Familia, parientes
Otra habitación de un blanco brillante. En un primer momento pensó que ya estaba muerta. Luego oyó el ¡sssss! que producía alguien al abrir una cerveza. DeSoto, con los ojos hinchados por haber llorado.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que enterró a Teodoro? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Los ojos de Leilani estaban cerrados. Su cuerpo dormía, su espíritu vagaba. Se deslizó afuera a través de su lua ‘uhane, su agujero para los espíritus, el lagrimal, e inspeccionó la habitación.
Diosa Madre, mira a toda esa gente. Hay un montón. Oh, ese olor. A maquinaria. A piña. Grasa de la cocina. La gente que vuelve del trabajo. Debo estar muriéndome. Noto una sensación extraña en mi cuerpo, nada se mueve. Quizás esto sea lo que llaman estar en coma.
Agitó los brazos para decirles a todos que se fueran a sus casas, que siguieran con sus vidas. Lo hizo en su mente, pues su cuerpo estaba paralizado, y sus sentidos se desvanecían. La gente se sentaba en pequeños grupos, susurrando y asintiendo cada dos por tres. Los médicos decían que el final estaba cerca. Llevaba tres días acercándose.
El padre Gerard estaba en el umbral, con la piel colorada, ligeramente bizco. Sonreía mientras avanzaba por la habitación estrechando la mano a cuantos le salían al paso, con un ojo puesto en la nevera llena de cervezas, en los platos de manapua, sushi, y las botellas de refresco de cola que había en el suelo.
—¡Eh, vaya una fiesta!
El viejo cura siempre había admirado a los Meahuna. Su belleza física, su robusta valentía. El mayor de los hijos, DeSoto, había circunnavegado el mundo año tras año. Y esa Malia, con su cuerpo lleno de curvas, que atraía las miradas de los hombres. Mira cómo ha bajado de peso tan lentamente que nadie se ha percatado. Qué buena diseñadora, dueña de su propia tienda. Con su pequeña y rolliza hija a su lado, siempre un poco enfadada. La hija a la que pretende pasar por hānai. Algún día tendrá que escucharla en confesión.
Estaba el marido, Timoteo, afligido pero aun así atractivo. El padre Gerard lo miró con detenimiento, pensando en cómo la viuda Shirashi nunca apartaba sus ojos de él. Resultaba extraño el modo en que las mujeres elegantes migraban hacia quienes no habían recibido apenas educación.
Por último, miró a Keo. El misterio. Algún problema durante la guerra… Su novia había desaparecido. Todavía la estaba buscando.
Hizo el símbolo de la cruz, realizando la extremaunción, y luego acercó su rosario a los labios de Leilani.
Cayó la noche y la gente se inclinó para susurrar una despedida a Leilani antes de deslizarse por los pasillos. Ruido de pisadas y roces. Alguien con tacones altos produciendo el sonido de un caballo al trote. De nuevo, el espíritu de Leilani salió por su lagrimal y echó un vistazo a la habitación.
Mi hermosa Malia, cabeceando dormida. Qué buena has resultado ser. Pero escúchame, llegará un día en el que lo que hagas o no hagas volverá para atormentarte. Es hora de que le cuentes a Baby Jonah la verdad. Dale a esa niña lo que es suyo. Su padre está esperando a su hija. Pero es orgulloso como tú. Nunca vendrá a por ella hasta que tú se lo digas. ¡Creo que vosotros dos sois unos auténticos idiotas! Ya hablaremos cuando me aparezca ante ti por las noches…
Oh, Diosa Madre. Aquí viene mi Keo. Mi hijo favorito, tan inteligente, con tanto talento. Pero callado. Hay algo en él que me asusta. Un día será un viejo solitario con los calcetines llenos de agujeros. Aunque sea un músico de jazz famoso, ¿y qué? ¿Acaso el jazz te prepara el desayuno? ¿Te calienta los pies? ¿El jazz te da hijos? ‘Auwē! Creo que de todos mis hijos este es el más inclinado al amor. Mira cómo abraza a Baby Jonah. Mira cómo abraza a su padre. Y al crío de DeSoto. Esa Sunny Sung le hizo verdadero daño. Me gustaría ver a esa chica y sacudirla bien fuerte antes de que me muera.
Keo permanecía sentado junto a la cama de su madre durante horas, susurrándole, quedándose luego callado y volviendo después a susurrar. La multitud fue menguando, la gente comenzó a irse a casa. DeSoto despertó a su padre, que dormitaba en un rincón.
—Papá. Es hora de irnos. Volveremos por la mañana, temprano. —Timoteo se inclinó y besó el rostro de Leilani, una vez, y otra, y otra. En su mente, ella le devolvía los besos.
Mi adorado Timoteo. De todos los hombres que me miraban, tú fuiste el que atrajo mi atención. Sabía que esas manos tan grandes serían buenas para cobijarme de la luz del sol. Esos grandes pies con forma de hojas de ñame serían buenos para abrir el camino. Sabía que ese pecho enorme y fuerte sería lo suficientemente ancho para llorar en él. Sabía que me darías un montón de hijos. Lo único que no sabía era que tendríamos que enterrar a tantos de ellos. Nunca supe que la vida nos iría rompiendo hijo tras hijo, año tras año. Que incluso nos arrebataría el orgullo… durante los años de la guerra, cuando no teníamos trabajo, ni siquiera barriendo la funeraria, y no había nadie aparte de nuestra hija para mantenernos. Nuestra hija con la hija de Krash Kapakahi. ¡Sí, querido Timoteo, durante todos estos años he sabido que lo sabías!
Olió el pelo de su marido contra su cara y deseó tocarlo con sus manos. Y, en su mente, lo hizo. En su mente ambos bailaban y realizaban piruetas y eran eternamente jóvenes, sin tener nunca que huir, ni pasaban hambre, ni tenían que enterrar a ningún hijo.
Luego llegó la hora de Hi‘iaka, la sanadora, la hermana pequeña de Pele, la diosa del fuego y el volcán. Las mujeres de la familia de Leilani, que guardaban vigilia durante toda la noche, la invocaron. Kēhau Aho dio un paso adelante, escultural kumu hula, maestra del baile y cantora de mele. Su voz y su rostro eran tan hermosos cuando cantaba que los demás sintieron que todos sus pecados eran lavados.
—Ahora realizaremos el lāaau lapaaau, la curación de hierbas, pero primero cantaremos kāhea, la oración para la invocación. —Su voz se alzó sobre las otras—. ‘O Hi’iaka ke kāula nui, nāna i hana, nāna i pala‘au i nā ma’i apau. —(«Hi’iaka, la gran sacerdotisa, ella actúa, ella cura todas las enfermedades.»)
Mientras cantaban en voz baja, frotaban las manos de Leilani con aceite de kukui, y también las mejillas. Su cuerpo tenía los ojos cerrados, pero su espíritu observaba y escuchaba.
—Esto es bueno para ho‘oponopono —susurró Kēhau Aho—. Para restaurar el equilibrio entre el corazón y la mente.
Con sumo cuidado, Kauwealoha Ing vertió agua de mar en la boca de Leilani y en cada uno de sus oídos. Kauwealoha era una mujer atractiva, madre de cinco hijos, campeona de rodeo y adicta en el pasado al juego. Una noche, en Las Vegas, había mirado una baraja de cartas y había visto en ella el rostro de la Diosa Madre, lo que le había hecho coger el primer vuelo de regreso a Honolulú.
—Agua de mar, el jugo original de la Diosa Madre corriendo por nuestras venas. Noventa y siete elementos para limpiar nuestra sangre. —Le dio unos toquecitos en los labios con el agua—. Purifica todas las malas palabras que alguna vez fueron pronunciadas o pensadas.
Lauwa‘e Desanto retiró las sábanas y frotó con suavidad el pecho de Leilani con polvillo rojo de pimiento chili.
—Sacude el corazón —susurró—. Lo mantendrá latiendo en su viaje de vuelta a casa.
Lauwa‘e Desanto había sido Miss Hawái y había quedado finalista de Miss Universo. Sus ojos eran hojas verdes, su rostro parecía una pintura de Gauguin. Incluso ahora que había entrado en los cuarenta, era tan hermosa que los extraños la seguían, como en trance. Cogió los pequeños y fríos pies de Leilani y los frotó con el polvillo de pimiento.
—Nadará en su corriente sanguínea —dijo—. Mantendrá sus pies calientes mientras sigue las huellas de los antiguos.
Eran mujeres unidas por la sangre y la leyenda, que encontraban comunión en los antiguos ritos. Eso les proporcionaba una doble aura, hacía que su caminar desprendiera una corriente eléctrica. Cuando caminaban juntas por la calle, la gente se apartaba a un lado, como si temiera la declaración de una feroz e implacable verdad hawaiana que fuese a partir el mundo moderno en dos.
Malia colgó parras para impregnar el aire de un olor fragante y embriagador. Colocó alrededor de la cama ramas de eucalipto (el favorito de Leilani) de la zona más alta de Tantalus. Y, por último, engalanó la cabeza de su madre con hojas de ti para que le proporcionasen un viaje seguro a la otra vida.
Las mujeres de su clan empezaron a tocar el ukelele y a cantar «‘Ekolu Mea Nui» («Las tres cosas más grandes»), fundiendo sus voces en falsetto. Kēhau Aho, tan alta como era, levantó su voz de tal modo que incluso al otro extremo del pasillo los pacientes se giraban y sonreían dormidos. Malia alzó los brazos en un elegante y solemne baile de los antiguos al tiempo que todas armonizaban sus voces para cantar «Ke Akua Mana E» («Qué maravilloso arte»).
Cantaron canciones sagradas durante horas, con la voz tan profunda y persistente que hasta las enfermeras se paraban a escuchar. Por todo el edificio, los ascensores aminoraban su marcha y las puertas se estremecían hasta quedar entrecerradas. El chorro de agua de las fuentes se interrumpía. E incluso los moribundos hacían una pausa.
Finalmente, Kēhau Aho entonó:
—E mālama ia Kou makemake. Hágase su voluntad.
Agotadas, se sentaron y se quedaron dormidas.
En la hora más profunda de la noche, una mujer anciana con un bastón se acercó temblorosa a la puerta. Contempló a las mujeres que roncaban a coro, pasó junto a ellas y depositó su bastón al lado de Leilani. Con dulzura, con mayor dulzura de la que jamás había utilizado para hacer ninguna otra cosa, humedeció un pañuelo en agua y acarició con él los labios febriles y cubiertos de llagas de Leilani. Se inclinó y besó su mejilla hundida. Acercó una silla y se sentó a su lado.
Despertándose, Leilani notó una suave presión, alguien que la acariciaba como si fuera una niña.
… oh, estoy muy cansada. Pronto será hora de hiamoe loa, de dormir eternamente. Timoteo, mi amor, está aquí a mi lado. Viene a decirme adiós.
Su espíritu titubeó, y luego echó un vistazo a través de su lagrimal.
¡Diosa Madre!
Sunny le sostenía la mano y le hablaba en voz baja. Como si tuvieran siglos y siglos por delante. Como si, con el tiempo, todo fuera a tener su explicación.
—… Amada Leilani, tu cuerpo está muy cansado. Pronto te rendirás, y descansarás. Mi querida madre, Butterfly, me enseñó que nuestro ‘uhane, nuestra alma, tarda nueve días en dejar esta tierra. Así que tienes tiempo para escucharme. Y tengo mucho que contarte.
En su mente, Leilani gritó. Sunny Sung, la hermosa novia de Keo, su amor roto, había vuelto disfrazada de horrible vieja. La piel de Leilani, todos sus órganos y sus terminaciones nerviosas intentaron retroceder, apartarse de ella.
—Sé que me maldices. Crees que te robé a tu hijo, que lo forcé a salir de sus islas. Lo único que hice fue abrir puertas, dejarle ver lo que podía llegar a ser… Lo amaba más que a mi vida, pero yo no era suficiente. Él estaba en el borde. Necesitaba respirar y yo le quitaba el oxígeno. Y al final encontré mi propio aliento. Salvar la vida de mi hermana me ofreció la oportunidad de hacer algo importante…
Sunny habló durante horas y horas, mientras a su espalda las otras mujeres dormían. Habló de París, de cuando recorrió la costa de África y descubrió que llevaba en su vientre a la hija de Keo. Habló de cuando llegó a Shanghái y encontró a su hermana, que le ayudó en el parto. Le contó que intentó sacar a Lili y al bebé y traerlas a Honolulú. Y cómo fracasó estrepitosamente.
—Keo esperaba que yo volviera con nuestra hija al Hotel Jo-Jo. Nunca volví. Tenía miedo de irme con él dejando atrás a Lili, que moriría sin mí. Por culpa de mi cobardía, sacrifiqué a las dos. A mi hermana y a la pequeña Anahola.
Con la voz quebrándosele una y otra vez, contó cómo los soldados japoneses barrían Shanghái y metían a las mujeres en camiones. Cómo arrancaban a bebés de los brazos de sus madres y los tiraban por el aire, levantando sus bayonetas.
—Vi cómo lanzaban a mi pequeña por los aires. Grité, y cerré los ojos para no saber nunca lo que había ocurrido. Para poder verla siempre subiendo por el cielo como un ángel…
A medida que Sunny hablaba, una lágrima resbaló por la mejilla de Leilani. Se quedó a medio camino, sólida como un trozo de cristal. En voz baja, Sunny habló de su primera «estación de consuelo», en Shanghái. Hombres vapuleándolas, día tras día, noche tras noche. Contó que Lili y ella fueron encerradas en habitaciones separadas. Y que, una noche, Lili fue fusilada. Los soldados no podían soportar la visión de su pie zopo.
—Le dispararon siete veces. La oí morir. Me apoyé contra la pared y le canté hasta que dejó de respirar. Esa fue mi segunda muerte. Después, un día, me sacaron de aquel lugar y me llevaron con muchas otras chicas a barcos militares. Nos enviaron con municiones y suministros al Pacífico. A un lugar llamado… Rabaul.
Le costó una barbaridad pronunciar aquella palabra.
Quizá fuera el tono suave de la voz de Sunny, o tal vez la incomodidad del duro respaldo de su silla, lo que hizo que Malia se agitara en su sueño y cambiara de postura. Al oír el murmullo, se despertó y vio la parte de atrás de una cabeza, un cuerpo envejecido, nadie a quien ella reconociera. Pero había algo familiar en la voz. Se echó hacia delante para escuchar.
—… ¿Cómo llegué aquí después de todos estos años? Un día me di la vuelta, y estaba mirando mi hogar. Algo me atraía. Aún me atrae hacia este lugar. Ahora sigo a Keo, cuido de él. Aunque él nunca lo sabrá. Como tú, Leilani, nunca lo habrías sabido hasta que una noche oí tu respiración sibilante. Sentí que tu corazón se rompía por la pena. ¿Cómo pude saberlo? Esas cosas vienen a mí. ¿Cómo supe que te habían traído aquí? Solo sé que empecé a caminar. El camino que debía seguir estaba claro ante mis ojos.
Sunny tocó la mejilla de Leilani y sostuvo el diminuto trozo de cristal en su mano.
—A veces solo el asombro nos mantiene con vida. Ahora, te diré que descanses. Ahora que lo sabes todo, podrías perdonarme…