuca. Un día la Singer se puso en marcha por voluntad propia, inscribiendo el nombre en el interior de una pinza. SUNNY SUNG. Malia se estremeció al recordar el delicado kimono que le había regalado a Pono. Recordó el viejo rostro extrañamente familiar que había visto bordado en su espalda. Era el rostro de SUNNY SUNG.

Aquella noche, en la habitación donde Leilani iba a morir, Sunny había hablado durante horas. Lo que Malia había aprendido en esa noche terrible era lo que la vida podía hacerle a una mujer, incluso a una mujer privilegiada, provista de ciertas protecciones. Vio hasta qué punto una hembra necesitaba guardianes que la protegieran. Se dio cuenta de lo mucho que Baby Jonah necesitaba a su padre.

Se sentó para escuchar los ronquidos de su hija. Sonrió. Su pequeña kānaka, cuya sangre menstrual ya la dirigía hacia la vida adulta. Ahora tocó el pie de la niña, trazando el meticuloso arco que formaba, igual que un arco verdadero, uno que podría destruirla. Todavía era torpe, algo regordeta, pero incluso mientras dormía su boca parecía expresar un desafío. Malia le apretó con cariño el dedo gordo.

—¿Qué pa…? —Baby Jonah se incorporó, alarmada.

—Escucha, Baby Jo —dijo Malia, y comenzó a llorar—. Vas a odiarme. Pero quizás algún día me querrás también.

Asustada, la chiquilla se cubrió con la sábana hasta los hombros.

—Yo soy… tu madre. Sí. Yo te parí. Ahora te reclamo. Castígame un poco, no demasiado. La vida ya se ha encargado de eso.

Al otro lado del pasillo Keo se giró en su sueño y gimió. Frunció el ceño, soñando con Baby Jonah.

Soñó que ella lloraba en la oscuridad.

—¡Dime quién es mi padre!

Y soñó que la oscuridad le respondía:

—Tiempo… Necesito un poco de tiempo.

Keo vio a su viejo amigo Krash recorriendo toda la isla para hablar con miles de personas y decirles que podían reclamar sus tierras. Tierras que les habían robado cuando el archipiélago fue tomado y anexionado en la década de 1890. En momentos como ese, Keo pensaba en Baby Jonah y se preguntaba cuándo se decidiría Krash a reclamar a su hija. Nunca habían llegado a hablar del tema, siempre lo habían evitado hasta que su matrimonio llegó a su fin.

—¿Cuándo vas a hablar con ella? —le preguntó—. Como el hombre que yo sé que eres.

Krash le dirigió una mirada llena de orgullo.

—¿Alguna vez me has visto suplicar?

—Maldita sea. Soy yo el que te está suplicando. ¡Malia y tú, los dos sois personas realmente crueles! Os ponéis a jugar a ver quién es más egoísta mientras vuestra hija crece sin padre.

—¿Y qué puedo hacer? Esa wahine es jodidamente orgullosa. Aún quiere casarse con un haole.

—¡No, no! —gritó Keo—. Podría haberlo hecho una veintena de veces. Un magnate inmobiliario haole trató de cortejarla, todo de muy buenas maneras, pero ella le dijo que se fuera a hacer gárgaras, que se casaría con él cuando les devolviera a los hawaianos sus tierras.

Krash sonrió.

—Sigue teniendo agallas. Pero ¿no me irás a decir que ha estado sola todo este tiempo?

—No hay nadie. Lo juro. Ha visto crecer a Baby Jo, y se ha dado cuenta de que lo que tenía contigo probablemente era lo mejor. Solo ocurre una vez en la vida. Créeme.

Krash sintió la punzada de antiguos rencores.

—Volví de la guerra y me dijeron que esa niña era la hermana hānai de Malia. ¡Joder! ¿Cómo crees que me sentó eso? Mis rasgos están escritos por todo su cuerpo. Incluso se mueve como yo al caminar. Pero lo cierto es que Malia no quería aceptar que había tenido un hijo con un kanaka.

—Así que te fuiste y te casaste con una haole.

—Hice lo que hice.

Keo meneó la cabeza y dijo:

—Lo divertido de todo esto es que tú eres probablemente el único hombre que podría hacer feliz a mi hermana. La tuviste siempre en guardia.

—Algunas mujeres no quieren felicidad, Keo. Van en busca de algo distinto.

—¿De qué?

—No estoy seguro. Coge a un hombre con orgullo, querrá construir cosas, controlarlas. Coge a una auténtica mujer orgullosa, y lo que quiere es meterse bajo la piel de las cosas, descubrir qué es lo que funciona y lo que no, qué es lo que necesita para que las generaciones sigan adelante.

—Lo único que yo sé es que los dos juntos podríais darle una vida a esa chica. Todo eso del orgullo… me dais los dos náuseas.

Algunas noches Krash se sentaba solo, preguntándose cuánto orgullo bastaba. Cuánto era ya demasiado. Mientras luchaba en el extranjero, había visto a soldados blancos inflados de arrogancia y orgullo. Y había visto a blancos sin la menor pizca de orgullo. Realizaban trabajos de poca categoría y saludaban humildemente a sus mandos. De ese modo se había dado cuenta de que no siempre los blancos eran superiores. Él era tan intrépido y valiente como ellos. Igual de inteligente, y a menudo más.

A finales de los años cuarenta, mientras estudiaba, había solicitado plaza en diversas facultades de derecho del continente, una detrás de otra, hasta que lo aceptaron en la Universidad de Chicago dentro de un cupo reservado para estudiantes extranjeros, a pesar de que Hawái era territorio estadounidense y no «extranjero». Los estudios resultaron agotadores; había noches en las que pensaba que no lo conseguiría, que se enfrentaba a mentes superiores a la suya. Pero luego pensaba: ¿Superiores a mí? ¿Por qué? Eso le hizo esforzarse aún más, por sí mismo, por toda su raza.

Recibió los ánimos de profesores que habían sido abogados laboralistas y eran conscientes de la escalada de problemas relacionados con el trabajo en Hawái y la llegada de los sindicatos a las plantaciones de azúcar y piña. Aquellos hombres le enseñaron cómo armarse contra mentes agudas, cuándo avanzar, cuándo retroceder. Entre estudiantes brillantes, aprendió a permanecer callado, y escuchando y absorbiendo lo que los otros decían.

La hermana de un compañero de clase se enamoró de él, atraída por su cuerpo atlético, por su rostro atractivo y áspero de rasgos polinesios, y por algo más profundo y más fascinante: su inmensa voluntad de triunfar. Los lánguidos movimientos de ella, sus ojos de un marrón líquido, sus labios gruesos que tendían a esbozar un mohín, le resultaron también atractivos a Krash, pues le recordaban a Malia Meahuna. Su nombre era Vivian. Hasta llevaba puesta una gardenia cuando se conocieron.

Se casaron y vivieron en una cómoda miseria mientras él terminaba sus estudios. Al mirar atrás, a Krash le parecía que todo el matrimonio había tenido lugar en la oscuridad. No podía recordar qué habían hecho ni qué habían dicho. La enormidad de sus ambiciones había solapado todo lo demás. En 1953, cuando regresó a Honolulú, ya habían comenzado a discutir, a beber y a distanciarse en direcciones opuestas. El matrimonio experimentó una serie de altibajos hasta que ambos comprendieron que había llegado a su fin.

Admitido en el colegio de abogados de Hawái, Krash empezó su propio bufete, «Osborn Kuahi Kapakahi, Abogado», en una habitación del tamaño de un armario en el centro de Honolulú. Para aumentar sus escasos ingresos, aceptaba casos que le asignaba el tribunal y que otros bufetes rechazaban. Casos criminales o de divorcios. Así vio cómo su gente se había vuelto contra sí misma. Lo veía en tribunales abarrotados en el Día de la Paternidad, el Día de la Delincuencia Juvenil o el Día de los Casos de Abusos a Niños. Nativos hawaianos que se peleaban, que pegaban a sus hijos, que bebían, que requerían asistencia social, que estaban en busca y captura.

Asumió pleitos para recuperar propiedades, representando a pequeños propietarios que se enfrentaban a las plantaciones. De ese modo aprendió las reglas de las leyes que regían la partición de los bienes inmuebles. La ley era única en Hawái: tenía que hacer frente al hawaiano, a la jerga local, al chino, al japonés, al portugués, al filipino y media docena de lenguas más. También era única porque, en apenas setenta años, Hawái había pasado de ser una monarquía a una república y luego a formar parte del territorio de Estados Unidos. Ahora estaba a punto de convertirse en un Estado.

Krash se unió al Club de Jóvenes Demócratas junto con muchos otros veteranos de guerra. Optó a un puesto de senador en la Cámara Territorial de Representantes, pero fue derrotado. Incluso entre los Jóvenes Demócratas era considerado «no elegible». Era un hawaiano, sin contactos políticos. La oposición lo llamaba el abogado lū‘au. No obstante, en 1956 había empezado a llamar la atención como un dramático orador que se hacía acreedor de un tribunal.

Se mudó a un despacho más grande y contrató a una secretaria y a un pasante, y representó a los ancianos, a los veteranos de guerra, a los empleados de las plantaciones que habían sido arrestados por apoyar al sindicato ILWU. No rechazaba ningún caso. Por primera vez en la historia de Hawái, los trabajadores ligados por contrato tenían voz.

—Con todos esos casos benéficos nunca te harás rico —le advirtió Keo.

—No estoy intentando hacerme rico.

—¿Entonces cómo vas a convertirte en un ejemplo? Un abogado kānaka pobre no es más que otro kānaka pobre, ¿no?

Krash lo miró fijamente y su voz sonó tranquila y calmada en extremo.

—Keo. Los dos salimos en el pasado al mundo. Tú viste más que yo. Lo único que yo vi fueron combates. Durante años te he oído hablar de Luisiana, Alabama, de negros colgando de los árboles. Diablos, te dieron una paliza con un bate de béisbol. Has hablado de los gitanos en Francia, exterminados por los nazis. A veces, cuando estamos borrachos, te pones a llorar recordando a los culis de Shanghái, a los niños que tenían que alimentarse de la basura…

Keo miró hacia otro lado, sin saber adónde quería Krash ir a parar.

—Llevas mucho tiempo en casa. ¿Miras alguna vez a tu alrededor? —Krash se inclinó hacia delante—. Tío, la tragedia está aquí. Nuestra gente está siendo borrada del mapa. Lo hacen robando la tierra, y luego eliminando la cultura y nuestra lengua.

—Lo veo. No estoy ciego…

—Pero nunca hablas, nunca dices. ¿Qué aprendiste en tus viajes? ¿Cómo aplicas eso a los hawaianos?

—Demonios, Krash, no sé expresarme tan bien como tú.

—¡Eh! Las trompetas hablan, gritan. ¿Sabes? solía preguntarme por qué no eras un grande. Quiero decir, por qué no eras considerado un grande. Al final lo entendí. Keo, tu música nunca ha representado a tu raza.

Keo levantó la vista lentamente.

—Tío, el jazz es algo personal, no racial.

—Tonterías. El jazz lo es todo. Es esclavitud. Es masacres. Es piel negra, piel roja. Es llorar por tu madre. Por tu tierra. —Krash sacudió la cabeza y bajó la voz—. Es que nunca te he oído llorar por tu gente.

En el silencio que siguió, Keo tocó una mejilla para comprobar que estaba allí. Un rato después, Krash habló de nuevo, pues quería a Keo:

—Naciste con ese don increíble. Pero nunca te vi utilizarlo para nadie más que para ti mismo. Siempre estabas buscando. Siempre estabas indagando en el jazz. Por supuesto, has conseguido ampliar los límites y poner el pie en territorios nuevos. Cuando hayas muerto, la gente dirá: «¡El Hawaiano! Un genio de la trompeta.» La verdadera pregunta es: ¿cómo usaste ese don? ¿A quién ayudaste con él?

En esa segunda pausa, ambos miraron hacia el mar, cuyos movimientos eran tan rítmicos, tan inteligentes, que parecía un cerebro enorme e impaciente. Cuando Krash se volvió por fin hacia él, Keo se había ido. Observó su figura oscura siendo absorbida por una ola y arrastrada casi hasta los arrecifes. Después de que una docena de olas lo hubiera vapuleado como a un trozo de madera, el océano lo devolvió a la orilla con tal gentileza que pudo salir del agua como si estuviera caminando sobre una extensión de hierba. Se sacudió para secar su piel color bronce y luego se sentó al lado de su amigo y le dio un cariñoso apretón en el brazo.

Krash nunca dejó de pensar en su hija, Baby Jonah, pese a toda la excitación de aquellos años. Por lo general mantuvo la distancia, enterándose por mediación de Keo de que la niña iba al Sagrado Corazón, qué notas obtenía y quiénes eran sus amigas. De tanto en tanto, aparcaba cerca de la escuela solo para verla pasar. Ya estaba en su segundo año de instituto, era algo rolliza y adorable, con ojos oscuros y almendrados como su madre. Con las amigas de clase hablaba en un inglés perfecto, pero al llegar a la entrada de su calle, se quitaba los zapatos y se transformaba en «Baby Jo», corriendo con sus grandes pies lū‘au, gritando y maldiciendo en la jerga nativa.

Krash nunca se acercaba a la tienda de Malia. Ella jamás se aventuraba a menos de tres manzanas del despacho de él. Ambos conocías sus fronteras. Pero, a veces, Krash conducía lentamente por Kalihi Lane. Por las noches, ya tarde, recorría la calle a pie, entraba en el patio y se colocaba junto a la ventana de ella. Quiero a mi hija. Te quiero a ti.

Y algunas noches, en la duermevela, Malia se pasaba las manos por los pechos pretendiendo que eran las manos de Krash. Recordaba sus propias manos en su cuerpo, su erección firme y algo insegura, la cortesía física con la que la penetraba. Tan despacio, tan cuidadosamente. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Podía el deseo durar tanto? Tal vez se había convertido con el tiempo en algo distinto. Quizá lo que ella deseaba era arrastrarse hasta la cama de Krash y pedirle perdón.