Vagar en la oscuridad
HONOLULÚ, FINALES DE LOS AÑOS CUARENTA
Cada día tenía su objetivo, su trompeta le daba a cada día una razón de ser. A veces era un halcón que planeaba, en equilibrio gracias a los vientos y corrientes del cuerpo de Keo. La tensión del halcón mantenía su mundo en pie. Él lo acechaba, le despeinaba las plumas hasta que sus brazos se volvían pesados como el mercurio y sentía la garganta llena de polvo y cristales rotos.
Había mañanas en las que se despertaba con el labio lleno de costras. Y, no obstante, a la noche siguiente, y a la siguiente, y cada noche de cada semana, tocaba su trompeta inflando sus pulmones como globos. Algunas noches se encontraba a sí mismo al amanecer en los infructuosos suspiros de una ensoñación, mirando fijamente a Baby Jonah, deseando que fuera su niña. Otras noches sentía que el maniquí de costurera lo llamaba.
Se quedaba de pie en la oscuridad, cara a cara con aquella mujer sin cabeza ni brazos.
—Sunny.
Le ponía las manos en los hombros, deseando arrancarse la piel por haber vuelto a casa sin ella. Quería abrir un agujero en el mundo y encontrarla. ¿Qué sentido tenía vivir? ¿Cómo podía la vida tener un significado? Pensó en las ciudades de Asia arrasadas por la guerra, en las que los supervivientes aún salían arrastrándose de entre los escombros. Ella estaba allí, en algún lugar, ella y la hija de ambos. Sabía que estaba allí porque Ugh había dicho que la vida la encontraría. Pero no quería esperar a que la vida la encontrase. Quería adelantarse, ser más listo que la vida misma, encontrar a Sunny y continuar viviendo. Seis años. Podía estar muerta. Se negó a creerlo, se negó a dejarse convencer por lo que se antojaba más probable.
Un día, Leilani se tapó la cabeza con la sábana, soltando un alarido. Timoteo intentó consolarla, diciéndole que nadie podía hacerle ya daño a Keo, que la guerra había acabado. Diciéndole que Keo tenía que hacerlo, tenía que buscar a Sunny Sung.
—¿Por qué? —gritó Leilani—. Por poco se muere en un campo de prisioneros por su culpa. Y ahora va a volver allí.
Keo se colocó en la cubierta de un buque transoceánico, sintiendo la vibración de los motores, el temblor de mil vidas en el umbral de otras vidas. Malia alzó la vista hacia él a través de las cataratas de serpentinas de papel. Que regresase allí otra vez parecía una locura. Le dijo adiós con la mano, como si garabatease maldiciones en el aire.
Keo contempló el océano subir como si le buscara a tientas, para luego caer pesadamente. Por la noche, tocando con la banda de a bordo, hizo sonar su trompeta con todas sus fuerzas, gritó a través de ella como un hombre que suplicase la redención. Cuando no tocaba, se arrastraba por las cubiertas, sintiendo que el tiempo era como latigazos en su espalda. El día que llegaron a Shanghái, su rostro parecía el de otra persona.
Navegando río arriba por el Huangpu, y sobre todo al aproximarse a puerto, Keo notó que el terror se apoderaba de él, como si solo le quedaran unos pocos segundos de vida. En la embarcación auxiliar que le llevó a los muelles le asaltaron recuerdos de una demencia feudal. Hombres muriendo en las cunetas. Cadáveres de niñas recién nacidas apilados en los callejones. Campos de concentración. Y, sin embargo, él había sido lo suficientemente duro para no morir. Después de todo, él había sobrevivido.
Permaneció un tiempo en el muelle, y no sucedió nada. Vio la triste humanidad de Shanghái, el trasiego de muchedumbres negras como el hollín. No había ahora ningún misterio en lo que veía. Con la excepción de los edificios que habían sufrido el impacto de las bombas, la ciudad volvía a prosperar, ruidosa y casi amistosa. Había enjambres de marineros americanos invadiendo las calles, perseguidos por proxenetas que se comportaban como lobos acechando al ganado. Los europeos vociferaban a chóferes con librea, los casinos estaban en pleno auge. Con cierta sorpresa, vio a soldados japoneses dirigiendo el tráfico, los vencedores convertidos ahora en vencidos.
Se registró en un modesto hotel y cogió un taxi para ir lo más cerca posible de la Ciudad Vieja. Buena parte de aquella zona había sido bombardeada. Allí donde había habido chozas había ahora solo cloacas y montañas de polvo… El rostro de Sunny tomando té. Cruzó el Puente de los Nueve Giros y encontró la vieja casa de té aún intacta. Los camareros sí habían cambiado, y la clientela era mayoritariamente europea.
Volvió a las fábricas de seda. Un día, en la fábrica Dez Hen Number Two, una mujer se detuvo al verlo y le habló en un inglés quebradizo:
—Te recuerdo. Siempre pregunta por dos hermanas.
Keo le sonrió, en estado de shock.
—Sun-ja Sung. Y su hermana, Lili…
—¿Encontraste?
Negó con la cabeza.
—Muchas chicas perdidas. Tal vez ellas convierten en prostitutas. Tal vez secuestradas. Soldados japos vinieron con camiones y se llevaron chicas a casas pompon.
—¿Casas pompon?
—¡Para sexo! Los soldados usan mucho a chicas.
—N… no comprendo.
—¡Seguro, seguro tú comprendes! Chicas pompon igual que prostitutas. Pero a la fuerza. Casas pompon igual que cárcel.
—¿Por qué no utilizaban a auténticas prostitutas? Había miles de ellas en la ciudad.
—Enfermedad —susurró la mujer—. Los soldados quieren jóvenes limpias y vírgenes. Un día los japos me metieron en un camión, luego descubren que estoy enferma y me sueltan. Cuando termina la guerra, los médicos me curan. Sífilis, me salvó la vida.
Keo titubeó.
—¿Qué ocurrió con las chicas encerradas en esos lugares?
La mujer hizo un gesto con la cabeza.
—Muchas muertas, por agotamiento. Los soldados las montaban todo el día. Muchas se suicidaron. Algunas solo eran niñas, con diez, once años cuando las secuestraron.
Keo le dio las gracias, le entregó unos dólares y se alejó.
Fue al Club Argentina. Había cambiado de dueño y ahora la banda era mediocre, pero el encargado se acordaba de él. Keo se unió a la banda durante varias semanas, realizando pesquisas con regularidad sobre aquellas «casas pompon» durante la guerra. Nadie podía ayudarle. Una noche, un coronel del ejército norteamericano se sentó a su mesa.
—Te oí tocar una vez. En Honolulú. Buscas información sobre una mujer de consuelo.
Keo lo miró, sin entender.
—Casa pompon, estación de consuelo, es lo mismo.
Su mano salió disparada hacia delante y agarró al coronel por la manga de la camisa.
—No hay mucho que contar. Chicas utilizadas como objeto sexual durante la guerra, ¿qué hay de nuevo en eso? Todavía se están celebrando juicios de guerra. Temas relacionados con los prisioneros de guerra. Verdaderas atrocidades. Lo que los japos les hicieron a nuestros chicos te haría vomitar. Así que nadie les está prestando demasiada atención a esas chicas secuestradas. —El tipo se inclinó hacia Keo para intentar explicarse—: Oficialmente, los japos las llamaban ianfu, mujeres de consuelo. Fueron enviadas en barco a bases de primera línea de combate junto con alimentos y municiones, como suministros de consuelo. Extraoficialmente, las llamaban «chicas-pi», que viene de p‘i, que es como los chinos se refieren en jerga a la vagina. Así, combinándolo con su nacionalidad, se las conocía como Chom-pi, «vagina coreana», o Chan-pi, «vagina china». A sus barracones se les llamaba «casas-pi», o, simplemente, «aseos».
Keo cerró los ojos, intentando absorber toda aquella información.
—Mi novia podría ser una de esas mujeres. Puede que la secuestrasen en las calles de Shanghái.
—¿Era china?
—Americana, hawaiano-coreana.
—¿Cómo diablos vino…?
—Estaba intentando sacar a su hermana de Shanghái. Justo cuando lo de Pearl Harbor. Yo estaba aquí… la perdí. Puede que los japos las cogieran.
El hombre soltó un silbido y movió la cabeza hacia ambos lados.
—Hubo mujeres americanas en algunos de esos sitios. También holandesas, australianas, misioneras que habían sido capturadas, enfermeras. Aún sigue llegándonos información. Pero la mayoría de las chicas eran asiáticas.
—Necesito informes —dijo Keo—. Deben de haber guardado informes sobre ellas.
—No hay informes. Entiéndelo, era secreto. Se suponía que no estaba ocurriendo. Esas chicas eran secuestradas, virtualmente esclavizadas. Muchas eran niñas sacadas de la escuela. Especialmente las coreanas. Era algo consentido por las más altas instancias, hasta por el emperador.
Keo lo miró, horrorizado.
—¿Por qué no se ha llevado a los líderes a juicio?
El coronel frunció el ceño.
—Bueno… Ahora tenemos enfrente el comunismo ruso. Japón podría ser un elemento importante en caso de conflicto. Mira, sé que había media docena de estaciones de consuelo aquí en Shanghái. Principalmente para la Armada japonesa, que era muchísimo más civilizada que el ejército. Trescientas o cuatrocientas mujeres en total… —Trazó unas cuantas líneas en un trozo de papel—. La mayoría de las más jóvenes y guapas fueron traídas aquí. —Una de las líneas se movió a lo largo del río Huangpu, al sur de la ciudad, más allá del campo de aviación Longhua—. Tienes que saber que muchas de esas chicas fueron más tarde trasladadas en barcos, enviadas como esclavas sexuales a donde fuera que había bases japonesas. A Java, Borneo, o las islas del Pacífico. Allí es donde estaba el auténtico infierno. Estaban en pleno frente de batalla. Decenas de miles de chicas fueron masacradas. A algunas se les obligó incluso a llevar armas, a luchar y morir junto a los soldados que las habían violado.
Keo bajó la mirada, deseando vomitar.
El coronel le tocó suavemente en el brazo.
—Puedo conseguirte un jeep y un conductor que te lleve hasta allí. No podrás ver gran cosa. Era algo muy primitivo. —Dudó un instante y luego añadió—: Te diré una cosa más: las chicas que lograron sobrevivir… la mayoría de ellas están desfiguradas. Han envejecido hasta un punto que resulta increíble. Algunas estuvieron en esos campos durante tres o cuatro años. Fueron torturadas. Enfermaron. Fueron violadas treinta o cuarenta veces al día. Si encuentras a tu novia, quizá no puedas siquiera reconocerla.
Esa noche Keo caminó entre los escombros de lo que había sido el Hotel Jo-Jo. Recogió pequeños trozos de argamasa, un jirón de un trapo sucio, restos fantasmales de su noche juntos. Sunny prácticamente reducida a los huesos, y, aun así, su belleza seguía resplandeciendo en su piel, en sus extremidades, en la leche de sus pechos, con los que amamantaba a su bebé. Al bebé de Keo. Se tambaleó bajo el peso de aquellos recuerdos.
Días más tarde recorrió la ribera del río Huangpu. El conductor esquivaba los socavones, y un policía militar los acompañaba en el asiento trasero del jeep. Atravesaron el extrarradio de la ciudad, entre kilómetros y kilómetros de chabolas hechas de cartón frente a las que ardían pequeñas hogueras. Como si los refugiados estuvieran marcando el lugar donde el sufrimiento se había vuelto insoportable.
Un recinto ahora desierto: ocho grandes barracones rodeados por vallas de alambre de espino y torres de vigilancia vacías. En el interior, estancias diminutas con catres individuales, cada una de esas estancias separada de las demás por medio de planchas de madera contrachapada. Al no saber qué era lo que había llevado a Keo hasta allí, el conductor repitió lo que había oído:
—Algunas de esas chicas estuvieron encerradas aquí durante dos años. ¿Puedes creerlo? Las obligaban a acostarse con cincuenta o sesenta tipos al día. Cuando la flota estaba en puerto, ni siquiera les daban de comer. Se limitaban a meterles bolas de arroz en la boca mientras los soldados las montaban uno detrás de otro.
El policía militar añadió lo que sabía:
—Joder, he oído decir que ni siquiera eran prostitutas. Solo eran niñas, atadas como si fuesen perros.
Keo se apoyó contra una puerta descascarillada mientras las entrañas se le removían y sentía una necesidad visceral de defecar.
Recorrió los cabarets y los nightclubs, buscando. Una noche se despertó, convencido de que ella no estaba en Shanghái, de que no estaba allí desde hacía mucho tiempo. De repente sintió la necesidad de salir de allí, aquella ciudad seguía siendo un lugar de pesadilla.
Encendió un cigarrillo en la oscuridad y el humo conjuró parábolas de lo que había hecho para seguir con vida. Para vivir con su conciencia. Matar a un hombre porque era un traidor. Matar a otro por violar a mujeres hambrientas. Hacer el amor a una mujer a la que no amaba porque se estaba muriendo.
Quizás esa fuera la lección de la guerra, de la vida: que saber demasiado, y ver demasiado, podía hacernos daño. Las experiencias demasiado profundas podían rompernos en pedazos. Abandonó Shanghái, demasiado tarde para salvar una parte de sí mismo, deseando que para otra parte no lo fuese.
De vuelta en Honolulú tocó en unos cuantos clubes, hizo una grabación, y más tarde, después de seis meses, o quizás un año, sintió de nuevo que el caos tiraba de él. Fue a la deriva, al azar, pero con un propósito. Hong Kong, Bangkok, Manila, donde fuera que había cafés o nightclubs que le contratasen durante una semana, o un mes. A cualquier ciudad tocada por la guerra, donde la gente podía recordar. Donde podría encontrarla.
Llegaba a una ciudad, encontraba trabajo tocando la trompeta o el piano, por lo general en pequeños antros para expatriados aficionados al jazz que se habían quedado allí después de la guerra. Ponía el pie en cada uno de esos lugares con esperanza, e incluso tocaba la trompeta lleno de expectativas, como si se estuviera adentrando en una nueva época. Había timidez y recelo, pero ambas cosas se evaporaban en cuanto se orientaba. Con el tiempo llegaría a creer que aquella sensación de lejanía y misterio estaba muy próxima a la verdad. A la verdad de cualquier cosa.
Al principio se sentía tal y como se sintió la primera vez que se sentó al piano o cogió una trompeta. Solo e ignorante. Sabedor de que la humildad era la única forma de poder entender alguna vez cualquier cosa, fuera lo que fuera. Si Sunny estaba en la ciudad donde él tocaba, tenía que esperar a que ella viniese a él. Pero primero ella tenía que saber que él estaba allí. Aceptó sueldos bajos a cambio de que los clubes anunciasen sus actuaciones: KEO MEAHUNA, MÚSICO INTERNACIONAL DE JAZZ, ACTÚA NOCHE TRAS NOCHE…
Allí donde actuaba, tocase lo que tocase (trompeta o piano), se pasaba el tiempo vigilando la puerta. A veces no podía contenerse: iba a donde las mujeres víctimas de la guerra iban. Burdeles. Fumaderos de opio. Clínicas en las que había oído decir que continuaban rehabilitando a mujeres desfiguradas. Hospitales en los que trabajan como enfermeras mujeres de consuelo que habían conseguido «cicatrizar» sus heridas. Hablaba con los médicos, les pedía que le permitiesen ver los archivos. Después les estrechaba la mano.
En cada ciudad se sentaba en los bancos de los parques, esperando. Porque quizás ella también le estuviera buscando. A veces se sentaba toda la noche bajo la espectral claridad amarillenta de las farolas. Tal vez Sunny estuviera enferma y solo saliera al exterior para respirar el aire nocturno. Pasó un año más. Keo regresó a casa, y luego volvió a marcharse, fundiéndose en las ciudades que recorría por toda la costa asiática.
En una isla del Mar del Sur de China, viajó a un monasterio budista llamado Po Lin, Loto Precioso. Había oído que había mujeres monje y acólitos, algunas de las cuales habían sido esclavas sexuales de los japoneses. Se sentó en el templo mientras cantaban. Miró detenidamente cada una de las caras.
En una ocasión, en el norte de Thailandia, en la ciudad de Chiang Mai, observó a una mujer que se adentraba en el agua. Sus hombros eran los de Sunny, y su pelo, que se extendía a su alrededor, flotaba como algas negras en el río del tiempo. Después, la mujer se echó la melena hacia atrás y, con una mano en la cadera, le sonrió. A través del triángulo que formaba su esbelto brazo, Keo vio la siguiente ciudad, y la siguiente a la siguiente, tirando de él. Había mujeres que se acercaban a él, pero las rehuía, pues no deseaba a ninguna de las que podía ver o tocar.
En diversas ciudades, durante conversaciones regadas con whisky, la gente revivía la guerra. Al escuchar, Keo descubrió lo que se les había hecho a cientos de miles de mujeres. Secuestradas, torturadas, sacrificadas. Blancas, asiáticas, monjas, misioneras, enfermeras. Niñas, y esposas. En todos los lugares que habían invadido, los japos habían hecho esclavas sexuales, jugun ianfu. O lo que los coreanos llamaban chongshindae, trabajadoras forzosas, un eufemismo para referirse a las chicas-pi. La mayoría habían sido secuestradas en Corea. Pero una noche, en Yakarta, Keo se enteró de que muchas chicas, tal vez miles, habían sido secuestradas de las fábricas de seda y algodón de Shanghái.
Se tambaleó por las calles, vagando sin rumbo. En un callejón cubierto de basura, se puso a llorar con impotencia. Se encogió hasta quedar en cuclillas, balanceándose hacia delante y hacia atrás. Después de un rato, abrió la funda de su trompeta y sacó el instrumento, poniendo la palma de su mano sobre el frío metal. Aquel objeto se había convertido en su voz, en su conciencia. Dio unos golpecitos en la campana dorada, pensando que, con el paso de los años, su trompeta y él se habían transformado en una criatura aislada del mundo. Aislada de Sunny.
Pensó en ella, sola en los nightclubs de París, observando mientras él lo entregaba todo (su corazón, su alma, sus entrañas) a su trompeta. Aquel objeto. Levantó el brazo y lo lanzó luego hacia abajo, golpeando la trompeta contra el suelo. Se puso laboriosamente en pie y estrelló la trompeta contra la pared, después se echó hacia atrás y repitió el golpe con tanta fuerza que sintió que se le rompía el brazo en pedazos.
Se tambaleó por el callejón, hacia uno y otro lado, apoyándose en las paredes para mantener el equilibrio, golpeando la trompeta una y otra vez hasta que perdió la cuenta, hasta que los límites se volvieron borrosos y de pronto era a sí mismo a quien golpeaba. Con los dedos destrozados, las muñecas llenas de arañazos, se sintió grabado en metal. No le quedaba nada. Perdió el conocimiento, incapaz de ver ni oír nada. A su lado quedó una estrafalaria figura de metal abollado.
Otra ciudad, Kowloon, situada frente al puerto de Victoria y Hong Kong. Un día distinguió el rostro de Sunny entre el tráfico. La siguió a un lóbrego edificio en Nathan Road, un lugar llamado Chungking Mansion. Volvió una y otra vez a aquel lugar, subiéndose a los ascensores, tropezando con gatos que vomitaban en las escaleras. Un día la vio desde un callejón lateral, en un pequeño balcón, colgando ropa recién lavada. Enloquecido, Keo la llamó a gritos.
Ocho pisos más arriba, los rasgos de la mujer quedaban ligeramente borrosos, no obstante, cuando miró hacia abajo, algo en el interior de Keo se vino abajo. No era Sunny. Pero podía haber sido ella, mayor y muy desmejorada. Podía haber sido ella con sesenta o setenta años… Después de los años en esos campos, muchas no resultan reconocibles. Día tras día, acudió al edificio y preguntó a los comerciantes del callejón sobre la mujer del octavo piso. Pero, al tomarlo por loco, lo echaban a empujones.
Tocaba el piano en Pimm’s, un club pequeño y oscuro en Victoria Street en el que la clientela buscaba algo de calma. Él les ofrecía a Gershwin, a Cole Porter y melodías de espectáculos de Broadway. No le importaba lo que tocase, no estaba en aquella ciudad para tocar. Un día entró en una tienda en la que vendían objetos de jade. Después de una hora allí, compró un pequeño netsuke, una escultura en miniatura, y luego invitó al dueño a tomar un té.
El hombre era chino, de mediana edad y muy educado.
—No es necesario. Aunque… Siento que hay algo en tu mente.
Salieron fuera y Keo señaló Chungking Mansion, el enorme edificio con forma de H.
—¿Conoce a alguien que viva ahí?
El tipo asintió.
—En Chungking hay cientos de apartamentos. Cada día los inquilinos alquilan habitaciones a turistas con escasos medios. El tráfico de gente entrando y saliendo es una locura.
Tomaron té en un pequeño local en el callejón. A su izquierda había un parque de reducidas dimensiones en el que podían pasear la mirada. A su derecha, terrazas que ascendían por una pared.
Keo miró hacia lo alto.
—Hay una mujer en el octavo piso… —Al tiempo que lo decía, la mujer se asomó para colgar unos trapos de cocina—. ¡Ahí está! Necesito hablar con ella.
El hombre siguió la dirección de su mirada mientras sostenía un cigarrillo entre sus dedos tercero y cuarto como si fuera un mandarín. Soltó lentamente el aire de sus pulmones. Una espiral de humo se estremeció en el aire y quedó flotando ante él.
Miró con atención a Keo.
—¿Eres… un espía?
—¡Un espía! Soy de las islas de Hawái, territorio de los Estados Unidos.
—Ah. Un espía americano. En este momento hay mucha tensión en Kowloon. Hay gente importante aquí que ha huido de la China Roja. Y hay agentes comunistas que los siguen. ¿Estás siguiendo tú a los agentes? Quizás ella esté escondiendo a un agente en su habitación. ¿Por qué otra razón podrías estar interesado en una pobre vieja china?
La mujer desapareció; Keo removió su taza de té y se puso melancólico.
—Creo que la conozco.
El hombre percibió su tristeza y apartó la mirada. Había tanta desgracia en el mundo que le agotaba. Quería que aquel desconocido de piel morena y bien vestido le hiciera reír, que le contase alguna historia.
Se inclinó lánguidamente hacia delante.
—Has venido muchas veces a este callejón, ¿no es verdad? Ella te ha visto. Si quisiera hablar contigo, te haría una señal.
—Puede que esté huyendo… por vergüenza.
El viejo sonrió.
—Nadie huye en Kowloon. Nadie tiene tanta libertad como para huir. Puede que si habla contigo, muera.
—¡No! He venido a ayudarla.
—Muchas cosas comienzan como un acto de caridad… y terminan en una muerte.
Keo se frotó los ojos, intentando dominar su impaciencia.
—No soy un espía. Estoy buscando a mi novia, puede que fuese secuestrada durante la guerra, encarcelada… —Mencionó los campos de esclavas sexuales.
—He oído hablar de esas mujeres —dijo el hombre, despedazando el cadáver de su cigarrillo—. Muchas están muertas. —Parpadeó lentamente—. ¿Qué quieres, si esa mujer es tu novia? ¿Asumir su sufrimiento?
—No importa lo que haya ocurrido, la amo.
—¿Y piensas que, después de lo que le ha pasado, ella podría amarte, a ti o a cualquier otro hombre? ¿Que podría estar cerca de un hombre? Piensa, amigo mío, solo piensa. ¿Es amor lo que sientes? ¿O es que tu orgullo es demasiado grande para reajustarse a una mujer normal? ¿Necesitas tener un mártir?
Keo lo miró, recordando lo que la guerra había supuesto para su pueblo.
—Supongo que estoy dando la impresión de ser indulgente. Perdóneme. Es solo que no puedo aceptar que esté muerta. No sé cómo vivir sin ella.
El hombre se puso en pie e hizo una leve reverencia. Luego, incomprensiblemente, sonrió.
—Evito los sentimientos por norma. Ah, quizá nosotros los chinos seamos demasiado fatalistas. El amor romántico es una novedad para gente acostumbrada a matrimonios concertados. Vuelve a verme dentro de una semana.
Esa noche Keo subió a bordo del Star Ferry para moverse por todo Victoria Harbor. La niebla era espesa como el caldo, pero aun así podía ver las luces de miles de juncos chinos oscilando en la estela de las cañoneras de los guardacostas. A lo largo de los muelles, bajo las farolas rodeadas de enjambres de mariposas nocturnas, había montones de personas tumbadas y roncando en posturas más propias de muertos. Del pecho tenían colgados carteles con los caracteres chinos de la palabra HAMBRE. Al percibir el olor de sus consumidos cuerpos, se sintió de vuelta en Shanghái. Aquella era una ciudad diferente. Pero todo era igual.
Se inclinó por la borda del ferry y el olor a cloaca y gasolina le quemó la nariz. El cuerpo hinchado de un perro pastor flotaba cerca, brillante como el fósforo. En torno a él había hebras de basura que componían una caligrafía inestable y desvaída. Las letras parecían formar la palabra DERROTA. DERROTA. En ese momento el terror le presionó las entrañas. Si Sunny había sobrevivido, y si conseguía encontrarla, ¿podría ella soportarlo a él?
Esa noche, en su hotel, se tumbó sobre sábanas que olían a canela, permitiendo que la calma penetrase en él. Estaba cansado, se sentía invadido por aquel mundo cubierto de hollín. Se puso de lado, recordando que ella dormía así, que su espina dorsal era muy vulnerable.
… ¿Está durmiendo ahora? ¿Está en paz? ¿Hay una habitación tranquila en alguna parte? Y en esa habitación, ¿está ella tumbada observando cómo la luz toca unos postigos entreabiertos? ¿La consuela de algún modo el paso de las horas? ¿Recuerda aquel invierno en París, cómo nos cubríamos de nieve el uno al otro, y de sudor, y de pena…?
Se sentó en King’s Park, adonde le había enviado el vendedor de objetos de jade, y se vio rodeado por los desagradables olores de Kowloon. Oyó el alboroto humano de las calles escalonadas que ascendían por la colina, diminutos callejones en los que había amos de mendigos midiendo colillas de cigarrillos, donde hombres con alicates montaban una consulta dental en mitad de la nada, donde ciegos coleccionistas de pelo arrastraban sus dedos siguiendo a barberos itinerantes. A lo lejos se veían cortinas de tres metros de noodles colgando para secarse entre las chozas. Se oía el tecleo de fichas de mah-jongg sobre mesas de piedra y el siseo de pescado friéndose en woks.
Un enorme cerdo cubierto de sangre y con piernas humanas pasó flotando a su lado. Keo miró de nuevo. Un repartidor cargaba con el cerdo destripado sobre su cabeza, de forma que el cuerpo del animal manchaba de sangre sus piernas. Cerca de allí, un anciano sentado en un banco acunaba algo con forma de calamar en un carrito de bebé. La cosa se incorporó y quedó sentada, con una cabeza bulbosa y resplandeciente, sus ojos rasgados y de largas pestañas parpadeaban lentamente. Un tentáculo de aspecto resbaladizo surcó el aire. Keo pensó que le estaba saludando. Pasó una mujer con piernas de madera y los zapatos puestos del revés, y Keo creyó que estaba viviendo una pesadilla.
Un fantasma se sentó a su lado y le pidió un cigarrillo. El tipo era blanco de la cabeza a los pies. Cejas, pelo, uñas, ropa, zapatos, incluso las hendiduras de sus orejas y los pelos de su nariz. Solo el blanco de sus ojos era en realidad amarillo. Se sonó la nariz en la mano, expeliendo polvo blanco.
Keo había oído hablar de los Fantasmas de la Harina, refugiados que huían de la China Roja. Hombres adinerados y avariciosos los mantenían como prisioneros en casetas de perros de la Ciudad Amurallada, y les obligaban a ganarse raciones de arroz haciendo noodles de harina blanca día y noche. Ya enfermos y medio desnutridos cuando llegaban a Kowloon, en cuestión de pocas semanas tenían los pulmones cubiertos de moho y harina. La mayoría se ahogaba hasta la muerte. Keo le dio sus cigarrillos y varios dólares al Fantasma de la Harina, y el tipo inclinó la cabeza repetidas veces y se marchó, bamboleante, dejando tras de sí un olor a podrido.
Entonces todo se alejó de él. Keo se quedó petrificado al ver que la mujer de Chungking Mansion se sentaba junto a él.
—El señor Ten, el vendedor de jade, me pidió que viniera —dijo, expresándose en un inglés prudente.
—Perdóneme —repuso Keo—. Se parece usted mucho a…
—Lo siento —susurró ella—. No soy tu novia. Pero lo encuentro interesante. Fui… una de ellas.
Keo se quedó callado, deseando tumbarse a sus pies. Luego dijo:
—Sé lo que sucedió. Lo que os sucedió a todas vosotras.
—Nunca podrás saberlo. Pero ¿cómo me elegiste entre todo Kowloon?
—Estaba buscando. Vi… vi algo en tu cara. Hay tantas cosas que no entiendo.
Ella dejó escapar un suspiro.
—… Tenía dieciséis años y era muy pobre. Unos guías japoneses vinieron a mi escuela, en Corea del Sur, en 1941. Me presenté voluntaria para ir con ellos a Osaka, para trabajar en una fábrica de acero y enviar dinero a mis padres. Nunca llegué a ver Osaka. Nos enviaron en barco a cuarenta de nosotras a Okinawa, y luego a Saipán. Nos utilizaron como esclavas sexuales hasta que Japón se rindió. Después de pasar dos años en un hospital por sífilis y tuberculosis, finalmente volví a casa. La gente me escupía. Mi padre me cerró la puerta. Ahora estoy aquí, en Kowloon.
—¿Cómo vives?
—Asistencia militar de tu gobierno. Elaboro mis pociones nocturnas en un hornillo. Muelo mis polvos y mezclo mis ungüentos. Sin la medicación moriría.
Bajo la luz quirúrgica del sol, el pelo de la mujer era como arañas blancas, y su piel estaba totalmente descolorida. Llevaba gafas oscuras. Su vestido y sus zapatos estaban extremadamente pulcros. Allí estaban sus manos, y sus pies, todo en su sitio. Sin embargo, se movía con cautela, como una muñeca mecánica que hubiera sido reconstruida cuidadosamente. No era tanto una mujer como el recuerdo de una mujer.
—¿Y, estás sola? ¿No tienes marido? ¿No tienes pareja?
El rostro de la mujer adquirió el aspecto de una roca agrietada. Un fuego pareció atravesarla.
Cogió aire y se apartó de él.
—He venido a verte por tu novia. Espero que esté en paz.
Keo sacó una fotografía arrugada. Sunny, con mocasines y calcetines cortos.
—¿Alguna vez has oído el nombre de Sun-ja Sung?
Ella miró el retrato y negó con la cabeza.
—Borraron nuestros nombres y nos dieron otros, japoneses. Lo borraron todo. De ese modo nos dejaban con vida, pero nos la arrebataban por completo.
Keo se inclinó ligeramente hacia delante.
—No estoy seguro de entender.
—La vergüenza es más mortal que una bala. Un soldado viola. La mujer no se lo dirá a nadie. Nunca. Por eso es por lo que no hablamos de las prisiones de las chicas-pi, de las estaciones de consuelo. Hubo cientos de miles de mujeres, quizá millones. ¿Quién podrá saber jamás el número exacto? Y, sin embargo, los soldados japoneses quedan en libertad. Nadie ha sido condenado por violación durante los juicios de guerra. ¿Dónde estaban las víctimas? ¿Los testigos? Estábamos demasiado avergonzadas. Eso es lo que era tan brillante de todo ello, ¿lo entiendes?
—Lo siento muchísimo. ¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Dejarnos. Dejarnos en paz. No tenemos nada para ti.
La mujer se marchó; no llegaba a los treinta, pero parecía tener sesenta. Keo quiso gritarle que fuese valiente, que no perdiera su corazón. Quería prometerle que con el tiempo sus heridas se curarían. Lo único que podía hacer era sentarse allí y rezar por que Dios le concediese la preciosa capacidad de olvidar.
Esa noche miró fijamente la fotografía y se imaginó a Sunny prematuramente envejecida. O muerta. Si había muerto, en algún lugar debía haber habido honores fúnebres, puesto que ella había sido una persona extraordinaria, llena de asombro por el hecho de vivir. Ella había sido la llama brillante de una cerilla encendida en la mano de Keo. Y cuando la mano comenzó a cerrarse, haciendo menguar el brillo, ahogando la llama, Sunny se había alejado de él y se había adentrado en el caos.