Causar un profundo pesar
HONOLULÚ, 1945-1946
Con brusquedad, casi como por arte de magia, la calle volvió de nuevo a la vida. La gente paseaba con los brazos enlazados, saludando a los vendedores ambulantes de poi y tofu. Se sentaban fuera hasta tarde, con las luces encendidas, celebrando el fin de los cortes de electricidad. Y aún más tarde aparecían otros, veteranos de guerra con el balanceo cansino de los sonámbulos, agachándose furtivamente en los arbustos y apuntando rifles imaginarios hacia las prendas de ropa colgadas en los patios.
Incluso los padres de chicos muertos revivieron, guardando su pena para el oscuro interior de sus dormitorios. En el Cementerio de los Caídos, en Punchbowl Crater, los muchachos habían sido enterrados según iban muriendo en combate, sin prestar atención a su rango o su raza. Algunos días, Keo iba a visitar la placa en recuerdo de Jonah y de los amigos muertos en Bélgica, Normandía, a manos de un tirador el día que los Aliados tomaron Berlín.
Pensó en los chicos hawaianos de rostro oscuro y amenazador que también eran hermosos. Recordó sus cuerpos fornidos, labrados en el mar, y su piel marrón con matices dorados. Recordó cómo, al surfear bajo la luz de la luna, el dorado se resaltaba, como si el brillo de la luz solar lo oscureciera. Ahora cuatro de sus amigos habían muerto. Dos muchachos del instituto Farrington y dos de los chicos del Royal.
Formaban parte del cuarenta por ciento de soldados de Hawái (chinos, portugueses, filipinos, coreanos, puertorriqueños, samoanos y haole) a los que nadie había aplaudido cuando volvieron. No se habían ondeado carteles, ni había habido desfiles en el Palacio ‘Iolani como cuando se le dio la bienvenida al Regimiento 442.
Keo iba al cementerio con regularidad para hablar con aquellos a los que nadie había aclamado, para honrarlos y quitar las malas hierbas de sus tumbas. Un día, sentado cerca de la lápida con el nombre de Jonah, vio a lo lejos lo que parecía un niño siendo asfixiado por una serpiente gigante que agitaba y se retorcía en sus brazos. Parpadeó y volvió a mirar: un enano con una manguera.
—¿Ugh?
El reconocimiento llegó como una inhalación de amoníaco que les prendiese fuego a sus fosas nasales, la insistencia del pasado. Ugh contándole el futuro en un carguero, haciéndole escuchar a Puccini en Nueva Orleáns. Ugh dándole de comer caldo de ruiseñor en Shanghái. Keo echó a correr hacia él, lo levantó en vilo y dio vueltas con él en brazos.
—Hawaiano, me agotas, viniendo aquí tan a menudo…
—¿Qué? ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?
—Tres, cuatro meses ya.
Keo se sentó en la hierba, sorprendido.
—Pero ¿por qué un cementerio?
—Los muertos tienen mucho tacto. No te miran fijamente. —Ugh se sentó a su lado y se pasó un trapo por la frente de su inmensa cabeza. Su habla continuaba siendo una mezcla de inglés, francés y la jerga nativa de Hawái.
—Trabajé varios meses en el Halekulani. Un hotel très elegante, ¿no? Me pusieron un uniforme para hacer de botones y de mensajero, como ese tío de Philip Morris. ¡Y luego unos turistas intentaron levantarme en vilo! «Oh, qué mono. ¿Es de verdad?» Un tipo gigante de Texas quiso comprarme. COMPRARME. Quería llevarme a su casa como si fuera un souvenir. —Keo se mordió el labio intentando aguantarse la risa—. De acuerdo. Puede que eso sea divertido. Pero en la siguiente ocasión en la que intentó cogerme, le di un cabezazo con todas mis fuerzas en las pelotas. El gigante de Texas se quedó de rodillas lloriqueando. Ahora ha demandado al Halekulani. Ya no hay más «¡Llamada para Philip Morrrrissss!».
Los dos rieron de buena gana, tirados en la hierba entre los chicos muertos. Luego Keo regañó a su amigo:
—Te busqué durante meses cuando volví.
—Hawaiano, siempre aparezco. Tenlo por garantizado.
—Pero, ¿dónde estás viviendo ahora?
—Con mi padre kānaka. En Wai’anae. ¡Qué tío, qué tío! No sabe leer, ni escribir, pero sabe pescar con arpón, sabe hacer surf, sabe tejer redes de pesca y plantar ñame como un profesional. Tenemos aku todos los días para almorzar.
Keo se le acercó un poco más.
—¿No echas de menos a tu madre en Shanghái?
La voz y la postura de Ugh cambiaron.
—A veces. —Se encendió un cigarrillo y lanzó al aire una serie de anillos de humo perfectos y cada vez más pequeños que se iban metiendo unos dentro de otros como cajas chinas—. Tal vez siempre esté desgarrado. Debe de ser algo propio de los exiliados. Como te pasa a ti.
—¿A mí? Yo estoy de vuelta en el lugar al que pertenezco.
—No, Hawaiano. Tú nunca pertenecerás del todo a un lugar. Por eso siempre cuido de ti.
—¿Qué quieres decir?
Ugh hizo un gesto con la cabeza.
—Siempre pides explicaciones. El exilio no es solo físico. Es algo que sucede dentro de ti. La verdad, ¿no te sentiste un poco exiliado incluso con tu chica?
Keo bajó la mirada y contestó:
—No recuerdo.
—En tu día más feliz en París, ¿no estabas siempre un poco solo?
—Creía que eso era miedo a ser mediocre. Esa sigue siendo mi mayor pesadilla.
Ugh se puso en pie de un salto.
—¡Eh! ¿Qué hay de malo en ser mediocre? Significa ser normal, y eso es lo que la mayoría de la gente es. La mediocridad es una de las mejores cualidades. Fíjate en cómo viven los hombres mediocres: tranquilos, perezosos, sin preocuparse por los demás. Piensan en hacer la digestión, en hacer el amor, en tumbarse en la playa. ¿Qué hay mejor que eso? Los hombres mediocres entienden que la vida es corta y viven mientras pueden. ¡Dejan todo lo otro (el genio, la originalidad y el trabajo, trabajo, trabajo) para los pájaros! ¡Cultiva la fealdad! Todo el mundo se vuelve receloso y competitivo. «¿Quién es el mejor? ¿quién es el mejor?» ¿A quién le importa quién es el mejor?
—Dew Baptiste siempre dijo que si era mediocre, no era jazz.
Ugh dejó caer su gran cabeza hacia su pecho y se quedó mirando fijamente sus piernas patizambas.
—Amigo mío, no sabes cómo rezo por ser mediocre. Keo, tú no entiendes las auténticas pesadillas.
Keo miró a aquel hombre diminuto que parecía haber sido testigo de gran parte de su vida y de haber ejercido su influencia en ella. Sentía por él un profundo afecto.
—¿Por qué? ¿Tú tienes pesadillas? ¿Cuáles?
Ugh apartó la mirada.
—Despertarme con una correa al cuello, o en una jaula. Convertirme en el souvenir de alguien.
La paz puso fin al acopio de alimentos. Leilani dejó de guardar cajas de carne en conserva y sacos enormes de arroz en los armarios de los dormitorios. Cuando pudo soportarlo, empaquetó las cosas de Jonah hasta dejar la habitación vacía, solo con la cama de la pequeña Baby Jonah.
Ahora, rollos de tela se apoderaron del espacio, apoyados contra las paredes. Y una mesa de trabajo. Y un maniquí de costurera. La niña se quedaba dormida al son de las tijeras. A veces, cuando estaba dormida, Malia la cogía en brazos, apretando un nuevo diseño contra su espalda y enredando la tela alrededor de sus extremidades. Durante años, la niña recordaría estar envuelta en telas mientras se repantigaba medio despierta. Recordaría descubrir su pequeño cuerpo rotulado de tiza, como si fuera una diana, y la cara de Malia sobre ella, siniestra, con telarañas de hilos y agujas colgando de su boca. Recordaría hileras de pequeños vestidos en su armario, cómo colgaban como si fueran niños con la lengua fuera.
Un día, Malia le entregó a Pono un puñado de billetes, ató la Singer a un carro y la llevó hasta su casa, cinco calles más allá.
—Iba siendo hora de que fuese tuya —dijo Pono—. Yo he dejado de coser. Voy a empezar de cero.
El vestido verde que Malia había diseñado le daba un aspecto épico. Océanos y corrientes de su larga melena negra recogida en un alto copete. Llevaba unos elegantes zapatos de punta y tacones altos que le proporcionaban una altura terrible, majestuosa. Nada en ella se retraía, todo brillaba: labios gruesos y luminosos, los ojos densos como balazos. Tenía las mejillas tan encendidas y prominentes que parecía que tuviera fiebre, que fuera una mujer dispuesta a plantarle cara a la vida. Una mujer que sobreviviría a sus hijas.
Malia la miró fijamente.
—Dios mío, espero que ese hombre te merezca.
Por primera vez desde que se conocían, Pono bajó la guardia.
—Él es la razón por la que existo.
Años más tarde, Malia se enteraría del destino al que se dirigía Pono aquel día después de la guerra, cuando se había declarado la paz. Había ido a recoger a un hombre que había estado escondido durante la mayor parte de su vida, una víctima de ma’i pākē. La guerra había traído consigo el milagro de la sulfamida, y Pono pensaba que eso podría curarle, que podría llevarlo a casa con ella. Pero lo que encontró fue a un hombre cuya carne había sobrepasado horriblemente a la medicación. El daño que su cuerpo había sufrido no podía deshacerse.
Durante la guerra, las cartas de Krash habían sido breves. Al principio le había contado el entrenamiento básico en una base en la que todos creían que era mexicano, y luego había seguido enviando cartas muy cortas. Después las había enviado desde el hospital donde se recuperaba. Solo hizo referencia una vez a su pulmón perdido y a las costillas que le habían quitado, como si las hubiera olvidado en algún sitio y fuesen a aparecer de nuevo. Sin embargo, había escrito su nombre en cada uno de aquellos huesos con sumo cuidado, KRASH KAPAKAHI, con una ortografía anticuada, y los había empaquetado entre algodones con extrema delicadeza. Malia continuaba llevándoselos a la cama por las noches, acariciándolos como haría un arquero con unos arcos en miniatura, y sus lágrimas silenciosas serían las flechas.
Por fin, Krash volvía a casa. Sus cartas se hicieron aún más cortas, sin indicio alguno de alegría ni felicidad por el regreso. Como si hubiera resultado herido en una mano y escribir cartas no pasara de ser un mero ejercicio, un modo de mantener intactas las terminaciones nerviosas de sus dedos. Malia sostuvo su última carta contra su pecho y observó cómo sus propios latidos la hacían temblar.
—No espero nada —mintió—. Nunca tuvimos tanto en común.
—Será diferente —le dijo Leilani—. Todos vuelven diferentes.
Chicos de voz dulce habían regresado hablando con tonos graves. Y había algo en sus ojos, como si estuvieran rodeados por el fuego. Incluso los más jóvenes con sus caras de niños. Incluso los más duros, los pertenecientes al Regimiento 442, los americano-japoneses que habían conseguido diez mil Corazones Púrpura, cuatro mil Estrellas de Bronce y seiscientas Estrellas de Plata. Incluso aquellos que nunca habían entrado en combate. Todos volvían cambiados.
Malia estaba allí el día que su barco llegó a puerto, gigantesco como un bloque de viviendas. Miles de hombres se acodaban en la borda mientras varios grupos de bailarines los homenajeaban en el muelle y una banda de músicos militares tocaba. Los que iban en camilla fueron llevados a ambulancias, y, luego, los hombres se apresuraron a desembarcar. Eran extraños vestidos de caqui. Más delgados, más callados.
La familia de Krash se arremolinó en torno a él. Luego Keo se abalanzó sobre él, llorando y sin que le importase lo más mínimo guardar las formas. Malia permaneció paralizada, tan cerca de él que podía oler su loción de afeitado. Había olvidado el impacto que Krash ejercía sobre ella, cómo su proximidad hacía que sintiera la lengua gruesa y áspera. Había olvidado que su piel color bronce era rugosa, ligeramente picada de viruela en las mejillas, pero sus rasgos continuaban siendo atractivos. Era inmensamente elegante, incluso cuando estaba quieto. Con cierto pudor, le estrechó la mano.
Días más tarde, en la fiesta en honor de los muchachos que habían regresado, pasearon juntos por la playa. Viéndolo de cerca, Malia se dio cuenta de que él seguía siendo el mismo, pero diferente. Continuaba siendo musculoso, aunque de un modo más enjuto; tenía el rostro más delgado, y hasta sus labios eran ahora más finos. En su frente habían aparecido profundas arrugas. Ahora presentaba una cierta desconfianza, como alguien que esperase un enfrentamiento definitivo, pero su voz era tan dulce que Malia apenas podía soportarlo.
—Recé por ti —dijo, manteniendo la cabeza gacha—. Gracias a Dios que estás en casa.
—Ahora parece… distinta —repuso él.
—¿Distinta?
—La gente no para de hablar.
—Tu familia no sabe cómo agradecerte que hayas sobrevivido. Necesitan hablar. Eso es todo.
Quería mencionar sus costillas, decirle con qué cuidado las había guardado. Pero eso las convertiría en algo demasiado importante.
Entonces, con cautela, Krash la cogió del brazo.
—¿Pudiste tú sobrevivir sin problemas?
Por un momento, lo único que Malia quería hacer era tumbarse a su lado en la oscuridad y hablar en voz baja durante un rato, con las cabezas unidas sobre la almohada. Quería coger el rostro de Krash entre sus manos y prometerle que nunca volvería a ser egoísta. Quería decirle que había aprendido cómo ser delicada y generosa con los sentimientos, y que siempre se aprestaría con fuerza y rapidez a defenderle. Quería pedirle que la ayudase a recorrer el camino de la vida, a mantenerse de pie, a mantenerse viva. Lo miró a los ojos. Los de Krash se movían rápidamente, sin enfocar del todo, y Malia perdió los nervios.
—¿Pudiste? —repitió Krash.
—Estoy bien —dijo—. Aún sé adónde voy.
—¿Sigues enganchada al estilo haole?
Ella hizo una mueca de dolor, como si le hubiera golpeado en el estómago.
—Entiendo. He aprendido cosas estando allí. Algunos haole son buenos, y otros, malos. Como todo. Un blanco me salvó la vida, evitó que me desangrase hasta morir. Vi que podían llorar, y sufrir. Tienen sentimientos, igual que nosotros. —Hizo una pausa durante la que dirigió su mirada hacia el mar—. Tengo grandes planes, Malia. Voy a conseguirlo. En su mundo.
—Su mundo. ¿Cómo?
—La ley que han aprobado para ayudar a los combatientes a financiarse los estudios. Voy a volver a la universidad. No en el turno nocturno. Me dedicaré por entero. Voy a conseguir un título gracias al Tío Sam. —Tomó aire y prosiguió—: Después… estudiaré leyes. Tal vez en California.
Algo en el interior de Malia se vino abajo. Krash se había vuelto demasiado ambicioso. Todos lo habían hecho. Se sentía atraído por los focos, quería volver a despegar. Se giró hacia él, deseando pegarle.
—¿Leyes? Espero que tengas lo que hace falta.
Volvió a la fiesta y la música, a las mesas llenas de comida grasienta y cerveza derramada y se sentó sola, jugueteando con los dedos en la arena. Pensó en la hija de ambos, preguntándose cómo se lo tomaría Krash, cuántas novedades sería capaz de afrontar. Tenía la sensación de que él se hallaba más allá de cualquier capacidad de sorpresa. En resumidas cuentas, ella también había sabido lo que era combatir.
Pero en algún punto de aquella guerra sin fin, en años de cortes de luz nocturnos, Malia se había hecho a sí misma una promesa. Siempre sufriría un poco, se privaría a sí misma de algo. Después de un tiempo se acostumbraría al dolor y casi lo olvidaría. Entonces ya prácticamente no lo notaría, porque habría olvidado lo que era la ausencia de dolor.
Levantó la vista y miró a Krash. Justo en ese momento él le devolvió la mirada directamente con el corazón. Ella vio su agonía, parecía envolverle con un resplandor. Como si él, también, hubiera hecho un pacto. Sufrir siempre un poco. Negarse a librarse del dolor.
Un día, Krash fue con Keo y DeSoto a su antiguo lugar de reunión, el Smile Café, y les contó sus planes de estudiar leyes y montar más tarde un bufete para ayudar a los hawaianos a ponerse de nuevo en pie.
—¿Sabéis? en Europa conocí a un profesor negro. Y a un esquimal que planea ser juez. Luché junto a nativos de Guam que quieren ser doctores gracias a la ley de ayuda a los combatientes. Así que pensé: «Diablos, yo soy tan inteligente como ellos.» Mi madre se pasó toda la vida diciéndome: «Krash, ¡eres realmente inteligente! Ve a la universidad, saca un título y luego cántales las cuarenta a los haole.» Y eso es lo que pienso hacer. —Miró fijamente a Keo, que estaba callado—. ¿Qué piensas? ¿Te parece que soy demasiado vanidoso?
Keo le dio un apretón en el hombre para mostrar su orgullo.
—Me parece, Osborn Kuahi Kapakahi… que vas a ser un jodido abogado. Tú eres el futuro, hermano.
Krash sonrió, mirando alternativamente a uno y a otro. Pero vio el vacío en los ojos de Keo, como si las horas de cada día pasaran muy lejos de él.
—Keo, siento mucho lo de Sunny. Pero, escucha, tienes que tener esperanza. Hay miles de personas desplazadas que todavía están volviendo a casa desde hospitales repartidos por toda Asia.
Keo se estremeció, como si intentase quitarse aquella pena de encima. Pero enseguida recordó que Krash era su mejor amigo.
—Mantiene la esperanza —dijo DeSoto—. Si deja de tener esperanza, le rompo las piernas, ¡ya lo creo que se las rompo!
Krash se echó a reír y dio un trago de su cerveza, tenía la cabeza tan llena de planes que sus pensamientos tenían también pensamientos.
—Tu hermana siempre quería viajar, ¿verdad? Quizá quiera venirse conmigo al continente. Cuando saque el título, intentaré entrar en la facultad de derecho. En California.
DeSoto frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso de que se vaya contigo?
—Bueno… Si te digo la verdad, hubo unas cuantas chicas en Europa. Simples ligues que no significaban nada. A Malia la tuve siempre en la cabeza. Incluso a pesar de que es una auténtica cabezota. Diablos, un día me di cuenta de que la quiero. Quiero casarme con ella, llevarla conmigo como mi esposa.
Keo contempló su cerveza y luego miró a Krash.
—No has venido a nuestra calle desde que regresaste. Vamos a hablar con mi padre, como en los viejos tiempos. Puede que encuentres a Malia allí.
Se adentró por Kalihi Lane con paso decidido y arrogante, flanqueado por los dos hermanos. Desde la fiesta se había distraído por la impresión de estar de vuelta en casa. Ahora quería ver a Malia y pasar el tiempo con ella. Sabía que Leilani tenía una hija adoptada de casi cuatro años. Al acercarse a la casa oyó la risa de la cría. Estaban todos sentados en el garaje.
Baby Jonah se abalanzó sobre Keo.
—¡Tío Papa!
Leilani se puso en pie, un poco asustada, y le dio un abrazo a Krash.
—Eh, Krash, ¿cómo estás? ¡Mira! Esta es nuestra pequeña hānai. Es guapa, ¿verdad? Le hemos puesto el nombre de mi hijo pequeño.
Malia estaba sentada en una silla plegable, evitando mirarle a los ojos mientras su madre seguía nerviosamente con su cháchara.
—Rosie Perez ya estaba cansada con cuatro críos y su maridito luchando en el extranjero. Una noche me dijo: «Leilani, ¿quieres adoptar a esta número cinco?». Le dije que por supuesto, ¿por qué no? Todos mis chicos se habían marchado lejos. Excepto Malia, que gracias a Dios cuidó de nosotros mientras los demás no estaban. Sí. Gracias a Dios que estaba Malia.
Keo miró a Krash, luego a su hermana y por último a la niña. Era una combinación perfecta de ambos. Resultaba tan obvio que solo un ciego podía no verlo. En ese momento, hasta Timoteo lo entendió. Miró a la cría, a Krash, a Malia, y las lágrimas se desbordaron por sus mejillas. Tenía la misma frente de su padre. Los ojos idénticos. La misma barbilla con el hoyuelo, y algo apreciable en la forma de sus orejas, como pequeños corazones terminados en punta exactamente iguales que los de su padre.
De Malia, los pómulos altos, la nariz pequeña y ligeramente achatada, y la hermosa silueta de sus labios. El orgullo con el que se comportaba. Una ronquera que resultaba atractiva; igual que su madre, sería voluptuosa. Y de Krash, otra vez, las piernas largas y los pies grandes y torcidos hacia dentro. Y, también, estaba la cuestión de su edad. Había nacido exactamente a los nueve meses de la víspera del ataque a Pearl Harbor.
Al ver su propio reflejo, Krash se quedó embobado. Su boca se abrió sin emitir ningún sonido. Malia se levantó y clavó los ojos en él. Desafiándole. Negándole la verdad sobre su hija. Deja que salga al mundo. Deja que tenga éxito en la vida.
Sin reparar en lo que hacía, Krash extendió sus brazos hacia Baby Jonah. La niña, preciosa y rellenita, se escondió tras la falda de Leilani, y se asomó con coquetería.
Krash permaneció allí durante lo que pareció una eternidad, después se giró lentamente y se alejó tambaleándose. Siete años más tarde, cuando volvió para montar un bufete, estaba casado con una haole.