El hombre jacaranda
Regresó en carne viva. Se sentó a solas en la canoa de DeSoto, pensando en modos de quitarse la vida. Pasaron las semanas, un mes de pesadillas, de despertarse sobresaltado empapado en sudor. Y, después, un tarareo de madrugada, sus dedos moviéndose en el vacío, sin tregua. Una trompeta fantasmal, como una mascota elegante y rígida. Volvió a tocar. Esa era la única forma que tenía de entender las cosas.
Para principios de la década de los cincuenta, actuaba con bandas de renombre que pasaban por Honolulú en ruta hacia Asia: los Dorsey Brothers, Ellington, Count Basie. Al escuchar a trompetistas como Harry Sweet Edison y Roy Eldridge, Keo recordaba que no era un genio, que no pasaba de ser muy bueno. Pero la gente seguía llamándole Hawaiano, a ojos de los demás continuaba siendo un tipo que conocía mundo. Había rumores de que había perdido a su amada en la guerra. Algunos decía que había sido espía.
Tenía cuarenta y dos años, aunque físicamente parecía más joven. Pero, por otro lado, daba la impresión de ser mayor: la lentitud definía tanto sus movimientos como su conversación. Sin embargo, cuando tocaba la trompeta, la gente cerraba los ojos y escuchaba. La guerra seguía estando fresca en el recuerdo, todo el mundo había experimentado el dolor, y Keo sabía aún cómo dirigir ese dolor de un modo con el que los otros conectaban, a pesar de los críticos que decían que su forma de tocar se había suavizado, que él mismo se había suavizado, que su jazz ya no era innovador.
El bebop se estaba convirtiendo en el nuevo jazz, avanzado por músicos que amaban el contraste y la paradoja, incluso si el sonido era feo. El bebop era algo mental y dentado, una alquimia vertiginosa de sacudidas y clamores. Aquellos que seguían ese nuevo ritmo miraban a Keo y a su generación a como hombres que debían ser respetados pero no imitados. Al escuchar aquellos sonidos nuevos, a veces se sentía tentado de cruzar los límites y adaptarse, pero había algo en él que se lo impedía. Su trompeta era un trampolín, el objeto desde el que él se lanzaba para remontar el vuelo y rebasar las fórmulas conocidas. No estaba hecho para los gruñidos y la rabia, para tocar de un modo desesperado, ni para las medidas enérgicas de lo que Ugh llamaba jazz du jour.
En ocasiones, cuando tocaba, se dejaba llevar de una manera que resultaba magistral. No necesitaba correr grandes riesgos, no necesitaba llegar tan lejos. En su música se percibían el sufrimiento y la pérdida, la gente se sumía en el silencio y bajaba la mirada. Y él seguía tocando, desangrando las notas hasta los registros más agudos. Una noche, tocando «There Are Such Things», su sonido era tan puro que borró al público. Era como una cuchilla de luz que lo elevaba hasta dejarlo suspendido en el aire.
Aunque ahora era más viejo, continuaba siendo mejor que cualquiera de los otros que tocaban en aquellos años en Honolulú. Los jóvenes trompetistas se le acercaban para que compartiese con ellos sus secretos y les mostrase los atajos. Pero lo único que él les ofrecía eran enigmas.
—Ten cuidado a quién le das tu música. Hay cosas que no puedes recuperar.
Algunas noches miraba fijamente en los espejos, calibrando los años, el desgaste causado por el tiempo. Continuaba siendo un hombre enigmático, de labios gruesos y nariz claramente polinesia, no excesivamente atractivo, ni para nada lo contrario. Había vuelto a desarrollar su cuerpo, pero la natación lo mantenía en forma, así que era musculoso de un modo esbelto. Su piel oscura carecía de arrugas, y su pelo negro y rizado ahora estaba levemente enhebrado de gris.
Aún era un hombre de dulce carácter, cortés hasta el punto de ser anticuado. Seguía vistiéndose de una forma impecable, con los trajes y camisas hechos a medida por Diseños Malia. Las mujeres se sentían atraídas hacia Keo porque había algo intensamente físico en él. No solo aquel labio calloso que le daba un cierto aire de gánster, sino también la sugerencia de un temperamento apenas controlado, seductor y amenazador. Una potente energía, una tormenta embotellada, que estallaba solo cuando tocaba.
A Malia le parecía que las mujeres se sentían atraídas por su actitud distante, por su lejanía. El único momento en el que Keo se relajaba y mostraba su lado más dulce era cuando estaba con la hija de su hermana.
—Con excepción de la familia, realmente no estás atado a nadie —le dijo.
—Intento estarlo.
—Pretendes estarlo. Pero no lo estás.
De vez en cuando se iba con mujeres de los clubes, incluso con algunas a las que tenía que pagarles. Pero, a veces, cuando se acostaba con ellas, a los pocos minutos tenía que levantarse, vestirse y salir de allí. Quería gritar, golpear a la mujer porque no era Sunny. Entonces se ponía otra vez en marcha, de nuevo de viaje, sin tener siquiera muy claro qué país estaba cruzando. Ya no buscaba, ahora simplemente se mantenía en movimiento.
Una noche, en 1954, un desconocido entró en el Swing Club y se sentó al fondo, guarecido por las sombras. En un primer momento nadie se fijó en él, pero al ir pasando el tiempo la gente se volvía a mirarlo, pues el hombre tenía un matiz claramente azulado en el rostro y las manos. Devolvió la mirada con aire de desafío, con marcas en las mejillas que parecían manchas de tinta y los labios de un ligero violeta.
Aunque era alto, tenía la expresión de un jinete de carreras envejecido, con la mirada extremadamente concentrada. Y había algo llamativo en sus ojos, que eran redondos cuando deberían haber sido rasgados. ¿Un asiático que intentaba parecer caucasiano? Más aún, los ojos eran cuadrados, con forma de caja, retraídos por varias cicatrices. Se movía con cuidado, como alguien que hubiera sido reconstruido quirúrgicamente.
Escuchó, muy atento, a la banda, estremeciéndose cuando el saxo dio un traspié en «Thou Swell» y sonriendo cuando Keo se adelantó para realizar su solo. Cuando se lanzó, aporreando y derrapando, con una versión de «Muskrat Ramble», el público se puso en pie. Keo siguió adelante, entrelazando improvisaciones hasta que, en la decimonovena estrofa, se quedó sin fuerzas. La banda pasó entonces a «Georgia», calmando a la estruendosa audiencia. El tipo de la cara azul se limitó a sonreír.
Después, con las luces encendidas y el público dirigiéndose hacia la salida, el hombre fue hacia los camerinos. Keo levantó la mirada, sobresaltado: a la luz, la cara de aquel tipo lo asustaba.
—Hawaiano… —La voz, de algún modo, le era familiar.
Keo se incorporó lentamente.
—Conozco esa voz.
El hombre dio un paso adelante, casi con timidez.
—Endo Matsuharu. París, 1939. Tú me diste clases para tocar el saxofón.
Keo no conseguía situarlo. Hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Estaba en la Sorbona. Mi tío era el cónsul, Yasunari Seiko. Te ayudó a salir de París.
Keo gritó y rodeó a Matsuharu con sus brazos, dándole varias palmadas en la espalda.
—¡Oh, tu tío me salvó la vida! Él… —Keo tiró de Endo hacia una silla y le obligó a sentarse—. Ahora me acuerdo. Tú y yo, solíamos practicar cerca del Sacré Coeur al amanecer.
Le dio unas palmadas más en las manos y luego abrió una botella de ron para servir dos vasos.
—Por París.
Matsuharu bebió, y después volvió a sentarse. Keo rellenó su vaso.
—¿Qué fue de ti después de aquello?
—La guerra. Mi tío podría haberlo arreglado para que ocupase un puesto detrás de una mesa. Pero… era una cuestión de honor. De todas formas, perdimos.
—Todo el mundo perdió —dijo Keo.
—Tú no has cambiado mucho, Keo. —Matsuharu sonrió.
—¿En quince años? Sí he cambiado. Pero, tú, ¿dónde has estado durante todos estos años? ¿Sigues tocando?
—El saxo es mi vida. Es lo único que hago, aunque no muy bien. He tocado en pequeños clubes de Portland y San Francisco. Un tanto difícil, porque la gente sigue recelando de lo japonés.
Su voz sonaba tan bien modulada que Keo sintió que si cerraba los ojos podría creer que estaba hablando con un profesor de universidad. Recordaba que Endo había sido un buen estudiante en la Sorbona. Había estudiado para ser abogado.
—… Así que pensé que probaría en Honolulú. Te buscaría. Ahora eres bastante famoso.
Keo se rio con suavidad.
—Solo en Honolulú. Aunque parece que necesito moverme de vez en cuando, por Hong Kong o Bangkok, y tocar en clubes de segunda categoría. ¿Has oído al saxo hace un rato? No tiene oído musical, puedo asegurártelo. Necesito formar mi propio grupo. Quizás eso haga que me quede aquí.
La mirada de Matsuharu recorrió la habitación y Keo se apresuró a disculparse.
—Tío, estoy hablando demasiado. No puedo creer que seas tú. Escucha, ¿tienes hambre? Vamos a comer algo y a ponernos al día.
Mientras bajaban por Bishop Street, le fue señalando los lugares más característicos: la Torre Aloha, a la que por fin se le había quitado el camuflaje, el Palacio ‘Iolani, sin tanques. Ocuparon una mesa en Chico’s, donde se reunían los noctámbulos, y pidieron kimchi y cerveza y cuencos humeantes de saimin. Keo removió la salsa de soja y la mostaza en pequeños círculos, sintiendo cómo sus poros se abrían por efecto de las nubecillas que ascendían desde el caldo. A través del vapor y el humo del char siu, la cara azul de su acompañante se le apareció como en un sueño.
—¿Cómo te fue? —preguntó Matsuharu—. Me refiero a la guerra.
Keo suspiró y dejó los palillos sobre el mantel.
—Sobreviví. Tu tío me llevó a Shanghái unos cuantos meses antes de lo de Pearl Harbor. Estaba buscando a mi novia. ¿Te acuerdas de Sunny?
Aquel nombre no significaba nada para él. Dijo que no con la cabeza.
—Sun-ja Uanoe Sung. Hawaiano-coreana, de Honolulú. Se fue de París para buscar a su hermana en Shanghái. La encontré allí, pero no conseguí sacarlas a tiempo. —Mantuvo la mirada fija en el suelo durante un rato—. Toqué en varios clubes mientras estuve allí, en el Ciro’s, el Argentina. Luego me arrestaron y me encerraron en un campo de prisioneros. La Cruz Roja me trajo de vuelta a casa convertido en un esqueleto. Enfermé de malaria y varias cosas más. Me pasé el resto de la guerra entreteniendo a las tropas aquí. Lo mismo que con lo de Corea.
—¿Y tu familia? —preguntó Matsuharu.
—Perdimos a mi hermano pequeño. En Italia.
—Lo siento.
—¿Y tú, tu familia? —preguntó Keo.
Matsuharu permaneció en silencio un buen rato, con la mirada perdida.
—Todos muertos. Incluso mi tío Yasunari. Las bombas incendiarias que arrasaron Tokio… veinte kilómetros de polvo.
Keo hundió la cabeza.
—Dios maldiga todas las guerras.
—¿Dios? Si existe, debe ser un niño enfadado.
—Pero ¿y tú? —insistió Keo, mirándolo fijamente—. ¿Cómo te fue a ti?
Matsuharu se lanzó a hablar, deseando terminar cuanto antes:
—Serví en el Pacífico Sur. Fui teniente en una gigantesca base de suministros para el ejército, la Armada y las fuerzas aéreas. Luego llegó la rendición, y los juicios de guerra. Me condenaron a seis años. Dos de ellos en la isla Manus. Y cuatro en la prisión de Tokio…
Keo no sabía qué preguntar. Tenía miedo de preguntar.
—Era una guerra. Hubo veces en las que fui amable. Otras, en las que fui sádico, supongo. Hay largos períodos de tiempo que no puedo recordar. Teníamos un campo de prisioneros muy grande. Un capitán australiano dijo que le di comida y le salvé la vida. No lo recuerdo. Un soldado yanqui dijo que le pateé en la cabeza. Tampoco puedo recordarlo. Normalmente, cuando otros oficiales se comportaban con crueldad, yo me apartaba de ellos. Eso, también, es un crimen contra la humanidad.
—¿Cuándo supiste que estabais perdiendo la guerra?
Matsuharu cerró los ojos.
—Cuando lo de Midway… o quizá Guadalcanal. Después de eso, nadie estaba realmente en su sano juicio. Los oficiales se volvieron locos y cometieron terribles atrocidades, incluso contra nuestros propios reclutas. En los juicios de guerra, muchos fueron condenados a muerte y ejecutados. Yo fui solo condenado por pequeñas brutalidades. Sin embargo, recuerdo la sangre, mi espada… —Se irguió en el asiento y soltó un sonoro suspiro—. Después de que Japón se rindiera, los Aliados barrieron nuestra base y nos hicieron salir de túneles subterráneos que tenían kilómetros y kilómetros de largo. ¡Dicen que vivimos escondidos y sumergidos allí abajo durante catorce meses! No recuerdo nada. En algún lugar en mi cabeza, en 1942, todo se apagó.
Keo se inclinó hacia delante y preguntó en voz baja:
—Endo, ¿sabes cómo se volvió tu piel azul?
El otro esbozó una frágil sonrisa.
—El hambre extrema. Y la locura, supongo. Cuando estaba en prisión comencé a comer pintura de las paredes. Con el tiempo me comí toda la de mi celda. Me obligaron a volver a pintarla. Luego me la volví a comer toda. Lo hice durante seis largos años. Los guardias solían mirar y reírse, me había convertido en su pasatiempo. Nadie me dijo lo que la pintura de plomo podía hacerle al cuerpo humano. —Se tocó la mejilla y luego la frente—. Mi sistema nervioso quedó dañado. Los médicos dicen que las células de mi cerebro se dirigen a la extinción. Me olvido del significado de palabras simples. Mapa. Calcetín. Tenedor. A veces sufro ataques.
—¿Qué les pasó a tus ojos?
—Después de un tiempo, los guardias empezaron a aburrirse. Usaban nuestras caras como sacos de boxeo. Probablemente habían visto demasiada guerra. Durante meses tuve los ojos hinchados y con cortes. Tenía los párpados cerrados e irritados. Al final me llevaron a un cirujano militar, que hizo un montón de cortes y remiendos. Dijo que yo era un fenómeno médico, que debería haberme quedado ciego.
Keo apartó la mirada, recordando Woosung y las muchas formas que había de morir. Las luces jugaban con los matices color jacaranda de Endo. Hasta su pelo negro poseía un brillo azulado, lunar.
—¿Quién podía creer, después de lo del Pacífico, que habría otra guerra? Ahora, tres millones de muertos en Corea. Dime, Keo, después de todo, ¿en qué crees?
Keo pensó detenidamente la respuesta.
—Quizá… solo en la música.
Comenzaron a tocar juntos por las noches en un pequeño estudio que Keo alquiló en una bocacalle de Hotel Street. Habían pasado quince años desde París, cuando Endo era solo un estudiante cogiéndole el punto a un saxo tenor. Ahora avanzaban con cautela con los arreglos con el apoyo de una grabación de fondo; Keo escuchaba mientras Endo navegaba por delicados arpeggios afilados como stilettos. Después, inexplicablemente, viraba con brusquedad hacia lastimeras contradicciones.
Empezaba limpio y elegante sin casi vibrato. Incluso el modo en que sostenía su saxofón era elegante, sus dedos azules apenas tocaban las válvulas, simplemente planeaban sobre ellas, o eso parecía, como si el instrumento fuera lo único que le quedaba en el mundo. Pero, invariablemente, perdía el sentido del ritmo y a punto estaba de perder también el control. Su entrada en todas las canciones era como una oración que de repente entrase en combustión.
Bajó la trompeta.
—Empiezo bien, y luego lo echo a perder.
—Nervios —dijo Keo—. Solo necesitas práctica.
—Practico todos los días.
—Escucha. Después de salir del campo de prisioneros, no toqué una trompeta durante un año. Era como ponerme el cañón de un rifle en la boca.
—Te recuperaste. —Endo sonrió—. Yo no tendré ese lujo.
—¿Qué quieres decir?
—Deterioro orgánico. Como ya te he dicho, hasta las células de mi cerebro están muriendo.
Keo prefirió ignorarlo.
—Practicaremos hasta que seas un genio con el saxo.
Pero había algo que faltaba en la forma de tocar de Endo, un cálculo intuitivo que era vital en el jazz. El dolor y el asombro en carne viva. Cuando tocaba la trompeta, lo que Keo oía era a alguien luchando por el control, alguien combatiendo contra el delirio.
Poco a poco, Keo reunió a un nuevo bajo, un percusionista, un pianista y un saxofonista, y utilizó a Endo como relevo ocasional. Endo se cambió el nombre a Arito, en honor a su padre muerto, y Keo llamó a su nuevo quinteto Hana hou! «¡Una vez más!» Su primera actuación fue en el Swing Club, lleno hasta los topes. Keo y Endo practicaban a diario, aparte de la banda, y Keo le observaba esforzándose por alcanzar la precisión, pero casi todo lo que escuchaba suponía un nuevo retroceso.