HO‘OWAHINE

Convertirse en mujer

HONOLULÚ, PRIMAVERA DE 1943

Una ciudad con los nervios a flor de piel a causa de la guerra. El latigazo nocturno de las sirenas. Todo racionado hasta el extremo. Malia ahora solo contaba con el trabajo en el Barrio Chino, en Hotel Street, moviendo sus caderas cubiertas de celofán para los militares. En sus horas libres, ayudaba a una mujer que vivía a poca distancia de Kalihi, cosiendo cheongsams para chicas de la calle y prostitutas haole que trabajan en prostíbulos como el Bronx Rooms, el Senator o el Beach Hotel.

Cuando descubrió que Malia bailaba para los soldados, la costurera, una imponente hawaiana llamada Pono, la riñó diciéndole que podía percibir el olor a haole en ella. Decía que ese olor manchaba sus telas y hasta el hilo con el que cosía. Levantó su antiquísima máquina de coser para mostrarle la parte inferior, anaranjada y sucia, y la apuntó con el dedo:

—Tu olor a haole me está oxidando la Singer, ¡qué vergüenza!

Malia le clavó la mirada.

—No me hable de vergüenza. Yo alimento a mi madre y a mi padre. Pago la hipoteca de su casa.

—¿Con el dinero que ganas en ese antro? Eso es lo mismo que comer arroz sucio.

—No tengo opción. —Encorvó los hombros—. Mi padre perdió su trabajo. Y mis hermanos están fuera, en la guerra.

Pono suspiró y dirigió la mirada hacia dos de sus hijas, que colgaban la colada en el patio. Le tendió a Malia siete billetes de dólar doblados.

—Vete. Vuelve cuando hayas terminado de mancharte a ti misma con el aliento de los marineros. Te enseñaré los secretos del diseño. Eres muy buena cosiendo.

Malia se metió los billetes en el bolsillo y preguntó:

—Y, mientras tanto, ¿cómo se supone que voy a vivir?

—Como todos los kānaka. Trabajando en la fábrica de conservas. —Pono hizo un gesto hacia sus hijas—. Por ellas hago turnos de doce horas. Y al venir a casa, cocino, plancho, coso.

—¿Dónde está su padre? ¿En el extranjero?

El cuerpo de Pono pareció contraerse. Cerró su rostro como si fuera una puerta. Era una mujer hermosa, con una estatura y una elegancia que hacían recordar a sus ancestros polinesios, los intrépidos Vikingos del Pacífico. Con más de un metro ochenta de altura y su melena negra cayendo en cascada por su espalda, había en ella algo que intimidaba, la fuerza de una mujer que había sufrido, que había cometido cualquier acto imaginable por el padre de sus hijas, un hombre maldito con ma‘i pākē. Lepra.

Años atrás se habían escondido en las selvas tropicales, huyendo de los cazarrecompensas que perseguían a los leprosos. Después de un año escondidos, el amante de Pono había sido atrapado y desterrado a una isla en la que los leprosos eran abandonados para sufrir y morir. Pono continuó huyendo, con la semilla de su amante floreciendo en su vientre mientras los cazarrecompensas la perseguían. Los médicos querían ponerla en cuarentena y estudiarla, comprobar si su cuerpo se llenaría con las llagas de su amante. Inmune a la enfermedad y sola en la jungla, Pono había dado a luz a una hija sana, y después encontró trabajo de lavandera en una plantación de azúcar.

Durante meses había sufrido los abusos nocturnos del haole luna, el capataz, que la amenazaba con entregarla a los cazarrecompensas. Una noche, llena de rabia, le hundió un palo afilado en el corazón mientras él yacía sobre ella. Luego cogió a su hija y corrió. Corrió durante años, de isla en isla.

Pero cada mes dejaba a su niña para ir a la isla de Moloka‘i a reunirse con su amado, Duke Kealoha, en la colonia de leprosos, el Lugar de los Muertos Vivientes. Con los años nació una segunda hija, una tercera y luego una cuarta. Cada mes, cuando el barco de vapor que iba con suministros hacia Moloka‘i, Pono dejaba a las niñas con vecinos, con desconocidos, con cualquiera, amontonadas como sacrificios ofrecidos al mundo.

Cuando se hicieron lo suficientemente mayores para preguntar por su padre, les dijo que trabajaba en las minas de oro de Alaska. Cuando la mayor preguntó si volvería a casa algún día, Pono respondió:

—Algún día.

Las dejó crecer sin padre por no querer contarles que era ma‘i pākē. Era el deseo de Duke, porque no quería afrontar la vergüenza de que sus hijas supieran lo que él era. Pono no era una mujer maternal por naturaleza, sus sentidos parecían estar afinados a algo más distante. No obstante, resistió, sacrificando su juventud y su belleza para alimentar, proteger y educar a las hijas de aquel hombre. Aunque amaba a las niñas, también las maldecía. De no ser por ellas, podría reunirse con él en su destierro.

Duke Kealoha era un hombre que amaba la música, los libros, la conversación. Procedía de una familia culta destruida por la lepra, que había devastado a los hawaianos en la segunda mitad del siglo XIX. Incluso en la actualidad estaba matando a familias enteras. Hasta que él la había encontrado (alguien salvaje viviendo en soledad), Pono no había sabido quién era ni cuánto podía ser.

De niña había tenido extrañas visiones, se rumoreaba que era una kahuna, un vidente. A medida que fue creciendo se dijo que podía transferir el dolor de una persona a otra, que estaba dotada de un doble mana, un alma doble. Podía matar a alguien con la mirada. Había incluso rumores de que era parte manō, tiburón. Cuando se bañaba por las noches en el mar, la gente decía que veía cómo su piel se volvía gris y su mandíbula se deformaba para convertirse en el morro de un tiburón. Aterrorizada, su familia la había expulsado para siempre.

Respetando su doble mana, Duke la había alimentado pacientemente, haciendo que lo mejor de ella saliera a la superficie. A través de los años le había ido enseñando las verdades de la vida y del corazón: piedad y orgullo, compasión, sacrificio, sin los cuales la vida humana está condenada al fracaso. Por muy terribles que fueran los estragos que la lepra causaba en su cuerpo, por mucho que mutilase su rostro y sus extremidades, Pono no dejaría de amarlo. Él la había hecho volver a nacer, seguía ocupando su corazón.

Ahora, a menudo lloraba cuando se encontraba a solas. El amor la había hecho impotente. Sus poderes kahuna no alcanzaban a Duke. No era capaz de curarle su ma‘i pākē. Año a año, contempló cómo su cara se colapsaba lentamente y sus extremidades se convertían en artefactos.

Malia duró cinco días en la fábrica de conservas. El empalagoso hedor de las piñas. Sarpullidos extendiéndose por la cara interior de sus brazos. La capataz detrás de ella gritando «¡Coge tu piña! ¡Coge tu piña!». Cuchillos cortando y tajando. Las historias susurradas de dedos rebanados, manos enteras cortadas. Después de eso, encontró trabajo fregando los suelos de la comisaría del centro de la ciudad. Hasta que le entregaron un trapo y un cubo y le señalaron los retretes.

Se pasó un mes en Pearl Harbor, preparándose para un empleo de soldadora, hasta que comenzaron los comentarios groseros. Habían llegado desde el continente miles de trabajadores para los astilleros y para salvamento, y, entre ellos, las personas decentes parecían en notable inferioridad ante los brutos. Un mecánico con barba rubia la llamaba Java. Caderas Java. Le dijo que le gustaría removerle el café con su polla. Malia se giró, se fue hacia él con aire casi lánguido y le abrió la nariz de arriba abajo con el extremo afilado de un martillo.

¿Cómo vivir? ¿Cómo ganarse la vida? Una noche, tras mirar fijamente sus alimentos racionados y a su padre en paro, Malia se vistió con un cheongsam y se paseó por Hotel Street, insinuándose y haciéndose llamar Colette. Avanzó con un balanceo suave y sibilante, atrayendo las miradas de los soldados. Caquis del ejército, blancos de la armada. Los colores de los boy scouts y de las vírgenes. Dios, hacen que mi sangre se eche a reír. Al remover lo que cubría la superficie, la piel blanca de los haole, lo que encontraba debajo eran hombres, hombres normales. Sin nada que los diferenciase de los kānaka, los pākē, los filipinos, todos ellos guiados por los mismos ritmos: desvaneciéndose en las caderas de una mujer, dejando su semilla y las marcas de sus pezuñas.

Sin embargo, incluso con los soldados y marineros, a los que les cobraba demasiado para que pensasen que ella valía la pena (a pesar de ir a hoteles baratos y realizar una pantomima de amor fugaz), Malia pensaba siempre en Krash Kapakahi y recordaba la primera vez que habían hecho el amor. La noche antes del ataque a Pearl Harbor.

Llevaban solo cinco semanas siendo amantes cuando él decidió alistarse. Pero en ese tiempo, ella y Krash habían penetrado en el otro y habían esculpido sus entrañas. Se habían desgastado el uno al otro hasta quedar casi transparentes, hasta que lo único que quedaba de ellos era aliento contenido. Nunca hicieron promesas, siempre se acercaron el uno al otro con una parsimonia deliberada, con el sigilo de los animales nocturnos. Ella comenzó a comprender que aquel amor no era algo pasajero, que tenía sus raíces en sus entrañas, que era incurable.

Cuando él se fue a la guerra, ella supo, por medio de una alegre crepitación, que llevaba dentro a su bebé. Y a medida que crecía y se removía en su vientre, la ausencia de Krash se convirtió en algo tan potente que Malia se preguntó cómo podría soportar de nuevo su presencia, si acaso sobrevivía. Ahora soportaba su presencia cada día, en el rostro de la niña, en la forma con que la gente la miraba de soslayo cuando decía que era hānai, «adoptada». La soportaba con temor al futuro.

Durante meses mantuvo a «Colette» ajena a ella, como si no tuviera relación alguna con ella. Cada noche, al salir de Hotel Street, se quitaba el cheongsam antes de llegar a Kalihi Lane. Se duchaba con la manguera en el minúsculo garaje y contemplaba cómo el sudor que los extraños habían vertido sobre ella se deslizaba hacia el patio. Aun así, no podía soportarse a sí misma hasta que se bañaba por segunda vez: restregando su piel con un cepillo y con detergente en la misma bañera en la que una noche Rosie Perez había dado ficticiamente a luz durante un corte de luz, con solo Malia y Leilani para atenderla en el parto.

Algunas noches se sentaba en la oscuridad, para recordar. Había pasado nueve meses deslizándose por un túnel, nueve meses en los que no había sangrado. Luego había llegado el parto, se había desquiciado mientras de su cuerpo brotaban orquídeas de sangre. Recordaba haber mordido una pastilla de jabón para ahogar sus gritos. Su cuerpo emitió un chisporroteo y, de repente, se desinfló. La piel del color suave, blanco y beis de la cáscara de huevo, y los ojos del vacilante azul de las ciruelas. La cara diminuta parecía un duplicado de los rasgos de Krash. Un bebé tranquilo que colgaba en un margen de la vida de Malia, llamando apenas la atención, manteniendo su historia en secreto. Pero algo en su forma de mirar empezó a hacer mella en Malia, la mirada de aquel bebé parecía casi una súplica. Una noche se quitó el cheongsam y le dio la espalda a Colette para siempre.

Volvió a bailar en locales de Hotel Street. Pero ningún hombre la tocaba, había algo en sus ojos y ninguno se atrevía a hacerlo. Algunas noches permanecía junto al bebé en su cuna, en la habitación de Jonah. Miraba su carita dormida y se preguntaba si sus hermanos se creerían que aquella niña era de Rosie Perez y que ella la había adoptado porque Rosie ya tenía muchos hijos. Rosie y su marido, ambos hawaiano-portugueses, habían engendrado a niños de todos los colores, uno con la piel dorada, otro pálido como el tofu, uno pelirrojo con pecas, y otro, un auténtico kānaka oscuro.

Incluso Timoteo creía que la niña era de Rosie. Entrañable mujer. Se había pringado los muslos con la sangre de Malia y se había metido en la bañera, sobre la toalla ensangrentada, envolviendo al bebé justo cuando Timoteo regresaba a casa después de su turno de vigilancia en la calle. Ahora Malia tocó las pestañas de la criatura dormida y percibió el olor a talco y pañal sucio. Un olor que le producía arcadas. Esa sensación tenía menos que ver con el bebé que con el hecho de ser madre, con lo que eso representaba.

No me frenará. Un error no debe convertirse en un obstáculo.

Algunas noches contemplaba su propia habitación, con los vestidos colgando de las perchas como soldados, con los zapatos petrificados en fila. Recordó a Keo diciéndole que agarrase la vida, que fuese inteligente y atrevida. ¿En qué se había convertido en aquellos cinco años? ¿Cómo podría mantenerle la mirada, a él, que había salido al mundo, que lo había visto y hecho todo? Mientras que ella podría reducir su propia vida a una sola cucharada.

Ahora, tarde ya por la noche, después de ducharse y restregarse, recogió su rostro donde lo había dejado, en el espejo. Se tumbó, pensando en él. Una trayectoria a través de su conciencia que le aumentaba la temperatura, añadiéndose a sus secreciones como el azúcar y la insulina. En momentos como aquel sentía cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo en estado de alerta. Krash le había dado dignidad. Con él, Malia sentía que tenía un futuro más allá de bailar para los turistas, más allá del trabajo de sirvienta (cambiando sábanas, mirando en el interior de las maletas de desconocidos preguntándose «¿qué puedo robar? ¿qué puedo llevarme sin que lo echen en falta?»).

Al principio había querido amar a su bebé, alimentarlo. Luego, al descubrir la paciencia infinita y boba que la maternidad requería, decidió que aquella niña no era hija de Krash. De ese modo, podría dejarla a un lado y continuar con su vida. Sin embargo, él seguía acechándola y, en sueños, le acariciaba la espalda. Cuando pensaba en él estando despierta, sus movimientos se ralentizaban, como si los dioses comprendieran que necesitaba algún tipo de tracción.

Bueno, que vuelva a casa, que todos vuelvan a casa. Que la guerra acabe.

Entonces les mostraría lo que era la ambición.

Primero había llovido y luego la lluvia había dado paso a un sol líquido, y los montes Ko‘olaus se habían colocado una diadema de arcoíris. Buenas noticias en Kalihi Lane. El chico de Dodie Manlapit había sido enviado a Islandia, lejos de la lucha en Europa. Escribió a casa pidiendo veinte latas de cerdo en conserva. Y el chico de Walter Palama, Noah, había sido elegido para enseñar judo en Estados Unidos. El ejército no confiaba en él para el combate porque tenía seis dedos en cada mano.

Walter sacudió su cabeza.

—Noah se siente hilahila, está muy avergonzado por no poder luchar con los demás.

Timoteo asintió comprensivamente.

—¿Vosotros habéis visto alguna vez a Noah con un rifle? ¡Con todos esos dedos! Desmonta y vuelve a montar esa condenada arma antes de que podáis parpadear. ¡El ejército estadounidense está lleno de hūpō!

Pero en la oscuridad de sus respectivos dormitorios, sus padres se habían puesto de rodillas para agradecer la suerte de sus hijos. Para celebrarlo, la gente se reunió en el garaje de Timoteo con sillas plegables, guitarras y ukeleles. Ocultos tras las sábanas colgadas para que la luz no se viese desde fuera, abrieron jarras de vino de arroz, vino de raíz de ti y cerveza. Luego cuatro hombres con hojas de ti colgando de sus pantalones cortos bailaron mele kāhiko, cantos antiguos en honor de sus hijos en el extranjero. Se golpeaban ferozmente los brazos, los pechos, los muslos, mientras sus talones pateaban la tierra y la gravilla. Era un canto tan vibrante, tan profundo, que los vecinos de las calles cercanas se quedaron en silencio para escuchar.

Horas más tarde, Malia avanzó cansada por la calle, bajo una luna llena que le hacía olvidar las largas y agotadoras horas de trabajo. Se descalzó y sintió las pegajosas frutas de la pasión enredándose entre los dedos de sus pies. Las estrellas cubrían el cielo, convirtiendo la calle en una pintura aguada oriental, de forma que todo parecía azul, del azul del hielo, de las sombras, de los sueños recién recordados. El azul de las mangueras podridas entre la hierba, de las huellas, de los tatuajes viejos. Oyó voces que cantaban canciones antiguas: «E Ku‘u Morning Dew», y «Nani Ho‘omana‘o» y «Pua Sadinia».

En ese momento dio la impresión de que la luna disparaba un millón de gotas plateadas que atravesaron luces prismáticas y que la empaparon y oscurecieron aquella estrecha calle que bullía de ritmos humanos. Una calle tan estrecha que, cuando alguien troceaba una cebolla, al otro lado alguien lloraba. Pareció de repente un lugar mítico, conocido solo por unos pocos privilegiados, un reino diminuto cuyos habitantes se entregaban a la ensoñación, a fabular, un reino donde flores con forma de trompeta colgaban como si un coro de ángeles que flotasen en el cielo boca abajo soplasen jazmín y jengibre en sus vidas.

La gente entraba y salía de los distintos patios, recordando a antiguas tribus que marchaban para coger fuego prestado. Lagartijas, como pequeños tísicos verdes, se deslizaban por las paredes. Malia se inclinó contra una tapia y vio a una pareja de jóvenes amantes correr hacia las sombras como peces del arrecife. Sonrió al pensar cómo recorrer aquella calle cada día era muy parecido a adentrarse en un bazar.

Cada patio, cada garaje, era un puesto de mercado donde algo era ofrecido o alguien actuaba. Ancianos con los dientes como colmillos amarillos se sentaban descamando aku. Clubes de esposas de porcelana (chinas y filipinas de huesos delicados) se inclinaban frotando prendas de ropa sobre tablas de lavar. Un niño sostenía un conejo entre sus manos. Guerreros con los hombros tatuados pulían la madera de las canoas. Y corriendo entre los arbustos, caravanas de críos con la lengua pringada de bebida en polvo, jugando al pilla-pilla o volando cometas hechas con pañuelos de papel. Allí un perro con bigotes de rata al que le han puesto de nombre Dios y que solo corre hacia atrás, aquí un gallo que solo cacarea a medianoche.

Hasta el ataque a Pearl Harbor, hasta que vio su mundo en llamas, Malia nunca había entendido que aquella calle tan estrecha, tan preciosa y efímera, podía desaparecer en un instante. Ahora veía que cada noche era un regreso al hogar, como tocar las raíces más profundas de los sentimientos. Al llegar el ocaso, la gente salía del mundo laboral y entraba en una especie de génesis. Ellos, que muy rara vez habían oído hablar de sindicatos, de domingos libres, de sueldos equitativos, dejaban sus fiambreras, se quitaban sus zapatos y sus pantuflas y se desperezaban sobre la tierra, que era regenerativa y los cargaba de energía. Existía allí algo tan primordial, que Malia sentía ahora cómo todo su ser entraba en conexión.

Desde el garaje de su padre le llegó el sonido de las canciones, y entre los vecinos distinguió la voz de pájaro de Kiko Shirashi uniéndose a las de los demás. Timoteo había defendido a su marido, ahora preso, y por eso no podía encontrar trabajo. Cada semana, en su reluciente coche negro, la mujer le llevaba a Leilani sacos de arroz, barriles de shoyu, y medio cerdo. Siempre llevaba una diminuta bandera americana y su insignia de voluntaria de la Cruz Roja, y siempre se interesaba por los chicos de Timoteo. Algunos vecinos la miraban mal, preguntándose cómo se las ingeniaba para esquivar el racionamiento de gasolina. Pero la mayoría era amable con ella.

Malia entró en el garaje, detrás de las sábanas colgadas, y sintió cierta timidez cuando Kiko la saludó con la mano y le hizo hueco. Aquella mujer siempre se vestía de un modo exquisito, de negro con toques de oro o jade, que hacía pensar en una pequeña araña elegante. Estaban todos sentados contemplando cómo Tía Moa Kalani bailaba al son de «Hanohano Hanalei», excepto que donde el baile pedía ‘ulī ‘ulī, sonajeros cargados de semillas, y bambús, ella utilizaba latas de cerveza vacías. Luego se lanzó a un baile picante con Tío Pahu.

Tía Moa superaba de largo los setenta y poseía unos brazos y unos muslos grandes y jugosos. Tío Pahu, un hombre atractivo mitad filipino, era delgado como un junco y calvo como un tambor. Cuando bailaron «Princess Pupule», Tía Moa movió su trasero de forma salvaje, sacudiéndolo y haciéndolo girar de forma lasciva. Desternillados de risa, los demás se limpiaban la cara con toallas y bebían más vino casero. Medio borracho, Timoteo se inclinó hacia un lado y se sonó su enorme nariz en las orquídeas, volviendo a emerger luego de entre sus pétalos perfectamente sereno.

Las canciones fueron calmándose y Kiko Shirashi se giró para estudiar detenidamente a Malia, sonriendo a continuación con un gesto de aprobación. Malia había perdido su aspecto rollizo, de modo que su osamenta polinesia resultaba visible. Nunca sería una gran belleza, pero era extremadamente atractiva. Kiko siempre había sentido compasión por la joven, había pensado que le gustaría ayudarla, pero Malia no se lo había pedido. Sus modales y su forma de hablar la guiaban hacia rincones oscuros, la hacían parecer estrafalaria en lugar de refinada. Eso llenaba a Kiko de inquietud, a pesar de que el único pecado de la chica era tratar de mejorar, de colmar sus aspiraciones.

La primera vez que se vieron, Malia llevaba un vestido de segunda mano, obtenido probablemente de algún cliente del hotel. Estaba gastado pero era caro, con hombreras y exquisitas costuras. Al visitar la Funeraria Shirashi, también llevaba zapatos de tacón de aguja demasiado pequeños, seguramente de alguna tienda barata. Intentó caminar de forma elegante y resbaló en el suelo pulido produciendo un sonido semejante al chirrido de un ataúd al abrirse. Kiko había sentido lástima por ella, pues temía que sus ambiciones y sus atributos naturales nunca llegasen a cuajar.

Pero ahora Malia parecía más refinada. Había abandonado sus gestos rápidos y eléctricos, ya no buscaba nerviosamente la pose adecuada. Había cambiado sus sombreros extravagantes por redecillas y peinados altos. Sus vestidos eran más simples, amplios de hombros, y parecían acomodarse a la figura de su cuerpo, aún voluptuoso.

—Con el Moana cerrado —le dijo Malia en confianza—, ya no puedo conseguirme otros. Ahora me hago mis propios vestidos.

Había algo relajado en ella, quizá fatiga, o quizá la guerra, que presionaba tanto que no dejaba espacio para ningún extra. No obstante, en sus ojos se apreciaba la desesperación, como si tuviera unas garras hundidas en su espalda. Kiko había escuchado rumores sobre la nueva hija hānai de Leilani, la adorable niña que ahora se les enredaba entre los tobillos.

—Así que ahora tienes una hermanita pequeña —dijo Kiko, acariciando la cabeza de la niña.

—… Sí.

Kiko se giró y le cogió la mano.

—Estás estupenda, Malia. ¿Un poco más delgada?

—El racionamiento de comida —sonrió ella—. Y la tristeza también afecta, ¿no es verdad? Mi pobre madre, sus tres hijos varones se han ido. —De pronto, se llevó las manos a la cara—. ¡Oh, Kiko! Lo siento. ¿Cómo está tu marido? ¿Puede escribirte?

Kiko asintió con gesto compungido.

—Pero su dignidad… no deja que me reúna con él. Ahora está en el campo del Lago Tule, en California.

Hablaba de un modo obtuso y bienintencionado, como solo los ricos y acomodados podían hacer, por lo que en un primer momento resultaba difícil sentir simpatía hacia ella.

—… veinte mil japoneses-americanos encerrados con él. Algunos se suicidan por la vergüenza.

—¡Qué triste! Es muy triste.

Los hombros de Kiko se desplomaron.

—Nadie viene a casa. La hierba ha crecido frente a mi puerta. Tengo que hacerme yo misma la peluquería y ponerme el esmalte de uñas. No me dan cita. Es muy duro sentirse sola, y avergonzada. Pero luego… esta noche… tus padres. ¡Esto!

Su mano pareció echar a volar, al compás de la música y los vecinos. Le dio unos golpecitos a Malia en el dorso de su mano.

—Todo lo que buscas está aquí.

Malia sonrió con impaciencia.

—Tú has viajado, ¿verdad?

—Oh, a todas partes. París, Atenas, Pekín. Pasé cuatro años en Londres. Fue fabuloso.

—Pero volviste a casa.

—Todos volvemos a casa. Sal y mira a tu alrededor, querida. Después de hacerlo, lo comprenderás.

—¿Qué es lo que comprenderé?

—Cómo volvemos al principio. De hecho, en mi juventud, durante muchos años, solo me ponía Guerlain, L’Heure Bleu, un perfume francés muy caro. Un día, cuando tenía cincuenta años, cogí una flor de jengibre. Su olor era mejor que el de cualquier perfume. —Le ofreció la cara interior de su muñeca—. Agua de jengibre fresco, directamente desde mi jardín.

Malia se inclinó sobre su brazo e inhaló su aroma, dirigiendo automáticamente la mirada hacia el jardín de su padre en busca de flores. Durante los meses siguientes, se frotó los brazos con jengibre.

Esa noche, antes de marcharse, Kiko la llevó a un aparte.

—Ven a visitarme. Pasaremos horas cotilleando. Y ahora que sé que coses, tengo metros y metros de telas que me gustaría darte. Las compré en París y en Roma.

Le resultó imposible dormir. Yacía despierta en su cama, interpretando la oferta de Kiko como una señal. Aquella mujer le enseñaría, sería su guía ante la siguiente fase de su vida. Imaginó París, Roma. Se imaginó a sí misma paseando elegantemente por los grandes bulevares. Su vestido. Sus zapatos. Su forma de caminar. Su forma de hablar.

Sin embargo, incluso entonces había algo que la inquietaba, sospechaba que un cambio drástico en su vida no era lo que ella perseguía. Que su destino siempre sería aquella isla, que siempre sería el hambre lo que la guiaría, no la geografía.

A las dos de la madrugada salió de su cama y corrió por las calles y campo a través hacia la casa de Pono. Por la ventana, vio a la mujer inclinada hacia delante, planchando uniformes de una escuela católica de chicas. Era enorme y hermosa. Las lágrimas que resbalaban por sus mejillas chisporroteaban a causa del vapor. Malia la observó durante casi una hora, la miraba porque no podía apartar sus ojos de ella. Había algo en aquella mujer que la atraía. Se dirigió hacia la puerta y tocó suavemente con los nudillos, sosteniendo nueve billetes de dólar en su mano.

—¡Pono! No lo he olvidado. Tus siete dólares más los intereses.

Pono quitó el cerrojo, cubierta de sudor y con aspecto de cansancio.

—¿Qué haces en la calle tan tarde? ¿Sigues haciendo de Colette en Hotel Street?

—Colette se acabó. Ese tipo de vida me producía pesadillas.

Pono le dirigió una mirada escéptica.

—Entonces, ¿en qué trabajas ahora?

—Sigo bailando —suspiró ella—, y estoy a tiempo parcial vendiendo bonos de guerra y también como ayudante de enfermería. Enrollando vendas. Un poco de esto y un poco de aquello. —Estaba impaciente, tenía algo en la cabeza.

—¿Aún eres demasiado buena para la fábrica de conservas? —le preguntó Pono—. Bueno, sigue con lo de la enfermería. Consigue un certificado. Consigue respeto.

Malia retrocedió unos pasos, horrorizada. Meter sangre en bolsas llevando puestos unos zapatos con la suela de goma no era su meta. Tampoco lo era atender a soldados casi adolescentes. Recordaba sus ojos y aún, en sus entrañas, podía sentirlos morir.

—Pono, tengo algo importante que hablar contigo. —Se sentó y unió sus manos—. Quiero practicar con tu Singer. Dos o tres días a la semana, mientras tú estás en la fábrica. A cambio, les echaré un ojo a tus niñas.

La mujer la miró fijamente, con recelo.

—Lo juro. Quiero aprender a diseñar vestidos y crear ropa elegante. Tengo en mente irme de viaje, ¿sabes?

—¡Vaya! La guerra te está afectando. Es un plan ridículo. Mientras los chicos vuelven a casa dentro de cajas.

—Escúchame. Tengo que tener un sueño para cuando la guerra haya terminado. Enséñame, déjame practicar con tu Singer, y yo te pagaré con metros de tela difícil de conseguir, de París.

Pono agitó su brazo en el aire.

—¿Ves mi vida? Lavar, planchar, cocinar. De diez a doce horas en la fábrica para poder dar de comer a mis chicas. ¿Qué voy a hacer con telas de alta calidad?

—Haz algo especial. ¿No hay nadie para quien quieras estar guapa? ¿Alguien secreto? ¿El padre de tus hijas?

Pono se contuvo. La mención del hombre al que amaba se le antojó una blasfemia y sintió deseos de golpear a Malia. Pero, en lugar de eso, se echó hacia atrás en su silla, con aire pensativo.

—Tal vez. Tal vez. Ven la semana que viene de prueba. Trae la tela. A cambio, te enseñaré lo que sé, los truquitos de la Singer. Formas de trenzar y girar, y hacer una costura doble mientras metes y sacas el hilo de la tela. Formas de hacer que parezca que un vestido no tenga costuras, como un guante.

Eran casi las cuatro de la mañana cuando Malia se puso en pie, agotada de hablar y planear.

Viéndola fundirse con la niebla, Pono sonrió levemente. En un sueño había visto que su labor de costurera se desvanecía. Se movería a otra vida más urgente. Su talento con la costura se filtraría en el cuerpo y el alma de Malia, enriqueciéndola. Aquella Singer lacada en negro y con aspecto prehistórico pasaría a formar parte de la vida de Malia hasta tal punto que se convertiría en una extremidad más de su cuerpo.

Las costuras estarían tan bien hechas que desaparecerían. Las venas humanas y los hilos de seda se entrelazarían. La lana se convertiría en cabello, la tela en piel veteada por el sol. Un cojín con forma de corazón palpitaría; Malia sentiría el pellizco de las agujas en sus dedos. Cuando enhebrase una aguja, oiría un tarareo en su cerebro.

Mi legado para ti, pensó Pono, pues creía que una mujer que quería con tanta intensidad vivir, con todos los golpes y todas las sacudidas que daba la vida, debería estar dotada tanto de talentos como de armas. Más tarde, mientras planchaba, de repente rompió a llorar. Entre el vapor que ascendía de la plancha surgió una imagen horrible. El rostro de un joven guerrero, el hermano de Malia, pisoteado por las orugas de un tanque Panzer.

Bajó por King Street, ensimismada y serena. Su vestido, su pose, incluso su máscara antigás colgada a su espalda, todo en ella parecía elegante. Lucía un peinado alto con una flor.

—Dorothy Lamour. ¡Eh, Dorothy Lamour!

Los militares la seguían, deseándola, queriendo más de lo que encontraban en los burdeles. Ella les lanzó miradas asesinas y los dejó atrás. Kiko Shirashi le había abierto una puerta.

Con agilidad, Malia ocupó su puesto tras el mostrador de la tienda McInerny, sonriendo hasta que sus ojos adquirieron un brillo cadavérico. En cuestión de semanas sintió que fracasaba miserablemente. Había llegado a odiar las caras de los clientes y sus propios cumplidos empalagosos. Estar detrás de un mostrador la hacía sentirse como algún animal en un abrevadero de corral, con la cabeza gacha, metiéndola entre la mercancía una y otra vez mientras los clientes señalaban y refunfuñaban y cambiaban de idea. Las voces de algunas mujeres ricas eran para ella como balazos. Les contestaba con amabilidad, pero, para sus adentros, las repudiaba. En lo profundo de su corazón, Malia continuaba esperando que llegasen clientas elegantes, como Kiko, para que pudiera mostrarles que ella poseía clase. Pero las mujeres como Kiko no iban de compras, enviaban a sus doncellas.

El día que la despidieron, acudió desmoralizada a casa de Kiko.

—Nada me satisface. No encajo en ningún sitio.

—Tienes una naturaleza especial, Malia —le dijo Kiko, dándole unos golpecitos en la mano mientras tomaban unos cócteles Tom y Jerry.

En silencio, Malia paseó la mirada por el mármol del salón.

—Tu casa es preciosa. Todas las casas de esta calle son enormes. A menudo me he preguntado qué hace la gente con tantas habitaciones.

—Sufren, querida. Vamos a echarles un vistazo a las telas.

Kiko sacó lino de Bélgica, damascos y sedas de Francia, ligeros tweeds de Italia. Metros y metros. Malia tragó saliva mientras examinaba aquellas telas como si pudiera encontrar escrita en ellas la fórmula de la elegancia, de la clase irrefutable. Kiko las envolvió con papel de seda y se las entregó todas.

—Hazte a ti misma espléndida. Haz que ocurra algo en tu vida. —Aparte de dándole dinero, no se le ocurría otra manera de ayudar a Malia. La esperanza que tenía consistía en que un hombre de buen gusto la encontrase y se casase con ella.

—Voy a hacerte un vestido precioso —dijo Malia, cogiéndole la mano—. ¿Qué te gusta, el lino? Será un vestido sin mangas, muy simple, como una funda. Muy elegante.

Kiko sonrió.

—Sí, hazlo simple. Debo acostumbrarme a la ausencia de adornos.

Se giró, mirando fijamente las altas vitrinas de madera de teca y puertas de cristal, taraceadas con jade y palisandro. Había cuatro, antiguas y de un valor incalculable. Todas estaban absolutamente vacías. Los ojos de Malia siguieron la dirección de su mirada.

—Buscaban material sedicioso —murmuró Kiko—. Nos vimos obligados a quemarlo todo. Abanicos antiguos, manuscritos, volúmenes de poesía. Pinturas al pastel en miniatura con textos en japonés. —Con parsimonia, dio un trago de su Tom y Jerry—. Quemamos toda nuestra biblioteca japonesa. Después el sepulcro de la casa. Y después, mis kimonos, heredados de mi abuela. Me alegré de no tener hijos. Así no pudieron presenciar nuestra vergüenza.

Malia dejó su vaso y la abrazó.

—Oh, Kiko. Perdóname. He sido egoísta. Mis problemas son tan pequeños.

El anciana se frotó los ojos.

—Nada en la vida es pequeño. Se llena. Se vacía. Nunca es pequeño. Pero te diré esto, Malia: sé siempre un poco egoísta. Si les entregas todo a los demás, te conviertes en un recipiente vacío.

Un día apareció un capellán militar en la calle, preguntando por los Meahuna. Los vecinos le indicaron el camino y luego le observaron, con labios temblorosos y las manos a la espalda, inseguras. El capellán llamó a la puerta y oteó a través de la mosquitera. Al ver a un haole en uniforme, Leilani soltó un grito. Malia se negó a invitarle a entrar (¿quién querría que la muerte se filtrase en su alfombra?) y mantuvo la mosquitera separándolos.

El capellán habló, y luego lo repitió. Lo que decía, lo que estaba contándole, tenía la fuerza lenta del océano al arrastrarlo todo de vuelta a su interior. El capellán los llevaba de vuelta al principio, con su voz grave y formal, diciéndole que Keo regresaba a casa. Malia se giró hacia sus padres, incapaz de hablar. Tiró de ellos hacia la mosquitera y le hizo al capellán repetirlo una vez más.

La voz de Timoteo brotó suave como la de un niño, y el ventilador del techo removió sus palabras sin cesar, en un eco interminable.

—Keo… Keo…

La de Leilani fue una expansión vocal, el renacimiento de su hijo favorito. Arrastró al capellán a la calle, donde esperaban los vecinos, temerosos.

—¡Dígaselo! —gritó, sacudiéndole del brazo y luego volviéndose hacia los vecinos—. ¡Vuelve a casa! Mi chico, Keo. ¡Es verdad! —Y, de nuevo, sacudió al capellán del brazo.

El hombre sonrió, dirigiendo un gesto hacia un coche militar que había aparcado más arriba, y luego dio unos golpecitos sobre un documento.

—Sí. Estoy aquí para informar a su familia que, gracias a Dios, Keo… Mea… huna… está a bordo de un buque de transporte que se dirige a Honolulú.

Esa noche llegaron las lluvias, y un aroma purificador a eucalipto descendió desde los Ko‘olaus. Malia permaneció en la calle, dejando que aquel aroma impregnase sus párpados, sus pechos y sus costillas. Experimentó una sensación punzante, como un sarpullido, como si estuviera cambiando de piel y fuera a quedar impecable y nueva. Como si, igual que una serpiente, estuviera en trance.

Giró en círculos, repitiendo:

—Keo. Keo…

El cielo retumbaba como si contara parábolas antiguas. Recordó al capellán dándole las noticias. Recordó su voz, como un crío que recitase unas rimas. Recordó el vehículo militar que lo había llevado hasta allí, cómo sus luces traseras, rojas como la sangre, se encendieron cuando se marchó, dejando atrás a su hermano. Devolviéndole su vida madura.