El lugar de donde saltan los espíritus
Mil novecientos cuarenta y cuatro. Hawái dejó de ser considerado zona de combate. Las noches eran suaves, la gente se sentaba en los escalones de sus casas compartiendo cotilleos, algo más relajados. Incluso volvió a aparecer el manapua, el japonés diminuto y arrugado que todos los días, durante años, había recorrido la calle arrastrando los pies y vendiendo bollos rellenos de carne picada que llevaba en latas de manteca vacías colgadas de un palo que cargaba sobre sus hombros.
—Mana… pua…! Mana… pua…! —Su llamada hacía que el mundo pareciese de nuevo a salvo.
Aunque se rumoreaba que los Aliados iban ganando, el racionamiento de comida se intensificó, pues escaseaba todo: la carne, el azúcar, la ropa. Las demandas de vestidos y cheongsams aumentaron. Algunas prostitutas le enviaban a Malia tela obtenida en el mercado negro para que les hiciese vestidos, dispuestas a pagar lo que ella quisiera cobrarles. Cada vez confiaba más en sí misma, así que empezó a diseñar vestidos que dejaban la espalda desnuda, y chaquetas bolero con cinturón a juego.
Pono volvía tarde a casa después de trabajar dos turnos seguidos y la encontraba cosiendo en la Singer, pulsando el pedal de hierro forjado, con el volante tarareando al ritmo que bailaba la aguja. Malia le pagaba un extra por el desgaste de la máquina, e incluso intentó convencerla de adquirir una segunda para poder enriquecerse las dos a costa de las prostitutas.
Una noche Pono se sentó con los brazos cruzados, mirando fijamente a Malia. Le mostró una de sus manos, en la que faltaba la mayor parte de uno de los dedos.
—Sí, una vez cosí cheongsams para esas mujeres. Pero la vergüenza me envió a la fábrica de conservas. Luego perdí este dedo en la máquina que corta las piñas a rodajas. Mientras estaba de baja, desesperada, volví a coser cheongsams otra vez. Luego vi que mis hijas estaban creciendo. Me pregunté cómo podría decirles que su comida y sus ropas las pagaba gracias a que esas mujeres se prostituían. Así que regresé a la fábrica. —Se inclinó hacia Malia—: Pero tú, tú estás cosiendo a toda pastilla. Te estás convirtiendo en su intermediaria.
Malia se irguió en su silla.
—¿Qué quieres decir?
—Tus vestidos hacen que las putas haole parezcan más guapas. Los hombres les pagan más. Las putas te pagan más a ti. Es lo mismo que ser su chulo. ¿No sientes hilahila, no sientes vergüenza?
Malia se puso lentamente en pie.
—No veo que tú rechaces mi dinero. ¿Sientes tú hilahila? —Se alegró de que Pono estuviera sentada. Era tan alta que esa fue la única vez en la que Malia pudo mirarla desde arriba. Prosiguió—: Escucha. Me dejo los dedos todas las noches. La mitad de estos vestidos tienen mi sangre en ellos. Lo que hago sirve para mantener a mi gente viva. ¿Tienes idea de la cantidad de dinero que esas prostitutas están ganando? Se están comprando casas, propiedades enteras. Cuando la guerra termine, la mitad de Honolulú será propiedad de prostitutas. —Sus dedos tamborilearon con énfasis sobre la Singer—. ¿Siento vergüenza? No. Las admiro. Son mujeres de negocios muy listas.
Pono alzó los ojos, casi con pereza.
—¿Y tu niña? Esa a la que llamas hānai. Cuando crezca, ¿le contarás que te ganaste la vida gracias a las prostitutas?
Malia se echó hacia atrás.
—¿Se lo dirás a su padre, al que solo le quedará un pulmón a causa de las heridas de guerra?
—Krash… ¿herido? Diosa Madre, no dejes que muera.
Como a cámara lenta, Malia cayó de rodillas. Cerró sus ojos y se puso a rezar fervientemente por el padre de su hija.
—No morirá —dijo Pono—. Pero tú le harás daño muchas veces.
Después de un rato, Malia abrió los ojos.
—Sé que eres kahuna. Así que mira en tus hierbas y tus hojas y verás que amo a ese hombre. También verás que tengo un futuro. No coseré para las prostitutas toda mi vida. Practico incluso cuando estoy dormida, memorizando todo lo que me enseñas para que las tijeras y el hilo hagan cosas nuevas y diferentes. Algún día la gente rica llevará mis diseños. Voy a conseguir grandes cosas. Si eso hace daño a Krash, entonces no me merece.
Pono la miró, divertida.
—Aparte de vestidos para putas… ¿qué otra cosa «diseñas»?
—El esmoquin que mi hermano se puso para su primera noche en el Lau Yee Chai, con la chaqueta que se ajustaba al torso en lugar de quedar holgada. Estaba demasiado delgado para eso. Diseñé sus pantalones más rectos que en el viejo estilo, que ahora parece de antes de la guerra y agotado. —Hizo una pausa—. Y tengo algo nuevo en mente para llevar a la playa. Ropa playera a juego para hombres y mujeres. Causará furor. —Desplegó un vestido de ricos brocados verdes, con una falda suelta que refractaba la luz, que había hecho a partir de una de las telas de Kiko—. Estoy haciendo esto para ti.
Pono lo miró fijamente. Era como un resplandor que esperase a envolverla.
—Pensé en el rojo —dijo Malia—. El color de la pasión. Pero el verde es más suave, y complementará tu belleza.
Pono hundió la cabeza, estupefacta.
—No estoy acostumbrada a la amabilidad. La vida me ha hecho dura.
Malia pensó en las cuatro chicas que dormían en la habitación de al lado. El padre al que no conocían. Pensó en la vida que estaba esperando a aquella mujer más allá de la puerta. En lo que requería cruzar esa puerta cada día.
—Espero —dijo— que haya un testigo para tu belleza, alguien especial contigo cuando te pongas este vestido.
El rostro de Pono se tornó soñador.
—Quizá. Cuando la guerra termine.
—¿Terminará alguna vez?
Pono cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, el negro de sus iris (negro como el corazón del aku) se transformó en marrón y luego en blanco, de modo que parecían haberse dado la vuelta para mirar su propio cerebro.
—Un año más. Será rápido. Espectacular. La guerra tal y como la conocemos se extinguirá.
En octubre, al abolirse la ley marcial, DeSoto regresó a casa en un avión del ejército norteamericano, trayendo consigo su salobre olor a mar. Keo entró y estaba allí. Aquella forma familiar, dormida, un brazo colgando del camastro como un calamar. Olió aquella mano grande, color bronce, con la palma llena de callos. Un staccato de sangre hermana aleteando por aquellas venas. Sintió que su alma se iluminaba, eufórico.
Pasaron horas pescando en la canoa de DeSoto, en bahías en las que no entraban las patrullas militares, usando como cebo batatas, adoradas por los peces cirujano. Mordisquearon los frutos de kukui, escupiendo luego el aceite para que se extendiese sobre la superficie de las olas y pudieran ver a través cómo los peces picaban el anzuelo. Trataron de recuperar los años perdidos, pero necesitaban tiempo para superar su timidez. Tenían que ser pacientes. Como observar el agua de mar evaporándose de las canoas hechas de hojas de ti. Los minutos se alargaban hacia el infinito.
—Nunca te llegué a dar las gracias por ayudarla a reunirse conmigo —dijo Keo.
DeSoto asintió con gesto solemne.
—Sunny te quiere más que a nada. Creo que enloqueció sin ti. Averigua dónde está, qué le ha ocurrido…
Keo negó con la cabeza.
—Compruebo los listados de la Cruz Roja todas las semanas. Envío cartas a los hospitales. Hermano… Sunny y yo tuvimos una hija. Nació en Shanghái. Nunca pude tenerla en mis brazos.
DeSoto hundió la cabeza.
—¡Maldita guerra!
Keo extendió los brazos y tocó tímidamente a su hermano. Enseguida se fundieron en un abrazo feroz.
—Keo, escúchame. Sunny todavía está viva. Lo sé. ¡Puedo sentirlo! Tu chica. Volverás a encontrarla… de algún modo. Si quieres buscarla, yo la buscaré para ti. Si necesitas hablar, ven a hablar conmigo.
—He tenido miedo de hacerlo —dijo Keo, y dirigió su mirada mar adentro—. Hice tantas cosas… me vi obligado a hacer tantas cosas…
DeSoto asintió.
—Yo también hice cosas… Nunca voy a poder olvidarlo. Nunca las repetiré, ni siquiera ante un cura. Ahora le hablo al espejo para confesarme.
Se quedaron en silencio durante un rato, y luego Keo preguntó:
—Oye, ¿crees que nuestra hermanita hānai es realmente… hānai?
DeSoto sonrió.
—Creo que es igualita que Malia.
—¿Y… no se parece un poquito a Krash?
—¡Se parece un montón a Krash! Tiene la piel clara como la madre de Krash, que tiene algo de haole en su familia.
—La cosa se pondrá interesante cuando Krash vuelva.
Un día DeSoto lo llevó a pescar en las aguas frente a Punta Ka‘ena, al noroeste de O’ahu. Era un lugar desolado, un trozo de tierra en el que, en invierno, olas de más de diez metros estallaban contra las playas. Mientras remaban en silencio mar adentro, los dos hermanos permanecieron callados.
Los mayores llamaban a aquel punto Leina a ka ‘Uhane, «Lugar de donde saltan los espíritus». Los hawaianos creían que las almas de los muertos partían desde allí hacia la vida de ultratumba, echando a volar desde precipicios de trescientos metros de altura. Ka’ena significaba «rojo ardiente». Aquel dedo de tierra mellado que apuntaba hacia el oeste se merecía su nombre. A la hora del crepúsculo sus aguas se teñían de naranja, las playas de coral crepitaban, los arbustos parecían arder.
A lo largo de la orilla había grutas formadas por la lava y agrupaciones rocosas que parecían cuernos: enormes rocas volcánicas a través de las que el agua salía disparada hacia el cielo. Ahora, mientras el mar golpeaba aquellas formaciones, Keo y DeSoto oían gemidos, gritos y cantos. El mar, al desmenuzar dunas de coral, sonaba como los ladridos de un millar de perros.
Keo sintió un escalofrío.
—Tengo muchísimo sueño.
—Es hora de moe moe —susurró DeSoto—. Cierra los ojos. Relájate.
Después, Keo supo que había dormido, porque recordaba lo que había soñado. En el sueño, alguien se había sentado entre ellos en la canoa. Y en aquel lugar encantado, los tres hermanos pescaron y rieron, y compartieron anécdotas durante horas y horas. Más tarde, las olas estuvieron a punto de hundirlos y ambos se despertaron y empezaron a remar con fervor.
Cuando estuvieron de vuelta en aguas más calmadas, DeSoto le preguntó:
—¿Lo has visto?
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Keo.
—¡Jonah! Estaba aquí. Riéndose. Bromeando. Como en los viejos tiempos…
—Conozco a ese chico. Sé que su alma estaba esperándonos aquí para que pudiéramos estar juntos antes de realizar su largo viaje a Kahiki, el auténtico hogar de la Polinesia.
Al mirar hacia la costa, de repente DeSoto se puso en pie y gritó. Un pájaro fragata de enorme envergadura había aparecido de la nada y se había posado sobre una gran roca blanca en lo alto del acantilado. En aquel preciso momento, agitó sus alas y alzó lentamente el vuelo. Voló en círculos concéntricos que se iban expandiendo y a continuación se dirigió directamente hacia Keo y DeSoto con unos chillidos que partían el corazón, mientras la sombra de sus alas desplegadas se proyectaba sobre ellos.
Keo levantó los brazos y gritó el nombre de Jonah. El pájaro planeó durante tanto tiempo que Keo se desvaneció como si estuviera poseído. El pájaro descendió y se mantuvo suspendido en el aire, tan cerca que los dos pudieron ver su propio reflejo en sus enormes ojos compasivos. La mente de cada uno de ellos tembló en la claridad de aquellos ojos. Entonces el pájaro fragata movió las alas y volvió a chillar, un largo solo soprano, y ascendió, volando más y más alto en pos de la llamada que su cuerpo proyectaba hacia delante.
—¡Vuela, Jonah! —gritó DeSoto—. ¡Vuela alto! Te vas a casa.
Se quedaron mirándolo hasta que su silueta se redujo a un punto negro en sus ojos. Entonces bajaron la cabeza, con aquella imagen grabada para siempre en sus mentes.
En la primavera de 1945 llegó una carta de Krash Kapakahi, herido de «poca gravedad» y recuperándose en Italia. En el paquete también venían extraños souvenires: dos huesos largos, finos y curvados, en los que había escrito su nombre. Malia los miró fijamente, luego los envolvió y se los llevó a Pono. La mujer los acarició y apretó uno de ellos contra su oído.
—¿Oyes los latidos? Los huesos recuerdan los latidos del corazón.
—No comprendo —dijo Malia.
—Tuvieron que quitárselos para poder cortarle el pulmón que le había destrozado una bala. Son las costillas de tu amado. Te está cortejando.
Malia cogió los dos huesos y los presionó contra sus mejillas.
—¡Haz que se cure! Haré cualquier cosa. No permitas que se quede inválido.
—Estará bien. Un pulmón es suficiente. Pero a veces emitirá el sonido de quien digiere perlas.
Malia acarició las costillas, como si fueran un tótem.
—Pono, estoy asustada. No sé lo que me espera.
—El vuestro será un amor retorcido. Ambos viviréis hacia delante, pero mirando hacia atrás.
Con la rendición de Alemania todos salieron a bailar a la calle. En junio, cuando los Aliados tomaron Okinawa, Keo se quitó los zapatos en el Club Maluhia. Hacía años que no tocaba descalzo. Intensificó sus progresos. Sin dejar de bailar por todo el escenario, tocó diecisiete estrofas de «Birth of the Blues» mientras los soldados las iban contando. Después todos lo rodearon enfervorizados.
—Tengo que decirte —casi le gritó, entusiasmado, el joven percusionista— que tienes una habilidad para las notas agudas que casi me hace llorar.
Había cogido peso. Había empezado a nadar de nuevo y sus músculos estaban adquiriendo consistencia. Algunas noches se sentía tan bien que hacía todo el camino de vuelta a pie y luego dormía hasta después del mediodía. Un día, en agosto, cuando despertó notó que el vecindario estaba sumido en el silencio. No estaba el manapua cantando en la calle. Ni el que vendía tofu. Su madre y su padre estaban sentados, mirándose las manos, callados. Volvió a dormirse. A primera hora de la tarde vio a algunos vecinos en la calle, familias enteras vestidas de blanco, llevando farolillos de papel en procesión. A veces se detenían, como si dieran tiempo a que la sombra de alguien ausente los precediera.
—¿Mamá? ¿Papá? —Los miró alternativamente a uno y a otro.
Ambos negaron con la cabeza.
La pequeña Baby Jonah llegó corriendo desde la calle:
—¡Tío! Todo el mundo está susurrando: «Kulikuli, kulikuli», «Guarda silencio». Y yo les digo: «¿Por qué kulikuli?», y ellos dicen: Hir-osh-i-ma. ¿Qué significa esa palabra?
Los escaparates de las tiendas se apagaron. El tráfico se detuvo. En pequeñas grutas y playas resguardadas, familias vestidas de blanco lanzaban faroles de papel al mar. Cintas de luz flotaban en la marea, devolviendo a los espíritus de los muertos al paraíso de los budistas.
Días más tarde, los vecinos japoneses que trabajaban en los campos de caña de azúcar, al regresar a casa con la piel ahumada y chamuscada, como si se hubieran embadurnado con melcocha, cruzaron a remo hasta un islote frente a la costa norte, Mokoli‘i. Allí se arrodillaron sobre unos cojines y se quitaron la vida. Al enterarse, Keo intentó imaginarse a la vieja pareja abrazándose y despidiéndose. Luego la afilada punta de un cuchillo abriéndose paso en sus vientres.
Finalmente se oyeron las sirenas. El eco de las campanadas de paz. Durante años, la gente identificaría la bomba atómica con el final de la guerra, con la rendición. Dirían que la bomba había sido lo que había hecho falta.