Los desafortunados
CAMPO WOOSUNG, FEBRERO DE 1943
La esperanza alimentaba la ficción de normalidad. Después, a medida que la gente padecía hambre, la ficción terminó. No había nada más que cuencos de arroz contaminado y una zanahoria podrida. Keo yacía en su catre rememorando comidas estupendas con una claridad que le desquiciaba, disolviéndolas y sintetizándolas infinitas veces. ¡Los sabores, los aromas!
Se retiró al pasado. El rostro de Sunny cubierto de rombos azulados de luz matinal. Sus insurrecciones y sus momentos de calma, sus misterios, brotaban de su trompeta como estribillos. París los sofocó con sus cenizas y sus brasas. Su sueño se había vuelto contra ellos, convirtiéndolos en fugitivos. Ahora estaban atrapados en una nueva historia, pero al mismo tiempo en un tiempo muy antiguo.
A pesar del hambre y del cansancio, Keo tenía miedo de dormir. Entonces se convirtió en víctima. De moscas repugnantes y gordas cuyas mordeduras eran con frecuencia fatales, y de mosquitos que transmitían la malaria. Los piojos le hacían rascarse como un demente. Los ciempiés se movían despiadadamente por su cabellera, haciendo que la cabeza le ardiera.
La población del campo había aumentado hasta casi dos mil prisioneros. Condenados a una existencia de pesadilla perpetua, la gente se retiraba a tiempos mejores, sin dar crédito a los rumores que decían que sus chóferes chinos habían saboteado sus coches, robando los carburadores y vaciando los depósitos de gasolina, que los soldados japoneses habían saqueado sus casas palaciegas y habían defecado en sus camas. Se negaban a aceptar que la vida en aquel campo de prisioneros era la realidad, lo consideraban solo un horror momentáneo. Muy pronto volverían a vivir rodeados de lujos.
Cuando llegó la carta de Malia, Keo se tumbó en su camastro, temblando. Había tardado cuatro meses en llegar hasta él a través del Club Argentina, y el paquete de comida nunca llegó, pero la simple lectura de aquellas palabras (sal, carne de cerdo) le levantó el ánimo. Cerró los ojos y se llevó la carta a la nariz para percibir el aroma a jengibre y moho en el garaje de su padre, el perfume fuerte de Malia, las manos de su madre oliendo a especias. Podía oler el almidón en el cuello de la camisa de su padre, el cuero del guante de béisbol de Jonah, incluso el áspero aroma a mar de DeSoto.
Permaneció inmóvil, pensando en Krash y Jonah de camino a la guerra en Europa, y en DeSoto, retenido en algún lugar de Malasia. Pensó en Sunny y su hija, a la que solo había visto una vez en los brazos de ella. Se giró de lado y lloró con pasión desesperada. Lloró por todos ellos, por una vida que ya se había acabado.
Le había sobrecogido la visión que Malia tenía de Sunny.
«… demasiado inteligente para morir, está envuelta en alguna aventura.»
Leyó aquellas palabras una y otra vez, y al hacerlo sintió tanta rabia que recorrió el recinto del campo tambaleándose y gritando en las letrinas. Gritando que Sunny le amaba, que el amor le sostenía en pie.
Cada día su cuenco de arroz parecía más lleno de excrementos de rata. Se le rompieron los dientes por morder pedazos de cal. Y, sin embargo, cada vez que Japón perdía una nueva batalla, Tokugawa le hacía ir a su oficina y le ofrecía cigarrillos y discos de jazz robados.
—Preferiría arroz para nuestros niños —le dijo Keo—. Están muriendo como moscas.
Tokugawa negó con la cabeza.
—Ni siquiera hay el suficiente para mis hombres. —Luego añadió en voz más baja—: Ni siquiera para mi familia, en Osaka.
Llegó la época de los tifones, y un día Keo se vio rodeado de barro hasta los tobillos mientras vaciaba los cubos de las letrinas. En la torre de vigilancia unos soldados borrachos peleaban por una mujer. Keo la oyó reírse. Algunas mujeres se ofrecían voluntarias para limpiar las casetas de los guardias, y se entregaban a los soldados a cambio de una cucharada extra de arroz o un trozo de tela con el que sujetarse los zapatos estropeados y evitar la anquilostomiasis.
¿Quién puede culparlas? pensó, si eso les hace evitar ir a la Cabaña de la Muerte. El lugar reservado para quienes estaban terminales, en la última etapa de desnutrición y enfermedad.
Bajo la lluvia torrencial, Keo miró a través de la valla que circundaba el campo. Una multitud de refugiados chinos se puso trabajosamente en pie, como si la imagen de Keo provocase que los muertos se levantasen. Reducidos casi a esqueletos, muchos morirían intentando resolver el enigma: si Japón estaba luchando por recuperar Asia para los asiáticos, ¿por qué estaba encerrado el enemigo dentro de la valla con comida? ¿Por qué estaban los chinos encerrados «fuera» de la valla? Le gritaron, suplicándole que les tirase algunas sobras, una patata podrida. Un bebé.
—Sí —dijo Tokugawa—, serían capaces de comer carne humana. ¿Sabes que el hambre puede volverte loco? Cualquier cosa que te mantenga vivo te parece bien.
Estaban sentados en su oficina, y Tokugawa le explicó que finalmente había sido perdonado por haberle pegado a aquel nazi homosexual, que había muerto por «asfixia». El propietario del Club Argentina «garantizaba» la puesta en libertad de Keo. Había firmado unos documentos prometiendo que Keo no trabajaría contra los japoneses, que pagaría sus gastos en Shanghái y que su música era indispensable para el entretenimiento de los oficinales japoneses.
La sonrisa de Tokugawa era pícara y maliciosa.
—Cuando vuelvas a Shanghái, te diré dónde hay una tienda especial con trozos humanos a la venta. Hígado, dedo, mejilla. Cuando luché en China, pasé hambre muchos meses. Yo mismo me comí la sonrisa de alguien.
Keo lo miró fijamente.
—Y ahora puede que tenga usted que morir porque no cree en la rendición.
El tipo se echó hacia atrás.
—No es culpa mía. No nos enseñan a ser prisioneros. —Dio unos golpecitos a la vaina de su espalda, que colgaba de su cinturón—. Escúchame. No odiamos a los yanquis. Os atacamos porque os entrometisteis.
—¿Cómo nos entrometimos?
—Embargo. Estados Unidos dejó de enviar hierro y aceite a Japón. Deberíais ocuparos de vuestros asuntos. Nuestra lucha no es con vosotros.
Keo estaba perplejo ante su arrogancia, ante su incapacidad para ver la verdad.
—Escuche, toda esta guerra comenzó porque Japón atacó China.
—Hay demasiada gente en Japón —repuso Tokugawa, casi con tono de disculpa—, necesitamos expandirnos.
A través de la ventana, Keo observó a un crío pequeño y flaco cargado con tres grandes patatas podridas. Pensó en lo mucho que había en el mundo para desear, y en lo poco que en realidad podía cada uno llevar en sus manos.
—¡Eh! —Tokugawa le dio en el brazo—. Hasta Estados Unidos es culpable de invasión. Mira tus islas. Destronaron a tu reina y os convirtieron en una colonia para poder ser dueños de Pearl Harbor. ¡Es lo mismo!
Keo soltó un suspiro.
—Sí. Lo mismo. Pero, dígame, teniente: si Japón ganase la guerra mañana, ¿qué significaría para usted la victoria?
Tokugawa sonrió y miró al crío al otro lado de la ventana.
—… Esposa. Hijo. Jardín. Comida. Dormir. —Hizo una pausa para pensar qué más podría querer—. Unos cuantos discos de jazz… Koichi Okawa, el Benny Goodman de Tokio. Es raro. Las mismas cosas que tenía antes.
Al volver a entrar en la ciudad, vio que la histérica energía de Shanghái seguía intacta, la gente continuaba empeñada en ignorar que había un mundo entero en guerra. Edificios enteros habían sido destruidos por las bombas. Y, en cambio, en la zona china los dentistas seguían arrancando dientes en las calles y los ruiseñores aún cantaban en jaulas de bambú. Novias adineradas todavía paseaban en sillas de manos lacadas en rojo. En las calles laterales aún había palos de bambú sobresaliendo de los aleros con pañales chorreando y vendajes para los pies. Los escritores de cartas profesionales todavía se sentaban con pinceles y papel de arroz, y sus monos parlantes seguían moliendo la tinta con sus minúsculos dedos de ébano.
Negándose a ver cómo la ciudad se estaba hundiendo bajo sus pies, la gente todavía atestaba los bares y los burdeles del callejón de la Sangre. La ópera china y los restaurantes medraban. En Bubbling Well Road continuaban jugándose partidos de Jai alai. Los miembros del Eje y los de los países neutrales (los suizos y los holandeses) seguían bailando foxtrot en el Majestic y bebiendo absenta en el Club Francés. Los amantes del jazz continuaban abarrotando el Club Argentina.
La risa y el aroma de gente sana vestida con ropas limpias hablando en lenguas horizontales se le antojaban un milagro. Un baño en las Mansiones Hunan, una cama con sábanas limpias, dormir durante días. Se pasó la primera semana allí inclinado solemnemente sobre platos de comida, y luego se unió a un grupo en el Argentina, con su brazalete con la «A» de americano. Los otros músicos eran desconocidos, dos llevaban una «J» y otros dos una «I». Al principio, tocó con cautela; sentía timidez al tocar aquella nueva trompeta. Pero enseguida empezó a tocar con la misma energía de antes, aunque notaba que se cansaba ahora con más rapidez.
Comenzó de nuevo a buscar a Sunny y a la niña. Preguntó en las calles, en las salas de baile, e incluso a gánsteres que conducían vehículos a prueba de balas. Interrogó a pederastas que vestían trajes de seda y entraban en el Hogar de Niños Pequeños de la Avenida Edward VII, y a los clientes del Verdugo Ciego, donde hombres desnudos eran humillados y azotados con látigos de alambre por pequeñas chicas ciegas que tenían lentejuelas alrededor de los ojos. Incluso preguntó a la gente que presenciaba la manifestación de los miembros del gremio de «Transportistas de Excrementos» por sueldos más altos, menos horas de trabajo y carretillas que no estuvieran inclinadas hacia un lado. Le preguntaba a criaturas desconocidas con las que se cruzaba en la niebla:
—¿Has oído hablar de Sunny Sung, de Honolulú?
Después de unas cuantas semanas, los sonidos guturales del acento alemán comenzaron a sacarle de quicio. Y la risa de las putas rusas que bailaban foxtrot con generales japoneses. Escuchó a unos franceses discutiendo sobre las chicas chinas de diez años con los pies vendados, decían que cuanto más rotos y retorcidos tuvieran los pies más pliegues tenían en la vagina. Lo que hacía que dieran más placer. Semejantes palabras fueron como bofetadas en el rostro de Keo.
Su forma de tocar se hizo más lenta. Se volvió grosero y soez, maldecía a las parejas que estaban en la pista de baile, les soltaba sonoros eructos en la cara. La gente se reía, divertida por su oscura y sudorosa perversidad. Al ver a personas bien alimentadas bebiendo whisky y deslizándose por el suelo como si fueran patinadores, él pensaba en los horrores de Woosung. En esos momentos desearía regresar a las Mansiones Hunan y destrozar su habitación. Luego se comportaba durante un rato, aguantando su ira en su interior.
Una noche, un francés pidió que tocase algo de Louis Armstrong.
—… su forma de vocalizar en versión scat en «Tiger Rag».
Y un alemán le gritó:
—¡Sí! ¡Toca verdadera música de negratas!
Algo en lo profundo de sus entrañas se revolvió. Saltó del escenario y aterrizó con los dos pies en el pecho del alemán, al tiempo que intentaba destrozarle la cabeza con su trompeta. Uno de los gorilas del local lo derribó con un palo, y cuando recuperó el sentido lo estaban arrastrando al exterior del Argentina.
Su cabeza chorreaba sangre, pero aun así le gritó a la multitud:
—¡Hijos de puta! ¿No os habéis enterado de que habéis perdido la guerra?
En el campo de Woosung se apiñaban en gélidos barracones de cemento. Paredes desnudas, suelos desnudos, bombillas que apenas iluminaban. Las sábanas hechas girones que originalmente se habían utilizado para separar los catres ahora se usaban como mantas o mortajas. La gente, simplemente, dejó de ver a los demás. La desnudez no llamaba la atención, por lo que, de un modo algo perverso, conseguían privacidad. Lo único que los unía era saber que probablemente todos morirían.
Ese año, los tifones no cesaban. La lluvia caía como auténticas cortinas de agua e inundaba los hospitales improvisados, en los que los pacientes salían flotando de sus camas. Un barracón se vino abajo, dejando seis muertos. Se cortó la electricidad. Y, finalmente, los pozos negros se desbordaron. Inmersa en porquería, la gente acabó por rendirse. Los prisioneros dejaron de esquivarla, dejaron de aguantar la respiración, durmieron y vivieron con ella. Y el tifus se extendió.
Un día, el enclenque médico del campo pesó al prisionero que ocupaba el catre al lado del de Keo. Por la mañana pesaba sesenta kilos. A mediodía había subido a casi setenta. Y por la tarde, horriblemente hinchado, pesaba ochenta y cinco. Beriberi húmedo. Su rostro, teñido de un color amarillento y grisáceo, estaba tan inflado que las montañas que formaban sus mejillas apenas le dejaban ver. Cada noche, cuando el doctor le hacía punciones para extraerle líquido, los demás observaban horrorizados cómo aquel globo humano se deshinchaba hasta quedar reducido a la nada.
La desnutrición provocó una locura incipiente. Los hombres peleaban entre sí. Las mujeres se atacaban las unas a las otras con las uñas rotas y pinzas del pelo oxidadas. Los niños se mordían como perros. De algún modo entendían que pelear era algo bueno, pues los distraía del horror y, durante un momento, del hambre. Para cuando llegó el mes de marzo, incluso los guardias comenzaron a sufrir de desnutrición. Quién iba ganando la guerra ya no era algo que pareciera importarle a nadie.
Un día, Simmons, un canadiense enorme que trabajaba para los alemanes, cayó enfermo de malaria. Los parásitos en los glóbulos rojos de su sangre se multiplicaron. Sufrió una fiebre desbocada que lo bañaba de sudores fríos, luego calientes, y luego el delirio. Los glóbulos enfermos atascaron sus arterias. Su orina se volvió marrón. Si llegaba al negro, estaba acabado.
Los demás se reunían cerca de su catre.
—Dejad que ese bastardo se muera.
Durante los últimos ocho meses el tipo había frecuentado las celdas de tortura en un recinto especial dentro de Woosung, donde los japos retenían a pilotos aliados derribados, muchos de los cuales estaban heridos y medio muertos. Simmons les había intentado sonsacar información militar, ofreciéndoles a cambio morfina y cigarrillos. Cuando se negaban a hablar, les golpeaba. Había pateado a un piloto americano cubierto de quemaduras hasta matarlo mientras los guardias reían, incitándolo a seguir.
Ahora, con la fiebre galopante, la cara de Simmons resultaba casi irreconocible, como la piel de algún animal estirada sobre palos y puesta al sol. Ese era el aspecto de todo su cuerpo. Keo miró fijamente su cabeza encogida. Sus ojos parecían sobresalir, enormes.
El canadiense le agarró del brazo.
—Agua. Ayúdame. Van a enviar quinina desde Shanghái…
Keo oyó el tamborileo de su pecho. Se inclinó hacia él y negó con la cabeza.
—Nadie te va a enviar una mierda.
Simmons intentó sentarse en el lecho.
—Te pagaré. Te sacaré de aquí…
Temiendo que fuera cierto que enviasen quinina y que aquel tipo pudiera recuperarse, Keo lo empujó hacia abajo y le arrancó la almohada mugrienta de debajo de la cabeza.
—¡Bastardo! Esto es por todos los chicos del aire a los que has matado.
Le puso la almohada sobre la cara y se sentó encima, contemplando cómo las manos de Simmons luchaban infructuosamente. Sintió el temblor de los músculos del tipo en sus propias caderas. Apretó los dientes hasta que el temblor cesó. Los demás miraban desde la puerta. Esa noche, Keo tiró el cuerpo a un foso lleno de excrementos y luego se santiguó, rezando por los pilotos. Al volver a su catre encontró encima varios regalos: una patata, cuatro cigarrillos, calcetines limpios.
Una noche, después del toque de queda, una mujer rubia y pálida se colocó a su lado.
—Por favor, deja que me tumbe aquí. Tengo mucho frío.
Tenía un olor notoriamente acre y femenino. La mayoría de las mujeres olían así a causa de sus períodos. Keo se preguntó cuándo habría sido la última vez que aquella mujer se habría dado un baño, cuánto hacía desde que había tenido una pastilla de jabón en sus manos. Tiró de ella hacia el catre y la rodeó con sus brazos. Ella comenzó a llorar.
—Simmons era mi marido…
Cuando Keo trató de responder, la mujer le tapó la boca.
—Nos conocimos en Shanghái. Se casó conmigo porque necesitaba una tapadera. Yo no lo sabía. Cuando descubrí que trabajaba para los alemanes, lo maldije y deseé que estuviera muerto. Él me dijo que me mataría si lo contaba. —Buscó en la oscuridad hasta encontrar la mano de Keo—. Me mudé al barracón de las mujeres solteras.
Se llamaba Ruth. Era irremediablemente delgada y nada atractiva, y no paraba de frotarse constantemente las encías sangrantes con los dedos. Pero era una mujer, y era cálida. Keo se descubrió a sí mismo aterrorizado, queriendo hundir la cabeza entre sus senos y llorar. Durmieron como niños, el uno al lado del otro. Parecía que lo único que deseaban era un poco de calor. Luego, una noche, ella le dijo:
—El guardia, Suga… me viola. Cuando termina, me mete una batata en la boca. Estoy demasiado débil para pelear con él.
Suga era un guardia grande y fornido que se había vuelto un tanto loco. Keo sabía cuando estaba cerca porque le rodeaba un olor pestilente. El tipo se jactaba de lo mucho que odiaba a los blancos, a los chinos e incluso a sus superiores. Como había sido reclutado a la fuerza, dirigía su odio contra todo. Había matado a dos británicos con sus puños, y luego les había robado los zapatos y había hecho negocio con ellos. Ayudado por la oscuridad, acosaba a las mujeres.
—Cuando una mujer está muerta de hambre —preguntó Ruth—, ¿es tan malo que la violen si después le dan de comer? Si acepto comida a cambio, ¿es violación? ¿O trueque?
Keo se incorporó despacio.
—¿Con qué frecuencia lo hace?
—Varias veces a la semana. No grito porque me estrangularía. Y… tengo tanta hambre que pienso en la batata. ¿Soy una puta?
Keo la acogió entre sus brazos como si fuera una niña.
—No. Solo estás intentando no morir.
Una noche Suga se abalanzó sobre ella, la tumbó y le abrió las piernas. Keo le atacó por detrás con un trozo de alambre. Le rodeó con él el cuello y tiró con tanta violencia que oyó cómo algo se rompía. Suga rodó hacia un lado, jadeando y parpadeando, con el pene colgando de su bragueta. Furioso al ver que no había terminado, Keo maldijo, condensó todo lo que sentía en su interior y se lanzó hacia delante, golpeándole la cabeza con una piedra. Suga murió aferrado a su pene. Aún lo tenía erecto cuando lo arrojaron a un agujero lleno de barro.
Keo llevó a Ruth a su catre, ambos entumecidos y sintiendo escalofríos. Al amanecer ella se había ido, pero a la noche siguiente estaba de vuelta con un pequeño trozo de jabón. Hirvieron agua detrás de la cocina improvisada del campo, se lavaron el uno al otro, riendo y llorando cuando se les congelaban las pestañas. Esa noche se hicieron amantes, medio muertos de hambre y medio locos.
—No menciones el amor —suplicó ella—. Ni a Dios, ni nada.
Después de aquello, siempre que les era posible, se buscaban para estar juntos. Él le contó todo: su música, sus viajes, la búsqueda de Sunny y su niña. Nunca hablaron de Simmons o del guardia. La muerte era algo que sucedía todos los días, y ahora también el asesinato. Keo volvería a cometerlo en cualquier momento. Y en cualquier momento alguien podría asesinarlo a él. Había rumores de que todos los prisioneros del campo serían pronto llevados hacia el interior de China. Y como las fuerzas Aliadas derrotaban a las japonesas, los prisioneros serían ejecutados en masa.
Ellos ignoraron el futuro, se aseguraron de que cada día tuvieran una tarea por hacer, que hubiera un sentido para cada día. Y cada noche se abrazaban el uno al otro, no por amor, sino por la necesidad de demostrar que estaban vivos y hechos de carne, por la necesidad de conectarse tal y como solían hacer los seres humanos. Una mañana, durante el recuento, Ruth se dobló por la cintura y vomitó. Se le habían hinchado las piernas y no podía caminar. Emitía un silbido al respirar, tenía los pulmones llenos de líquido.
Keo la enterró en una pequeña tumba individual, y sintió una fatiga inmensa, tan grande que ya nada le importaba. Todo estaba muy lejos. Volvió a colgar sus sábanas hechas jirones para obtener algo de privacidad. Se quedaba con la mirada clavada en la pared cubierta de moho y la carta de Malia, húmeda y arrugada, sobre el pecho. Sabía de memoria todo lo que ponía en ella, pero su contenido importaba cada vez menos. Nada se movía, ni en su cabeza ni en su cuerpo. No se le ocurría ninguna razón para moverse.
Para entonces había quedado reducido a huesos y pellejo, y el color de su piel se había vuelto de un gris enfermizo y como salpicado de escamas. Despertaba con fiebre, y el líquido que rodeaba sus articulaciones parecía haberse convertido en agujas que se le clavaban todo el tiempo. Sentía un dolor horrendo, y luego frío y escalofríos. Sus vecinos de cama examinaron su orina, sintiéndose aliviados al comprobar que seguía siendo amarilla: principio de malaria que todavía no había pasado a «fiebres de aguas negras». Se consiguió quinina de contrabando.
Un día los guardias entraron violentamente en los barracones, golpeando a los prisioneros con las culatas de los rifles y arrancando las sábanas colgadas. Se dirigieron hacia Keo. Uno de ellos se abalanzó sobre él, gritando de forma disparatada y dándole golpes en la cabeza como si fuera un matón. Luego se inclinó sobre él y le escupió, un enorme salivazo lleno de mucosidad. Aturdido, Keo los vio patear su orinal por el pasillo mientras se marchaban. Sus compañeros le limpiaron con un trapo, y fue entonces cuando descubrieron, en aquel salivazo, un pequeño vial con polvo blanco.
—¡Heroína! Lo suficiente para que puedas dormir una noche entera.
Y, enterrado en el polvo, un minúsculo trozo de seda en el que había unas palabras escritas en miniatura. VALOR. UGH.
Keo encontró la fuerza para sonreír.
Comenzó a recuperarse. Al oír el traqueteo de los carros de comida por los senderos de ceniza (una letanía de cuencos de arroz putrefacto), se incorporó sintiéndose de repente cargado de energía. Percibió un tufillo a algo, no del arroz, sino de las ruedas de los carros al producir chispas al chocar contra las piedras de sílex. Las chispas producían un olor a fuegos artificiales, el mismo que se producía al limar pōhaku, piedras para hacer con ellas las bolas para los antiguos bolos hawaianos. Su padre le había enseñado cómo hacerlo. Por primera vez en varias semanas, Keo se arrastró fuera solo para oler aquellas chispas que le hacían volar momentáneamente a casa.
Un día cambió el tempo, se barrió el campo y se puso todo en orden. Los guardias cepillaron sus uniformes. Un Mercedes negro cruzó las puertas flanqueado por camiones con soldados que apuntaban con sus metralletas desde los estribos. Tokugawa inclinó la cabeza repetidamente mientras un coronel japonés se apeaba del vehículo y consultaba una lista con su ayudante. Los soldados se dirigieron a uno de los barracones y sacaron a rastras a una familia americana compuesta por madre, padre y un niño. Otros soldados sacaron a dos mujeres también americanas y a dos hombres de los barracones de solteros. El coronel frunció el ceño y dio unos golpecitos en su lista, gruñéndole a Tokugawa.
—Uno más de este campo: Meahuna, Keo.
Los soldados lo sacaron de su barracón y lo empujaron a un camión. Todo el campo se quedó mirando fijamente, sin que nadie tuviera el valor suficiente para decirles adiós con la mano. Durante las tres horas siguientes, Keo estudió el cañón de una metralleta, consciente de que pronto estaría muerto. Le llevaban a Shanghái para fusilarlo por haber asfixiado a Simmons, el informador. O para cortarle la cabeza por haber matado al guardia. O por haber golpeado al nazi homosexual.
Sintió una curiosa sensación en sus entrañas, el terror le despertaba los sentidos. El guardia que estaba sentado más cerca de él apestaba. Su aliento, su sudor, incluso sus ropas, hedían a grasa rancia, como un cerdo. Durante meses, Keo no se había permitido pensar en comida, por miedo a que eso le hiciera volverse completamente loco. Ahora, como creía que estaba a punto de morir, se concedió ese lujo.
Trozos de cerdo asado empapados de salsa. Suculento cerdo kālua. Gruesas lonchas de crujiente beicon. Podía saborearlo, sentir cómo se rompía entre sus dientes, cómo se le hacía la boca agua. Empezó a masticar, casi como si rezase, o como si sus rezos hubieran sido respondidos. Babeó sobre sí mismo y sobre el soldado, y sobre el cañón de la metralleta. Los guardias se apartaron entre risas, convencidos de que había perdido la cabeza.
No podría recordar el momento en que llegaron a Shanghái. Unas enfermeras de la Cruz Roja le ayudaron a incorporarse. Y se irguió dispuesto a recibir la bala, la porra, la bayoneta. Se le acercó un médico de rasgos hindúes con una jeringa en la mano y le frotó el brazo con alcohol.
—Esto es glucosa. Alimento. Ahora mismo una comida sólida te destrozaría el estómago.
—¿Van a fusilarme?
El doctor se apartó un poco, luego resopló y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Tranquilo, te vamos a repatriar.
Keo movió la cabeza a uno y otro lado, confuso.
—¿Lo entiendes? Te vas a casa.
Sábanas blancas. Camas llenas de seres humanos tan esqueléticos que él, a su lado, parecía robusto. Pensó en aquello que había dejado atrás en Woosung, en campos de prisioneros por toda Asia, niños con tifus, hombres que pesaban menos de cuarenta kilos. ¿Por qué yo? ¿Por qué me han elegido para darme la libertad? Desgarrado por la culpa y el agotamiento, pensando en Sunny y en su hija, rompió a llorar. Miembros de la Cruz Roja le preguntaron su nombre y su nacionalidad, le interrogaron sobre su estancia en el campo. Él siguió llorando. Un vaso de agua, la fría y limpia bacinilla, cualquier cosa le hacía llorar.
—Sí, llora —le dijeron—. El llanto te ayudará a recuperarte.
Los médicos le dieron sedantes para que su cuerpo pudiera relajarse y comenzar a curarse. Las fiebres causadas por la malaria regresaron, y luego fueron lentamente disipándose. Las úlceras que tenía en los brazos y en las piernas comenzaron a cicatrizar. El horrible dolor provocado por la falta de sal fue gradualmente abandonando sus huesos y músculos. No había comprendido lo destrozado que estaba. Ganó medio kilo. Luego otro medio. El hombre que estaba a su lado murió por comer demasiado. Tras dos semanas, lo trasladaron a un pabellón ambulatorio. Ya podía digerir comida sólida. Se fumó un cigarrillo. Su piel pasó del gris a un marrón apagado.
Comparó sus llagas, su digestión y el aspecto huesudo de su trasero con los de los otros hombres. Se daba baños de tres horas de duración y se cortó el pelo. Veía películas e intentaba leer la revista Life. La guerra se propagaba con fuerza por todo el mundo y millones de personas estaban siendo masacradas. Se enteró de «la Marcha de Batán», en la que siete mil soldados Aliados habían sido asesinados. Los voluntarios le llevaron ropas de civil, pero Keo las rechazó. Hasta que pudiera ponerse un uniforme y servir a su país, se vestiría con trajes de faena propiedad del Estado.
Buscó el nombre de Sunny en las listas de prisioneros y en las de los que iban a ser repatriados. Que su nombre no figurase allí significaba que había huido, que ella y el bebé habían conseguido salir. Keo no podía admitir la posibilidad de que estuvieran muertas. Las negociaciones para el intercambio de soldados japoneses capturados y prisioneros Aliados llevaron semanas. Y entonces, una noche, unos oficiales se presentaron ante ellos.
—Ya no son ustedes prisioneros. Ahora son evacuados. Llevarán puestos chalecos salvavidas en todo momento.
Al amanecer, casi mil doscientas personas fueron llevadas desde los muelles a un inmenso buque de vapor que los esperaba para trasladarlos a Tokio. Desde allí, un barco de transporte de tropas los llevaría a Honolulú. Lentamente, con gran esfuerzo, subieron por las escalerillas y se quedaron en la borda mientras Shanghái iba haciéndose cada vez más pequeña. A las pocas horas de navegar por el Huangpu y adentrarse por el Yangtsé, varias docenas se retiraron a la cubierta de enfermería, demasiado débiles para estar de pie o para retener la comida. Otros sollozaban porque habían olvidado cómo utilizar el retrete o los cubiertos.
Los marineros les asistían con gentileza, ayudándoles a incorporarse cuando se desplomaban. Algunos estaban histéricos y temían que se tratase de una broma, que en cualquier momento los abordaría un barco japonés y les obligarían a regresar a los campos. O imaginaban que el buque chocaría con una mina y saltaría por los aires.
—Por eso a las familias las han alojado en camarotes, para que puedan morir juntos cuando se produzca la explosión.
A los solteros se les asignaron colchones o hamacas en cubierta.
Keo permanecía sentado durante horas, poniéndose al día con las noticias: intento de asesinato de Hitler, el Almirante Yamamoto había sido derribado en el Pacífico. También escuchaba historias de los campos de prisioneros: comandantes sádicos, atrocidades de todo tipo. Algunos días se encerraba en el aseo solo para estar solo. Las noches eran lo mejor, allí tumbado, envuelto en las mantas del ejército, con la espuma del océano a su alrededor.
Una noche, mientras dormitaba, sintió que algo le tocaba muy suavemente la mejilla. Sonrió, sabiendo que se trataba de Ugh.
—¿Qué, Hawaiano, ya has tenido suficientes aventuras?
—Debería haberlo sabido. ¿Cómo conseguiste sacarme de Woosung?
Ugh abrió un mechero de oro y lo encendió con una floritura desenfadada.
—Observa.
—El oro.
—La llama. ¿Qué la causa? Piedras de sílex. No se deterioran, y ahora son muy codiciadas. Kilo a kilo, el sílex alcanza un precio más alto que el oro. Ma mère se aprovisionó de un montón de sílex, como protección contra la inflación. Ahora posee un monopolio en Shanghái. Los japos están locos por los mecheros. Así que para eso deben conseguir su sílex, ¿no?
—Pero ¿por qué yo? Había muchos otros que necesitaban ayuda…
Ugh golpeó el suelo con su pequeño pie.
—Siempre haces preguntas. Tu vida por el mundo ha terminado, ¿no lo ves? Llévate todo tu conocimiento a casa, usa lo que has aprendido.
Parecía llevar un uniforme, un soldado en miniatura vestido con un traje de faena militar.
—Sí. Yo, también, estoy siendo evacuado. Ma mère me agota, sigue siendo tan negociante como un faraón. Nunca la he perdonado por sacarme de Honolulú y llevarme a Shanghái cuando era un niño. Huyó de vuelta a China diciendo que mi padre era demasiado moloā, demasiado vago. Quería convertirme en un chino puro, extraerme toda la sangre hawaiana. ¡Ahora regreso a casa con mi padre kānaka!
—Le romperás el corazón a tu madre.
Ugh echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír:
—¡Tiene a Tsih-Tsih! ¡Lárgate, lárgate! Ese pequeño y aburrido paquidermo. Un hijo perfecto que realiza trucos inteligentes y llora cuando ella se lo ordena.
—Pero ¿cómo puedes…?
Ugh lo empujó para que volviera a su hamaca y comenzó a hablar en la jerga de las islas:
—¡No importa! Ahora es momento para moe moe. Puede que cuando nos despertemos, la guerra haya terminado.
Por primera vez en varios meses, Keo durmió. Durmió tanto y tan profundamente que apenas podría recordar el puerto de Tokio, ni a las enfermeras de la Cruz Roja guiándoles a bordo de un enorme buque de transporte de tropas. Ni la banda que tocaba canciones sensibleras.
Su hamaca estaba colocada en una cubierta sin techo, de modo que Keo se balanceaba bajo la luz de la luna mientras el mar en calma transformaba las noches en una ficción balsámica. Con los dragaminas comprobando la seguridad del rumbo que llevaban, cada día era una espiral infinita de comidas y conversaciones interminables. Ya estaba cansado de la gente.
Agradecía a Dios cada noche en la que podía quedarse a solas, con la sangre recorriendo sus venas en un paralelismo de las corrientes oceánicas. El mismo océano que lo había llevado al mundo exterior lo llevaba ahora de vuelta a su hogar. Estaba volviendo a casa sin ella.