KA ‘UMEKE KĀ ‘EO

La taza está llena, y también la mente

En su pequeña tienda situada en una bocacalle de Merchant Street, Malia le ajustó un vestido a una pelirroja de mediana edad que lucía esmeraldas. Quince años atrás, le había cambiado las sábanas a aquella mujer en el Hotel Moana.

Corté las etiquetas de Schiaparelli de tus vestidos. Te robé el perfume Guerlain.

La mujer estudió su reflejo en un espejo y sonrió con su dentadura equina antes de redactar un cheque y felicitar a Malia por su tienda.

A solas, Malia se sentó ante la Singer, furiosa, haciendo que el motor girase a toda velocidad y que la aguja taladrase un trozo de buen lino. Un peinado diferente, unos pocos kilos de menos, pero Malia tenía exactamente el mismo aspecto que había tenido quince años antes.

No me ha reconocido. ¡Porque no llevo uniforme! No tiene ni idea de que lleva vestidos hechos por las mismas manos que limpiaban su retrete.

Al final se calmó, tranquilizada por la idea de que en el interior de cada dobladillo, en cada pinza, en cada hombrera del vestido de la mujer (y de todos los vestidos que cosía para los turistas) había maldiciones garabateadas, pequeños lamentos de guerra. «E Poko ke Ola.» «Que tu vida sea corta.» «Ho‘opī ka ‘Amo.» «Que tu culo bufe y chisporrotee.» «E Hele ‘Eku ‘Eku.» «Vete a escarbar como un cerdo.»

Habían aparecido como pequeños fantasmas. Un día, la Singer se puso en marcha sola y la aguja comenzó a dar puntadas enloquecidamente mientras ella miraba. Se había echado hacia atrás, sobresaltada, al ver que la máquina se calentaba tanto que echaba humo. Su cuerpo esmaltado de negro resplandecía. Pensó en Pono, cuyas huellas aún cubrían la Singer y cuyo sudor todavía impregnaba las junturas y tornillos de la máquina. Sintió su presencia en aquel baile brusco de los carretes de hilo, como si la aguja escupiera maldiciones directamente desde el cerebro de Pono.

Con los años, los diseños de Malia se habían vuelto excelentes y la gente no paraba de elogiarlos. Dibujaba patrones con rapidez caligráfica, cortaba sin realizar mediciones, cosía sin hilván. La mescolanza de costuras proporcionaba a sus prendas un aspecto más rico. Perfeccionó la ropa de baño, combinando bañadores y camisas para hombres. Pañuelos que se convertían en tops sin espalda ni mangas para mujeres. Creó el sujetador con bolsillo para rellenos. Las bragas con diminutos bolsillos para llevar compresas. Pero prefería los vestidos, las chaquetas, cualquier prenda con dobladillos en los que poder escribir sus pequeñas maldiciones.

Una noche, Malia se sentó a cortar unos viejos kimonos para hacer con ellos fajas y chalecos. Sus tijeras producían un sonido desagradable cuando, de pronto, notó que algo le tocaba las costillas. Vio una imagen por el rabillo del ojo. Un diseño en un viejo kimono colgado junto a la ventana, una figura bordada: una anciana con un bastón. Los ojos parecían salirse hacia ella, el rostro le resultó conocido, sorprendentemente familiar. Se puso en pie y acarició con su mano el kimono, intentando recordar de dónde lo había sacado y por qué aquella figura se le aparecía.

Puso la radio y oyó la emisión del programa desde el Hotel Reef. Johnny Almeida, un ciego que tocaba la mandolina y cantaba «Pua Sadinia», «flor de gardenia». Luego Lena Machado, aquella vieja cantante hawaiana. Malia hizo un gesto con la cabeza, deseando que Keo se diera cuenta de que el jazz estaba muriendo en las islas y algo llamado rock and roll tomaba el relevo. Quería decirle que quizás iba siendo hora de darse la vuelta, regresar y tocar la música de su gente.

Veía cómo la cara de su hermano se dulcificaba al oír cánticos antiguos acompañados de maracas y chasqueo de palillos. O incluso cuando oía música de ukeleles y guitarras rasgadas. Pero siempre que lo hablaba con él, entendía que el jazz era para Keo como el aire que respiraba. Dejar el jazz significaría su muerte.

—Sería —decía— como enterrar el recuerdo de Sunny Sung.

Al escuchar aquello, Malia sintió ganas de abofetearle.

—¿Sabes? Durante años pensé que eras un artista puro al que apenas le preocupaban los asuntos del mundo. Ahora veo que tampoco te preocupa la gente.

Keo la miró, sorprendido.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que eres un egoísta. Sueñas con encontrar a Sunny porque la necesitas para ser feliz. Todo sigue siendo «tú», solo «tú». ¿Qué pasa con mamá y papá? ¿Qué pasa con DeSoto? Ahora tiene mujer e hijos. Nunca preguntas por ellos. Nunca levantas la cabeza y miras a tu alrededor.

—Eso no es cierto —protestó Keo—. Os quiero a todos. Me preocupo mucho por vosotros.

—No. —Las palabras de Malia sonaban envenenadas—. Te preocupas por ti. Arrastras tu pena como una enfermedad, y la haces sonar con tu trompeta. Todos sufrimos la guerra. Todo el mundo tiene sus cicatrices.

Esa noche, Keo miró fijamente a sus padres.

—¿Mamá? ¿Papá? ¿Estáis bien?

Timoteo asintió.

—Sí, hijo. Todo va bastante bien. ¿Qué tal tú?

Leilani soltó un suspiro.

—Necesita encontrar una esposa. Lleva demasiado tiempo solo.

—Mi hermano echa de menos a Sunny Sung. Ya lo sabéis. —Sintiéndose culpable, Malia prosiguió—: ¿Sabes? Hoy he estado pensando en Pono. Tiene mana pālua, «doble aura». La gente dice que es un poco kahuna. Keo, quizás ella pueda decirte qué le ocurrió a Sunny.

Leilani negó con la cabeza.

—Quizá lo mate con la mirada, eso es lo que puede pasar. No tonteéis con esa wahine.

Al día siguiente, Malia se dirigió a casa de Pono y descubrió que se había ido. Los vecinos le dijeron que se había producido una tragedia. Sus cuatro hijas la habían abandonado, marchándose con extraños. Pono se había ido a la gran isla en la que el hombre enfermo de ma‘i pākē, padre de las niñas, le había dejado una plantación de café destartalada.

Embarcó en un vapor a la isla, y antes de que divisaran tierra, las fosas nasales le ardían con la mezcla de cenizas volcánicas y niebla. Aquella era la isla de volcanes rabiosos, de la temperamental Pele, diosa de los volcanes, cuyas hirvientes exhalaciones consumían bosques y pueblos enteros. Malia atravesó montañas cubiertas de bruma y pequeñas poblaciones que olían a café, Holualoa, Kainali‘u, Kealakekua, y que estaban rodeadas por kilómetros y kilómetros de exuberantes árboles de café. En la ciudad de Captain Cook preguntó por Pono. La gente retrocedió unos pasos y luego indicó hacia Napo‘opo‘o Road, hacia una callejuela escondida en la que se alzaba una gran casa blanca con el aspecto de estar encantada.

Se plantó sobre la extensión de césped que había frente a la casa, sintiendo que el edificio le devolvía la mirada. Un pavo real extendió su brillante cola y sollozó. En ese momento apareció en el porche una mujer de poca estatura, patizamba y con los dientes torcidos.

—¿Sí? ¿Qué quieres?

Malia titubeó antes de responder.

—¿Conoce a una mujer llamada… Pono?

La mujer se rio con ganas.

—Oooh, eso tiene gracia. Estoy todo el día en la cocina, limpiando pescado para ella. Raspando jodidas carrilladas de cerdo. Cocinando y limpiando solo para ella. ¿Por qué? Ella me salvó la vida. Pono es como mi tita. —Sus ojos recorrieron a Malia de arriba abajo—. Me llamo Run Run. ¿Para qué buscas a Pono?

—Es… personal.

La otra puso los brazos en jarras y entrecerró los ojos como un francotirador.

—Bueno, pues resulta que yo soy la jefa de personal en esta casa. ¿Tienes un mensaje? ¡Yo soy la que recoge los mensajes!

—Me llamo Malia Meahuna. Pono me enseñó a coser…

Run Run la miró fijamente un momento y luego le señaló las escaleras que subían hacia la casa.

—Siéntate y espera ahí.

Malia se sentó sobre los peldaños, tan gastados que estaban combados y marcados con pisadas. Le dio la impresión de que, por un instante, dormitaba. Luego sintió como si todo el aire de los campos cercanos fuera absorbido hacia el porche que había a su espalda. Notó un viento en sus hombros, como manos cálidas. Tuvo miedo de volverse, sabiendo que aquella mujer alta como un árbol estaba allí, con su olor a eucalipto, a tierra y a océano. Oyó a Pono sentándose en una silla amplia. La oyó suspirar.

Cuando por fin se giró, vio aquel rostro conocido, perfecto, de piel dorada y labios gruesos, el pelo liso como un torrente de lava trenzado a su espalda. Había cambiado de algún modo. Sus ojos negros y rasgados ahora parecían contener más dolor y más inteligencia de lo que ningunos ojos humanos deberían poseer. Sin embargo, continuaba siendo hermosa del modo agotado y voluptuoso de las mujeres que lo han hecho todo para sobrevivir.

Surgió en su cara la sugerencia de una sonrisa.

—¿Cómo estás, Malia? ¿Todavía vas dándote aires?

—Sí —respondió, con una leve risa—. Aún soy culpable de atreverme a intentar superarme a mí misma.

—Una «debe» atreverse. O vivir imitando. Pero ¿estás bien?

—Muy bien. Diseñando ropa, y prosperando.

Subió la escalinata y le entregó un paquete cuadrado y blando, envuelto con delicado papel de arroz, que contenía un viejo y precioso kimono.

—Esto viene con mucho aloha. He pensado a menudo en ti.

—¿Y tu niña? ¿Cómo está?

—… Baby Jonah. Está guapísima. Ya tiene doce años.

Pono fijó la mirada en la distancia.

—Su padre se ha hecho abogado. Sabe que la niña es suya. Sus rasgos son idénticos. —Las piernas de Malia comenzaron a temblar—. Ese hombre está angustiado. Solo ha amado a una mujer en su vida. Pero él es oscuro, y tú eres orgullosa. Aún imitas a los haole. Con el tiempo acabarás por entrar en razón. Dejarás de soñar con parecerte a los haole. —Hizo una pausa y se volvió hacia Malia—. Ya hemos hablado bastante de ti. Tu hermano Keo… cada noche cruza un puente con nueve giros.

Malia asintió.

—Hay alguien a quien no puede olvidar. La ha buscado sin parar. Pono, ¿puedes decirme si la chica está viva?

Pono se echó ceremoniosamente hacia atrás. Sus ojos se cerraron de golpe y se quedó inmóvil. Entonces sus labios comenzaron a moverse con rapidez, trayendo a la memoria un rostro. Al respirar producía un rugido.

—Sun-ja Uanoe Sung. El hilo salvaje tejiendo a través del tapiz. Él ha perdido el diseño.

—Haré cualquier cosa que me pidas si puedes ayudarle —susurró Malia—. Está perdido sin ella.

Pono empezó a mecerse, como si rezase. Sus brazos se cubrieron de sudor y su respiración se volvió fatigada. Sus gemidos eran cuchillos que producían cicatrices en el pálido vientre del día. Cuando abrió los ojos, los tenía blancos como el mármol. Malia tragó saliva. En el mármol fueron apareciendo venas que sangraban y lo teñían de color canela, luego marrón, y luego negro como el corazón rojo y negro del atún.

Lo que vio horrorizó tanto a Pono que cuando se decidió a hablar lo hizo con cautela:

—En ocasiones no entendemos las implicaciones de la búsqueda.

—¿Qué significa eso? ¿Está viva?

Pono mintió porque tenía que hacerlo.

—Nada está claro.

—Entonces está muerta.

Pono negó con la cabeza.

—Está en alguna parte… confesándose.

—¿Qué es lo que Keo debería hacer? ¿Qué debo decirle?

—Que continúe buscando.

—Pero ¿cómo? ¿Dónde?

—En su música. Eso hará que su forma de tocar siga siendo pura.

Malia se sintió como si hubiera corrido casi dos kilómetros. Estaba totalmente agotada.

—¿Me permitirás volver otra vez? Un día podrías ver a Sunny en una visión. La esperanza mantendrá cuerdo a mi hermano.

Pono asintió con gesto pensativo.

—Un día, cuando la visión se mantenga, te avisaré.

La mujer permanecía entre los clientes, inspeccionando con tranquilidad la tienda de Malia. Alfombra cara, paredes recubiertas de kapa. Hermosas sillas de koa con reposabrazos. Espejos de marcos dorados, macetas con palmeras. Una tienda pequeña, pero en la que cada cosa estaba dispuesta con discreta elegancia. Incluso los maniquíes llevaban prendas elegantes. Examinó rollos de tela hasta que los clientes se marcharon. Entonces, casi con gesto casual, se volvió hacia Malia.

El rostro de la mujer era encantador, con los ojos oscuros, un tanto rasgados, y los labios levemente gruesos. No era esbelta, sino más bien lo que la gente calificaba de voluptuosa, y llevaba puesto un vestido simple de lino y zapatos de tacón de cuero del bueno. Malia podría haber estado mirando su propio reflejo, con la única diferencia de que la mujer era blanca.

—Me llamo Vivian —dijo—. Soy la mujer de Krash.

Instintivamente, Malia se echó hacia atrás.

—He venido a decirte que voy a dejarle. Puedes quedártelo.

—¿Qué? ¿Cómo te atreves…?

La mujer se sentó, con un movimiento lento, envolviéndose con sus brazos.

—Acéptalo, por favor. Él sigue enamorado de ti.

Malia meneó la cabeza, asustada.

—No lo quiero.

—Sí. Sí lo quieres. Tienes sus costillas. Eso es tan… primitivo. No puedo entenderos.

—¿Cómo ibas a entendernos? —El cuerpo entero de Malia estaba temblando—. El entendimiento tiene que ganarse.

Vivian asintió y miró a su alrededor con gesto de impotencia.

—Sabía que lo tenía de rebote, después de ti. Pero era tan atractivo, tan ambicioso. Siete años. Ahora me doy cuenta de que nunca llegué a conocerlo. No tenía ni idea.

—¿Qué esperabas? —le preguntó Malia—. ¿A alguien predecible? ¿Un hombre al que pudieras controlar?

La mejor volvió a negar con la cabeza.

—Krash es inteligente, podría llegar lejos. ¡Pero él solo quiere triunfar aquí, en Honolulú!

Malia se irguió, enderezando la espalda, y habló enfatizando su pronunciación:

—Sí. Aquí hablamos inglés, incluso ejercemos de abogado. ¿Pensabas que Krash dejaría atrás su identidad? ¿Que viviría en el continente como un mutante?

Vivian también se irguió, desafiante.

—Mi padre tiene contactos, le habría ayudado a montar un bufete.

Malia cruzó los brazos y suspiró, sintiendo casi lástima por Vivian. Parecía una mujer decente, hasta un poco trágica. Entonces recordó que Krash había dormido con ella durante siete años, que sus labios habían recorrido todo su cuerpo. De repente quiso golpearla, sacarle los ojos.

—Sé que soy una ignorante en lo que se refiere a vuestra cultura —dijo Vivian—. Simplemente, no estoy hecha para las islas. Para vuestra jerga local. Para la comida que coméis. No tengo amigos. De lo único de lo que los amigos de Krash hablan es de la tierra, la tierra y la tierra.

—La tierra es vital para los hawaianos.

—Pero no sois progresistas. ¿No lo ves? No podéis malgastar una tierra preciosa plantando ñame. Necesitáis avanzar. Hoteles. En eso consiste el progreso.

—¡Hoteles! ¿Para que mis sobrinos puedan ser pinches de cocina? —Malia se dio la vuelta, temiendo que pudiera agredir a la mujer—. Por favor, lárgate de aquí.

Vivian se puso lentamente en pie.

—Te he seguido por la calle, preguntándome qué es lo que tú tienes y yo no. Tal vez sea orgullo. Yo nunca tuve que esforzarme.

Malia se giró y la miró fijamente antes de decir, con voz baja, casi fatigada:

—Las mujeres privilegiadas sois muy ingenuas. El esfuerzo no te enseña a ser orgullosa. Te enseña a aceptar lo que te venga.

Extendió los brazos y los hizo girar. Los tenía tatuados y picados por utilizar desinfectantes demasiado fuertes durante sus años de sirvienta. Le mostró las manos. Tenía las palmas y las puntas de los dedos agrietadas, surcadas de cicatrices causadas por las agujas de coser.

—¿Te enorgullecerías de esto? ¿Querrías siquiera mirarlas?

Vivian las miró, y luego sus ojos encontraron los de Malia.

—Él no te quiere por tus manos. Él te ama. —Señaló el reflejo de ambas en un espejo, donde se apreciaba claramente su parecido—. ¿Por qué crees que se casó conmigo?

—Por favor, vete —insistió Malia—. No quiero nada de esto.

—Eres parte de esto. Lo eres todo. Yo voy a volver a mi casa. —Al llegar a la puerta, se giró hacia ella—. ¿Sabes una cosa? Es en tu hija en la que estoy pensando.

Al verla alejarse por la calle, Malia sintió que su cuerpo se quedaba entumecido. Tragó saliva lentamente, inspirando recuerdos familiares. Estaba su garganta, y estaba su lengua. Entonces alguien se movió por detrás de ella, Keo, trayendo el almuerzo por la puerta trasera.

Fue directo al grano, sin dar ningún rodeo:

—Lo he oído todo.

—Bien —dijo ella, colocando los platos y las servilletas—. Entonces ya podemos comer.

Se sentaron en sillas plegables y agitaron los palillos como si fueran antenas. El sushi y el jengibre escabechado sabían a tiza.

—¿Cuándo vas a decírselo a Baby Jonah?

—¿Decirle qué?

—Quién es su padre.

Malia tiró su almuerzo a la basura.

—Imagínate a esa palurda viniendo a mi tienda y contándome sus penas.

—Hasta una desconocida siente pena por tu hija. Malia, ¿de verdad crees que alguien se traga que es hija de Rosie? ¿Que es hānai? Se os parece tanto a ti y a Krash que resulta trágico. Es una broma pesada.

—¡Ese bastardo! ¿Cómo se atreve a traer a una esposa blanca a Honolulú?

Keo soltó una carcajada.

—Tú lo echaste a patadas. Le negaste a su hija.

—Ella no es su hija.

Keo le clavó la mirada.

—¿De quién es, entonces?

—¡¿Cómo voy a saberlo?! Era la guerra. Tenía que mantener a mamá y a papá, mientras tú y DeSoto estabais por ahí viviendo vuestras aventuras.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que todos tomamos decisiones. —Su voz se volvió amarga—. Tú elegiste París. Yo elegí… Hotel Street. Y todo lo que eso implica.

Keo se puso lentamente en pie, y la cogió de los brazos.

—Dios mío. Nunca me detuve a pensar en lo que tuviste que hacer para salir adelante.

Malia hundió la cabeza y se apartó de él.

—Tenía sueños. ¿Recuerdas? Hubiera dado cualquier cosa por vivir en París, como tú. Luego ocurrió lo de Pearl Harbor, y todo el mundo se volvió loco. No me preguntes más.

Keo se sentó, sin soltarle la mano a su hermana.

—Siempre te respetaré. Gracias a ti nuestros padres nunca necesitaron pedir limosna. Pero no me digas que Baby Jonah no es hija de Krash. Pensaste que eras demasiado buena para él.

Malia se sentó a su lado e intentó sincerarse.

—Keo, siempre me dio la impresión de que él me atraparía. Él y sus primos de Wai‘anae. Verdaderos patanes de mala muerte. Crimen. Asistencia social. Si hubiera seguido con él, habría acabado allí.

—Lo amabas. Tus cartas estaban llenas de él.

—Tener un hijo provoca eso. Me ablandé. Pensé que aceptaría cualquier cosa que él me ofreciese. Pero, entonces, volvió a casa lleno de planes. Títulos. La facultad de derecho. Nunca mencionó dónde encajaba yo.

Keo suspiró.

—Él quería casarte contigo, lo juro. Quería llevarte al continente convertida en su esposa.

—Nunca me lo pidió. Oh, bueno…

Malia ya había rebasado los cuarenta, pero continuaba teniendo un cuerpo firme y adorable, aún rebosante de elegancia hawaiana (en la fluidez de sus gestos y sus movimientos), y podría haber tenido prácticamente a cualquier hombre, de cualquier raza. Pero ahora tenía la confianza de un éxito moderado; lo había conseguido sola, sin transigir ni perder su orgullo.

—… ahora estoy demasiado ocupada para estas tonterías.

—Te contaré lo que pasó —dijo Keo, negando con la cabeza—. Te diste cuenta, a fin de cuentas, de que amas a un hombre con la piel oscura. Has visto crecer a Baby Jonah, y siempre que la miras ves en ella los rasgos de su padre. Todo el mundo sabe la verdad. Puede que hasta ella lo sepa.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que aunque ella te llama tita, «hermana», lo dice con sarcasmo. Malia, ¿qué le estás haciendo a esa niña?

Malia se frotó la frente, agotada.

—Estoy intentando salvarla. ¿No lo ves? Si admito que soy su madre, entonces tendré que decirle quién es su padre.

—¿Le destrozarás la vida a una niña por simple vanidad? Ya le has robado doce años. —Se levantó y la miró desde arriba—. Me haces sentir verdadera vergüenza, Malia. Si no se lo dices tú… un día se lo diré yo. Todo.

Un día, en su tienda, ajustándole un vestido a Baby Jo, Malia notó una ligera hinchazón, el nacimiento de los pechos.

—Estás echando brotes —murmuró.

La niña se sonrojó hasta tal punto que Malia pudo sentir su calor. Respiró el sudor de su hija, su pelo fragante, sus hombros luminosos que olían a jengibre húmedo, y se echó hacia atrás en su silla, en estado de shock. Esta niña es la única cosa de la que nunca me arrepentiré. Quería contarle en aquel momento, empezar a contarle quién era, de quién venía. Pero el hábito de no decir las cosas se había grabado entre las dos.

¿Lo sabe? se preguntó Malia. ¿Me odia? A veces le daba la impresión de que lo único que sabía de aquella cría era su talla. La medida de su pecho y su cintura. La niña casi nunca le contaba sus cosas.

—Deberías hablar más —dijo Malia—. Deberías preguntarme más cosas importantes.

Baby Jo se giró a un lado. Malia no tenía derecho a preguntarle por sus pensamientos. Incluso cuando se sentaban las dos solas a la mesa de la cocina, apartaba la mirada de Malia y la fijaba en cualquier otro punto de la estancia. Masticaba tan lentamente como podía, consciente de que se suponía que no debía hablar con la boca llena.

A veces Malia le salía al paso en el aseo o en el garaje.

—¿Qué tal la escuela?

—Bien… aburrida.

—No es aburrida si utilizas tu cerebro.

—¿Qué te crees que utilizo? ¿Los pies?

Era un comentario sarcástico, pero Malia se rio. Baby Jo se fue, pensando que se estaba riendo de ella.

Un día se colocó al lado de Malia, escuchando el ruido metálico de las tijeras.

—¿Por qué Tío Papa tiene pesadillas? —Había oído a Keo gritando en sueños.

—La guerra —respondió Malia—. Una chica a la que él amaba desapareció.

—¿Murió?

—No lo sabemos. Nadie sabe lo que sucedió realmente.

Baby Jo se giró lentamente y la miró a los ojos.

—No saber la verdad le rompe a uno el corazón, ¿verdad?

En ese momento Malia quiso zarandearla. Quiso decirle que debería estar agradecida por haber nacido, porque ella la había alojado en su vientre, por soportarla. El suyo era un baile silencioso y cadencioso en el que se esquivaban cuidadosamente la una a la otra y que se volvía más tenso cuando se tocaban. Malia entraba muy pocas veces en la habitación de su hija, y no podía recordar ni una sola vez en la que Baby Jo hubiera entrado en la suya. En ocasiones fingía estar hablando por teléfono en el pasillo para poder observar a Jo en su dormitorio, moviéndose entre sus cosas y tocándolas con suma delicadeza.

De vez en cuando entraba en la habitación para escuchar la suave respiración de su hija. Cogía fotografías, tocaba su ropa, sus talismanes. En aquel momento se encontraba en la etapa de la redondez y sus rasgos se habían vuelto algo regordetes. Pero se estaba convirtiendo en una chica preciosa, pálida pero claramente hawaiana en su gran estructura ósea y sus grandes manos y pies kānaka. Y era especialmente lista. Excepto cuando estaba con Malia, pues entonces se volvía torpe y huraña, y se expresaba en una mezcolanza de jergas: hawaiano y portugués combinado con filipino y pākē, de modo que en ocasiones su parloteo resultaba casi incomprensible para Malia. No hacía más que decir da kine, da kine, ¿qué é eso?

Al ver a Baby Jo haciéndole carantoñas a Keo al tiempo que la ignoraba a ella, Malia empezó a discutir con ella, forzándola a participar en una conversación.

—¿Alguna de tus amigas sale con chicos?

Baby Jo se puso tensa.

—… Dos. Quizá.

—¿Alguna de ellas ha menstruado ya?

La chica se encogió, mortificada.

—Pronto te ocurrirá a ti también, Jo.

—Agh. Hubiera sido mejor si hubiera nacido chico.

—Los chicos son precisamente de lo que tienes que mantenerte alejada desde ahora en adelante.

—¿Por qué?

—Así es como haces un bebé, acostándote con un chico. Ya te lo explicaré.

Baby Jo puso sus ojos a la misma altura que los de Malia.

—¿Qué te crees, tita? ¿Crees que no sé nada? Un chico hizo da kine a una chica con su da kine. ¡Y eso es lo que hace que tengas un bebé!

—¡Habla en inglés! —gritó Malia.

—¿Por qué? —exclamó Baby Jo—. ¿Por quién me tomas? ¡Si intento hablar como tú, la gente piensa que soy muy lōlō!

Sin embargo, los profesores decían que en clase su inglés era perfecto. Sus notas eran excelentes.

—Deja de avergonzarte por demostrar que eres inteligente —dijo Malia, sacudiéndola suavemente—. No dejes que la vida se escurra entre tus dedos.

—¡Déjame! —Baby Jo se liberó dando un tirón—. ¿Por qué me fastidias tanto? Tú no eres mi madre. Eres mi tita, ¿recuerdas?

—Voy a enviarla a la Academia del Sagrado Corazón —prometió Malia—. Para alejarla de chicos barriobajeros.

—¡Olvídate! —repuso Keo—. Te pondrá a prueba hasta el día que te sinceres con ella.

—¿Sagrado Corazón? —Leilani se dejó caer en una silla, en estado de shock—. ¿Cómo vas a conseguir dinero para pagar un colegio privado?

—Espera y verás.

Ahora Malia se quedaba en su tienda hasta la medianoche, siete noches por semana. Desde el otro lado de la calle, una anciana con un bastón la observaba, encorvada como una corredora sobre su Singer mientras mascullaba juramentos.

—Vestirá ropas planchadas, y las cambiará con cada temporada. Y complementos a juego. Tendrá zapatos de cuero, no de goma. Tendrá amigas que vivan en calles pavimentadas, no en callejuelas llenas de baches. En casas de verdad, que no estén infestadas de termitas. Tendrá bolsas de libros, y deberes para después de clase. Estudiará idiomas. Irá a la universidad.

A veces se echaba hacia atrás en la silla. ¿Qué sentido tenía que su hija recibiera una educación si se moría de hambre? Se inclinaba luego otra vez sobre la Singer, rezongando de nuevo.

—Tendrá una buena cabeza para los negocios. Siempre tendrá una cuenta bancaria. No se tomará a los hombres en serio. Nunca transigirá. Los hombres se apartarán para dejarla pasar.

Quería ahorrarle a su hija la degradación y los escombros que dejaban los hombres a su paso, las cicatrices que podían ser permanentes. Sus determinaciones se transformaban en cánticos que gritaba mientras cosía, creando un proyecto para su hija. Un orden y un procedimiento. Sabía que algún día tendría que decirle quién era su padre. Para entonces Baby Jonah la perdonaría, al menos eso esperaba.