‘AWAPUHI LAU PALA WALE

Las hojas de jengibre se marchitan con rapidez; las cosas pasan demasiado pronto

Un día llegó el reloj de Jonah, enviado desde Italia. Oxidado y con un extraño olor a estiércol. Keo se sentó en el Parque ‘A‘ala y se imaginó un combate, y el reloj cayendo en una zanja, aún sujeto a la mano cortada de su hermano. Se había detenido a las 3:15, a la misma hora que él había sido liberado del Campo Woosung. Trece años, y sus recuerdos continuaban llevándole de vuelta. Esperando que su esencia, la memoria, se quebrase.

Sostuvo el reloj de Jonah en su mano, desconsolado. Entró, tambaleándose, en una iglesia en la que había velas pequeñas y gruesas dentro de unos tarros rojos, palpitando como si fuesen corazones. Se arrodilló y encendió una vela. Una mujer le observó al salir de la iglesia, tan en forma, impecable, todavía tan atractivo. Pero, de pronto, algo que había visto o recordado lo había hundido en un pozo de pena. La mujer agachó la cabeza, y, por la fuerza de la costumbre, se imaginó consolándolo como si fuera su marido.

… Ven, querido. Límpiate la frente. Péinate. Demos un paseo y comamos castañas asadas junto al Sena. O ponte el pijama y siéntate frente a la ventana que da a la rue, y tómate un té en una de nuestras tazas de porcelana agrietadas. Sí. La vida se vacía lentamente. Pero solo de la forma en que una taza de té se vacía. Su concavidad aún implica el té que antes había en ella. El té persiste…

Ella se había convertido en su compañera invisible. Sus nudillos, como conchas de caracol, se encorvaban alrededor del mango de su bastón. Sus zapatos parecían anfibios varados en tierra. Una mujer desvencijada como una silla vieja. No obstante, había algo bondadoso en sus ojos mientras lo vigilaba, siguiéndolo siempre a una distancia prudencial. Nunca se acercaba a él. Nunca se acercaba conscientemente a nada.

Keo subió por Kalihi Lane, sintiéndose extrañamente en paz. Le solía suceder últimamente. Sin motivo alguno, se adueñaba de él la sensación de estar a salvo, de que alguien lo protegía. Contempló el fluir y refluir de su familia en el garaje de su padre. Sus tíos bebían cerveza y se daban palmadas en los muslos, jugando al hanafuda. Sus tías contaban anécdotas mientras limpiaban calamares recién pescados. Los dos críos de DeSoto practicaban judo mientras sus primos hacían volar unas cometas iridiscentes con forma de dragón. La sangre y hebra de toda la familia, atravesando las vidas de los otros como un suave relámpago.

Las horas se alargaban en la calle. La gente murmuraba en jerga mientras, en la casa de al lado, el nieto de la señora Silva practicaba su francés, «… il fait beau, il fait chaud, il fait froid…». Y desde una habitación oscura y fría en algún lugar se oía a Gabby Pahinui cantando «Hi’ilawe», y luego a tía Genoa Keawe gorjeando «Ke Kali Nei Au».

Keo se sentó y reclinó su cabeza, sintiéndose a gusto en aquel antiguo surco, en esa vieja taxonomía heredada. Había empezado a comprender que nada de lo que pudiera conseguir sería tan heroico como quedarse allí, como quedarse tal y como estaba. Sus padres estaban envejeciendo. Su mundo reducido y con pocos adornos se le antojó de repente una rareza. Un trozo de vida que debía ser apreciada.

Algunas noches, después de tocar en el club, se quedaba un rato en la sala de estar, mirando las cosas con vehemencia, como si nunca las hubiera visto antes. Abría cajones que contenían las necesidades básicas. Un bote de pegamento, un ovillo de hilo. Una fotografía en sepia de un anuncio de un coche DeSoto. En aquella casa tan amada, hasta las cosas más simples tenían un aspecto andrajoso. El pegamento había adquirido la consistencia del mármol. El hilo estaba medio desmenuzado, lo mismo que la foto.

La habitación de sus padres era igualmente austera. Una viejo armario de koa, una cama doble con sábanas raídas. Una cajonera sobre la que descansaban un rosario y fotos enmarcadas de sus hijos. En la pared, un crucifijo. Cortinas de ganchillo en las ventanas. No había nada más allá de lo básico.

En aquella casa sus padres usaban referencias como «el cuenco del ñame», «la cazuela del estofado», «la silla para jugar a las cartas». Había una sola cosa de todo lo que necesitaban y solo de lo que necesitaban. Había sido en el mundo exterior donde Keo había descubierto que los objetos poseían un nombre propio. Un florero T’ang, un grabado Hiroshige. Porcelana de Bavaria. Aquí, había crecido en medio no de la pobreza, pero sí de la más absoluta modestia. No había nada que ver, muy poco sobre lo que comentar, lo cual dejaba mucho espacio para los sentimientos. Era una casa habitada por mucha gente, y en la que se vivía con profundo amor.

Y en esa casa estaban sus padres, casi infantilmente despistados en cuanto a sus conocimientos de historia y geografía. Sabían tan solo que habitaban una isla en el océano, que Japón y China estaban a un lado y Estados Unidos al otro. Un océano por el que nunca habían viajado y cuya vasta inmensidad no podían siquiera imaginarse. Hablaban sobre la posibilidad de que Hawái se convirtiese en uno más de los Estados de Estados Unidos, pero no sabían lo que eso significaba. No estaban seguros de lo que era un Estado.

—¿Cómo puede ser Hawái un estado? —preguntó Leilani—. No estamos unidos al continente.

—No importa —respondió Timoteo, mientras pelaba un mango formando con la piel una espiral larga y húmeda—. Los políticos están todos locos.

Leilani miró fijamente un mapa, sobrecogida al ver los puntos aislados que representaban sus islas.

—Si nos convertimos en un estado, Estados Unidos nos tragará. ¡Como si fuéramos pūpū! Como si fuéramos… ¿cómo se llama eso? Golosinas.

Keo sonrió. Una vez había sentido la necesidad de escapar de aquella «ignorancia», de aquel lugar tan estrecho y provinciano. Entonces la vida lo había cogido por el cuello y le había arrojado encima más maldad y belleza angustiada de las que jamás podría llegar a comprender. Y, sin embargo, nada aparte de aquella calle fue nunca real para él. Todo lo demás era un puro espectáculo.

Algunas noches salía de su calle y subía a los barrios altos, y desde allí se internaba en los bosques, dejándose envolver por el olor a marismas, a jengibre en flor, a orina de ciervos, por la dulzura de las algarrobas. Subía más allá de las cañas húmedas, de los olores de las tierras de pastoreo, más allá de los cipreses, y se adentraba en la zona de bruma, donde lo rodeaban los eucaliptos.

Allí arriba había árboles gigantescos que rugían como si contuvieran en su interior todos los temblores de la isla, que había absorbido a su vez, durante milenios, todos los temblores del mar. La corteza de cada árbol tenía grabada la robusta lógica de cada ola del océano que impactaba contra la arena. Keo se quedaba dormido contemplando aquellos gigantes que se doblaban sobre sí mismos con espasmos, eclipsando grandes sierras de cielo color plancton. Todos estamos marcados, pensó. El mar ha puesto su marca de agua por toda la isla. Sentía la vida vibrando a través de sus pulmones, el mar vibrando a través de los pulmones de la tierra. Le gustaba hundir su rostro en la tierra húmeda.

Días más tarde, bajaría de las cumbres y se encontraría en medio de la reluciente expansión de Honolulú en la década de los cincuenta. El horizonte quedaba oculto tras los esqueletos decolorados de edificios en construcción que proyectaban sombras perpetuas y una penumbra propia del norte. Los obreros excavaban valles enteros. Las playas iban desapareciendo lentamente.

Leilani se retorcía las manos y sollozaba al ver cómo se demolía una tienda en el callejón Tin-Can, del Barrio Chino. Aquel era su sitio favorito para comer pato char siu, el jengibre más fresco y bok choy. Otras mujeres ancianas estaban a su lado, lamentándose. Keo aferró la mano de su madre, recordando las lámparas llenas de herrumbre del local, los ventiladores cubiertos de cadáveres de moscas, las tuberías oxidadas. Al señor Chock preparando una carpa de ojos saltones mientras leía al mismo tiempo un periódico chino, con el delantal caligrafiado de escamas y entrañas de pescado.

Keo recordaba un cordel suspendido del techo sobre el mostrador, y el papel jaspeado que el señor Chock utilizaba para envolver las compras de pescado y carne. Aún podía ver el eje que sujetaba el cordel girando y chirriando, ñec, ñec, ¡ñec! con cada nuevo tirón; aún podía oír el ritmo de las manazas del señor Chock, que siempre estaban en constante movimiento, ¡cortar! ¡tirar! ¡envolver!

Trató de consolar a su madre:

—Ese lugar era una trampa en caso de incendio. Es el progreso, mamá.

—¡Odio ese… como lo llames… ese pro-greso!

A lo largo de ese año, Keo notó cómo su madre, que había sido tan hermosa, tan imponente, se estaba encogiendo y debilitando. Como si su madre hubiera penetrado en un entorno carente de fricción y acelerase, sin pausa, desde la juventud hacia la vejez. La abrazó con mayor frecuencia, la hizo reír, pues su risa era como fuentes hechas de cristal de colores que habían iluminado su ceguera infantil. Cada semana la llevaba a pasear por King Street, a través de Kalihi, de Palama, visitando los que habían sido sus lugares predilectos (su panadería favorita, la tienda de frutos secos garrapiñados), apenas un paso por delante de los operarios de la demolición.

Un día, cuando volvían a casa, encontraron a DeSoto sentado con su padre, ambos con expresión estupefacta.

—¿Qué ocurre? —preguntó Leilani.

Timoteo movió la cabeza a uno y otro lado.

—Su chico, Teodoro.

Leilani cayó de rodillas, asustada.

DeSoto se decidió por fin a hablar:

—Esa cosa llamada… polio. ¿Puede morir de eso?

Keo le pasó el brazo por los hombros a su hermano y le apretó con fuerza.

Contemplaron al niño, cuyos ojos parecían roídos. El virus teñía su piel de un tono amarillento mortal. Sus padres rodeaban la cama, de un blanco brillante en medio de una habitación del mismo color, lo tocaban con suavidad intentando volver a insuflar vida en su cuerpo. DeSoto canturreaba, abrazado a su esposa y a su hijo mayor; el chico estaba apretado contra su axila, inhalando el olor salado de su padre.

El sol destellaba en el líquido gaseoso de un tubo que culebreaba y se adentraba en el cuerpo de Teodoro. El chico se contraía y parpadeaba en medio de ataques nerviosos, como si toda su voluntad y su corazón estuvieran tratando de derrotar aquello que se interponía entre él y la vida. Cuando abrió los ojos de nuevo, los tenía vueltos hacia dentro. Estaba ya analizando la otra vida.

En el pasillo, Malia se sentó junto a Baby Jonah.

—La acequia —susurró Baby Jo—. Fuimos a bañarnos allí. La abuela nos dijo que no fuésemos.

Cerca del Parque ‘A’ala estaba el canal Kapalama, una delgada cinta de algas aceitosas y metal que nacía en algún punto de los bosques tropicales de los Ko‘olaus. Bajaba a través del barrio de Palama, recogiendo basura de los desagües, de los charcos y los pozos hasta que se convertía en un arroyo que desembocaba en el océano más allá de las fábricas de conserva, cerca del puerto de Honolulú. Los críos de los barrios de las afueras pescaban y nadaban medio desnudos en sus aguas.

—¿Lo llevaste allí? —preguntó Malia.

Ella asintió.

—Si Teodoro se muere… ¡será culpa mía! La abuela nos advirtió de que las aguas de la acequia provocaban la polio.

Malia tuvo una visión fugaz de lo que la vida sería sin aquella niña. Un agujero gigantesco. La abrazó con todas sus fuerzas y la meció.

—No es culpa tuya. Teodoro se bañaba en todas las acequias de Honolulú. Incluso en ese canal viscoso de Ala Wai. Una acequia llena de ratas. Se le había advertido un centenar de veces. Cuarenta críos de Maui han muerto de polio en lo que va de año.

La chica rompió a llorar.

—Solo tiene diez años. No puede morir. ¡No puede!

En la habitación blanca, las extremidades de Teodoro se agarrotaron ante los ojos de todos, como si estuviera pasando por todas las etapas de la enfermedad a un ritmo acelerado. Contractura. Trombosis. Miocarditis. Fallos respiratorios. Luego todos se cogieron de la mano y sintieron cómo Teodoro pasaba a través de ellos.

A los pies de la tumba, el cura ofreció una versión de la muerte de un chiquillo con la que podrían vivir. Nadie vio a lo lejos a la mujer que sollozaba, sintiendo pena por DeSoto. Él la había rescatado una vez y la había llevado hasta Keo. Malia levantó entonces la mirada y descubrió aquel rostro envejecido, y algo se removió en su interior. Días más tarde recordaría el antiguo kimono de su tienda que le había regalado a Pono. Aquel kimono bordado con una mujer anciana cuya mirada le resultaba extrañamente familiar.

Lo siguiente fue una pena brutal, y pesadillas. Leilani se levantaba cada mañana como una mujer que despertase dentro de un ataúd.

—Dieciséis de mis hijos murieron. Ahora mi maldición se ha llevado a Jonah. A Teodoro. ¿Y después? ¿Quién será el siguiente?

Comenzó a dormir con los ojos abiertos, en estado de alerta ante lo que pudiese ocurrir.

—Parece que mi vida solo sirve para traer muerte, make. Sería mucho mejor si me fuera hiamoe loa, si me adentrase en el sueño eterno.

Por las noches resollaba. Su boca se transformó en una fatigosa O. Inhalaba aire y vaciaba la casa hasta dejarla seca. Resollaba con tanta fuerza que los demás sentían que se les estiraba la piel. La humedad desaparecía. Nadie en todo Kalihi Lane podía sudar o llorar. Sus resuellos fueron aumentando de volumen y de la noche al día la calle quedó reseca, teñida de un color marrón malsano. Las ramas de los árboles se quebraban, las flores se marchitaban.

Una noche, Leilani se volvió hacia Timoteo.

—Airea la cama todos los días. Yo estaré aquí mismo.

La pena se apoderó de ella y le apretó el corazón. Se desmoronó como el pétalo de una flor.