NUEVA BRETAÑA, 1944-1945
Su pelo parece una estera enmarañada de lana, su piel una corteza de madera. ¿Cuánto hace desde que se bañó? A veces se levanta de su catre, vislumbrando algo. Algo que debería recordar. La vida. La juventud.
Cada día se repite el rugido áspero de los aviones aliados acercándose y arrojando sus bombas sobre Rabaul. Los aeródromos son reducidos a polvo. Los barcos amarrados a puerto son arrasados. Los soldados heridos se amontonan con tanta rapidez que las enfermerías parecen mataderos. Como las enfermeras militares mueren a causa de fiebres tifoideas, las prisioneras son obligadas a sustituirlas. Cubriéndose la boca con trapos, cosen extremidades y vientres mientras los guardias permanecen detrás de ellas con las bayonetas caladas.
Después de las victorias en Guadalcanal, Bougainville y Buna, las fuerzas Aliadas evitan entrar en Rabaul, pues tienen ahora sus miras puestas en Saipán, Tinian, Okinawa. En lugar de enviar tropas, bombardean el puerto y los aeródromos de Rabaul, «allanando el terreno» para cuando lleguen las fuerzas australianas de limpieza. No obstante, el comandante en jefe de Rabaul ordena a su fuerza aérea y a la Armada que perseveren. Por las tardes, después de comer arroz, los jóvenes pilotos discuten detalladamente las tácticas de colisión y el uso de los Kaiten, los torpedos tripulados.
Al saber que todo está perdido, que solo les queda por delante una muerte honorable, los oficiales comienzan a mostrar un lado humano y comparten comida con sus chicas favoritas, con aquellas que aún no han enfermado. El teniente Matshuharu convoca a Sunny en su despacho, ordenando que primero se dé un baño. A veces le vuelve a hablar de sus días de estudiante en París. Otras, se queda callado, mirando fijamente el cuello de Sunny.
Se olvida de que ella está desnutrida, de que solo los oficiales se alimentan decentemente. Juguetea con su comida. Ve el modo en que ella le observa comer, precisamente no mirándole, no suplicándole. Una noche le ofrece su anguila al vapor. El primer bocado resulta tan suculento, tan sorprendente que Sunny está a punto de desmayarse. Se controla, respira profundamente, mastica con parsimonia hasta que no queda nada más que tragar. Cuando el hambre es aplacada, se toma su tiempo para disfrutar del sabor. La anguila está tan fresca que se imagina el momento en que la mataron y cómo debió de gritar. Recuerda cuánto tiempo puede estar una anguila picuda gritando cuando es ensartada por un arpón, como si llorase. Recuerda pescar con arpón con su hermano, y, ensimismada en su sueño, empieza a hablar:
—… Una vez mi hermano disparó su arpón a una morena grandísima. El arpón le entró en un ojo. Al intentar librarse de él, la morena casi se despedaza a sí misma contra una roca. Tenía la mandíbula inferior arrancada y su carne colgaba hecha jirones, y aun así era indestructible, sus músculos se bloquearon en un espasmo horrible y el ojo que le quedaba se clavó en mi hermano, su enemigo. Se escapó. Durante años los pescadores se cruzaban con ella deslizándose por los arrecifes, con el arpón como un tallo que le creciera del ojo…
Matsuharu la mira con atención.
—¿Dónde está ahora tu hermano?
—Estaba en la Universidad de Stanford cuando yo… me fui de casa.
A veces es seguro hablar. Otras veces es peligroso. Él podría empezar a desvariar. Podría empezar a abofetearla. Hasta que ya no puede parar. Nunca la ha agredido sexualmente. A otras chicas sí, incluso las ha violado. Pero quiere algo distinto con Sunny. La está reservando para algo.
Otra noche vuelve a reclamarla y la recibe perplejo.
—El Ministro Tojo ha dimitido. Ahora vuestros aviones bombardean Tokio. ¿Cómo es posible que nos equivocásemos? —Mueve la cabeza en un gesto de negación—. Nuestros emperadores son descendientes de dioses. Somos mucho más puros que los chinos. Más sabios. Hemos conseguidos más cosas. Nuestras ciudades, nuestros barcos de guerra. ¿Por qué tu gobierno defiende a China? ¿Qué puede daros China? —Su mirada la atraviesa—. Sí, nosotros somos diferentes, orgullosos hasta estar al borde de la histeria. Estamos limitados por mil leyes y convenciones. ¿Sabes que… un hombre que comete el hara-kiri no tiene permitido caer hacia el lado? Está obligado a caer boca abajo.
Cada vez que lo visita, él parece más enloquecido, pese a lo cual sigue comportándose como un oficial, viste de modo inmaculado, con sus botas notablemente abrillantadas. Habla en un inglés perfecto, con calma, con cortesía, sin sacar a relucir nunca la crudeza de otros oficiales. Cuando se separan, siempre se despide de ella inclinando la cabeza, incluso cuando la ha abofeteado hasta hacerle perder la conciencia. Ahora está en pie, en una pose educada, mientras examina con gesto soñador su espada.
—Nadie lo entiende. Japón pretendía recuperar Asia. Liberar a millones de campesinos en China y la India de la esclavitud bajo el poder de los colonizadores blancos…
De algún modo, Sunny reúne el valor para preguntarle:
—Si amáis a los asiáticos, ¿cómo podéis continuar masacrando a millones de chinos?
Él acaricia su espada con aire distraído.
—Sentimos un gran respeto por la Vieja China. Lo que existe ahora es algo atroz. Más allá de la Gran Muralla solo hay hambruna y corrupción.
Sunny piensa en su padre, en su tierra natal, Corea.
—Y por eso extermináis pueblos enteros. Los borráis de la historia…
—Es la guerra. Necesitamos terrenos. Nuestras islas son muy pequeñas. Ni siquiera los comunistas quieren a China. ¡Quieren convertirla en una segunda Rusia! Allí no hay nada más que millones de personas que mueren de hambre.
—Morir de hambre es una tragedia, no un pecado —susurra Sunny—. Mi padre es coreano, desciende de chinos. Me han enseñado que fueron adorados por su sabiduría. Son un pueblo antiguo e ingenioso.
Matsuharu se vuelve hacia ella y le habla como si fuera una niña:
—¿Qué hacen con sus inventos? Inventaron la pólvora, ¿y? ¡Hicieron pequeños cohetes! Han disparado fuegos artificiales durante miles de años. Nunca se les ocurrió que la pólvora podía ser útil para conquistar otros pueblos. El invento de la imprenta. Durante generaciones no imprimieron más que poemas. Discursos sentimentales. Fracasaron al utilizar la palabra impresa como propaganda. Fíjate en Shanghái: cuatro millones de chinos, putas adictas al opio, conductores de rickshaws viviendo en la inmundicia. Solo hay unos pocos miles de blancos y viven en mansiones y rascacielos. Dime, ¿cuál de esos pueblos es superior al otro? —Señala un paisaje japonés que cuelga de la pared—. Y Japón. Nuestra tierra es hermosa. Nuestra gente es trabajadora. No tenemos deudas, no suplicamos a nadie. Somos tolerantes con todas las religiones. Somos honorables. ¿Qué tiene el mundo contra nosotros?
Sunny piensa otra vez en su padre, en lo que su tierra natal ha sufrido por culpa de Japón. Sin importarle si vive o muere, habla con rabia:
—La espada es vuestra religión. Sois invasores, bárbaros. Arrasaríais países enteros. Entrenáis a vuestros jóvenes para morir antes de que hayan siquiera vivido.
Él mueve los brazos como un demente.
—¡Si estás buscando maldad, búscala primero en los blancos! —Se sienta de nuevo. Sus ojos se mueven sin parar, fuera de control—. ¿Qué puedes saber tú, qué puede nadie saber de nosotros? Tenemos demasiados sentimientos. Somos gente con alma. Sí, Japón vive de acuerdo con el Bushido, el código samurái del honor. Sí, somos complejos. El miedo a vivir y el coraje para morir moran el uno al lado del otro en nuestros corazones. Sin embargo, también hay amor y belleza. Y naturaleza. —Su voz se vuelve distante: un joven hablando desde la profundidad de un sueño—… Ah, septiembre. Oigo trillar las gavillas de arroz. Los campos se llenan de agua para preparar el terreno para el arado. Los pinos se alzan entre la niebla, y oigo el tañido de campanas de templos desde las colinas, donde monjes con las cabezas afeitadas meditan en monasterios budistas. Las carpas nadan en estanques veteados de sol. Hay chicas en los campos de té, con grandes gorras. Mi padre escribe proverbios bajo las últimas luces del atardecer. ¡Qué intensas son sus pinceladas! ¡Oh, padre!
Sunny se tambalea. Cierra los ojos. Al fin lo ha reconocido. Endo Matsuharu, el joven que tocaba el saxo con tanta dulzura con Keo, en Montmartre. El estudiante que hablaba de Schopenhauer y Poincaré, que lloraba al escuchar a Albinoni y a Bach. Ahora viola. Decapita. ¿Quién le hizo eso? ¿Siempre estuvo la maldad en su interior?
Esta noche, antes de decirle que se vaya, Matsuharu se le acerca, le acaricia la mejilla, le desabrocha lentamente el vestido hecho trizas. Sunny sabe, por la agilidad de los ojos del oficial y la velocidad con la que baja su mirada, que no son sus pechos lo que busca. Sus dedos le tocan las costillas marcadas a través de la piel. Parece contarlas.
Las bombas devastan Japón. El napalm, llevado por el viento, atraviesa ciudades enteras como una cortina. Tokio es destrozado, doscientas mil personas muertas. Nagoya ha sido reducido a cenizas. Y Osaka. Y Kobe.
Una noche Kim se arrastra al catre de Sunny. Los pómulos le sobresalen tanto que sus ojos parecen tener tallos.
—Dicen que las calles de Tokio son intransitables por culpa de los cadáveres. —Llora con tan poca energía que el llanto brota como pequeños ladridos—. ¿Por qué esas noticias no me hacen feliz? ¿Por qué?
Sunny la envuelve con sus brazos.
—Porque aún eres humana, todavía tienes conciencia.
—Quiero odiar. Necesito odiar. ¡Necesito sentir algo!
Primavera de 1945. Los Aliados recuperan Filipinas. Vencen en Iwo Jima. En Okinawa. Una noche se oyen gritos en el campo de prisioneros de hombres. Alemania se ha rendido. A día de hoy, se han completado más de cuatrocientos kilómetros de túneles en Rabaul, convirtiéndolo casi en una fortaleza subterránea inexpugnable: barracones, hospitales, búnkeres, cañones antiaéreos.
El calor del verano es insoportable, como si la puerta de un horno se hubiera abierto de par en par. El polvo cubre sus rostros como máscaras blancas. La sal se vuelve algo tan preciado como el agua. Hace falta reemplazarla en el cuerpo; en los trópicos, la carencia de sal significa la muerte. En el desorden que se ha adueñado del cuartel de oficiales, las chicas observan a los hombres emborracharse con sake. Les sirven la comida, les lavan los platos, son obligadas a acostarse con ellos. Y cuando los oficiales finalmente se quedan dormidos, las chicas van a la cocina y roban las sobras y sal, tanta sal como puedan llevarse.
Sabiendo que los Aliados se aproximan a través de la jungla, las chicas pelean entre sí por trozos de metal que utilizan como espejos. Algunas ven su reflejo por primera vez en meses. Miran fijamente. ¿Cómo, después de esto, podrán volver a ser seres humanos normales? Las más enfermas, las que casi han enloquecido, hablan del mañana, de lo que vendrá después de Rabaul (fiestas, coqueteos, matrimonio), como si fueran a recuperar al instante la normalidad en sus vidas. Sunny las observa mientras arreglan sus vestidos destrozados y se pintan los labios llenos de costras con raíces de plantas. No se han bañado en más de un año. Son incapaces de concebir la sórdida realidad, que la juventud y la salud ya quedaron atrás.
Después de tres años, las ropas de Sunny se han convertido en simples harapos. Sus zapatos de cuero son ahora verdes por los hongos y se desmenuzan por el deterioro. Cuando camina, le parece que son champiñones húmedos y oscuros. Un trozo de metralla alojado en su pierna ha ido saliendo a la superficie con el paso de los meses. Ha dejado un gran agujero infectado en el que los gusanos se alimentan. Se ha acostumbrado a la sensación de que su cuerpo sea un anfitrión vivo para los parásitos.
Sospecha que todas morirán antes de que lleguen los Aliados. Las chicas debilitadas por la enfermedad son sacadas y fusiladas, o amontonadas en embarcaciones que han sido bombardeadas en el puerto. Sin embargo, hay algo en ella que se niega a rendirse. Recorre su barracón con un palo de bambú afilado que los indígenas le han lanzado por encima de la valla, y golpea en los laterales de los catres, amenazando a las chicas que utilizan los desagües que hay en el exterior del edificio como aseos. En cada nuevo brote de disentería, obliga a las chicas a cavar hoyos en los que enterrar las prendas contaminadas. Suplica a los guardias que les den cal viva.
Al encontrar piojos en el pelo de una chica, le afeita la cabeza y luego se afeita también la suya, y obliga a otras a hacer lo mismo, consciente de lo rápido que los piojos propagan el tifus. Atiende a las chicas que están muriendo de beriberi, y a una cuyas encías infectadas han envenenado su cuerpo desnutrido.
Una noche, Sunny hace frente a un médico que le inyecta a una chica esteroides que pretenden tratar la sífilis. Pero también tienen efecto sobre sus mentes, convirtiéndolas en zombis. Ha afilado brutalmente su palo y lo levanta, apuntando a la espalda del médico. Él se vuelve hacia ella y le ofrece un vaso de agua limpia. Las tuberías han sido bombardeadas. Lleva tanto tiempo bebiendo agua contaminada que tiene la lengua hinchada y cubierta de llagas. Si contrae otra vez el cólera, no tiene esperanzas de sobrevivir. Coge el vaso que le tiende el doctor, y olvida su intención de matarlo.
Ahora, cada vez que Matsuharu la requiere, Sunny recuerda a su padre y por qué estaba tan lleno de odio. En ese sentido, su padre le da fuerzas; el odio ocupa el lugar del miedo. Algunas noches el teniente se muestra amable, más bien impreciso y distante. Otras noches la abofetea, como si intentase olvidar que hay una guerra y que él la ha perdido. Que ha perdido toda su inocencia y su honor. Una noche la coge en sus brazos. Llora sobre su hombro huesudo. Ella contiene la respiración, sujeta por el verdugo.
Los hombres prisioneros pasan las noticias a las mujeres. Hiroshima. Nagasaki. Destruidas. La historia aumenta entre los oficiales al mando. Más chicas son llevadas al pelotón de fusilamiento. Sunny promete que si los soldados van a por ella, morirá luchando y gritando hasta que agoten todas sus balas, hasta que se les doblen las espadas. Los soldados no hacen ademán de arrastrarla fuera. Por la noche, les enseña a las demás cómo afilar los extremos de las cañas de azúcar, cómo calentarlas al fuego hasta que las puntas parezcan de lanza, duras como el sílex. Luego las esconden bajo los catres. Hace que todas prometan morir matando, no lloriqueando y agachando la cabeza.
Ahora todos los túneles subterráneos han sido reforzados. Se reúne toda la comida y se lleva a los túneles. Los soldados están preparados para el combate cuerpo a cuerpo con los Aliados. Una noche los soldados entran en el barracón y uno de ellos arranca a Kim de su camastro. Está tan débil que apenas puede gemir. Sunny forcejea con el soldado, suplicándole:
—Llévame a mí. ¡Llévame a mí! Soy mayor que ella.
El hombre la golpe con su rifle.
—¡Tú! Tú estás reservada para Matsuharu. —Hace el gesto de rebanarse el cuello con una espada.
—Sunny, ha terminado —dice Kim, como si estuviera soñando—. Ahora solo… bendita muerte…
Algo se revuelve en su interior. La madre que nunca podrá ser, la niña a la que dio a luz y que murió prematuramente. Algo se aloja permanentemente en su espina dorsal, pequeñas calaveras que nunca dejarán de gritar.
Un día llegan rumores. Un murmullo. La guerra en el Pacífico ha terminado. El silencio de sesenta mil hombres. Negándose a rendirse, algunos oficiales rebeldes comienzan a enviar tropas a los subterráneos para esperar al enemigo. En el barracón de Sunny quedan menos de diez chicas.
Esa noche Matsuharu la hace ir a su despacho. Sunny se prepara y lava su cuello. Cruza el campamento empujada por detrás por una bayoneta. Se sienta en una esquina de la estancia. Él acaricia su espada y contempla su reflejo en la hoja. Su rostro plano y atractivo ha desaparecido. La derrota y el horror han convertido su cara en algo enjuto y sin profundidad. Tiene la mirada ausente. Su cabeza gira a un lado y a otro como la de un murciélago.
—«El alfarero coge arcilla para hacer un cántaro / cuya utilidad reside en el hueco donde no está la arcilla…» —susurra—. Es una cita de Lao Tzu. ¿Lo comprendes?
Sunny espera.
—Un día, pronto, te lo explicaré.
15 DE OCTUBRE DE 1942
Querido hermano:
¡Gracias a la Diosa Madre que estás vivo! Tenga piedad de todos nosotros. Tu carta de veinticinco palabras desde Woosung con fecha de abril tardó tres meses en llegarnos a través de la Cruz Roja en Tokio. Los japos han censurado cinco palabras. (No puedo creer que los esté llamando japos. No puedo creer lo que nos ha ocurrido.) Cuando recibimos tu carta, papá rompió a llorar. Pensábamos que estabas muerto.
Esta es mi tercera carta, ¿recibiste las otras? Se supone que solo podemos escribir veinticinco palabras, ¡pero tengo tanto que contarte! He puesto la dirección del Club Argentina. Tal vez tus amigos te la hagan llegar. Desde lo del Pearl Harbor, nada es real. Jonah se alistó. Está en un campo de entrenamiento en algún lugar de Minnesota. Luego lo embarcarán a Europa. Creo que mamá ya ha muerto un par de veces…
El carguero de DeSoto fue capturado por los japos en algún punto cerca de Java o Sumatra. Los soldados australianos lo rescataron. Recibimos una tarjeta suya. Para cuando te llegue esto, tu amigo, Krash Kapakahi, ya se habrá marchado. Ahora está entrenándose para el combate en Utah.
¿Puedes creértelo? La noche antes de lo de Pearl Harbor, la banda estuvo tocando en el Royal, Krash tocaba el ukelele. Entre las actuaciones, salía a la playa para fumarse un cigarrillo. A lo lejos vio lo que le pareció un periscopio, ¡y entonces vio un submarino japo subiendo a la superficie! Dijo que se quedó allí, en el agua. Gritó y la gente se acercó corriendo. Pero el submarino había desaparecido y los demás le dijeron que había tomado demasiado ron. ¿Quién iba a creerse que un submarino japonés hubiera esquivado a los dragaminas de la Armada y se estuviera paseando por Waikiki? Semanas más tarde salió en los periódicos: ¡un marinero japonés al que habían hecho prisionero dijo que mientras esperaban para atacar Pearl Harbor, el submarino había salido a la superficie la noche anterior y había visto las luces de Waikiki e incluso había escuchado música desde el Royal!
Krash vino esa noche a Kalihi Lane y nos contó lo que había visto. Lo que creía que había visto. Nos viene a visitar de vez en cuando. Me gusta su sentido del humor, y su ambición. ¡Imagínate a un chico de playa como él yendo a la escuela nocturna, planeando estudiar derecho! Pero parece que siempre acabamos peleando. Llevamos meses sin hablarnos, desde nuestra última discusión. Por alguna razón la KGMB estaba emitiendo música durante toda la noche en lugar de cerrar el programa a medianoche. Nos sentamos en el garaje para charlar. Que si todo era culpa mía, culpa suya, y que por qué siempre nos peleábamos. Estuvimos despiertos toda la noche, y bailamos casi con todas las canciones.
Bueno, a la mañana siguiente, que era domingo, mamá nos preparó huevos con salsa de soja, arroz frito y su pan de ñame tostado. Krash peló un mango y me dio una rodaja. Yo estaba chupando su pulpa dulce y pegajosa y admirando las manos de Krash cuando los oí acercándose. Recuerdo a mamá dándose la vuelta a cámara lenta…
Salimos corriendo a la calle. Diosa Madre, volaban tan bajo que pudimos ver el Sol Naciente que llevaban pintado en el costado. Y entonces, oh, nene, nunca había visto un infierno semejante. Convirtieron Pearl Harbor en una bola de fuego. Se alzaban montañas de humo negro como diablos gigantes. Un millón de libras de pólvora explotaba en los barcos. Todos esos chicos, todos esos chicos haole…
Luego vino una segunda oleada de aviones japos, tan bajo que su tren de aterrizaje arrancaba los cables telefónicos. Papá se volvió loco y empezó a dispararles con su rifle para cazar jabalíes. El señor Kimuro salió en calzoncillos e intentó derribarlos con su arco y sus flechas.
¿Y yo? Corrí adentro y me cambié de ropa. Si íbamos a morir, supongo que quería hacerlo con estilo, con mi mejor vestido, mi sombrero Lily Daché. Estas cosas no están planeadas. Mamá no va a dejarme olvidarlo nunca.
Krash empujó a mamá y a papá adentro, y se quedó fuera, caminando de un lado a otro con un cuchillo de trinchar. No sé qué fue lo que se apoderó de mí. Le cogí de la mano y empecé a caminar a su lado. Un avión enfiló directo hacia nosotros. Es el fin, pensé. Miré a Krash y le dije: «Te quiero.» Pero el avión pasó de largo…
Después, hicimos autostop hasta el Queen’s Hospital. La cola de donantes de sangre era de kilómetros y kilómetros. Todavía sueño con carne quemada y me despierto oliéndola. Marineros cubiertos de aceite negro. Piernas amputadas, ojos destrozados. Los traían en camiones y los sacaban como si fueran piñas. Había un capitán al que le habían reventado las tripas y pensaba que los médicos y las enfermeras eran la tripulación de su barco. Siguió dándoles órdenes hasta que murió.
Me pasé catorce horas escribiendo «M» (de morfina) en la frente de los marineros para evitar darles una sobredosis. Algunos pedían un cigarrillo y morían mientras le daban una calada. Lo más duro era quitarles el cigarrillo de entre los labios a los chicos muertos. Enseguida estaba empapada de sangre de la cabeza a los pies. La sangre fluía a chorretones por los pasillos haciendo que la gente se resbalase. Cuando se secó mi vestido se me pegó al cuerpo como si fuera escayola. Unas enfermeras tuvieron que cortarlo para que pudiera quitármelo, y lo mismo con el sombrero. Tenía el pelo tan tieso por la sangre que se había secado que se me levantaba como si fueran alas. Me quité los zapatos y esa noche atravesé la calle hasta casa cubriéndome con media sábana, dejando un rastro de huellas rojas detrás de mí. Por eso los llamo japos…
La gente dice que no había ni un solo cañón antiaéreo preparado, ni un solo avión en el aire para recibirlos. Pearl Harbor los esperaba como un plato de comida sobre la mesa… No reconocerías Honolulú. Las calles están atravesadas de trincheras por si se producen más ataques. Se ha declarado la ley marcial. Ha venido el FBI. Hay gente arrestada en pijama. Llevamos documentos de identidad con nuestras huellas dactilares. Se ha vacunado a todo el mundo, y llevamos máscaras antigás sujetas a la espalda. La comida, por supuesto, es racionada. (¡Qué no haría por un buen trozo de cerdo! O un trago de verdadero café…).
Bueno, hermano, ahora somos oficialmente una zona de combate. Hay tanques protegiendo el Palacio ‘Iolani. La playa de Waikiki está cerrada por alambres de espino y los turistas hace tiempo que se fueron. El Hotel Moana y el Royal Hawai‘an se han convertido en hospitales para los chicos del ejército y la armada. Han traído del continente más trabajadores para el astillero y la defensa. Están tan cortos de camas que muchos duermen en sus coches.
Todo el mundo odia los cortes de luz como la peste. Hay un vigilante para cada bloque. Nos ponen multas si dejamos alguna luz encendida, incluso los faros de los coches. El primo de mamá que vivía cerca de Haliewa murió aplastado entre dos autobuses que chocaron por culpa de la oscuridad. Estaba paseando a su perro sin linterna y quedó chafado entre los dos. Oh, nene, qué desastre…
Ahora los soldados entran en nuestras casas. Buscan y atrapan. Realizan arrestos. Juicios sin jurado. El ejército trató de disparar al gallo del señor Cruz, ese loco de Tacky. Decían que su cacareo de medianoche podría ser una especie de código secreto. De un picotazo le arrancó media oreja a un soldado y persiguió a otro por toda la calle. El gallo se escapó, pero al señor Cruz lo metieron en la cárcel. Solo era una excusa para arrestarlo. Tiene un montón de amigos japos… Cientos de personas han sido arrestadas en Kalihi, Palama y en el Barrio Chino. Monjes budistas, profesores de academias de lenguas. Ahora están todos en el Campo de Prisioneros de Sand Island. Supongo que será parecido al tuyo. ¿Te dejan tocar la trompeta? ¿Tienes suficiente comida?
Acabamos de recibir noticias de nuestro hermanito Jonah. En el ejército le están enseñando a manejar bayonetas y sogas para ahorcar. Ha aprendido cómo transformar bates de béisbol en palos de combate con alambre de espino y pinchos. También le han dado nociones sobre guerra química, ametralladoras y disparos de mortero. Se me rompe el corazón. Rompí la carta para que mamá no la viera. Pase lo que pase, aunque la guerra termine mañana mismo, Jonah habrá cambiado. Te voy a decir una cosa: todos habremos cambiado.
… Aquí hay verdadera escasez de chicas. Una por cada cien hombres, o incluso por cada mil, depende de con quién hables. Los burdeles están floreciendo en Hotel Street. El ejército y la armada tuvieron que alojar a sus heridos en burdeles hasta que ampliaran los hospitales. ¡Durante una buena temporada Hotel Street parecía un campamento de la Cruz Roja! Hay que darles algo de crédito a esas putas, ayudaron a atender a esos chicos como si fueran bebés. Todos arrimamos el hombro…
Al estar cerrado el Moana, ahora trabajo en el turno de tarde en la fábrica de conservas Dole. ¡Otra vez con las piñas! Pero hay demasiadas empleadas y los turnos son muy cortos. Me contrataron como empleada de mantenimiento en la comisaría del centro. ¡Y me dieron un cubo para limpiar retretes (otra vez)! ¡Estoy harta de ese trabajo!
Mamá y papá tienen que seguir pagando la hipoteca, pero papá no puede encontrar trabajo. Los militares lo tienen en su lista de simpatizante de los japos porque no quiso hablar mal de su antiguo jefe, Shirashi (que ahora está encerrado en Sand Island). Mamá sigue arreglando uniformes para la prisión de mujeres de Palama, pero le pagan prácticamente una miseria. Yo he encontrado un puesto de costurera a tiempo parcial aquí en Kalihi. Más, tres noches a la semana, estoy de bailarina en un nightclub para militares. Oh, ¿a quién pretendo engañar? No es un nightclub, ni tan siquiera un bar. Es un garito de mala muerte en Hotel Street.
… También empaqueto vendas para la Cruz Roja, y me presento voluntaria para las fiestas de la USO. Un militar insolente con un montón de medallas en el pecho me vio en una fiesta para el ejército y la armada. Pensó que parecía medio japonesa. Dijo que no podía presentarme voluntaria si tenía más de un cuarto de mi sangre japonesa. Le contesté que tenía los ojos hinchados de tanto llorar por las noches hasta quedarme dormida. ¿Por qué? Porque tengo un hermano en un campo de prisioneros japonés, y otro hermano cuyo barco fue capturado por los japos, y un hermano pequeño que está entrenándose para luchar contra los alemanes en Europa. Bueno, el tipo insolente se disculpó…
¡Eh! ¿Acaso piensan que los hawaianos se pasan el tiempo sentados, comiendo pescado y viendo lo que ocurre sin mancharse las manos? Veo a los heridos y pienso en ti. Nada importa, excepto que tú, Jonah y DeSoto volváis a casa salvos. Y Krash. Diosa Madre, suturaría heridas, pasaría hambre y bailaría hasta que de mis pies solo quedasen los huesos si eso sirviera para traeros a casa.
Los soldados que vuelven del combate ven aquí rostros con rasgos orientales y se vuelven locos. Hay muchísimas peleas callejeras, incluso asesinatos. La gente de aquí está confundida. Siento verdadera lástima por nuestros vecinos japoneses. Han tenido que entregar todas las armas que poseían, aunque fueran reliquias de familia, e incluso libros antiguos en los que se consideraba que podría haber cosas escritas con tinta invisible. Todas las señales escritas en idioma japonés han sido tiradas, y nadie lleva ahora kimonos.
… Los vecinos chinos ponen carteles en sus porches: NOSOTROS NO SOMOS JAPONESES. Equipos enteros de agentes del FBI recorren las calles en vehículos militares. Arrestan incluso a alemanes e italianos. Anoche, en el garito donde bailo, un soldado que había estado en Guadalcanal sacó la cabellera que le había arrancado a un japo y la agitó de un lado a otro. Tuve que salir para vomitar. ¿Quiénes son los buenos y quiénes los malos?
Perdóname, hermano. Tú estás en prisión y yo divago. Me moriría si te ocurriese algo. No es un campo militar para prisioneros de guerra. No pueden decapitar a nadie. O torturarte. Hemos oído que lo peor de esos campos es la falta de comida y el tifus. Ten cuidado, intenta controlar tu temperamento con los guardias.
También hemos oído que hay barcos con repatriados saliendo de Shanghái. Papá llamó a la armada para preguntar si tu nombre figuraba en alguna lista. Bueno, es información confidencial. Le dijeron que se fuera al diablo, que hay una guerra en marcha. Ganamos en Midway. Quizá la Diosa Madre esté de nuestro lado… Espero que recibas el paquete. Pusimos todo lo que pudimos sacar con las cartillas de racionamiento. Carne de cerdo en conserva, cigarrillos, leche en polvo. Sopa. Azúcar. Sal. También un rosario. Fotos de todos nosotros…
‘Auwē! Cada vez que oímos las sirenas antiaéreas tenemos que correr a los refugios y quedarnos con el agua de la lluvia por las rodillas hasta que nos avisan de que ha pasado el peligro. Hay guardias con casco en todas las calles que nos gritan con sus megáfonos: APAGUEN TODAS LAS LUCES. PERMANEZCAN EN EL INTERIOR. NO SALGAN HASTA QUE HAYA AMANECIDO. Algunas noches nos metemos por turnos en el armario para leer con una linterna.
Mamá se hartó y cubrió la ventana del aseo con tela asfáltica para que no se viera la luz desde el exterior. Así que ahora el aseo se ha convertido en nuestra sala de estar. Tenemos pilas de periódicos y una radio portátil en la cesta para escuchar las últimas noticias. A veces captamos esa emisora asquerosa, Tokio Rose, que intenta engatusar a nuestros muchachos para que no luchen… ¡Papá es guardia de bloque! Cuando termina, de noche, mete un futón en la bañera y los vecinos se apretujan en el aseo, «contando chismes» y tocando el ukelele después de cenar. ¡Nos lo pasamos genial! Algunas noches metemos dentro ese gallo atontado, Tacky Cruz. ¡Te aseguro que a medianoche cacarea como un condenado!
¿Te acuerdas de Rosie Perez, la que vive más abajo en nuestra calle? ¡De repente engordó una barbaridad! Una noche, sentada en la bañera, empieza a sentir calambres y se pone a gritar. Y lo siguiente que sabemos es que hay una pequeña cabecita entre sus piernas. Se pone a empujar y empujar, y mamá hace de matrona y agarra aquel cuerpo minúsculo y resbaladizo. Yo lo aguanto mientras mamá corta el cordón. Entonces todo el mundo se pone a llorar. ¡Oh, nene, qué noche! Papá vuelve de su trabajo como guardia y yo grito: «¡Mira lo que ha salido de Rosie!». Se cayó al suelo, y se echó a reír y a llorar. Desde todos los puntos de la calle, la gente vino por turnos a ver y coger en brazos al pequeño Keiki. El marido de Rosie está en un campo de entrenamiento en algún lugar de Carolina del Sur. Hermano, ¿cómo puedo explicarte lo dulce que es el llanto de un recién nacido en tiempos de guerra? Fue nuestra mejor noche hasta el día de hoy.
… Están viniendo manadas de bandas de swing para tocar para los soldados. Artie Shaw, Dorsey Brothers, incluso Louis Armstrong. Para mí, ninguno puede compararse con ese Duke Ellington. Me abrí camino hasta los camerinos y le hablé de ti, le dije que tocabas con Dew Baptiste. Bueno, nos quedamos en su camerino y conversamos durante horas. De Nueva Orleáns, de París…
¡Demonios, cómo le gusta flirtear! Me dijo que era «una señorita deliciosa», que «mi belleza honraba su rostro». Dijo que si se quedase más tiempo, me convertiría en su helado favorito. ¿Significaba eso que me daría de comer? ¿O que me devoraría? Hermano, nunca seré la misma. El tipo es físicamente exquisito. Esa sonrisa preciosa, esos zapatos de tacón alto. Su traje, su camisa, su corbata. Bueno, habrá montones de conciertos de jazz cuando vuelvas a casa. La gente sabe que has salido al mundo. Todos te envían saludos. Todo el mundo te echa de menos…
Fui a casa de Sunny, pero su madre no me dejó entrar. Dijo que no habían sabido nada más de ella. Si está viva, que lo está, porque es demasiado inteligente para morir, está envuelta en alguna aventura. Probablemente esté construyendo bombas en algún sótano con esas mujeres comunistas de las fábricas de sedas y esa pobre hermana minusválida suya. Esa chica siempre tuvo demasiada energía y demasiado nervio. Olvídala. Ven a casa. Vuelve a donde perteneces.
¡Hermano, mira! Hay luna llena. En el mismo instante que te envío nuestras oraciones y saludos, hay un arcoíris perfecto (presagio de victoria) sobre Kalihi Lane…
Amor de tu hermana,
Malia